DOS ENEMIGOS FORMIDABLES
Ya en el corral, Hang-Tu tomó una rama, en cuyo extremo sujetó el pañuelo blanco de seda que llevaba al cuello, y se dirigió sin vacilar hacia el campo enemigo con aire sereno y tranquilo.
Tres veces le llamó Than-Kiu; pero el jefe de los insurrectos no volvió siquiera la cabeza, y siguió avanzando impulsado por una voluntad férrea e inquebrantable.
A quince pasos de los primeros árboles se detuvo. Un centinela enemigo le dio el alto apuntándole con la carabina.
—Soy un parlamentario —respondió el chino.
—¿Qué se ofrece?
—Ver al mayor Alcázar.
—¿Llevas armas?
—Ni un puñal siquiera.
—Espera.
Cruzó el soldado algunas palabras con sus compañeros que estaban detrás de él en la barricada, y volviéndose le dijo:
—¡Adelante!
Hang-Tu adelantó impávido hacia la trinchera. Dos soldados armados de carabinas le registraron para ver si llevaba alguna arma oculta, sin que el chino hiciese la menor resistencia. Después, poniéndole entre ellos, le condujeron a un palmar en que estaba la tienda del comandante guardada por dos centinelas.
Disponíase a salir de ella el mayor Alcázar; pero al ver a Hang dio un paso atrás con aire de sorpresa.
—¿Me conoces? —preguntó el chino levantándose su ancho sombrero de fibras de rotang.
Sí —contestó el español—. Eres Hang-Tu, uno de los jefes de la insurrección, y a quien yo una noche…
—¡Cállate! —dijo el chino en voz baja—. Es mejor no recordar ciertas cosas delante de otros.
—¡Bueno! ¿Qué quieres?
—Hablarte.
—¿A mí solo?
—Sí.
Después, viendo que el mayor titubeaba, añadió:
—No temas; estoy desarmado.
—Un soldado no tiene miedo nunca. Entra en mi tienda.
Hizo un signo a los dos centinelas para que se alejaran, y entró en la tienda con el chino. Solos ya aquellos dos hombres se contemplaron un momento en silencio. Parecían sorprendidos ambos de encontrarse frente a frente.
—¿Qué deseas? —preguntó al fin el mayor.
—Una pregunta ante todo.
—Habla.
—¿Crees que yo valgo algo?
—Lo creo y lo has demostrado en el encarnizamiento con que te defiendes.
—Seré, pues, una buena presa para ti.
—Es verdad.
—Pues bien: vengo a ponerme en tus manos —dijo Hang con noble altivez—. Yo, el jefe de las sociedades secretas chinas y de los hombres amarillos, tu enemigo mortal, vengo a decirte: préndeme y fusílame.
El mayor Alcázar le miró sorprendido.
—¿Te entregas? —le preguntó.
—Sí; pero bajo una condición.
—¿Cuál?
—Que dejes en libertad a los hombres que están reunidos en aquella casa.
—No —dijo el mayor—. También quiero tener al otro jefe en mi poder.
—¿A Romero?
—Sí, a él —dijo el mayor con voz ligeramente temblorosa.
—Pero ¿crees que la gente que defiende aquella casa está reducida al último extremo? Te engañas. Tienen municiones todavía y están en disposición de causar grandes pérdidas a tus soldados.
—Pero tendrán que ceder, porque estoy decidido a dar el asalto.
—Y será rechazado una vez más.
—Somos soldados y la guerra es nuestro oficio.
—¿Odias, pues, a muerte a Romero? —preguntó Hang mirando con fijeza al mayor.
—Quizá menos de lo que creéis —respondió el español suspirando—. Desprecié y odié un día a ese hombre; pero no porque se llame Romero Ruiz, sino porque comprendía por instinto que llegaría a ser el alma de la insurrección que se preparaba en la capital. Hoy aprecio a ese hombre, porque es valeroso. Se puede admirar a un enemigo.
—¿Y por eso quieres aprisionarle y fusilarle? —dijo Hang con amarga ironía.
El mayor no respondió. Se paseaba por la tienda con cierta agitación y con el rostro alterado. En su corazón debía de haberse trabado una terrible lucha.
De repente se detuvo delante del chino, y poniéndole una mano en el hombro, le dijo con una emoción que en vano trataba de disimular:
—¿Crees tú que no quiero a mi hija? No tengo otra, y si eres padre comprenderás cuánto ha de dolerme no poder hacerla dichosa uniéndola al hombre a quien tanto ama y a quien creo que no olvidará nunca. Todo lo que yo hiciera por sofocar en su corazón el amor por ese hombre sería inútil, pero ese hombre se llama Romero Ruiz y combate contra los blancos. Yo soy soldado y he jurado fidelidad a mi bandera; se me ha mandado a combatir contra la insurrección. Tengo el corazón destrozado, y no me consolaré nunca de tener que destrozar el de mi hija; pero se me exige que cumpla con mi deber de soldado, y lo cumpliré.
