UN HÉROE AMARILLO
Fracasada la primera tentativa de asalto, no repitieron otra los sitiadores, por más que ya la casa careciera de empalizada.
Sólo poco después de media noche trataron algunos soldados de acercarse a los cobertizos para prenderles fuego; pero descubiertos por los centinelas de los insurrectos, fueron rechazados a tiros.
La situación no había cambiado al día siguiente. Los españoles habían levantado unas barricadas con troncos de árboles, y habían acampado detrás de ellas, pero sin intentar nada. Sólo de cuando en cuando disparaban algún tiro contra las ventanas, particularmente si descubrían a algún insurrecto a través de ellas.
Hang-Tu distaba, con todo, de estar tranquilo. Si aquel asedio se prolongaba y tardaban en llegar los socorros que estaban esperando, corrían grandísimo peligro de perecer de hambre y de sed, porque los víveres no podían durarles muchos días y comenzaban a sentir la falta de agua, no siéndoles posible ir por ella al aljibe sin exponerse a ser fusilados por los centinelas contrarios.
¿A qué esperarían los españoles para atacarlos? ¿Sería que esperasen socorros, o sería que hubieran mandado a buscar a Salitrán alguna pieza de artillería para demoler las paredes del edificio?
Hang-Tu se devanaba los sesos para explicarse aquella inmovilidad de un enemigo que tan decidido a apoderarse de la casa se había mostrado la noche anterior.
De todos modos, velaba atentamente temiendo alguna sorpresa, y no perdía de vista a los centinelas españoles. También esperaba descubrir alguna vez al comandante para enviarle un balazo; pero no lo había conseguido.
Pasóse el día entero en continua alarma; pero ni intentaron nada los sitiadores, ni aparecían los socorros tan impacientemente esperados.
Hacia la tarde creyó notar Hang algún movimiento en la tropa española. Agrupábanse acá y allá los soldados detrás de los árboles, como si tomaran posiciones para recomenzar el fuego.
—¿Intentarán algún asalto —se preguntó Hang moviendo la cabeza—, o será que intenten alguna sorpresa?
Apostó a toda su gente en las ventanas y bajó a la habitación de Romero para consultarle.
El mestizo mejoraba rápidamente gracias a su constitución vigorosa y a los cuidados de Than-Kiu, que no le abandonaba un momento. En veinte horas comenzaba a cicatrizarse la herida y habían desaparecido los dolores que tanto le habían molestado al principio.
Al ver presentarse al chino con la frente ceñuda, comprendió Romero que pasaba algo grave.
—¿Se mueven los españoles? —preguntó.
—Sí —le contestó Hang—. Parecen dispuestos a reanudar el fuego.
—¿Habrán recibido alguna pieza de artillería?
—No lo creo.
—Déjalos entonces que tiren a su gusto. Estos muros no se destruyen con balas de fusil, Hang.
—Pero este segundo ataque me inquieta, Romero.
—¿Qué temes?
—No lo sé; pero no estoy tranquilo.
—¿Está bien barreada la puerta? Es nuestra única parte flaca.
—Haré que la refuercen.
—¿Sabes lo que me inquieta, Hang?
—¿Qué?
—Los cobertizos. Pueden incendiarlos los españoles y comunicarse el fuego al techo de la casa. Será prudente mandar arriba unos cuantos hombres armados de hachas para que corten pronto las vigas del techo y las tiren al corral.
—Lo haré, Romero.
—El techo no nos hace falta para nada. No han de bombardearnos.
—Es verdad.
—Después procura mantener lejos a los españoles, y que no se acerquen mucho a los muros de la casa.
—¿Temes que escalen las ventanas?
—Quizás algo peor. No teniendo artillería podrían minar para abrir brecha.
—¡Muerte de Buda! —exclamó Hang—. No había pensado en eso.
—¿Cuántas municiones tenemos?
—Pocas. Se han gastado muchas la noche pasada, a pesar de que mandé ahorrarlas. Ahora sólo nos quedan ciento setenta y dos cartuchos.
—Son pocos; pero bien empleados pueden ser bastantes para causar terribles pérdidas al enemigo.
En aquel momento se oyeron los primeros disparos en el bosque.
—¡Ya empiezan! ¡Se nos prepara una mala noche! —dijo Hang.
