CAPÍTULO V

UN SUPLICIO ESPANTOSO

Los chinos y tagalos se arrojaron sobre el mayor, que, con los brazos cruzados y una despreciativa sonrisa en los labios, los esperaba con el aire de un hombre que aguarda impávido a la muerte.

Obedeciendo sus sanguinarios instintos, como una manada de fieras que se disputan una presa, levantaron todos las manos para herirle; pero se detuvieron bruscamente. Una idea diabólica surgió en la mente de un chino.

—¡Despedacémosle! —dijo.

La proposición obtuvo buena acogida.

—¡Sea! —respondieron algunos—. ¡Matémosle por el suplicio del ling-chi!

Los chinos más próximos a él le derribaron en tierra, sin que el valeroso mayor manifestase la menor flaqueza ante la idea del atroz suplicio que le esperaba ni hiciese resistencia de ninguna clase.

Sabía lo que era el ling-chi, palabra que dignifica «destrozar en diez mil pedazos», que es el más espantoso suplicio inventado por los chinos, y consiste en amarrar al paciente a un caballete e ir cortándole todas las partes carnosas, arrancándoselas trozo a trozo. Sin embargo, se disponía a soportar serenamente aquella muerte cruel.

Ya algunos tagalos habían cortado las ramas para construir el caballete, cuando un chino de estatura gigantesca que llevaba insignias de cabo concibió una idea más cruel todavía.

—El ling-chi, no —les dijo—. Metámosle en la jaula de bambú y hagámosle danzar en la cima de un árbol. Así nos divertiremos más.

—¡La jaula, la jaula! —gritaron todos.

Fueron unos cuantos al bosque en busca de cañas de bambú, y volvieron al poco llevando unos cuantos haces de la caña llamada teba-teba, guarnecida de punzantes espinas que causan heridas dolorosísimas. Otros, prácticos en la fabricación de tales jaulas, pusieron manos a la obra con gran actividad, mientras dos o tres de los más ágiles treparon a un tamarindo y amarraron una larga cuerda vegetal a la extremidad de una rama flexible, pero bastante fuerte para soportar un peso considerable.

El mayor, rodeado por diez tagalos armados de fusiles, contemplaba con la más perfecta calma aquellos preparativos. La sonrisa había desaparecido de sus labios, y algunas gruesas gotas de sudor se veían en su frente.

Por valiente que fuese, y aunque no temiese a la muerte, tenía que impresionarle la idea de morir en el espantoso suplicio que le esperaba, todavía peor que el ling-chi, porque es más lento.

Empléanlo los chinos por lo común con los prisioneros de guerra, y no pocos soldados franceses hubieron de sufrirlo en las últimas campañas de Tonkín y del Yun-Nan. Es verdaderamente horrible, incomparablemente peor que los más crueles usados por los turcos y persas.

El instrumento es una especie de jaula de medio metro cuadrado formada por ocho cañas de bambú espinoso, y cuyo fondo está también cubierto de espinas, dejando libre sólo un pequeño espacio que apenas da casi lugar al paciente para poner los pies.

Al desgraciado a quien se condena a ese suplicio, se le introduce atado de pies y manos en la jaula y se le abandona allí, privándole de agua y alimento. No puede distraerse un instante ni hacer el menor movimiento sin que las agudas espinas del bambú se le claven en las carnes, desgarrándoselas.

Es preciso que resista mientras pueda al sueño y al cansancio, si quiere disfrutar unos cuantos días de vida; pero al fin, vencido, no tiene otro remedio que caer. Sin fuerzas para sostenerse erguido, comienza a tambalearse; pero la vista de las agudas puntas que han de martirizarle le infunde un poco de fuerza. Encórvase, y torna a erguirse. La lucha en ese momento es espantosa, atroz el martirio. La debilidad al fin le postra, y se resigna impotente a las punzantes espinas que se le clavan en el cuerpo. La muerte suele ser todavía lentísima: se dice que algunos han tardado dos o tres días en expirar, no sabiéndose a punto cierto si la muerte les viene por las heridas o por hambre, sueño y cansancio.

