CAPÍTULO XIII

LA BATALLA DE SALITRÁN

Salitrán, con cuya defensa contaban los insurrectos para impedir a los españoles el ataque contra Cavite por la parte de tierra, no era una plaza fuerte, sino un poblachón algo populoso, llamado pomposamente ciudad, pero sin ninguna importancia militar, porque no tenía ningún fuerte, ni siquiera una mala tapia con que defenderse de un ataque vigoroso.

Pero como su posición le permitía dominar el curso del Imus, sobre cuyo rio se había concentrado la brigada del general Cornell, apoyada por las tropas del general Lachambre, y como también señorease el curso del río Zapote, otro centro de la insurrección, las partidas insurrectas se habían reunido allí en gran número para oponerse al paso de los españoles, y se habían atrincherado allí fuertemente, construyendo muchas obras de defensa, y en particular empalizadas defendidas por algunas pequeñas piezas de artillería.

Los jefes más valerosos y populares, como Castillo, Hario Duque, Garrido, Seng-Pao, jefe de los mestizos, y varios otros, mandaban las partidas y estaban dispuestos a defender a Salitrán hasta lo último, no ignorando que la pérdida de esa plaza ocasionaría inevitablemente la de Cavite, que era el más firme baluarte de la insurrección.

Apenas supieron Duque, Castillo, Garrido, Seng-Pao y los demás jefes de las partidas la Uegada de Romero Ruiz y de Hang-Tu, jefes supremos de todas ellas, se apresuraron a reunirse en el pequeño palacio de la ciudad destinado a cuartel general, para ponerse a su disposición.

Romero y Hang-Tu fueron recibidos con todos los honores debidos a su alto cargo al son de las trompetas y de las salvas de fusilería.

Mario Duque, que era jefe más importante de los allí reunidos, hizo la presentación de ellos a Romero y Hang-Tu, y dio a éstos la bienvenida en nombre de todos, poniéndose por completo a sus órdenes.

Túvose en seguida una especie de Consejo de guerra para poner al corriente a los jefes de la situación de las cosas, número de las partidas, elementos de resistencia de que se disponía y posiciones ocupadas por las tropas españolas, y además para informarles de una noticia grave: la de la pérdida de Dasmarinas, tomada por asalto el día anterior por las tropas del general Lachambre tras una desesperada resistencia de los insurrectos, los cuales habían experimentado pedidas grandísimas.

—Esa noticia es grave, señores, —dijo Romero, el cual se disgustó mucho al recibirla—. Los españoles podrán ahora pasar el Imus sin que podamos impedirlo, y caer sobre nosotros con fuerzas abrumadoras. Lachambre y Cornell se reunirán ahora, y tendremos que habérnoslas con los dos juntos.

—Es verdad —dijo Hang-Tu, cuya frente se había oscurecido—. Los invasores tienen franco el camino del Imus.

—Está defendido, sin embargo, por partidas bien atrincheradas —advirtió Mario Duque.

—No podrán impedir el avance de los españoles —respondió Romero—. Las dos brigadas del general Cornell no tropezarán con grandes dificultades para abrirse camino.

—No faltan hombres en nuestro campo, y podemos reforzar la posición.

—No, Duque, —dijo Romero—. El camino del Imus no es una posición estratégica que pueda damos la victoria, y no merece la pena de sacrificar hombres para defenderlo. Que se queden allí las partidas que hay para que retarden el avance de los españoles; pero que ni un solo insurrecto salga de Salitrán. Aquí es donde tenemos que dar la batalla al general Lachambre, apoyados en nuestras trincheras, y aquí es donde debemos hacer un esfuerzo desesperado para salvar a Cavite. Pensad que si Salitrán se pierde, se acabó la insurrección en las provincias meridionales, y no olvidéis que el alma de la independencia está al sur de Manila. Si somos vencidos, estamos heridos de muerte.

—Nos quedará un San Nicolás, en el paso de ser derrotados —dijo Castillo.

—Sí; pero Cavite quedará descubierto; no podrá resistir el ataque combinado del ejército y de la flota, y la pérdida de Cavite desmoralizará por completo a nuestras partidas.

—Es verdad —dijo Hang-Tu—. Es preciso que no se pierda Cavite, porque la caída de Cavite traerá inmediatamente la de Bulacán y Malabón.

