CAPÍTULO VI

EN LA RIBERA DEL ZAPOTE

Una hora después, las dos partidas de tagalos y chinos, capitaneadas por Hang-Tu, salían de la selva y descendían a la llanura. Romero, que después de las emociones violentas que había sufrido volvió a caer con fiebre violenta, fue puesto en una camilla y llevado a hombros por cuatro robustos indígenas, pues le era completamente imposible montar a caballo. Than-Kiu, como siempre, le cuidaba, yendo a caballo a su lado.

Apresurábanse las partidas en su marcha, temiendo ser sorprendidas por las tropas españolas del general Lachambre, que habían emprendido ya las operaciones para apoderarse de la ribera del Zapote y desalojar a los insurrectos de San Nicolás, cubriendo al mismo tiempo a Pamplona para impedir que se apoderasen de ella los enemigos.

Enterado Hang-Tu de todo por los mestizos exploradores que habían acudido con las dos partidas en su socorro, dio orden de no acercarse al camino, que podía estar ocupado ya por la vanguardia enemiga, y marchar por los campos cultivados y por los bosques para evitar encuentros.

Sabía que San Nicolás sólo distaba siete u ocho millas, y quería llegar allí con las partidas intactas, con tanto mayor motivo cuanto que los insurrectos contaban con pocas fuerzas para la defensa del pueblo, según se supo.

Por la noche, después de tres horas de marcha atravesando fincas medio incendiadas, quizá por los mismos insurrectos para poder descubrir mejor al enemigo cuando avanzase, acamparon las dos partidas en un pequeño bosque que coronaba la cumbre de un altozano y donde estaban a cubierto de cualquier sorpresa.

Hang-Tu, seguido por dos mestizos de su partida, subió a la cima más alta, desde la cual podía descubrir gran extensión de tierra y también buena parte de la ribera del Zapote.

Pudo ver desde allí, hacia el norte, más allá del río, muchos puntos brillantes que supuso serían las hogueras de los campamentos insurrectos establecidos alrededor de San Nicolás.

—Es verdad —le dijeron los mestizos que habían conducido las dos partidas—. En San Nicolás se vigila por el temor de una sorpresa nocturna.

—Mañana temprano podremos estar allí —dijo Hang—, siempre que los españoles no sean ya dueños del curso del Zapote.

—Es lo que yo temo, capitán —dijo uno de los mestizos—. Veo relumbrar fuegos bajo el bosque que se extiende por la ribera del río, y precisamente delante de nosotros.

Hang-Tu miró hacia el río, cuyas aguas centelleaban en el horizonte heridas por la luz de la luna que se iba levantando detrás del bosque, y vio, efectivamente, lucecillas bajo la sombra de la selva. La frente del jefe de los amarillos se arrugó.

—¿Se nos habrá adelantado el enemigo? —murmuró—. No tengo confianza en que San Nicolás pueda resistir largo tiempo contra las brigadas victoriosas del general Lachambre; pero una buena defensa podrá quizás hacerse.

Y volviéndose a los mestizos les preguntó:

—¿Creéis que esos fuegos sean de algún campamento español?

—Lo creemos, capitán.

—Si así fuese tendríamos cortado el camino.

—Podrían mandarse hacia allí algunos exploradores.

—¡Lo haré! Da al momento orden de apagar todos los fuegos para no llamar la atención del enemigo y exponernos inútilmente a un ataque. Que nadie se acueste, por si tenemos que emprender pronto la marcha.

—¿Quieres forzar el paso del río, capitán? —preguntó uno de los mestizos.

—Ya veremos lo que conviene hacer. ¡A ver! ¡Cuatro voluntarios dispuestos a montar y hacer reconocimiento sobre la orilla del río!

Cuatro mestizos se acercaron.

—Volved pronto a informarme de lo que hayáis visto, pero sed prudentes y no os dejéis sorprender.

Descendió de la altura y atravesando el campamento entró en una cabaña improvisada con ramas de árboles, en la cual se había alojado a Romero.

El mestizo, que comenzaba a mejorar, habiéndosele quitado la fiebre, estaba de conversación con Than-Kiu, que se había sentado a su lado. Hang-Tu, al verlos juntos, arrugó el entrecejo, pero fue sólo un instante. Pronto recobró la tranquilidad su mirada.

—Me parece que estás mejor esta noche —dijo a Romero.