Como faltaba el tiempo a la partida para presenciar aquella larga agonía, se introdujo la variante de suspender la jaula de una rama flexible para hacer más difícil la situación del paciente, por los esfuerzos para guardar el equilibrio a que se vería obligado por las oscilaciones de la jaula. Venía a convertirse así el suplicio en uno análogo al de los peines, también usado en China, en que el paciente suspendido de un anillo de hierro y de una garrucha, recibe un movimiento oscilatorio que le lleva a herirse contra las puntas de hierro o de acero de que está erizada la pared contra la cual va a chocar.

Acabada la construcción de la jaula por aquellos habilísimos artistas del bambú, fue amarrado de pies y manos el mayor para que se le hiciera imposible todo movimiento y encerrado en la jaula. En aquel momento tuvo el español un arranque de rebeldía.

—¡Miserables! —exclamó con voz de trueno—. ¡Soy un soldado y no un malhechor! ¡Matadme con vuestras armas!

Los chinos y tagalos contestaron con una carcajada.

—¡Iza! —gritó el cabo de los chinos.

Seis hombres se precipitaron sobre la cuerda vegetal para levantar la jaula; pero detuviéronse de repente inquietos y asombrados.

Un grito terrible se oyó hacia la casa.

—¡Quietos, u os mato a todos!

Un hombre con un fusil en la mano que llevaba asido por el cañón a guisa de maza se arrojó sobre ellos.

En sus facciones se pintaba la cólera; de sus ojos brotaban rayos amenazadores.

Hang-Tu, que hasta entonces había permanecido quieto y abstraído como si no le interesase nada de lo que pasaba en torno suyo, se levantó al oír aquella voz, exclamando:

—¡Romero!

Y le salió al encuentro cerrándole el paso.

—¡Hang! —exclamó Romero con voz vivamente alterada—. ¡Perdona a ese hombre!

—¡No! —respondió el chino con voz resuelta.

—¡Es el padre de Teresita!

—¡Es un enemigo de la insurrección!

—¡Pero es el padre de mi amada! ¿Me entiendes? No puedes hacerlo.

—El amor es una palabra que no significa nada cuando se trata de la libertad de la patria. ¡Aquí se combate y se muere!

—¡Le debes la vida, Hang!

—¡Bien; pues mátame a mí también! ¡Muera yo a manos de mi hermano de armas!

La desesperación del mestizo había llegado a tal punto, que el chino se sintió conmovido. Hizo seña a los chinos y tagalos para que se suspendiera la ejecución; pero se resistían a obedecer viendo escapárseles la presa de las manos.

Un relámpago de ira brilló en los ojos del jefe de las sociedades secretas.

Desnudó la catana rápidamente, y se arrojó entre ellos gritando:

—¡Aquí manda Hang-Tu, jefe de la gente amarilla! ¡Fuera de aquí he dicho!

El chino infundía terror. La hoja fulgurante de la catana amenazaba abrir un surco sangriento en aquella masa humana.

—¡Largo de aquí! —repitió—. ¡Dejad a ese hombre!

Todos retrocedieron vivamente en su presencia, menos uno. Era el cabo chino que había propuesto encerrar al mayor en la jaula. Tenía en la mano la cuerda vegetal, y no parecía dispuesto a soltarla.

—¡Vete de ahí! —le gritó Hang.

—¡No, capitán! —respondió el chino—. ¡Nos has entregado ese hombre y tiene que morir!

—¡Vete o te mato! —repitió Hang.

—¡No!

La pesada cuchilla del jefe de las sociedades secretas descendió con la rapidez del rayo y hendió en dos la cabeza del gigante.

El rebelde abrió los brazos y cayó inmóvil en el suelo, bañado en un mar de sangre que brotaba de su herida, junto con parte de la masa encefálica.

—¡Así mueren todos los que no obedecen a los jefes de la insurrección! —dijo Hang, dirigiendo una mirada terrible sobre los hombres que le rodeaban.

En seguida se acercó a la jaula y dijo al mayor, que tenía los ojos clavados en Romero.

—Tu vida depende de Romero Ruiz; pero confío en arrancársela todavía de las manos.

Volvió a acercarse al mestizo, y agarrándole por un brazo, se lo llevó aparte, haciéndole sentarse en un tronco que allí había, y sentándose enfrente de él, cruzado de brazos, le dijo:

—Ahora hablemos nosotros.