—¿Quieres, pues, matar al hombre a quien quiere tu hija?
—¡Es el destino quien lo dispone!
—¿Al hombre que ha salvado la vida de tu hija?
—¡Soy un soldado!
—¿Rechazas, pues, la condición que te puse?
—¡Es preciso! Admiro tu heroísmo; pero no me basta un solo jefe cuando puedo apoderarme de los dos.
—Te librarías, sin embargo, de un enemigo mortal que ha jurado matarte.
—Si la suerte me pone en tus manos, haz de mí lo que quieras. Los soldados de la vieja España saben morir como valientes con la sonrisa en los labios.
—Quisiera someteros a la prueba. ¡Está bien! ¡Adiós, mayor! O mejor dicho, ¡hasta pronto, cuando nos veamos!
Dirigióse hacia la salida de la tienda; pero se paró de pronto al ver a cuatro soldados con los sables desenvainados. Volvióse hacia el mayor y le dijo:
—¿Acaso queréis aprehenderme?
—Tendría derecho a hacerlo, porque no eres un beligerante, sino un rebelde; pero el mayor Alcázar sabe respetar a los valientes. ¡Eres libre, Hang-Tu!
—Quizá yo, en tu lugar, no habría hecho otro tanto —dijo el chino—. Hang-Tu no perdona y se sostiene en su palabra. ¡Gracias; pero que Dios te libre de caer en mis manos!
Dicho esto, salió; atravesó el campo de los españoles sin mirar a un lado ni a otro, llegó al corral de la casa, trepó sobre los tinglados y volvió a entrar en la estancia tan tranquilo como había salido.
Than-Kiu al verle le salió al encuentro. La pobre muchacha estaba aún muy pálida y conmovida.
—Hang —murmuró ella—, vuelves para no dejarnos más, ¿verdad?
—Sí; pero quizá Romero esté perdido para ti y para la insurrección —respondió el chino descorazonado—. Creo que no nos queda otro recurso que hacernos matar. ¿Sigue durmiendo?
—Sí; pero temo que haya empeorado. Tiene calentura, y está delirando hace rato.
—Cuídale. ¡Quién sabe! Quizá no esté aún todo perdido.
—¿Qué dices?
—¡Calla!
Hang-Tu asió con ambas manos una de la muchacha, indicándole que guardara silencio y que no se moviese, y se inclinó hacia delante escuchando con atención. Le había parecido sentir con su oído finísimo el lejano sonido de la corneta de guerra de las partidas chinas.
Dejó precipitadamente a Than-Kiu y se encaramó sobre el muro, situándose en la viga que le había servido de atalaya durante toda la noche.
Su mirada, penetrante como la del águila, percibió más allá de la selva, entre las destruidas tierras de cultivo, resplandor de armas.
—¿Serán españoles o insurrectos? —se preguntó con ansiedad.
Miró más atentamente, y vio dos grupos de gente a caballo que se dirigían a rienda suelta hacia el bosque. Aunque aún estaban muy lejos, reconoció en ellos chinos y tagalos.
—¡Nos llegan los socorros! —exclamó loco de alegría—. Creo, mayor Alcázar, que has perdido una buena partida.
Bajó en seguida a la habitación gritando.
—¡Todos arriba! ¡Quememos el último cartucho!
Levantáronse todos precipitadamente, creyendo que el enemigo iba a dar el asalto.
Sólo Romero se quedó en la cama. Estaba con fiebre y delirando, y no podía enterarse de lo que pasaba ni oír la voz de Than-Kiu.
—Amigos —digo Hang—, nuestros exploradores llegan con los socorros que esperábamos y caerán por la espalda sobre el enemigo. ¡Entretengámosle para que no se nos escape!
Acercóse con el fusil en la mano a la primera ventana y disparó contra los centinelas que había en las trincheras.
Su gente le imitó, sin cuidarse ya de economizar municiones.
Los españoles dejaron pasar un rato sin contestarles; pero viendo que el fuego arreciaba, y comenzando a molestarles las balas, se desplegaron en línea de tiradores y contestaron al fuego con energía.
Dos objetos se proponía Hang: llamar la atención de las partidas en el caso de que no las condujesen los dos mestizos, y distraer a los españoles para que no oyesen las pisadas y los relinchos de los caballos que se les echaban encima por la espalda.
No fueron vanas sus esperanzas, porque diez minutos después cuando los españoles, acalorados por el combate, se iban acercando para intentar un asalto decisivo, se dejaron oír repentinamente feroces alaridos en la selva.
Poco después una columna de caballería cargaba furiosamente sobre el enemigo por la espalda, acuchillando a los que encontraban delante.
