LA HERIDA DEL MESTIZO
El edificio en cuyo recinto habían encontrado un momentáneo refugio los fugitivos debía haber sido una grande y hermosa finca, a juzgar por sus restos, y pertenecido probablemente a alguna familia china, como lo daban a entender los dragones sostenidos por mástiles que aún la adornaban.
También allí habían llegado los estragos de la guerra, porque del edificio sólo quedaban en pie las murallas. El techo estaba hundido, los pisos destrozados; las cuadras, que debían de haber sido muy espaciosas también, por tierra, y por dondequiera se veían montones de escombros.
Sin duda, se había reñido allí algún combate, y la finca había sido quemada y destruida.
Mientras los chinos y mestizos que quedaban de la pequeña banda rodeaban la casa para evitar cualquier sorpresa de los españoles, que quizás les hubieran seguido el rastro, Hang-Tu hizo encender una tea resinosa y se acercó a Romero, que no había aún vuelto en si.
Habiendo notado que la camisa estaba ensangrentada, principalmente la parte correspondiente al lado izquierdo de la espalda, la cortó con el cuchillo y vio dónde tenía la herida su amigo.
La bala no parecía haber roto ningún hueso, y por las trazas debía de estar alojada debajo del brazo, que por milagro había resultado ileso. Era una herida dolorosa sin duda, pero no grave.
—¿Y bien?… —preguntó Than-Kiu, que tenía clavados los ojos en los del chino como si tratase de leer en su pensamiento.
—Todo va bien —le contestó Hang-Tu ya tranquilo—. Creí que sería más grave la herida.
—¿Podrás salvarle?
—Sí, Than-Kiu.
—¿No me engañas, Hang?
—¿A qué? Romero es demasiado necesario a la insurrección para que yo no ponga cuanto esté en mi mano por curarlo. Además, le quiero como a un hermano.
—Pero no ha abierto aún los ojos.
—La herida es muy dolorosa, y ha perdido mucha sangre.
—¡Tengo miedo; Hang! —murmuró la muchacha comprimiendo un sollozo.
—No tardará dos semanas en estar curado. Es vigoroso, y después… Hay una circunstancia que apresurará la cura —murmuró el chino.
—¿Cuál?
—El afecto.
—¿Por quién?
—¡Cállate, muchacha! —dijo Hang suspirando—. ¡Cállate!
Un chino a quien había mandado Hang en busca de agua regresaba en aquel momento.
Hang-Tu lavó cuidadosamente la herida, y después la vendó pronta y diestramente con un trozo que arrancó de la camisa.
Apenas terminada esta operación, vio Than-Kiu que el herido abría poco a poco los ojos.
—¡Mi señor! —dijo inclinándose sobre Romero, ya en su conocimiento, sonrió y estrechó la mano del joven.
A tratar en vano de incorporarse, lanzó un gemido.
—¡No te muevas. Romero! —le dijo Hang-Tu.
—¿Tengo, pues, la espalda destrozada? —preguntó él mestizo—. ¡Mejor sería que me hubiera matado el golpe!
—En vez de quejarte, debieras dar las gracias a esa bala. Si te da un dedo más arriba te rompe el espinazo.
—Voy a servirte de estorbo, Hang. ¿Qué vas a hacer conmigo?
—Curarte.
—¡Tu! ¿Mientras la insurrección necesita de tu concurso?
—En dos semanas no pueden los españoles acabar con ella; y luego no nos quedaremos aquí. Construiremos una camilla, y te llevaremos a San Nicolás.
—¡No! —dijo Romero sacudiendo vivamente la cabeza—. Déjame aquí, y vete con tu gente sin perder un momento. Quizás nos sigan los españoles y por salvarme a mí podían apresarte.
—No soy hombre que se deje sorprender dos veces, Romero. A mi cargo queda conducirte a San Nicolás. Si yo te abandonase, ¿quién te curaría?
—¡Yo! —dijo Than-Kiu.
—Pero ¿quién te protegería contra las españoles?
—No los temo, Hang —dijo fieramente la muchacha.
—Lo sé. Eres valiente; pero el valor de nada sirve contra el número y contra los fusiles. No: Hang no abandonará a su amigo; no dejará caer en manos del enemigo al hombre más útil de la insurrección.
—No puedo ser de utilidad ninguna a la insurrección, Hang; mientras que ahora la privaré de tu vigoroso brazo.
—Te curarás pronto. Romero.
Después, viendo que su amigo iba a hablar, le dijo:
—¡Basta! ¡No se habla más!
Se levantó y tuvo una breve conferencia con su gente, que vigilaba por la parte de afuera de la finca para ver lo que se hacia.
Decidióse construir pronto unas parihuelas y abandonar aquella misma noche aquel lugar, donde serian sorprendidos seguramente por los españoles, que no dejarían de perseguirlos.
