LA PERSECUCIÓN
La derrota de los insurrectos había sido completa. Habíanse disuelto las partidas como se derrite la nieve bajo los rayos ardientes del sol ecuatorial; huyendo precipitadamente en todas direcciones, sin obedecer las voces de sus jefes.
Poseídos de terrible pánico, habían atravesado los insurrectos el pueblo abandonándolo todo, municiones, víveres, tiendas, caballos, mujeres y niños en mano de los vencedores, y dispersándole en pequeños grupos por los bosques, campos y montañas.
En aquel desbarajuste espantoso había sido imposible reorganizarlos para conducirlos, bien hacia San Nicolás, que estaba aún ocupado por numerosas partidas insurrectas, bien hacia Cavite, que seguía resistiendo el bombardeo de la flota española. Los jefes que lo habían intentado se habían cansado en balde: ni un solo hombre habían conseguido detener y se habían visto obligados a huir también para no caer en manos de los vencedores.
Sólo Hang-Tu, más afortunado, pudo reunir dos docenas de hombres en tomo suyo, con los cuales, y con Romero y Than-Kiu, emprendió rápidamente la retirada hacia San Nicolás.
Después de atravesar a Salitrán, ya abandonada por las partidas, se apresuró a entrar por los bosques para sustraerse a la persecución de los grupos de caballería española que habían salido en persecución de los fugitivos.
Oíanse todavía descargas hacia Salitrán, pero cada vez menos frecuentes. Solía oírse también la gritería de las mujeres que no habían podido seguir a sus hermanos y maridos en su desastrosa fuga.
Hang-Tu y Romero caminaban en silencio. Ambos estaban tristes por aquella derrota, que podía ser de pésimas consecuencias para la causa de la insurrección, ya muy comprometida desde la toma de Dasmarinas, porque el general Lachambre podía poner gran parte de sus tropas a disposición del general Polavieja, que operaba contra Cavite.
Es verdad que podían organizar un centro de resistencia en San Nicolás; pero el curso del río Zapote estaba perdido hasta Pamplona, y Cavite quedaba en descubierto y amenazado por mar y por tierra.
Malos días se preparaban para los autonomistas. La bandera alzada con tantas esperanzas estaba en peligro de venir a tierra. Las tropas españolas estaban ya habituadas a la victoria.
Mientras los dos jefes iban entregados a sus dolorosos pensamientos, la pequeña banda proseguía su retirada a través de los bosques, acelerando el paso por temor de que se les interpusiese en el camino alguna tropa española que pudiera habérseles adelantado.
Reinaba en la selva el más profundo silencio; pero no por eso dejaban de estar intranquilos ni de marchar con todo género de precauciones.
Ya estaba muy avanzada la noche y comenzaban los caballos a dar muestras de cansancio, cuando percibieron los fugitivos sonidos de cometas que venían del lado opuesto del bosque en dirección del valle del rio Zapote, que indicaban más la presencia del enemigo que la de partidas fugitivas.
—¿Todavía el enemigo? —preguntó Hang-Tu con acento feroz empuñando el fusil—. ¿No tiene bastante con nuestra derrota de Salitrán?
Dispuso que hiciese alto la escolta y se puso en observación.
No a posible engañarse: hacia el valle del Zapote se oían toques de carga que eran, sin género de duda, de la caballería española.
—¿Es que seguirán a algunas de nuestras partidas? Me parece haber visto fugitivos en dirección del Zapote.
—Es probable —respondió Romero.
—Sin embargo, hemos caminado muy aprisa y debemos de estar muy lejos de Salitrán.
—A menos que la selva no nos haya engañado. Tú sabes, Hang, que es muy fácil extraviarse.
—También pudiera ser que los españoles hayan avanzado mucho con su vanguardia. No he visto a ningún escuadrón de caballería tomar parte en el ataque de Salitrán y sé que el general Lachambre llevaba caballería.
—Sí —contestó Romero con voz sombría— la que manda, el comandante Alcázar.
—¿Será su gente? Dios nos libre; porque sí supiese él que estamos aquí, no nos perdonaría a pesar de tu amor por su hija.
—Procuraremos no encontramos con él.
—Estaba por desear lo contrario. Tengo cuentas viejas que arreglar con él —dijo Hang con sonrisa siniestra.
—Ya le he pagado.
—Pero yo no.
—Te ha salvado cuando hubiera podido perderte.
—Hang-Tu no perdona.
—¡Cállate; echemos a andar! —dijo Romero.
Ya no se oían más que las trompetas; pero de lado del valle llegaban a ratos lejanos rumores como de galopadas furiosas de gruesos grupos de caballos.
Habíase vuelto a poner en marcha la banda, pero al paso y calladamente para no descubrirse.