—Ya estamos acostumbrados a ellas —dijo Romero sonriendo—. Ayúdame a salir, Hang.
—No, mi señor —dijo Than-Kiu—. Te cansarás inútilmente.
—Me siento ya bastante fuerte —respondió Romero—, y no puedo estar tranquilo mientras los demás pelean por salvarme. Quiero ver también cómo se conduce el ataque.
—Quizá sea mejor —dijo Hang—. Nuestra gente tiene gran confianza en ti, y al verte se animarán a la resistencia.
Romero se apoyó en los brazos del chino y de la muchacha, y subió al piso alto.
Habían ya comenzado el fuego los chinos y mestizos, contestando vigorosamente a los disparos de los contrarios. No tiraban, sin embargo, sino dos a dos para ahorrar cartuchos, habiendo comprendido que en tirar poco y bien estaba la salvación de todos.
Romero examinó por una ventana las posiciones españolas, y notó que amenazaban al frente de la casa.
—Por este lado tenemos que temer —dijo a Hang—, a menos que no sea un ardid para llamar hacia aquí nuestra atención. Procura que no se acerquen a los cobertizos.
—Se hará lo que se pueda por mantenerlos lejos.
La lucha tomaba un carácter alarmante. Los españoles, divididos en grupos y ocultos en sus reparos, hacían un fuego infernal contra las ventanas, yendo las balas a estrellarse contra la pared interior de la estancia.
Fulguraban los disparos detrás de los troncos de árboles del bosque, y las balas llovían por todas partes silbando lúgubremente. Un chino que estaba en una de las ventanas cayó con el cráneo destrozado, y un mestizo sufrió la rotura del hueso del brazo izquierdo.
Era imposible resistir mucho tiempo aquel fuego mortífero. Ya iban recelando los defensores acercarse a las ventanas por no ofrecer suficientes garantías los maderos que se habían colocado en ellas para barrarlas.
Los españoles en tanto iban acercándose a los cobertizos, llevando rodando ante ellos gruesas faginas a guisa de manteletes.
Hang-Tu, Romero y también Than-Kiu, que había empuñado su carabina, se multiplicaban yendo de una ventana a otra, a pesar del peligro de ser heridos por los muchos proyectiles que penetraban en la estancia, para animar a los defensores y obligarlos a mantenerse firmes en sus puestos.
Sus esfuerzos eran vanos, porque los españoles seguían acercándose, y ya algunos habían logrado meterse en los cobertizos.
Hang-Tu, temiendo que los incendiasen, armado de un hacha abrió con mano vigorosa un agujero en el techo de la casa y saltó al tejado, seguido por tres o cuatro valientes.
Viendo desde allí que las barricadas movibles de los españoles habían llegado ya al corral y que estaban cerca de la puerta mostrando la intención de violentarla, hizo llover un diluvio de tejas sobre los agresores, ayudado activamente por sus compañeros.
Los que estaban en la habitación seguían defendiéndose a tiros. Al ver llover las tejas, comenzaron a lanzar muebles por las ventanas para economizar municiones.
En medio de aquel estrépito se oía de cuando en cuando la voz de Romero.
—¡Teneos firmes! —gritaba el mestizo—. ¡Fuego sobre aquella barricada! ¡No os descubráis demasiado! ¡Ahorrad tiros! ¡Abajo aquella mesa! ¡Tirad aquella silla!
Parecía haber recobrado todas sus fuerzas y no sentir ninguna molestia por la herida en aquellos supremos momentos.
También solía oírse la voz de Than-Kiu.
—¡Fuego, hermanos míos! —gritaba.
Hang y sus compañeros seguían en tanto derribando el techo. Agotados los proyectiles que hasta entonces habían empleado, comenzaron arrojar vigas, que caían con gran estrépito en el corral.
Oprimidos los españoles por aquella granizada de balas, tejas y vigas que amenazaban aplastarlos, habíanse detenido. Algunos de ellos prendieron fuego a teas de resina y trataron de arrojarlas a las ventanas para alejar a sus defensores e intentar después la escalada; pero tuvieron que desistir de la empresa y refugiarse detrás de los reparos.
Pero los asaltantes no cejaban y se resistían con tenacidad admirable, disparando furiosamente, bien contra las ventanas, bien contra el tejado, y no inútilmente, porque ya habían quedado fuera de combate cinco de los defensores, y uno de los que acompañaban a Hang-Tu, herido de un balazo hallándose en el borde del techo empeñado en cortar una viga, cayó exánime al corral.
