CAPÍTULO II

EL ATAQUE A LA CASA

Los mestizos y chinos que estaban durmiendo debajo del cobertizo, despertados por el grito de alarma del jefe, se levantaron presurosos y salieron con los fusiles en la mano, llevando las municiones cubiertas bajo la ropa para que no se mojasen. Hang se encaramó sobre la empalizada de la puerta, esperando algún relámpago para ver si era realmente el enemigo o alguno de los exploradores.

Pasaron algunos minutos, de gran ansiedad para todos.

Un vivo relámpago rompió las tinieblas iluminando la selva.

Tuvo tiempo Hang de ver cerca de un tamarindo a dos soldados que apuntaban sus carabinas hacia la empalizada.

No había más a la vista, pero sus compañeros no debían de hallarse lejos. Como quiera que fuese, ya sabía Hang que se había descubierto su refugio y que no podía demorarse el ataque. Siendo inútil defender la empalizada, que no podía ofrecer reparo suficiente por las muchas hendiduras que había entre las estacas que la formaban, mandó a sus hombres retirarse a la casa, detrás de cuyas gruesas paredes podían desafiar impunemente las balas enemigas. Bareada la puerta con todos los muebles, apostó a sus hombres en las seis ventanas del piso alto, únicas que había, y después bajó al piso inferior, en donde estaban Romero y Than-Kiu.

image9.jpeg

—Es inútil que te oculte la gravedad de la situación —dijo al mestizo—; vamos a ser sitiados por la caballería del mayor Alcázar.

—Pues pelearemos —respondió el herido—. Dame mi carabina y ayúdame a situarme en cualquiera de las ventanas.

—¿Tú, que tienes un brazo inútil? No, amigo —dijo Hang—. No puedes levantarte de la cama.

—¿Y piensas que me esté aquí mano sobre mano mientras se combate?

—No son hombres lo que nos falta. Que haya uno más o menos nada importa. De lo que escaseamos es de municiones.

—¿Tenemos pocos cartuchos?

—Apenas cuatrocientos.

—No tirando inútilmente podemos resistir veinticuatro horas.

—¿Y si tardan en llegar los socorros que esperamos?

Nos haremos matar antes que rendirnos.

Hang miró a Than-Kiu. Ella comprendió su pensamiento, porque dijo sonriéndose:

—No te preocupes por mí, Hang. Si os hacéis matar me tendré por dichosa muriendo a vuestro lado.

—Espero que no sea necesario hacernos matar —dijo el chino—. Todavía nos quedan recursos extremos.

—¿Cuáles? —preguntó Romero.

—No te lo digo ahora. Pensaba que los caballos podrían sernos útiles; pero todavía tenemos otro.

Y sin dar más explicaciones salió de la habitación y fue a reunirse con sus compañeros, que se habían dividido en seis pequeños grupos, situándose detrás de las ventanas.

—No es necesario que nos expongamos todos —dijo—. Somos doce: seis contestarán al fuego, y otros seis descansarán. Sobre todo, ahorrad los cartuchos y no tiréis inútilmente, sino a tiro seguro.

En aquel instante sonó el primer tiro. La bala entró por una ventana y atravesó la estancia con un silbido agudo, yendo a aplastarse en la pared opuesta sin hacer daño a nadie.

—Apuntan bien —dijo Hang moviendo la cabeza—. Por fortuna, las paredes son fuertes y sin artillería no podrán derribarlas.

Se puso ante una ventana y miró hacia fuera. Había cesado la lluvia, pero la noche seguía siendo oscura y rugía el viento todavía a través de la selva retorciendo las ramas y sacudiendo las hojas de los árboles. A la luz de un relámpago pudo ver, como a cincuenta pasos de la empalizada, casi enfrente de la puerta y emboscados detrás de los árboles, a algunos grupos de jinetes. Le pareció ver también, antes que se desvaneciese la luz del relámpago, a un oficial de alta estatura que, unos cuantos pasos delante de sus hombres, estaba observando la empalizada. Brillaron los ojos del jefe de los hombres amarillos. Volvióse bruscamente, y dijo al mulato que estaba a su espalda:

—¡Dame el fusil!

Después de cerciorarse de que estaba cargado, introdujo el cañón por entre los troncos que defendían la ventana, y esperó a que otro relámpago le permitiese hacer puntería.

Sonó otro disparo por los sitiadores, y precisamente contra la ventana en que Hang estaba apostado. Pasó silbando la bala sobre la cabeza del chino, pero éste no hizo el menor movimiento; seguía esperando con la fiera mirada fija en las tinieblas.

No tardó en brillar otro relámpago, que iluminó siniestramente la selva. Dejóse oír una sonrisa cruel que se escapó de los labios de Hang-Tu.

No había duda: allí estaba efectivamente el mayor Alcázar, su mortal enemigo.