—¡Manos a la obra, señores! —dijo Romero levantándose—. ¡Aprovechemos la tregua que nos dan los españoles para hacer a Salitrán inexpugnable!

Salieron del palacio de la ciudad Romero y Hang-Tu, seguidos por todos los jefes de las partidas, y montaron a caballo para inspeccionar las obras de defensa construidas por los insurrectos delante de Salitrán y en el camino del Imus, y hacerse cargo de la resistencia que podía ofrecer la plaza contra las numerosas y aguerridas tropas del general Lachambre.

Habíanse levantado varios reductos y empalizadas con enormes troncos de árboles y gruesas piedras delante del pueblo; pero Romero comprendió que no eran defensas suficientes para resistir a la artillería española, que disponía de hábiles oficiales y soldados. Propúsose construir otras fortificaciones, y particularmente una gran trinchera, tras de la cual pudieran las partidas hacer frente eficazmente a los ataques de los españoles, en el caso de que tuvieran que refugiarse en ellas después de alguna derrota.

En aquella visita de inspección emplearon todo el día. Cuando los dos jefes, cansados del galopar bajo un sol abrasador, volvieron a la casa en que se alojaban, estaba ya muy adelantada la noche.

A la puerta de la casa encontraron a Than-Kiu sentada en un carro volcado. La valiente muchacha, contra su costumbre, no había ido con ellos; pero no había perdido el tiempo, porque los dos jefes encontraron a su regreso perfectamente dispuesto el alojamiento, una buena cena preparada pos las propias manos de la Flor de las Perlas y camas cómodas en que descansar de sus fatigas.

Romero encontró además en su habitación un jarro chinesco con lilas que despedían delicado aroma. Adivinó de qué mano venían aquellas flores, y a pesar de las preocupaciones que le embargaban, se sonrió, murmurando:

—¡Cuánta ternura en esa pobre muchacha! ¡Flores en medio de la baraúnda de este campamento! ¡Pobre Than-Kiu! ¡Cuánta desdicha te espera quizás por culpa mía!

Al día siguiente, todas las partidas dejaron las posiciones que ocupaban alrededor de Salitrán y se pusieron a trabajar en la construcción de las trincheras y demás obras de defensa dispuestas por Romero.

Miles de mestizos, tagalos, malayos, chinos y hombres de muchas razas mezcladas, trabajaban con actividad febril, sabiendo que el día del combate estaba próximo.

Los correos llegados aquella noche llevaron la noticia de que el general Lachambre proseguía su avance, mientras el coronel Salcedo se preparaba a emprender un reconocimiento hacia San Nicolás para ver de reunirse con él primero. Por los correos de Manila se supo que la escuadra española había vuelto a bombardear a Cavite, Binacayán, Noveleta y Bacoor, pueblo este último que había sido incendiado.

Hacíase necesario a toda costa hacer frente a las tropas españolas para reanimar a las partidas, y no dejar que se apagase el fuego de la insurrección, que ya comenzaba a amortiguarse, a los dos meses de comenzada la lucha.

Romero, Hang-Tu, Castillo, Duque, Tung-Tao, Garrido y Seng-Pao, alarmados por aquellas malas noticias, se esforzaban en hacer a Salitrán inexpugnable.

Día y noche vigilaban los trabajos, temiendo que faltase tiempo para darles cima, y animaban con su presencia y con su palabra a aquellos miles de hombres. Acabóse la trinchera del camino del Imus; se construyó un foso cubierto de cañas de bambú para que se precipitase en él la caballería española, si acaso tomaba parte en el ataque, y se levantaron acá y allá terraplenes defendidos por grandes espingardas.

El 5 de marzo, los correos expedidos desde las avanzadas llevaron la noticia de que general Cornell se había situado hacia el Imus con sus dos brigadas, y de que la brigada de Marina había organizado el convoy de víveres.

El 6 llegaron otros correos diciendo que el general había dado orden a sus tropas para evacuar a Dasmarinas.

Precipitábanse los sucesos. De un momento a otro se combatiría en la ribera del Imus.

Aquella misma noche quedó terminada la trinchera grande, que se armó con los pocos cañones de que disponían los insurrectos.

Romero y Hang-Tu, seguros de un próximo ataque, reunieron aquella misma noche a todos los jefes de las partidas para darles las últimas disposiciones para la batalla.

Encomendóse la defensa de la trinchera grande a los mestizos, los mejor armados y disciplinados, mientras las otras partidas tendrían a su cargo defender las de los extremos y atacar furiosamente al enemigo.