—Sí, hermano —le contestó el mestizo tendiéndole la mano.

Hang fingió no advertir aquel movimiento y se acurrucó cerca de la puerta de la cabaña.

—Hang —dijo Romero incorporándose—, estás incomodado conmigo, ¿verdad?

El chino no respondió. Tenía la cabeza entre las manos en actitud meditabunda.

—Hang —repitió Romero—, estás incomodado porque te he arrancado de las manos al comandante Alcázar.

Aunque tampoco contestó el chino, Than-Kiu se había levantado palidísima y miraba alternativamente al uno y al otro con una viva inquietud grabada en el semblante.

—¡Hang! —dijo.

Al oír la voz de la muchacha alzó el chino la cabeza, pasándose antes una mano por los ojos como si hubiese querido apartar de sí un pensamiento o enjugar una lágrima.

Than-Kiu, al ver aquel ademán, se le acercó a su oído de modo que Romero no pudiese oírla:

—¡Estás llorando, Hang!

—No —respondió el chino con voz imperceptible y sacudiendo la cabeza—. Estaba meditando.

—¡No; no me engañes! ¡Tú lloras y quizá por mí!

—¡Cállate!

Se levantó y dijo con voz tranquila:

—No te había oído, Romero. No; Hang-Tu no ha dejado de amar a su hermano de armas ni se arrepiente de lo que ha hecho. Has querido salvar al padre de la mujer blanca, y quizás has hecho bien. Alguna vez la generosidad puede ser preciosa. Conque no se hable más del asunto.

—Pero parece que estás conmovido, Hang.

—No, Romero; estoy preocupado porque empiezo a dudar del porvenir.

—Quieres decir…

—Que la desconfianza va invadiendo mi ánimo, y que los sueños tan acariciados se van desvaneciendo. ¡Hasta el gran ideal va palideciendo!

—¿Hablas de la insurrección, quizá?

—Sí, y de otra cosa.

—¿No tienes ya fe en nuestra causa?

Hang-Tu lee a veces en el porvenir y lo encuentra muy negro.

—¿Quizás aflige algún nuevo desastre a nuestra causa?

—No; pero preveo que la insurrección acabará en una gran catástrofe.

—¡No lo creo!

—¿Sabes, Romero, que el general Lachambre ha llegado ya a la ribera del Zapote y que acampan sus brigadas a dos millas de nosotros?

—¡Ya! —exclamó con doloroso estupor Romero.

—Sí; y añadiré que la pérdida de San Nicolás es quizá cuestión de horas.

—Pero nosotros acudiremos a defenderla.

—¿Y quién nos abrirá camino a través de las tropas españolas? ¿Estas dos partidas que no cuentan con diez mestizos de quienes fiarse? Ya sabes la confianza que puede ponerse en los tagalos y en mis compatriotas.

—¿Está cortado el camino de San Nicolás?

—Todo lo indica.

—¿Y qué piensas hacer?

—Intentar el paso del río Zapote sin combatir.

—¿Y si no lo logras?

—A ti te pregunto qué debe hacerse. En esta provincia no hay una sola aldea adonde replegarse para intentar una defensa desesperada. Creo malogrado nuestro plan de distraer a las fuerzas que van sobre Cavite y sin esperanza de remedio.

—Pues bien, Hang: iremos a Cavite. Allí está el corazón de nuestra causa y allí iremos a defender con todas nuestras fuerzas aquel baluarte.

—¿Y podremos llegar allí o será ya muy tarde? ¿Sabes que el general Polavieja avanza a lo largo de la península?

—Trataremos de burlarle.

—O seremos aprehendidos y fusilados.

—Allí está el mar, Hang.

—Pero la bahía está defendida y guardada por la flotilla española que bloquea estrechamente Cavite.

—Pero con resolución y aprovechando una noche oscura, puede burlarse el bloqueo y desembarcar al pie de las murallas de la ciudad.

—¡Es verdad! —murmuró Hang-Tu como hablando para sí—. Hombres decididos a todo pueden intentarlo.

Levantóse y se dirigió hacia la puerta, poniendo el oído atento a los rumores del campo.

—Voy a ver si han vuelto los exploradores —dijo—. De sus noticias puede depender nuestra suerte y quizá la de las partidas que defienden a San Nicolás.

Hizo un signo de adiós a Romero y Than-Kiu, y salió. Todos los fuegos del campamento estaban apagados; pero nadie dormía. Los chinos y los tagalos se habían echado al lado de los caballos con las armas al alcance de la mano, prontos para emprender la marcha.

