CAPÍTULO I

EL REFUGIO EN LA SELVA

Hang-Tu, insensible al terrible calor que reinaba en la selva, porque con la espesura de los árboles no llegaba allí el menor soplo de aire, velaba constantemente, guardando una inmovilidad absoluta. Parecía que el sueño fuera impotente contra aquel hombre de hierro, porque no cerraba un momento los párpados y tenía el oído atento al ruido más imperceptible.

No miraba al suelo, sino más bien hacia arriba, siguiendo con atención los atrevidos movimientos de unos cuantos cinocéfalos negros, de largo hocico, frente enormemente saliente, narices rosadas, cola rudimentaria y pelaje de color negro intensísimo, y oyendo sus desapacibles gruñidos, porque, como hombre práctico en la vida del bosque, sabía que mientras esos monos cautelosos no dan señales de alarma no hay que temer ningún peligro.

También observaba atentamente a una banda de urracas de plumaje azul, que alborotaban estrepitosamente, como doscientos metros más allá, en la copa de un árbol de alcanfor, y estaba pendiente de los chillidos de un grupo de avutardas, siendo seguro indicio de estar desierto el bosque en el paraje donde aquellas aves se encontraban mientras ellas siguieran alborotando.

Habían ya pasado dos horas sin que Hang notase nada de extraño, cuando enmudecieron de repente las avutardas, después las urracas, y, por último, comenzaron a manifestar signos de inquietud los simios, interrumpiendo sus juegos y subiendo y bajando precipitadamente por las ramas de los árboles.

Hang-Tu se levantó prontamente.

—¡Ahí vienen! —murmuró—. ¡Hay que echar a andar!

Permaneció unos momentos inmóvil, con la esperanza de que fuese una falsa alarma y le permitiese dejar dormir a sus compañeros, y sobre todo a la pobre Than-Kiu; pero viendo que los monos, en lugar de volver a sus juegos, se apresuraban a saltar a los árboles vecinos para alejarse, dio la voz de alerta.

En un instante se levantaron sus hombres y Than-Kiu, cargaron con las angarillas y emprendieron de nuevo la marcha aprisa, pero en silencio.

Quedáronse atrás seis hombres para vigilar al enemigo y contenerlo si llegara a aproximarse.

Romero también se había despertado, y al enterarse de que seguía encarnizadamente la persecución, rogó a Hang nuevamente que le abandonase para no comprometer la vida de todos; pero el chino le impuso silencio.

Habíase acelerado la marcha al encontrarse los fugitivos en una especie de sendero, abierto quizá por los indígenas o por alguna partida insurrecta que hubiera tenido que pasar por aquellos parajes; pero sus perseguidores no debieron de apretar el paso, porque nada notaron los hombres que iban a la zaga.

La inquietud volvió a apoderarse de los fugitivos, y hasta Hang-Tu comenzaba a dudar del éxito de aquella retirada. Varias veces se había preguntado a sí mismo si no hubiera sido mejor atrincherarse en cualquier lugar a propósito y entablar la lucha con el enemigo; pero le hizo desistir de esta idea el temor de que se le desbandase la gente.

Era indispensable, con todo, buscar algún refugio, porque de continuar de aquella manera llegaría a no serle posible hacer la menor resistencia por el excesivo cansancio de sus nombres.

Trató de inquirir de los chinos y mestizos de la partida si sabían de algún lugar de aquellas cercanías que pudiera servir para el caso; pero ninguno pudo sacarlo de dudas. Creían algunos de ellos que estaban cerca del río Zapote; otros, que cerca del mar; pero lo cierto era que estaban extraviados.

De San Nicolás nadie hablaba ya ni había que pensar por el momento en tal cosa, siendo de creer que estaban lejos de ese punto, que todavía se hallaba en poder de los insurrectos.

A las dos, prevenido el convoy de que los españoles habían vuelto a detenerse, hizo otro pequeño alto para emprender de nuevo la marcha. Los hombres que cubrían la retaguardia habían sido descubiertos por el enemigo, que les hizo unos cuantos disparos; pero por fortuna tuvieron tiempo de retirarse.