Mientras unos cuantos de ellos se dispersaban por el bosque para explorarlo y otros construían a toda prisa la camilla, Hang, seguido por cinco o seis, se internó por la arboleda en busca de víveres, pues en la precipitada fuga de Salitrán nada habían llevado consigo. Hallaron algunas gallinas escondidas en un cobertizo, las cuales volvían allí después de la fuga de los dueños y de la retirada de los combatientes. Encontraron también en un rincón de la finca, entre los restos del mobiliario, algunos de esos quesos tan comunes entre los chinos, confeccionados con chicharros y habichuelas mezclados con harina y zumos de varias plantas, medio saco de arroz algo chamuscado por el fuego, y varios pucheros de cobre; objetos preciosos en aquel momento para ellos.
Tenían víveres para un par de días, y podían bastarles hasta su llegada a San Nicolás, que no debía de estar lejos.
Hacia la media noche estaba lista la camilla. Cubriéronla con unas brazadas de hojas frescas que Than-Kiu recogió, pusieron en ella a Romero, y la pequeña partida se puso lentamente en marcha por aquella inmensa selva que parecía extenderse desde la orilla del mar hasta la laguna de Tual.
Cuatro jinetes abrían la marcha; seis hombres alternaban para llevar la camilla, y los restantes cubrían la retirada. Hang-Tu y la muchacha iban a los lados de la camilla, prontos a atender a los menores deseos del herido.
La selva habíase vuelto sumamente intrincada, dificultando la marcha los bejucos de rotang que se entrelazaban por todas partes, y las raíces que serpenteaban por el suelo como enormes reptiles.
Parecía que todos los representantes de la riquísima y complicada flora chino-malaya se habían reunido allí. Había árboles de los llamados «del sebo», de hojas de color verde claro y de ramas cubiertas por una materia grasienta, de que obtienen los chinos una excelente cera llamada hiuehyn; bosques de naranjos cuajados de frutas de forma oval de tamaño pequeñísimo y de exquisita dulzura; colosales árboles de alcanfor, que difunden penetrante aroma por todo sus poros, y esos otros que producen una especie de dátiles llamadas wai-sho, de que se saca una hermosísima tinta amarilla; higueras gigantescas, tamarindos de desmesuradas hojas que proyectaban intensa sombra, beteles, areches e infinitas plantas gomíferas.
Las ramas, las cañas y las raíces, cruzándose en todos sentidos, hubieran hecho imposible la marcha de los caballos si los hombres que iban delante no hubieran ido abriendo camino con sus sables, cuchillos y catanas. La marcha era, pues, lentísima y en extremo fatigosa, especialmente para los conductores de la camilla.
Hang-Tu comenzaba a inquietarse, temiendo perderse en aquella inmensa selva. Hasta sus hombres no sabían dónde estaban ni qué rumbo seguir para ir San Nicolás.
Al amanecer, mientras Romero, presa de la fiebre, estaba sumido en sopor profundo, mandó el chino hacer alto en medio de un bosque de enormes árboles de pimienta silvestre, cuyos sarmientos entrelazados formaban un escondrijo imperceptible a la vista de quien pasase por sus inmediaciones.
Hombres y caballos estaban rendidos por él sueño y el cansancio. Sólo Hang y la muchacha china se mantenían firmes.
El jefe de los amarillos distribuyó víveres entre su comitiva, y apeló a la buena voluntad de algunos de los que la formaban para que explorasen los alrededores, siempre temeroso de ser perseguido. Comprendía que no había pasado aún el peligro.
En tanto que los más robustos se encargaban de aquella peligrosa exploración, hizo Hang encender fuego y cocer para Romero uno de los pollos que se habían encontrado en la finca china.
Than-Kiu, sentada al lado del herido, no separaba de él los ojos. Se había quitado el amplio manto blanco de seda, se lo había colocado encima con afectuosa ternura, y le humedecía de cuando en cuando los labios con el pañuelo, para templarle el ardor de la fiebre.
La resistencia de aquella criatura, al parecer tan delicada como los lirios de su tierra nativa, debía de ser maravillosa, increíble, porque mientras los hombres más robustos caían desplomados y rendidos por las fatigas de aquel día, ella se conservaba firme e incólume como una roca.
Romero seguía durmiendo, pero estaba agitado como bajo la acción de una pesadilla; su respiración era inquieta y anhelosa, y de sus labios salían de cuando en cuando frases y palabras truncadas.
Than-Kiu, inclinada sobre él y con la cabeza entre las manos, espiaba ansiosamente sus palabras.
De repente se irguió bruscamente. Habla oído un nombre que no era el de la pobre Flor de las Perlas.
—¡Teresita! —había exclamado Romero con voz imperceptible.
Relampagueó la mirada de la muchacha, y después dos gruesas lágrimas le surcaron el rostro.
—¡La mujer blanca! —exclamó con tristeza—. ¡Ella! ¡Siempre ella! ¡Ni en sueños la olvida!
Al levantar los ojos vio ante si a Hang-Tu, que parecía profundamente conmovido y con aire de tristeza impreso en su altivo semblante.
—¡Hang! —murmuró Than-Kiu cubriéndose la cara con ambas manos.
—Lo he oído —respondió el chino sordamente.
—¡Su pensamiento es siempre para ella; hasta en sueños!
—Sí, Than-Kiu; ¡pobre niña! ¡Mejor hubiera sido que te hubieras quedado en nuestro país! ¡Al menos no habrías vuelto a verle!