Oprimió el gatillo, sonó el tiro; pero la luz del relámpago había pasado. Se inclinó hacia delante esperando oír entre el fragor de la tormenta algún grito que le indicase que había dado en el blanco; pero sólo se oyeron tres disparos, cuyos proyectiles fueron a estrellarse en los muros de la casa.

—¡Muerte de Buda y de Fo! —exclamó Hang rabiosamente—. ¡No le he dado! ¡Otra vez será!

Sucedíanse los tiros de los sitiadores, pero sin precipitación. Los españoles sólo tiraban cuando los relámpagos les permitían ver las ventanas, y las balas penetraban por ellas con precisión admirable, pero sin hacer efecto alguno, porque los defensores se guarecían detrás de los alféizares y los troncos que cubrían los huecos.

También tiraban los chinos y mestizos, pero con parsimonia para ahorrar municiones y disponer de ellas en el momento del asalto. Tiraban, más para que comprendiese el enemigo que tenían buenas armas y que estaban prevenidos, que con esperanza de acertarle, porque la noche era oscurísima y los relámpagos, más que ayudarlos, los deslumbraban.

No todas las balas se perdían, sin embargo, porque ya tres veces habían sentido quejidos de dolor en la espesura.

De repente la situación se agravó, porque los españoles, que hasta entonces se habían limitado a disparar lentamente, comenzaron a hacer nutridas descargas.

Menudeaban las balas, que pasaban silbando en todas direcciones descombrando los muros y haciendo en extremo peligrosa la situación de los defensores apostados en las ventanas. Parecía que con aquellas descargas incesantes querían los sitiadores distraer la atención de los sitiados para llevar a efecto alguna sorpresa. Hang-Tu, algo intranquilo, se puso en una ventana con grave riesgo de su vida, y esperó a que un relámpago le permitiese descubrir los intentos del enemigo. Súpolos bien pronto. Los españoles trataban de asaltar la empalizada o de derribarla.

—El caso es serio —murmuró—. Mañana se resolverán a escalar las ventanas.

Llamó a todos y ordenó que hiciesen furiosas descargas para rechazar a los asaltantes; pero pronto se acordó de las pocas municiones de que disponían y de la imprudencia de malgastarlas.

Algunos grupos del enemigo, protegidos por el fuego de sus compañeros, habían atravesado rápidamente el espacio descubierto y aprovechándose de la oscuridad se habían guarnecido bajo la empalizada. Pretender desalojaros de allí encontrándose ya a cubierto hubiera sido inútil. Era preferible ahorrar las municiones para el día siguiente.

Hang-Tu hizo cesar el fuego, y aguzó el oído para enterarse de si el enemigo intentaba derribar la empalizada, pero sin resultado.

Miró a ver si la habían escalado, pero nadie descubrió en el corral. Aumentó su inquietud, temiendo algún desconocido peligro.

—¿No se ve nada? —preguntó a su gente.

—Nada —contestaron todos.

—¿Qué intentarán?

—Capitán —dijo un mestizo—, me temo que quieran quemarnos vivos.

—¡Bah! La empalizada no arde tan fácilmente, y además, está bastante separada de la casa.

—Pero en el bosque hay muchas plantas gomíferas y pueden haber amontonado grandes paginas detrás de la empalizada.

—Voy creyendo que puedes tener razón; pero la casa tiene muros, y ésos no arden.

—Pero ¿y los caballos? —dijo un chino.

—Tienes razón —le contestó Hang—. ¿Están bien sujetos?

—Sí, capitán —contestaron.

—Entonces, espero que puedan servirnos admirablemente contra los sitiadores.

Escogió entre sus hombres a tres mestizos, los más audaces y vigorosos de su pequeña banda.

—Preparaos a seguirme —les dijo.

—¿Vamos a intentar una salida?

—Quizás algo mejor.

Dicho esto, se puso a observar lo que pasaba por una de las ventanas. El fuego había cesado, pero parecía que los hombres que se habían arrimado a la empalizada estaban entregados a una labor misteriosa. Se sentía el ruido de sus conversaciones, y también el de ciertos golpes que daban contra la empalizada. Su penetrante mirada descubrió también ciertos objetos oscuros que cruzaban el aire y que parecían arrojados por los soldados que se hallaban escondidos detrás de los árboles del bosque.

—Sí —murmuró el chino—; el mestizo estaba en lo cierto. Se disponen a quemar la empalizada con ramas de resina; pero les preparo una sorpresa.

Y dirigiéndose a su gente dijo:

—Si los españoles intentan invadir el corral, haced por rechazarlos con un fuego violento. No os inquietéis por mí por ahora volveré pronto.

Hizo seña a los tres mestizos para que le siguieran. Se encabalgó en una de las ventanas que miraban hacia los cobertizos, y se dejó caer de la parte de afuera sin hacer ruido, bien que el salto fuese de unos cuatro metros. Sus compañeros le siguieron uno tras otro, sin que los sitiadores se diesen cuenta del hecho. Escondiéronse los cuatro en los cobertizos en que estaban los dieciséis caballos.