La distancia que mediaba entre los perseguidores y los fugitivos iba abreviándose rápidamente. El convoy, obligado a marchar con lentitud por causa del herido, corría peligro de ser alcanzado antes de la noche.

Hang-Tu adoptó un partido desesperado.

—Romero —dijo, volviéndose hacia el herido—, se necesita de un esfuerzo supremo de tu parte si no queremos ser asaltados y probablemente destruidos.

—Estoy pronto a todo —respondió el mestizo—. Ya te he dicho que me abandones.

—No; de ninguna manera te abandonaré en manos del mayor Alcázar.

—¡Del mayor Alcázar! —exclamó dolorosamente Romero—. ¿Es, pues, él quien nos sigue?

—Sí.

—Debía haberlo supuesto por lo encarnizado de su persecución.

Y después de un breve silencio, añadió:

—Prefiero, después de todo, caer en las manos de él que en las manos de otro cualquiera.

—Pues te trataría lo mismo.

—¡Quién sabe, Hang!

—No te fíes de su generosidad. ¿Qué le importa a él que te quiera su hija? Es un soldado, y no hará traición a su bandera por nada de este mundo.

Puede que tengas razón —dijo tristemente Romero—; pero si es a mí quien busca, podríais salvaros tú, Than-Kiu y todos los demás.

—No te comprendo.

—Déjame a mí.

—¿Qué vas hacer?

—A ponerme en sus manos bajo la condición de que os deje libres a todos.

—De ninguna manera. Antes que tú sería yo quien diera ese paso. No. Romero, no estamos aún vencidos. Tenemos todavía probabilidades de salvarnos. De ti depende.

—¿Cómo?

—¿Podrías, apelando a toda tu energía, sostenerte a caballo? El bosque empieza a clarearse, y con una buena galopada podríamos adelantar camino y encontrar algún refugio.

En lugar de responder, Romero hizo señal a los conductores de las angarillas para que se detuvieran, y haciendo un supremo esfuerzo, se apeó de ellas, a pesar del dolor agudo que la herida debía de producirle.

—¡Te estás matando, mi señor! —exclamó Than-Kiu acercándose a él para sostenerlo.

Romero la rechazó dulcemente con una sonrisa.

—De mí depende la salvación de todos —dijo—. Acercadme el caballo.

Habíase puesto muy pálido, y gruesas gotas de sudor probablemente frío le cubrían la frente; pero su poderosa voluntad le mantenía erguido y le hacía resistir los agudos dolores de su herida.

Un chino le acercó el caballo. Hang-Tu agarró a Romero y, ayudado por un mestizo, lo colocó en la silla.

—¿Puedes resistir? —le pregunto inquieto.

—¡Adelante! —contestó Romero metiendo las espuelas y arrancando al galope entre Hang y Than-Kiu, que se pusieron a sus lados para sostenerle si era necesario, y seguido por toda la banda.

La selva, bastante clara ya, permitía avanzar rápidamente.

Than-Kiu, que estaba más pálida que el herido y muy alterada, le decía a cada instante:

—Tú sufres, mi señor. ¿Quieres que la Flor de las Perlas te sostenga?

Pero Romero, sin responderle, proseguía en su carrera exclamando:

—¡Adelante! ¡Adelante!

Parecía no sentir nada y arrastraba en desenfrenada carrera a toda la banda. El estado de exaltación en que sin duda se hallaba debía de impedirle sentir el agudo dolor de sus heridas, exacerbado por los movimientos violentos del caballo; exaltación que podía más adelante pagar muy cara, y hasta quizá con la vida.

Una hora duró aquella furiosa carrera, al cabo de la cual se detuvieron los fugitivos ante la empalizada que circundaba una casa que se alzaba en el lindero del bosque.

—¡Un refugio! —exclamó Hang gozoso—. ¡Podemos estar a salvo!

Saltó rápidamente en tierra y se precipitó sobre Romero.