De repente, cuando ya Hang-Tu comenzaba a dudar del éxito de la defensa, vio con gran estupor a los españoles abandonar a toda prisa las barricadas y huir por el bosque adentro, como también retirarse a los soldados que se habían metido en los cobertizos.
—¿Será que llegan los socorros? —se preguntó.
Se precipitó apresuradamente en la estancia, llena de humo, en que se hallaba Romero.
—¿Qué quieres, Hang? —le preguntó el mestizo, que se había recostado en una pared.
—¡Qué huye el enemigo!
—Tanto peor para nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Temo que…
No acabó la frase. Oyóse una formidable detonación por la parte de los cobertizos, y una lumbre muy viva iluminó las tinieblas.
Retembló toda la casa como sacudida por un terremoto, desplomándose algunas vigas del techo, y una parte del muro en que se apoyaban los cobertizos se derrumbó sobre el corral con terrible estrépito.
Los mestizos y los chinos, derribados por la sacudida, se levantaron y echaron a correr hacia la escalera, creyendo que se venía abajo la casa, mientras Hang-Tu asía Romero para llevárselo de allí. Un humo denso los envolvía a todos, y gritos de terror se oían por todas partes.
Habrían estado perdidos los defensores si los españoles se hubieran apresurado a lanzarse a escalar las ventanas o asaltar la brecha abierta en el muro inmediato a los tinglados; pero ya porque vieran que la casa no se había desplomado como se imaginaban que sucedería, ya porque con la oscuridad no distinguieron la brecha, no renovaron el ataque. Than-Kiu, al ver que no avanzaban los enemigos gritó:
—¡Firmes todos! No corremos ningún peligro.
Fue oportuno el consejo, porque los chinos y mestizos iban ya a quitar los muebles que habían amontonado en la puerta, para abrirse paso al corral, donde seguramente habrían sido fusilados por los sitiadores.
Hang-Tu y Romero se asomaron a la primera ventana y se cercioraron de que el enemigo no había salido de las trincheras.
—¡Subid al piso alto! —mandó el chino—. Si salís al corral, os haréis matar todos.
—Pero la casa se viene abajo —respondieron los insurrectos.
—No hay miedo por ahora —dijo Romero—. Si los muros han resistido a la sacudida, ya no se caen.
Los chinos y mestizos, que tenían plena confianza en sus jefes, se apresuraron a subir. Por otra parte, aquella salida al corral no podía ser muy de su gusto, sabiendo que no estaban en disposición de hacer frente a los ataques del enemigo, todavía muy numeroso, a pesar de las pérdidas que había experimentado.
Romero y Hang-Tu examinaron la brecha producida por la explosión. Era grande, pero tenía remedio.
Habíase cuarteado el muro desde el techo hasta el cimiento, y una parte de él se había desplomado, dejando un hueco de un metro de ancho y dos de alto a la altura del piso de arriba.
—Creía mayor el daño —dijo Romero.
—¿Hay peligro de que se venga abajo la pared? —preguntó Hang.
—No —respondió el mestizo—; pero hay que cerrar este boquete, porque si no el enemigo nos acribillará a tiros mañana.
—No tenemos a mano sino los muebles amontonados en la puerta.
—Echaremos mano de lo que queda del techo.
—¿Y crees que podremos resistir todavía?
—Lo espero.
—¿Sabes que no tenemos ni una gota de agua?
—Podemos resistir la sed unos cuantos días.
—Pero ¿cuántos cartuchos nos quedan? Me temo que sean bien pocos.
—Cuando se nos acaben, nos defenderemos a bayonetazos.
—¿Sigues esperando socorros?
—Siempre, Hang.
—Pues yo voy perdiendo la esperanza.
—Los dos exploradores no pueden habernos abandonado.
—No; pero pueden haber sido muertos o haber caído en manos del enemigo.
—Es verdad, Hang —dijo Romero, desagradablemente impresionado por aquella observación.
—Creo —dijo el chino— que, si no nos llegan socorros antes de amanecer, estamos perdidos, a menos que alguno no salve a los demás.
—¿Cómo?