La voz de Hang había tomado un tono grave y casi amenazador; su frente estaba ceñuda. Era quizá la primera vez que hablaba así a Romero, por quien hasta pocos momentos antes había sentido un afecto grande, más que fraternal.

Le miró fijamente y en silencio durante algunos instantes.

Parecía querer leer con su mirada en el fondo del corazón de su hermano de armas. Después tomó la palabra, preguntándole con voz lenta que vibraba con emoción profunda:

—¿Tú que quieres?

—Salvarle —dijo Romero.

—¿Y por qué pretendes que te ceda a ese hombre?

Hang-Tu, ¿acaso no eres ya amigo mío?

—Todavía lo soy.

—Pues entonces, ¿no sabes que es el padre de Teresita?

—¿Y qué le importa Teresita a la insurrección? Ese hombre es un español, es un enemigo, es un jefe que está combatiendo hace cuatro meses con fortuna contra las partidas. Él fusila a aquellos de nosotros que caen en sus manos: ¿por qué quieres tú perdonarle ahora que ha caído en las nuestras? ¿Porque es padre de la muchacha que tú quieres? La causa vale mucho más que tu cariño por una muchacha, mucho más que la felicidad de un solo hombre, aunque ese hombre sea el jefe supremo de la insurrección, sea un valiente y se llame Romero Ruiz.

—Hang —dijo Romero—, lo he dado todo por la causa; he perdido por ella todas mis riquezas; he visto destruir todas mis casas, confiscar mis bienes; he dado mi cabeza y mi brazo; he luchado; he probado la amargura del destierro; he dado hasta la sangre, por último: ¿no crees que tengo derecho a exigir algo a cambio de todo lo que yo he dado? ¿Y qué es, después de todo, lo que pido? La vida de un hombre, y nada más.

—Pero la vida de ese hombre puede ser fatal a alguno.

—¿A quién?

—Quizás un día lo sepas, y entonces comprenderás cuán cara habrá costado a Hang-Tu, a tu hermano de armas, que tanto te quiere, que ha mirado por ti como si fueras un hijo, esa palabra de perdón que quieres ahora arrancarle de los labios.

—¿Qué quieres decir con todo eso, Hang-Tu?

—¡Oh! ¡Hang-Tu no te lo dirá nunca!

—¿Tienes secretos para tu hermano de armas?

—Quizá, porque ese secreto no es mío sólo.

—¡Hang-Tu, amigo mío!

—¡Cállate, Romero! Hablemos del mayor Alcázar.

—Pues bien, concédeme la vida de ese hombre.

—¡Sí; para salvarle, para dejarle en libertad, para dar a nuestros enemigos un jefe que puede hacernos muchísimo daño! Tú has alegado tus derechos para que la insurrección te ceda a ese hombre; pero yo no he hablado todavía de los míos, Romero. También yo he dado mi vida por la causa que defendemos; también yo he visto mis fincas y mis casas destruidas por los soldados de ese hombre que tengo entre mis manos; también yo he sufrido el destierro, he sido condenado a muerte, he luchado y padecido. Había jurado vengarme de ese hombre a quien quieres salvar ahora, si acertaba a caer en mis manos. ¿Por qué Hang-Tu, que le ha hecho prisionero, no ha de tomar venganza de él?

—Pero tú olvidas, Hang, la noche que estuvimos escondidos en su jardín.

—No; no la he olvidado.

—Ese hombre a quien odias te salvó aquella noche y hubiera podido perderte.

—Pero yo tampoco hice fuego contra él, teniéndole delante del cañón de mi revólver.

—¡Tú eres generoso, Hang!

—No se puede ser generoso siempre.

—¡Hang-Tu, yo quiero salvar al padre de mi amada!

—Sí, y dar un enemigo más a nuestra causa.

—La generosidad es hermosa algunas veces. ¡Qué no se diga que todos los insurrectos son feroces!

—Se reirán de nuestra generosidad, y seguirán combatiéndonos con furor.

—Están en su derecho al defenderse.

—Y nosotros estamos en el nuestro eliminando a nuestros más formidables enemigos cuando los tenemos en nuestro poder.

—¡Basta, Hang; te pido que lo perdones!

—¿Tanto quieres, pues, a la muchacha blanca, que dejas a la insurrección uno de sus enemigos más temibles?

—¡Sí la quiero, Hang!

—¿Y crees que no la olvidarás nunca?