Era tiempo, porque el valiente mestizo, aplanado por aquel esfuerzo heroico, había caído de bruces sobre el cuello del caballo.

Había perdido repentinamente el conocimiento. Cayó en brazos del chino, inerte como si le hubiera abandonado la vida.

—¡Muerto! —exclamó Than-Kiu con voz terrible dirigiendo a Hang-Tu una mirada fulminante.

—¡No; no temas! —respondió el chino, cuya voz, no obstante, temblaba por primera vez—. Romero es fuerte.

Sosteniéndole delicadamente entre los brazos, le trasladó dentro de la empalizada que circundaba la casa, y cuya portada estaba abierta, y viendo allí un montón de esteras le colocó sobre ellas.

Than-Kiu y los demás entraron juntos tras él y rodearon a Romero.

Hang puso el oído sobre el pecho de Romero, y escuchó un rato con atención profunda.

—¿Qué hay? —preguntó Than-Kiu con voz amenazadora—. ¿Me lo has matado, Hang?

—No; el corazón late aún con fuerza —respondió el chino respirando—. Romero ha perdido el conocimiento por causa del dolor y del esfuerzo violento que ha hecho. No temas, Than-Kiu, yo le curaré y mejor ahora que hemos encontrado este refugio.

Examinó la herida. Habíase corrido la venda, y la herida, agravada por los movimientos del caballo, había vuelto a abrirse.

Hizo que le llevaran agua de un aljibe que en el corral había y lavó con ella la herida, que volvió a vendar después que hubo juntado cuidadosamente sus bordes.

—Te lo encomiendo, Than-Kiu —dijo—. Yo, entretanto, examinaré la casa, que me parece abandonada, para ver si es fácil de defender. Los españoles están lejos, pero sin duda los tendremos aquí mañana.

Se levantó, y seguido de algunos cuantos inspeccionó la casa.

Era pequeña, pero sólida. Por las trazas, había pertenecido a alguna familia tagala, obligada a dispersarse por la guerra, o que quizá se hubiera incorporado a las partidas insurrectas de las riberas del Zapote.

Tenía dos pisos, robustos los muros y dos pequeños cobertizos adjuntos destinados a establos y gallineros, rodeado todo ello por una robusta empalizada de dos a tres metros de alta, fácil de defender hasta de un asalto violento.

Las dos habitaciones de la casa estaban amuebladas con toscas mesas y sillas, y en una de ellas había dos camas formadas por altos montones de esteras de hojas de coco.

Encontró Hang-Tu en los cobertizos gran provisión de arroz, cañas de azúcar, nueces de coco, cacao, café y legumbres. Había también palas, picos y otros instrumentos de la agricultura, entre ellos un arado. No había ningún animal, aunque sí trazas de haber habido caballos, carneros y aves.

Hang-Tu, satisfechísimo, dio la vuelta a la empalizada, y habiéndola encontrado en muy buen estado, se determinó a esperar.

—Si se defiende mi gente, creo que el comandante Alcázar no nos aprehenderá tan fácilmente como cree —murmuró—. Mandaré a alguno en busca de socorro por las orillas del río y entretanto nos defenderemos mientras tengamos cartuchos.

Convocó a su gente a consejo y les expuso su plan, que todos aprobaron, comprendiendo que seguir la retirada llevando a Romero herido era imposible.

Se decidió que dos de los más robustos y prácticos salieran de allí después de una hora de descanso en busca de las partidas insurrectas que debía de haber por las riberas del río Zapote, y se atrancó fuertemente la puerta de la empalizada. Los caballos estaban ya bajo los cobertizos que formaban el establo.

Se trasladó a Romero a una de las dos camas que en la casa había, encomendando a Than-Kiu su cuidado. Después, mientras los dos hombres que habían de salir de exploradores descasaban un rato, los otros, valiéndose de los instrumentos agrícolas que en la finca habían encontrado, se entregaron a la tarea de cortar unos cuantos árboles para reforzar con ellos la empalizada.