Hang-Tu dio una vuelta por el campamento y recorrió los puestos de guardia, temiendo siempre una sorpresa de los españoles, que sabía que estaban muy próximos. Después se sentó en una elevada peña desde donde veía el curso del Zapote y se distinguían las hogueras que había en sus orillas.

Pasó media hora, después una, sin descubrir nada; pero poco después vio unas sombras gigantescas galopando aceleradamente por la llanura y los pantanos que se extienden detrás del Zapote, y digiriéndose hacia la altura ocupada por sus partidas.

Creyó primero que pudieran ser jinetes españoles en exploración; pero pronto vio que eran sus cuatro mestizos.

Descendió de la peña y les salió al encuentro.

—¿Son los españoles? —les preguntó cuando los tuvo en su presencia.

—Sí, capitán —le contestó uno de los mestizos—. Tenemos delante una brigada del general Lachambre.

—¡Qué desgracia! —exclamó Hang—. ¿Va a atacar San Nicolás?

—Se cree que mañana al amanecer comenzará el ataque. Una parte de las tropas ha vadeado ya el río y las restantes se preparan también a pasarlo.

—¿Creéis que podamos atravesarlo sin que nos descubran?

—Quizá yendo por los pantanos —dijo otro de los mestizos.

—¡Por ahí pasaremos! —dijo Hang, que parecía haber adoptado instantáneamente un partido.

—¿Y don Ruiz?

—Le llevaremos con nosotros. No sería prudente dejarle atrás, ni con una buena escolta. Os lo encomiendo.

—Nosotros lo custodiaremos —dijeron a una los cuatro mestizos.

La gente de las partida, informada de lo que pasaba, se levantó a toda prisa y se formó en dos columnas sin hacer ruido. Hang-Tu les pasó revista. Eligió veinte hombres para formar una pequeña vanguardia, y en cuanto recibió aviso de que Romero y Than-Kiu habían salido de la cabaña dio la orden de marcha, poniéndose a la cabeza del primer grupo.

Los doscientos hombres bajaron la altura en el más profundo silencio, arrimándose a los árboles para ocultarse en lo posible de la luz de la luna, que pudiera reflejarse en sus armas. Llegados a la llanura, entraron por en medio de las fincas.

Hang-Tu con sus veinte hombres se había adelantado para descubrir el terreno y no caer una la emboscada. Iba con mucha cautela, deteniéndose con frecuencia y no reanudando la marcha sino cuando estaba seguro de no tener enemigos delante.

Le urgía pasar el río sin ser advertido, porque a la primera alarma hubiera podido ir sobre él toda la brigada que acampaba sobre la ribera y derrotarle sin combate.

Cuando llegó a quinientos o setecientos pasos del Zapote, mandó apearse a su gente para hacer menos bulto y envolver la cabeza de los caballos en las guadrapas para que no relinchasen. Después adelantó audazmente a través de un terreno fangoso que indicaba la cercanía de un pantano.

La columna, que le seguía a tres o cuatrocientos metros de distancia, había imitado aquella prudente maniobra y avanzaba lentamente a lo largo de un arrecife cubierto de cañas de bambú.

El terreno era malísimo, especialmente para los caballos, que se hundían hasta las rodillas en un fango tenacísimo; pero Hang-Tu no se detenía. Delante de él veía correr el río, y a su derecha los fuegos del campamento español por entre los claros de la arboleda. Si era sorprendido en aquel pantano que hacía imposible cargar, estaban todos perdidos. De repente se vio a algunos insurrectos de la vanguardia que se habían adelantado abandonar precipitadamente los caballos que se habían hundido hasta las cinchas, y retroceder a toda prisa.

Hang-Tu, creyendo que habían sido descubiertos por algún grupo enemigo acampado a la orilla del río, se disponía a montar para lanzarse adelante, cuando oyó algunas palabras que le helaron la sangre en las venas.

—¡Una tembladera! —dijeron los hombres de la punta de la vanguardia retrocediendo—. ¡No sigáis!

—¡Maldición! —exclamó el chino—. ¡Una tembladera delante y el enemigo al costado! ¡Si logramos salir de aquí vivos, no será poca suerte!

Miró hacia atrás por ver si le seguía la columna o si se hallaba todavía en la calzada, y la encontró ya dentro del pantano.