Cuando Romero, rendido de tantas noches en claro, pasadas casi todas en la trinchera grande, volvió de madrugada a su alojamiento, se encontró a Than-Kiu esperándole a la puerta.

La intrépida muchacha no debía de haber cerrado los ojos: tan pálida estaba. Al ver a Romero se levantó, y con acento de dulce reproche le dijo:

—Mi señor se matará si no descansa.

—Estamos a punto de emprender una lucha decisiva y mi presencia es indispensable.

—¿Será mañana?

—Me lo temo.

El semblante de la muchacha se inmutó por un momento.

—Mi señor no se expondrá a los golpes del enemigo —dijo.

—Los capitanes deben hallarse en los sitios de mayor peligro, Than-Kiu.

—Pero yo no quiero que te maten, mi señor.

—¡Qué me importa la vida! —dijo Romero con tristeza—. ¿No ves que llevo conmigo la desgracia? ¡Soy fatal a cuantos me rodean!

—A todos, no.

—Sí, Than-Kiu. A ti también te seré fatal.

—¡Es verdad! —murmuró la joven con un largo suspiro y humedeciéndosele los ojos—. ¡Triste destino pesa sobre la hija del País del Sol! ¡El espíritu de mi madre me lo ha dicho esta noche! ¡Es el maleficio de la mujer blanca!

—¡No hables de ella, Than-Kiu!

—¿Por no dañar en el corazón a mi señor?

—¡Calla!

Than-Kiu no es mala, y se callará; pero…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Romero viendo brillar un relámpago entre las luengas y sedosas pestañas de la muchacha.

—Ve a descansar, mi señor —respondió Than-Kiu—. Quizá retumbe dentro de pocas horas el cañón en el Imus, y mi señor no pueda dormir en muchas noches.

—¿Tú crees?…

Than-Kiu le hizo una seña para que se callara.

—¿Oyes? —le dijo después.

Habíanse sentido a lo lejos descargas de fusilería, que parecían extenderse a lo largo de la ribera del Imus. Oíanse en las avanzadas resonar las cornetas y mugir las bocinas de guerra de las partidas chinas.

Romero volvió los ojos hacia la trinchera, la cual corrían a guarnecer las partidas.

—Ahí está el enemigo —dijo arrugando la frente—; pero estamos dispuestos a recibirle. Antes de que rechace a los grupos que tenemos escalonados sobre el camino del Imus, pasarán algunas horas y las partidas estarán en sus posiciones de combate. ¡Adiós, Than-Kiu! ¡Si me mata alguna bala, mis últimos pensamientos no serán todos para Teresita!

Una sonrisa de alegría infinita se dibujó en los labios de la joven china.

—¡Gracias, mi señor! —murmuró—. Pero si Destino fuese tan cruel que te hiciese caer a los golpes de los hombres blancos, yo estaré a tu lado para recoger tu último pensamiento y para morir después contigo.

—No debes seguirme; donde yo esté, allí estará la muerte.

—Pero Than-Kiu no teme a la muerte. ¡Ven, mi señor; la batalla comienza!

—¡No vengas, muchacha!

—Te seguiré, mi señor. ¡Ven, ven! ¡Es tan hermoso morir juntos en medio de los horrores del combate! Ahí está Hang-Tu, que acude. ¡Ven, mi señor!

El jefe de las sociedades secretas se acercaba al galope, gritando:

—¡A las armas! ¡Viva la libertad!

Acudían por todos lados las partidas con un gran clamor para tomar posiciones. Salían de la próxima selva como hambrientas fieras; los salvajes malayos aullaban como lobos; los tagalos, los chinos, los malayo-mindaneses blandían furiosamente las armas y se animaban con pavorosos rugidos, mientras qué los mestizos, más tranquilos y disciplinados, ocupaban ordenadamente la primera trinchera emplazando la artillería.

Llegaron los primeros correos con la noticia de que las dos brigadas del general Cornell habían emprendido el ataque de las trincheras insurrectas del camino del Imus, y que avanzaban flanqueadas por las tropas del general Lachambre y por los cazadores del general Zabala.

Romero y Hang-Tu, seguidos por la valerosa muchacha, se dirigieron al centro de la trinchera grande, seguros de que contra ella se dirigían los mayores esfuerzos de los españoles, y destacaron algunas partidas de a caballo por el camino del Imus para estar al tanto de los progresos del enemigo.