Dos horas después de haber marchado los exploradores estaba defendida la puerta de la empalizada por una triple fila de gruesas estacas y dos gruesos troncos de árboles; pero no satisfecho aún Hang-Tu, hizo barrear también las ventanas de la casa con recias estacas para que pudieran estar defendidas y a cubierto de los tiros del enemigo.

Cuando estuvo la pequeña finca en estado de defensa concedió Hang-Tu algunas horas de sueño a su gente, mientras dos mestizos que habían descansado anteriormente por disposición suya montaban el primer cuarto de guardia en el tejado de la casa para que pudieran advertir desde más lejos la llegada del enemigo.

Hang, rendido por la larga velada, pudo al fin entregarse al descanso al lado de Than-Kiu, que se había quedado profundamente dormida a la cabecera del herido.

Cuando se despertó comenzaba a oscurecer. Poníase el sol tras una gran nube negra que parecía salir del mar, y resonaba la selva con violentas ráfagas que sacudían las gigantescas hojas de los plátanos y de las palmas y las flexibles ramas de los gigantescos tamarindos y de las plantas gomíferas. Parecía que se preparaba a estallar un huracán.

Romero se había despertado y estaba hablando con su enfermera. Hang le examinó de nuevo la herida y se la lavó otra vez con agua que hizo traer del aljibe, obligando, además, a su amigo, a tomar tazas de caldo, para lo cual había hecho cocer otro pollo.

Después, salió para ver a su gente.

Estaban ya todos en pie, preparándose la cena con las provisiones que habían encontrado. Reinaba entre ellos el mejor humor, porque con el huracán que amenazaba esperaban pasar la noche tranquilos y reponerse del cansancio del día anterior.

—¿No ocurre nada? —preguntó Hang.

—No, capitán —le respondieron.

—¿Habrán perdido los españoles nuestro rastro?

—Es probable.

—¿Ha explorado alguno los contornos?

—Sí, yo —respondió un chino—; pero no he visto ningún español.

—Esperemos —murmuró Hang volviendo a entrar en la casa—. Si tardan un par de días en atacarnos, nos llegarán los socorros y el comandante se llevará chasco.

Hasta Romero parecía estar de buen humor, porque seguía hablando con la muchacha como si no le molestase la herida.

Hang-Tu, al verlos juntos, se había detenido cruzado de brazos a la puerta de la estancia y los miraba fijamente con mal disimulada emoción. De cuando en cuando salía de su robusto pecho un profundo suspiro y una nube de tristeza pasaba por su frente.

Than-Kiu charlaba con Romero refiriendo con voz melodiosa no sé qué leyenda de su tierra que el herido escuchaba sonriente. Parecía que la pobre hija del río Amarillo era en aquel momento completamente dichosa y que el mestizo había olvidado a la Perla de Manila, encantado por el dulce acento de la Flor de las Perlas.

—No será sino un sueño, una vana ilusión —murmuró Hang—. ¡Cuán terrible será para Than-Kiu el desengaño! ¡La pobre mujer blanca será fatal para ella!

Salió de nuevo, pero andando de puntillas para no ser notado, y se sentó en el corral con la cabeza entre las manos. Pensaba quizás en Than-Kiu; pero no dejaba de vigilar poniendo atento oído al rumor creciente de la hojarasca, sacudida por las bocanadas del viento que penetraba rugiendo en la intrincada selva.

Habíanse guarecido sus hombres bajo los cobertizos. Sólo cuatro de los más robustos se habían puesto de centinela en las esquinas de la empalizada, bajo unos techos improvisados con esteras.

Hang seguía inmóvil. Escuchaba atentamente, sin preocuparse de la lluvia que amenazaba.

De repente se levantó exclamando:

—¡Centinelas de cuarto!

—¿Qué se ofrece, capitán? —contestó uno de ellos.

—¡Ahí está el enemigo!

El fino oído del chino no se engañaba; entre los rugidos del huracán había sentido un silbido que debía de ser una señal que hacían los soldados del comandante Alcázar.