El comandante Alcázar, que acudió para organizar la resistencia, trató de resistir cargando con quince o veinte hombres que tenía de reserva en el bosque, pero fue arrollado. Doscientos insurrectos bien montados y armados, conducidos por los dos exploradores, se precipitaron sobre ellos.
Toda resistencia era inútil contra fuerzas tan abrumadoras. Los españoles, atacados por retaguardia y de frente, se dispersaron por todos lados, dejando en tierra diez o doce de los suyos.
El mayor Alcázar, que había perdido el caballo, tuvo tiempo de montar en el de uno de sus hombres que acababa de ser derribado de una lanzada, y después de tener a raya haciendo un molinete con el sable a los insurrectos que se le echaban encima, trató de retirarse descargando sobre ellos su revólver; pero Hang-Tu no le había perdido de vista.
Saltó como un tigre al corral y se precipitó sobre el campo de la lucha.
Viendo a su mortal enemigo próximo a salvarse, apuntó rápidamente con su carabina al caballo que montaba, hizo fuego y el pobre animal, traspasado de parte a parte, se encabritó y cayó su cuarto trasero, arrastrando en su caída al jinete.
Los chinos y tagalos de la banda, que, obedeciendo a sus sanguinarios instintos, habían ya decapitado a los muertos y heridos para llevar las cabezas de trofeos, se lanzaron sobre el mayor para rematarle; pero Hang los contuvo exclamando:
—¡Nadie toque a ese hombre; es mío!
Y viendo que vacilaban en obedecerle, temeroso de que se le escapase la presa, se arrojó entre ellos dando culetazos a diestro y siniestro.
—¡Soy yo Hang-Tu, jefe de los amarillos y de las sociedades secretas chinas! ¡Desgraciado de quien no me obedezca!
Acercóse en seguida al mayor, y mientras los otros insurrectos retrocedían ante sus voces amenazadoras, le levantó diciéndole:
—¡Has perdido la partida: muere!
Una sonrisa despreciativa se dibujó en los labios del altivo soldado.
—Moriré como saben morir los hombres blancos —dijo.
—No dudo de tu valor, mayor Alcázar. Ya he tenido ocasiones de admirarlo.
—Tu admiración por mí no te impedirá, sin embargo, matarme —le contestó el español irónicamente.
—También yo aprecio a los valientes, y si no fueses el mayor Alcázar, te hubiera ya dicho: «Vete; eres libre, porque eres un valiente». Hang-Tu, por desgracia para ti, juró matarte, y Hang, ya te lo he dicho, no perdona.
—¡Bueno; véngate!
El chino pareció no oírle, porque poco después añadió a media voz:
—Y además hay una mujer entre nosotros.
El mayor levantó vivamente la cabeza mirando al chino.
—¡Una mujer! Sin duda quieres vengarte por mi negativa a conceder la mano de mi hija a Romero Ruiz —dijo.
—No hablo de la mujer blanca —contestó el chino—, sino de Than-Kiu.
—¿Than-Kiu? ¿No se llamaba así la china a quien vi en el quiosco de mi jardín la noche que os salvé?
—Sí —respondió Hang, cuyo semblante se oscureció al recordar aquel suceso.
—¿Y me odia esa muchacha? —preguntó Alcázar, cada vez más asombrado.
—No a ti, sino a tu hija.
—¿Es acaso rival de Teresita?
—¿Qué te importa, si dentro de pocos minutos estarás muerto? —le dijo Hang.
—¡Es verdad! —respondió el mayor, pasándose la mano por la frente como para alejar algún recuerdo inoportuno. ¡Dentro de poco quedará huérfana mi hija!
Hang-Tu se estremeció al oír aquello. Iba a pronunciar quizás una palabra, una orden que librase de la muerte al padre de la muchacha blanca; pero al dirigir sus miradas hacia la casa, vio el pálido y gracioso rostro de Than-Kiu en una de las ventanas, y la palabra no brotó de sus labios.
—¡Ea; mátame! —dijo el mayor irguiéndose—. ¡Tus hombres están sedientos de mi sangre!
Hang-Tu callaba. Una lucha terrible parecía entablada en su ánimo, mientras miraba a Than-Kiu, que seguía inmóvil en la ventana.
Decidióse por fin.
—¡Tienes que morir! —dijo—. ¡No soy yo quien lo desea, sino el destino quien lo exige!
Y volviéndose a su gente que lo rodeaba, prosiguió diciendo:
—¡Os entrego a ese hombre!
Y alejándose algunos pasos se sentó en un tronco, se oprimió la cabeza entre las manos y no dijo una palabra más. Tan absorto estaba, que pareció no oír los alaridos de gozo feroz con que acogió su gente aquellas palabras que debían privar a España de uno de sus soldados más valerosos.