No tenían confianza ninguna en las pocas partidas a que se había encomendado la defensa de las pequeñas trincheras construidas sobre él camino de Dasmarinas, obras de defensa incapaces de resistir largo tiempo a la artillería; pero querían saber a lo menos por dónde se presentaría el grueso de los adversarios.

Continuaba resonando la fusilería más allá del Imus, y se veían columnas de humo elevándose sobre el bosque. De cuando en cuando se oían también cañonazos. El combate se extendía; pero, al parecer, los insurrectos, aunque en corto número y sin artillería, defendían con firmeza las trincheras.

Llegaban de cuando en cuando corredores a decir que seguía el avance de los españoles por el camino del Imus, y que iban apoderándose sucesivamente de las posiciones contrarías.

Las partidas allí presentes, furiosas al enterarse de esas noticias, pedían a gritos marchar adelante; pero los jefes no cedían, sabiendo que no eran capaces de resistir en campo abierto a tropas regulares mandadas por los mejores generales de España.

Tres horas más tarde, mientras Romero y Hang-Tu enviaban algunas partidas al cercano bosque para proteger a las mujeres y muchachos que se habían refugiado allí, se vio a los primeros fugitivos pasar apresuradamente el río.

El combate en el camino del Imus había acabado, siendo desalojados los insurrectos de las trincheras, que defendían obstinadamente y dejando en ellas buen número de muertos. Lleváronse consigo los heridos para sustraerlos a la furia del enemigo, porque en aquella lucha sangrienta no le daba cuartel por una ni por otra parte. A las dos brigadas del general Cornell, después de apoderarse de las posiciones insurrectas, se disponían a vadear el río conducidas por el general Lachambre en persona. Mientras el coronel Arizón, apoyado por la brigada de Marina, trataría de envolver la posición para atacar la trinchera grande a la bayoneta. Se acercaba el momento terrible. Había pasado apresuradamente el río la última partida, perseguida activamente por el enemigo, sin que pudieran ponerle la menor resistencia.

Distinguíanse ya detrás de los árboles los primeros soldados españoles. Eran el primero y segundo batallones de los cazadores, mandados por el valeroso general Zabala, que había de ser el héroe del día.

Aquellas tropas admirables, de ímpetu irresistible, de musculo de acero, hechas a todas las fatigas de aquella áspera campaña, eran muy temibles, y los jefes de los insurrectos lo sabían.

Entretanto, el general Lachambre, con una de las brigadas de Cornell, adelantaba a lo largo de la orilla opuesta del río para emplazar en buena posición la artillería, a fin de batir en brecha la trinchera grande antes de lanzarse sobre ella al asalto.

Rompieron, el fuego los cañones a unos ochocientos metros de distancia, mientras el coronel Arizón, apoyado por Cornell y por la brigada de Marina, vadeaba rápidamente el río para tomar posición delante de la trinchera central.

Entablóse con sin igual furor el combate a los gritos de ¡Viva la libertad! de las partidas y de ¡Viva el Rey! de las tropas españolas.

Los insurrectos se defendían con valor desesperado de la primera trinchera, disparando una lluvia de balas sobre los contrarios.

Extendíase rápidamente el fuego a derecha e izquierda de la trinchera central, en la que estaban Romero, Hang-Tu, Than-Kiu y Mario Duque, mientras la artillería española destruía las empalizadas tirando con precisión matemática contra los robustos troncos de árboles y los montones de piedras.

Combatíase con extremada fiereza de una y otra parte; amontonándose los muertos, pero sin qué cedieran unos ni otros.

Los jefes insurrectos, de pie sobre las trincheras, y con el fusil en la mano, animaban a los suyos lanzando atronadores gritos de:

—¡Viva la libertad! ¡Viva la insurrección!

Silbaban miles de balas, llevando doquiera la muerte…

Caían muchos españoles; pero caían todavía más insurrectos bajo los tiros de la artillería.

Demolida la primera trinchera, ya no podía servir de reparo; pero quedaba intacta la grande que Romero había hecho construir.

Al ver los rebeldes tomar posiciones al coronel Arizón y armarse a los cazadores en columna de asalto, se replegaron a la trinchera grande y reanudaron el fuego, mientras las partidas de tagalos y malayos que ocupaban las alas intentaban cargas desesperadas, lanzando feroces aullidos.