—¡Si, Hang; pero ya es tarde! ¡El espíritu del mal no me dejará ya más, y mi martirio sólo cesará cuando muera! ¡Maldita sea la mujer blanca que ha lanzado un maleficio sobre Romero y ha destrozado el corazón de la Perla del Rio Amarillo!
—La odias, ¿verdad?
—¡Con toda el alma, Hang!
—¡El destino es tan raro a veces, Than-Kiu!
—¿Qué quieres decir?
—Que podrán tendernos un día la mano el padre y la hija.
—¿La insurrección acaso?…
Hang movió tristemente la cabeza.
—No —dijo—; no será la insurrección quien nos la arrojará en los brazos, Than-Kiu. Todos nuestros generosos esfuerzos serán inútiles, y nuestra bandera no ondeará en los viejos muros de Manila. La libertad que hemos soñado se ahogará en sangre; pero Hang sabrá morir como un valiente ese día.
—¿Desesperas?
—Sí; he perdido toda esperanza. Dentro de uno o dos meses habrán triunfado los españoles.
—¿Y nosotros? ¿Y Romero?
—¿Nosotros? Hang-Tu morirá; ya te lo he dicho. La sangre de los mártires no se derramará en vano, sin embargo, y el último grito de los patriotas será repetido un día por otros más afortunados que ellos.
—¿Y Romero?
—Cumplirá bien su deber hasta él fin. Ama la libertad ante todo. …
—¡Pero yo no quiero que muera, Hang!
—El destino está en las manos del Cielo, Than-Kiu.
—¿Pero crees?…
—¡Cállate, que vuelven nuestros hombres!
Habíanse sentido voces hacia los bordes de aquella enorme aglomeración de árboles. Hang-Tu se levantó con la carabina en la mano, y se adelantó hada el lugar de donde partía el ruido.
No se había engañado. Los exploradores volvían apresuradamente, como amenazados por algún nuevo peligro.
—¿Los españoles? —preguntó.
—¡Sí; nos persiguen! —contestó uno de ellos con voz afanosa, como si hubiese dado una larga carrera.
¡Aún! —exclamó el chino arrugando el entrecejo—. ¿Están lejos?
—Como a una milla.
—¿Son muchos?
—Unos cincuenta.
—¿Acaso cazadores?
—No, gente a caballo, bien montada y bien armada.
—¿Quién los manda? ¿Lo sabes?
—Sí, capitán, porque le he visto y le he conocido.
—¿Quién es?
—El mayor Alcázar.
—¡Él! —exclamó Hang-Tu rechinando los dientes—. ¡Lo había sospechado!
—¡Vamos andando, capitán; porque el comandante sabe que tú y Romero nos mandan!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me he acercado a los soldados, que se habían detenido a descansar, y he oído que os nombraban a ti y a Romero Ruiz.
—¡Ah! ¿Esas tenemos? —dijo Hang—. El caso es serio, porque d mayor nos perseguirá sin tregua y hará cuanto pueda por prendemos; pero la selva es inmensa y mucho tendrá que andar para alcanzamos. ¡Ea, levantemos el campo y emprendamos la marcha!
—Pero tenemos los caballos cansados, capitán.
—No lo estarán menos los suyos. Además, entre estos árboles, ni sus caballos ni los nuestros pueden correr. Hagamos él último esfuerzo, amigos, o ninguno de nosotros llegará a San Nicolás.
Despertaron a Romero para que tomase algunas tazas de caldo, y en seguida a los otros que dormían. Ensillaron los caballos a la carrera, y aunque los pobres animales estuviesen rendidos de sueño, se emprendió de nuevo la marcha a través de todos los obstáculos de la selva.
Apretaron él paso para ganar tiempo, y se metieron por lo más intrincado de la selva para mejor defenderse en caso necesario.
Quedaron atrás algunos hombres para vigilar los movimientos de los españoles y tratar de engañarlos abriendo caminos en distintas direcciones, y otros se adelantaron para abrírselo a los portadores de las angarillas.
Una viva inquietud había invadido a todos los fugitivos, que temían caer de un momento a otro en cualquier emboscada. Aún Hang-Tu estaba intranquilo, aunque se esforzase en disimularlo, porque ni sabía dónde estaban ni hacia dónde se encontraba San Nicolás, único refugio en que podían salvarse.
También el sueño y el cansancio tenían abatido el ánimo de todos ellos. Sólo Than-Kiu resistía con energía suprema. Hacia las nueve, después de dos horas de incesante marcha, llegó un mulato de la retaguardia con la buena noticia de que los españoles habían acampado.
Hang-Tu aprovechó la oportunidad para dar un breve descanso a la caravana. Estaban tan cansados, que hombres y caballos se amontonaron confusamente en el suelo.
Hasta la muchacha, al fin vencida, se dejó caer al lado de Romero, cubriéndole con uno de sus brazos como para defenderle.
Sólo Hang, cuyo vigor debía de ser enorme, se quedó velando apoyado en un árbol y fusil en mano, con el oído atento al menor rumor que pudiera indicarle la presencia del enemigo.