—Acercaos y oídme —dijo Hang.

Díjoles algunas palabras al oído, y al punto se pusieron a trabajar en el silencio más profundo.

Mientras pasaba esto, los sitiadores, ocultos detrás de los árboles del bosque, habían vuelto a romper el fuego contra las ventanas, para atraer hacia ellos la atención de los defensores, que obedeciendo las órdenes que les había dado su jefe contestaron vigorosamente, apuntando hacia donde veían relumbrar los disparos de los contrarios.

De pronto se levantó una llamarada vivísima detrás de la estacada, que se fue corriendo rápidamente todo en torno de ella. Pronto se vio envuelta la casa en lenguas de llamas y en nubes de humo y de chispas que el viento empujaba contra los muros.

La estacada, que debía de haber sido rodeada de faginas de ramas resinosas, no tardó en arder, a pesar de estar empapada por la abundante lluvia que hasta pocos momentos antes había estado cayendo.

Los sitiados, temerosos de que el enemigo se lanzase al asalto o de que intentase incendiar también el cuerpo del edificio, avivaron el fuego de fusilería, aprovechando la viva claridad del incendio para dirigir sus tiros hacia los árboles del bosque. Algunas de sus balas no se perdían, porque de cuando en cuando caía algún soldado enemigo que se descubría para tirar con mayor desembarazo.

Entre tanto la empalizada iba consumiéndose. Las llamas eran larguísimas y amenazaban, cuando el viento las hacía ondular hacia el edificio, comunicarse a su techumbre. Crujían las estacas y se desplomaban, produciendo al caer montones de chispas que se difundían en torno como miles de estrellas. El humo penetraba por las ventanas, obligando a retirarse de ellas a los sitiados y dificultando su fuego, que iba haciéndose más lento.

Hang-Tu y sus tres compañeros no daban señales de vida; pero a la luz del incendio pudo distinguirse a los dieciséis caballos dispuestos en dos filas debajo del primer cobertizo, vueltos hacia la empalizada. Los pobres animales, espantados por las llamas, relinchaban furiosamente y hacían desesperados esfuerzos por soltarse; pero algún obstáculo debía de impedirles todo movimiento.

Continuaba el fuego de fusilería. Menudeaban por ambas partes las descargas, aunque con más ruido que daño por estar unos y otros a cubierto.

Viose, sin embargo, al cabo de un rato a los sitiadores salir de sus refugios y avanzar rápidamente hacia la casa, formados en tres columnas de asalto protegidas por un fuego nutridísimo.

La empalizada, consumida ya por el incendio, no era un obstáculo para el avance. Algún que otro palo no quemado todavía enteramente no podía detener a los ágiles soldados españoles.

Los chinos y mestizos disparaban contra ellos furiosas descargas para detenerlos, pero sin resultado. Acaso la falta de sus dos valerosos jefes los desanimaba. Ya el temor comenzaba a invadirlos.

De pronto, entre el fragor de los disparos se oyó la voz de Hang.

—¡Soltadlos!

Viose a los tres mestizos que le habían seguido acercarse a los caballos cuchillo en mano y cortar algo; quizá cuerdas.

Los dieciséis caballos, que parecían haberse vuelto locos de pronto, se lanzaron adelante con ímpetu irresistible, franqueando de un salto los troncos todavía humeantes de la estacada.

Embistieron furiosamente a las tres columnas españolas, derribando a los soldados, y desaparecieron en la selva prosiguiendo su carrera desenfrenada.

Hang-Tu y sus compañeros, al ver a los enemigos dispersos y huyendo en todas direcciones, descargaron contra ellos sus carabinas, y encaramándose después sobre el techo de los cobertizos, pudieron alcanzar la ventana más próxima, metiéndose por ella en el interior de la casa.

En aquel momento Romero, sostenido por Than-Kiu, se presentaba en la puerta de la estancia. Al oír aquel horrible fuego de fusilería, acudía a tomar parte de la lucha.

—¿Nos asaltan? —preguntó a Hang.

—Por ahora no —le contestó el chino riéndose—. He derribado patas arriba a sus columnas de asalto. ¡Mira, Romero!

El mestizo pudo ver a los últimos resplandores del incendio a los españoles retirarse por el bosque adentro, figurándose quizá que los insurrectos seguirían a los caballos.

—¡Retroceden! —exclamó atónito—. Pero ¿qué has hecho?

—Una cosa sencillísima —respondió el chino—. He amarrado unos con otros a todos nuestros caballos por los bocados; los he enfurecido echándoles ceniza caliente en los oídos, y los he soltado. Nadie podría resistir semejante carga, y, como ves, han desbaratado a la caballería de nuestro comandante.

—Pero nos hemos quedado sin caballos.

No nos servirían de nada, porque si las partidas no acuden en nuestro socorro no podremos salir de aquí. Vete a descansar, Romero, porque por esta noche los españoles nos dejarán en paz.