—Ya lo veremos —contestó Hang, evadiendo otra contestación más categórica.
—Algo me ocultas.
—Quizá.
—Explícate.
—Todavía no es tiempo de ello. Por otra parte, aún hay esperanza. Recógete, Romero, o acabarás por volvérsete a abrir la herida. Debes de tener calentura.
—Es verdad; pero apenas siento dolores.
—Pero puedes sentirlos en adelante. Yo velaré entretanto.
Hang-Tu y un mestizo colocaron unas esteras en la habitación de Romero y se acostó, siguiendo el consejo de su amigo.
Dispuso el chino que se deshiciera lo que quedase del techo para obstruir con sus materiales la brecha que la explosión había ocasionado, operación que quedó acabada antes de la media noche. Quedó defendida la brecha por una barricada bastante sólida para resistir a las balas enemigas.
Hang volvió a examinar las posiciones del enemigo para asegurarse de que nada intentaba, y tranquilo por ese lado, ordenó que descansase su gente.
Cuando los vio a todos dormidos, hasta Romero, se encaramó sobre el muro de la casa y se puso a horcajadas sobre una de las vigas que aún quedaban del techo. Desde allí dominaba gran parte del bosque y bastante extensión de la llanura que caía hacia el este.
Como la luna había salido, podía descubrirse a cualquier partida que se acercase y vigilar los menores movimientos de los españoles.
Al estrépito de la fusilería había sucedido el silencio, sólo interrumpido por los ronquidos de los durmientes. Sitiados y sitiadores dormían tranquilamente, cansados del combate, pero para volverlo a entablar, y quizá con mayor encarnizamiento, al siguiente día. Hang, empero, no cerraba los ojos; los tema clavados en la llanura y el oído atento a todo rumor, por insignificante que fuese, esperando oír los toques de corneta o los sonidos broncos de los caracoles chinos que le anunciasen la llegada de los ansiados socorros.
De vez en cuando, pareciéndole distinguir alguna luz a lo lejos, se ponía de pie, sosteniéndose en equilibrio sobre la viga para descubrir mejor el campo, y volvía después a sentarse desanimado.
Pasaban las horas, largas como siglos para el que vela, pero en vano, porque los socorros no llegaban.
Iba ya aclarando; palidecían las estrellas ante la claridad rosácea y blanquecina de que por la parte de oriente se teñía el horizonte. Las altas copas de los árboles, negras hasta entonces, iban tomando un color verde oscuro que poco a poco se tornaba más claro.
Levantóse Hang-Tu. Sus ojos se dirigieron una vez más sobre la llanura, explorándola hasta los remotos confines del horizonte.
—¡Nada! —murmuró vivamente emocionado—. ¡Pues bien; sea! ¡Moriré, para conservar su mejor cabeza a la insurrección!
Abandonó su atalaya y entró en la estancia sin hacer ruido. Todos dormían menos los dos centinelas. Le pareció, sin embargo, que Than-Kiu daba señales de despertarse.
Se acercó a los centinelas diciéndoles:
—No os inquietéis por mi ausencia.
Acercóse después a una ventana y se puso en ella a horcajadas. Iba ya a dejarse caer al corral, cuando sintió que le ponían una mano en el hombro. Volvióse y se encontró con Than-Kiu.
—¿Adonde vas, Hang? —le preguntó la muchacha sujetándole.
La Flor de las Perlas estaba muy pálida y su acento revelaba la emoción profunda de que estaba poseída.
—A salvarle —dijo el chino.
—¿A quién?
—A Romero.
—¿Qué vas a hacer, Hang?
—Es mejor que le quede a la insurrección su jefe supremo que el jefe de la gente amarilla. Yo era el brazo, pero él es la cabeza, y es preferible conservar la cabeza que el brazo.
—Pero ¿adonde vas?
—Voy a presentarme al comandante Alcázar.
—¡Tengo miedo, Hang! Veo en tus ojos una resolución extrema.
—Te he dicho que salvaré a Romero. ¡Adiós!
—Pero ¿no volverás nunca más?
—Quizá vuelva.
—¿Vas a hacer que te maten?
—Lo veremos.
Tomó la cabeza de Than-Kiu entre las manos y le dio un largo beso en la frente. Después se dejó caer al corral, diciendo con voz trémula:
—¡Adiós, hermana! ¡Silencio!