—No.

—¿Por ninguna otra mujer? —preguntó Hang con voz trémula.

—No.

—¿Tampoco por… Than-Kiu? —preguntó el chino con extrema ansiedad.

—¡Than-Kiu! —exclamó Romero—. La quiero…

—¿La quieres? —exclamó Hang, levantándose.

—Sí; pero como a una hermana.

El chino se puso lívido. Apoyóse en el tronco del árbol como si fuera a caerse, y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Ah; es verdad! Tú no puedes querer a las mujeres de mi país —murmuró con acento triste—. ¡No son blancas como la Perla de Manila!

Dirigió en torno de sí una mirada como si buscase a alguien.

—¿Qué buscas, hermano? —le preguntó Romero.

—¡Espérame! —le contestó el chino.

En la puerta de la casa, apoyada en el quicio, estaba Than-Kiu. El chino, después de titubear un momento, se dirigió hacia ella. Cuando se le acercó tenía el rostro tan alterado, que Than-Kiu no pudo menos de sorprenderse.

—Hang —murmuró—, ¿qué pasa?

—Nada —respondió el chino—. ¿Quieres que el padre de la muchacha blanca viva, o muera?

Than-Kiu nada respondió; miraba fijamente al chino, como buscando en sus ojos el motivo de aquella pregunta.

—¿Me has comprendido? —volvió a preguntar.

—Sí.

—La vida de se hombre está en tus manos.

—¿Y Romero? —balbuceó la muchacha con voz alterada.

—Tú eres la que debe decidir; pero sabe que si le condenas abrirás un abismo insondable entre Romero y la muchacha blanca, porque no habrá sido Hang-Tu quien haya matado al comandante Alcázar, sino la partida mandada por Hang-Tu y por Romero Ruiz; con que elige.

—¡Me das miedo, Hang!

—¡Elige! —repitió el chino.

—Yo no puedo matarle: soy una mujer, y no tengo el corazón tan duro como tú.

—¿De modo que le perdonas?

Than-Kiu bajó la cabeza sin responder.

—Quieres perdonarle por Romero, ¿no es así, Than-Kiu?

—Sí.

—Pues habrás cerrado el abismo que yo quería abrir entre Romero y la mujer blanca.

—Romero me lo agradecerá.

—Pero querrá siempre a la Perla de Manila.

—Pero quizá pensará en mí.

—¡Te engañas, Than-Kiu!

—¡Pues que se cumpla mi destino! —murmuró la muchacha.

—¡Pues sea! —dijo Hang-Tu.

Y volviendo adonde estaba Romero, le dijo:

—La vida del padre de la mujer blanca no me la debes a mí ni se la debes a la insurrección, sino a la generosidad de Than-Kiu.

—¡Gracias, Hang!

—No me des la razón, Romero. Yo, en este instante, salvo la vida de un hombre, pero trunco una existencia gentil y desvanezco un dulce sueño. Sea, pues; Hang-Tu obedecerá.

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Desnudó la catana y se acercó a la jaula donde estaba aún encerrado el comandante Alcázar. Romero, creyendo por un momento que Hang, faltando a su palabra, iba a herir al mayor Alcázar con aquel arma terrible, se puso en pie, y acercándosele le dijo con angustia:

—¡Hang-Tu!…

El chino hizo una señal con la mano para tranquilizarlo. De un golpe con el arma rompió la jaula; cortó en seguida las cuerdas que ligaban los pies y las manos del comandante, y asiendo a éste de un brazo se lo llevó a Romero, diciéndole con altiva firmeza:

—¡Ahí lo tienes, hermano! ¡Tómalo!

Romero se acercó al mayor, que estaba asombrado de verse todavía vivo, y enseñándole un caballo ensillado que allí cerca había, le dijo:

—¡Eres libre, mayor Alcázar!

El español no abrió la boca: montó muy despacio, recogió las riendas y metió espuelas al caballo. Pero cuando hubo avanzado unos cuantos pasos volvió hacia atrás, y acercándose a Romero, que había permanecido inmóvil al lado de Hang-Tu, le estrechó la mano, murmurando con voz algo conmovida:

—¡Gracias, Ruiz; tales actos no se olvidan!

Después espoleó el caballo y se alejó rápidamente, desapareciendo entre los árboles del bosque.