Pero eran esfuerzos vanos. Las tropas de la vieja España, aunque hubiesen experimentado grandísimas pérdidas, no podían ceder combatiendo en campo abierto a las furiosas y desordenadas embestidas de aquellos feroces guerreros.

Los esperaban a pie firme, y los diezmaban con nutridas descargas.

La jornada amenazaba ser funesta para los insurrectos. Todas las tentativas de las partidas para rechazar al enemigo más allá del río eran inútiles, y la caída de Salitrán parecía inevitable.

Romero y Hang-Tu, que combatían uno al lado del otro en el puesto más peligroso, se miraron en silencio y tristemente.

—No nos queda sino hacemos matar —dijo el primero—. ¡Todavía no! —respondió sordamente el chino—. La suerte de la insurrección no se decidirá aquí, sino en Cavite, y todavía podemos ayudarla con nuestros brazos. ¡Espéremos!

Los españoles, entretanto, seguían ganando terreno, mientras que el pánico comenzaba a invadir a los insurrectos. El asalto era inminente, y si el enemigo llegaba a apoderarse de la trinchera grande, Salitrán estaba perdida.

El general Lachambre hizo tocar a carga. Las tropas españolas, formadas en columna de asalto, se precipitaron hacia adelante para tomar la posición a la bayoneta.

—¡Viva el Rey! —exclamaban—. ¡Viva la Regente! Su empuje era irresistible; era un torrente desbordado que amenazaba anegar las trincheras de Salitrán, tenidas por inexpugnables.

Los insurrectos hicieron un último esfuerzo. Mientras las partidas tagalas y malayas salían de las trincheras para oponerse al avance del enemigo, los mestizos, apoyados por el fuego de las espingardas y de las pocas piezas de artillería que tenían, hicieron algunas terribles descargas de mosquetería quemando los últimos cartuchos.

Los españoles, abrumados por aquella lluvia de plomo, de hierro, vacilaron, y algunas columnas comenzaron a ceder.

La victoria, que tenían casi segura, podía todavía escapárseles. El valor heroico de uno de sus jefes salvó la situación.

El general Zabala, comprendiendo la gravedad de la situación se puso a la cabeza del primero y segundo batallones de cazadores y los condujo al asalto.

Delante de la trinchera grande cayó el valeroso general mortalmente herido de dos balazos; pero el empuje; estaba dado.

Los cazadores no vacilaron más y se lanzaron adelante como un aluvión para vengar a su jefe.

Una lucha terrible, feroz y rápida se entabló entre las dos columnas de asalto y los mestizos; pero la trinchera fue tomada, y sus defensores desalojados de ella a bayonetazos y rechazados a Salitrán, mientras los dos brigadas de Cornell y la brigada de Marina caían también sobre la trinchera.

Salitrán estaba perdida. Las partidas, aterradas y en completo desorden, se desbandaron por todas partes, trastornando en su desenfrenada carrera tiendas, carros, caballos heridos, mujeres y muchachos.

Romero, que había montado en un caballo que le proporcionó un amigo de Hang-Tu, fue arrastrado por aquella turba de fugitivos junto con Than-Kiu, que se había apoderado de un caballo abandonado.

Al llegar a las primeras casas de Salitrán intentó organizar algunos grupos para prolongar la resistencia y dar tiempo para que las mujeres y los niños que se habían refugiado en el pueblo pudieran ponerse en salvo; pero todo fue inútil, porque nadie obedecía a sus jefes. Hasta los mestizos, que eran los que más tenazmente habían combatido huían ante los cazadores.

Than-Kiu, que no le había abandonado un momento, sujetó por la brida al caballo del mestizo y dijo a éste:

—¡Ven, señor; todo está perdido!

—¡Deja que me haga matar! —respondió Romero apretando los dientes.

—¡No, mi señor! —respondió la muchacha sin soltarla brida—. ¡No quiero que tú mueras!

En aquel momento se le unió Hang-Tu, a quien seguían dos docenas de hombres a caballo entre chinos y mestizos.

—¡Sálvate, Romero! —le dijo—. Permanecer aquí es un sacrificio estéril, mientras que podemos ser útiles todavía a la causa de la insurrección.

Y viendo que el mestizo no le obedecía, le echó mano también a la brida del caballo, y le arrastró tras de si mezclado con los fugitivos y seguido por su pequeña banda.