A pesar de su valor extraordinario, no pudo menos de sentirse aterrado.

—¡Qué el cielo nos asista! —murmuró.

No podía ya pensarse en retroceder. La confusión hubiera sido grande y no menor el riesgo de llamar la atención de la brigada de Lachambre. Había que seguir a toda costa adelante, y con mayor motivo no estando lejana la hora del alba.

Pero no era posible seguir por donde se habían atascado los caballos. Los pobres animales habían desaparecido en pocos instantes, tragados por la tembladera, y los que iban detrás no hubieran escapado mejor.

—¡Desviémonos! —dijo Hang—. Quizá marchando paralelamente a la orilla del río encontremos algún paso. Pónganse dos hombres de los más ágiles e inteligentes a la cabeza, y vayan otros dos a advertir del peligro al grueso de la columna y a recomendar el mayor silencio. ¡Se trata de la vida de todos!

Dos tagalos elegidos entre los más ágiles se pusieron a la cabeza de la vanguardia e iban examinando el terreno con las largas astas de sus lanzas. Muy pronto vieron que era imposible llegar directamente a la orilla del Zapote; pero desviándose hacia la derecha hallaron un fango más sólido que permitía el paso.

Siguiéronlos la vanguardia y el grueso de la columna, procurando no desviarse ni un ápice de sus huellas, por temor de ir a dar en tembladeras que pudiera haber a uno y otro lado. Todos marchaban a pie para causar menos fatiga a los pobres animales, que harto tenían que trabajar para moverse en aquel terreno fangoso.

Anduvieron otros doscientos metros los dos guías, y viendo muchos grupos de cañas palúdicas que crecían acá y allá hacia la orilla del río, trataron de atravesar directamente el pantano; pero tuvieron que retroceder abandonando otro caballo, que desapareció como los primeros, tragado por el suelo movedizo.

Hang-Tu iba inquietándose. Las estrellas palidecían rápidamente, y comenzaban a anunciarse los primeros albores del día.

Oíanse ya rumores cada vez más marcados hacia los campamentos españoles y algunos toques de corneta.

—¡Aprisa, aprisa! —repetía Hang—. ¡Si nos sorprenden aquí, estamos perdidos!

Seguían avanzando los dos guías, sondeando el terreno y apretando el paso lo posible para acercarse al río, que no distaba ya más de cien metros.

Por fin pisaron en terreno firme aunque cubierto de agua.

—¡Adelante! —exclamaron—. ¡Estamos a salvo!

Precipitáronse tras ellos la vanguardia y el grueso de la columna. Apuntaba ya el día y los campamentos españoles tocaban diana.

Estaban ya los guías a pocos pasos de la orilla, cuando se oyó el grito de: «¿Quién vive?».

—¡Silencio! —dijo Hang-Tu a su gente—. ¡No se chiste y apriétese el paso!

—¿Quién vive? —repitió la voz en son de amenaza.

Hang-Tu, en vez de responder, saltó en la silla amartillando la carabina, operación que imitaron los hombres de la vanguardia.

Sonó un tiro. Uno de los guías, que había ya alcanzado la orilla, cayó con los brazos abiertos en el pantano.

Hang-Tu metió espuelas y llegó a la orilla. Oyóse otro disparo; pero la bala se perdió en el aire.

—¡Adelante! —gritó el chino.

Todos los hombres de la vanguardia siguieron detrás, y se agruparon en la orilla del río carabina en mano.

A trescientos pasos de allí había una avanzada española que, aunque pequeña, rompió atrevidamente fuego.

En los campamentos gritaban los centinelas llamando a las armas.

Ya habían caído algunos hombres y caballos de la vanguardia.

Hang-Tu se puso a la cabeza de la pequeña banda y arremetió, catana en mano. Urgíale rechazar a aquel pequeño grupo que formaba la avanzadilla para dar tiempo a la columna de pasar el río.

Milagrosamente ileso de dos descargas, cayó sobre la avanzada y la puso en dispersión.

—¡Pie a tierra! —exclamó dirigiéndose a la gente de la vanguardia—. ¡Ocupad el arrecife y haced frente al enemigo! Con dos minutos tengo bastante.

Después, mientras los jinetes se apeaban rápidamente y rompían fuego contra los primeros grupos españoles que acudían desde los campamentos más próximos, volvió atrás para dirigir la operación de vadear el río.