Tres de los jinetes se adelantaron para ir explorando el camino, pues la oscuridad era tan profunda que no se distinguían los obstáculos que pudiera haber al frente; ocho se pusieron a la retaguardia y los restantes se agruparon alrededor de los jefes y de Than-Kiu para defenderlos en caso de una agresión imprevista.
Llevaban ya andado como medio kilómetro por entre los grupos de árboles, cuando retrocedieron vivamente los tres exploradores de la vanguardia.
—¿Qué pasa? —preguntaron Hang-Tu y Romero—. ¿Acaso los españoles?
—Hemos oído el relincho de un caballo —contestó uno de ellos.
—¿Dónde?
—Delante de nosotros.
—Será algún caballo abandonado —dijo Romero.
—Es posible —contestó el chino; pero bien pudieran ser españoles emboscados o acampados.
—Desviémonos, Hang-Tu.
—Quisiera primero saber si son amigos o enemigos. Otros insurrectos pueden haberse refugiado en el bosque y me agradaría engrosar nuestra pequeña banda.
—¿Qué determinas?
—Adelantémonos con cautela con las armas preparadas.
—¿Y Than-Kiu?
—Coloquémosla entre los dos —dijo Hang.
Formóse la banda en tres filas y avanzó lentamente y con precauciones infinitas.
Iban a la vanguardia los hombres más resueltos, para que, si llegaba el caso, cargaran a fondo.
La selva parecía desierta; tan profundo era el silencio. Hubiérase creído que se habían engañado los exploradores, porque nada indicaba que hubiese allí un alma. De repente se oyó una voz que gritó en español:
—¿Quién vive?
—¡Muerte de Buda! —murmuró Hang-Tu—. ¡Aquí estamos!
Y alzándose en seguida sobre los estribos y desnudando la catana, gritó a los suyos:
—¡Cargad!
Los caballos, vivamente espoleados, arrancaron a todo escape; pero no encontraron ningún obstáculo.
Habían ya pasado más allá del grupo de árboles de donde había salido la voz de ¡quién vive!, cuando recibieron una terrible descarga a quemarropa.
Siete caballos con sus respectivos jinetes se desparramaron a derecha e izquierda, mientras Romero, que cargaba en primera línea, se dejaba caer sobre el cuello de su montura.
Than-Kiu, que iba a su lado, dio un grito y le agarró por un brazo para impedir que cayera al suelo; pero el mestizo sé irguió en la silla, diciendo:
—No es nada, Than-Kiu.
Volviéndose después, hizo fuego contra el grupo de árboles. Mientras Hang-Tu y los que habían resultado ilesos hacían otro tanto.
—¡Apretad a correr! —dijo el chino.
Volvieron a emprender la interrumpida carrera y huyeron desordenadamente a través de la selva; pero los españoles no los siguieron, contentos con haber desmontado a aquellos siete jinetes o quizás porque no tuviesen caballos.
—¿Estás herido, mi señor? —preguntó Than-Kiu, que no había abandonado a Romero.
—No ha sido nada —contestó el mestizo, pero con un acento que indicaba un gran esfuerzo de voluntad.
—¡Muerte de Buda! —exclamó Hang palideciendo—. ¿Te han herido, Romero?
—Creo que he recibido un balazo en la espalda.
—¡Ah, malditos! ¿Puedes sostenerte?
—Lo espero.
—Si puedes resistir quince minutos te llevaré a un sitio donde podremos detenemos. Sé donde estamos.
—Resistiré.
—¡Pues aprieta el paso! ¡Espolea!
Los caballos devoraban el camino, porque la selva no era ya tan cerrada; pero el mestizo, que debía de estar dolorosa, ya que no mortalmente herido, sentía que iban faltándole las fuerzas. Ya dos veces se había inclinado sobre el cuello del caballo, y Hang-Tu y la muchacha le hallan sostenido. Seguramente estaba perdiendo mucha sangre. Habrían pasado diez minutos cuando Hang-Tu exclamó:
—¡Alto!
Detúvose y saltó rápidamente a tierra, sosteniendo a Romero entre sus robustos brazos. Éste se abandonó por completo, lanzando un gemido.
Cuatro hombres acudieron en su ayuda; pero Than-Kiu los rechazó diciéndoles:
—¡No, no lo toquéis!
Entre ella y Hang-Tu condujeron al herido hacia una casa de campo medio arruinada rodeada de una muralla. Pasada ésta a través de una brecha, tendieron a Romero con infinitas precauciones sobre un montón de hierba seca que había en el corral.
El mestizo había perdido el sentido; pero su respiración seguía siendo natural.
—¡Sálvale! —dijo Than-Kiu con los ojos llorosos.
—Bueno —le contestó Hang.
—¿Me lo prometes?
—Si, hermana —le contestó el chino con voz imperceptible.