EN EL CAMPO INSURRECTO
Estaba ocupado aquel bosque, como pensaron muy bien, por una gruesa partida insurrecta capitaneada por Tung-Tao, autonomista de los más fervientes, mestizo de sangre europea por su padre y malayo por su madre, que fue de los que primero abrazaron la causa de la insurrección y uno de sus más valerosos secuaces[4].
Habíase situado allí aquella partida para defender a Salitrán, que distaba sólo una milla, de alguna sorpresa de los españoles, cuya presencia por la parte del sureste se había señalado.
Reconocidos al punto Hang-Tu y sus compañeros, fueron conducidos al campamento y aposentados en la tienda del jefe.
Nada más extraño y pintoresco que aquel campo, en el que estaban mezcladas gentes de todas las razas, vestidas con los más variados trajes, viéndose allí, al lado de hombres de los más civilizados y cultos, los más salvajes y sanguinarios.
Reinaba allí el más completo desorden. Era un caos de tiendas plantadas sin orden ni concierto, cabañas improvisadas, tugurios de todas formas y tamaños y sencillas barracas y otros reparos de lo más primitivo, pero más que suficientes para malayos y tagalos, hechos a dormir al raso. Veíanse allí también hombres, caballos y armas hacinadas, desde las más perfectas hasta las más primitivas.
Parecían haberse dado cita todas las razas del extremo Oriente. Había mestizos de europeo y tagalo, de europeo y chino, de europeo y malayo, tipos gallardos de carácter vivaz y agudísima inteligencia, que formaban el nervio de la insurrección; malayos membrudos y de corta estatura, de cara huesuda y cuadrada, ojos pequeños y torvos, boca grande armada de dientes agudos como los de las fieras y ennegrecida por el uso del betel, y piel de color más o menos oscuro y aceitunado. Iban casi desnudos, sin más que una corta camisa o saya, pero con dos y a veces tres puñales a la cintura; esos terribles puñales de hoja ondulante y de un pie de largo, con la punta envenenada, con el jugo del upas.
Había también tagalos de cara romboidal y huesosa, pero simpática; ojos vivos y ligeramente oblicuos y tez rojiza con cierto viso amarillo broncíneo; hombres laboriosos y valientes.
No habían hecho mella las fatigas de la guerra en su condición vanidosa, y seguían ostentando su camisa bordada, sus blancos pantalones y las joyas y cruces de plata y oro con que se adornan.
Veíanse asimismo chinos de piel de color de limón más o menos maduro, ojos oblicuos, larga coleta, grandes sombreros de fibras de rotang y túnicas de vivos colores en las que había bordados espantosos dragones, con los cinturones llenos de armas, y entre ellas el inseparable abanico, objeto para ellos de primera necesidad; grupos de isleños oriundos de Macassar o de Mindanao, de alta estatura, tez cetrina y cuerpo esbelto; turageses de piel casi blanca, pero de tonos grises o cenicientos, rostro oval, grandes y hermosos ojos y pelo lacio negrísimo, y también no pocos zimbaleses, pangansineses, iloqueses e igorrotes, verdaderos salvajes que moran en las montañas de las islas Filipinas.
No parecía preocuparse gran cosa toda aquella gente de la guerra en que estaba empeñada. Tenían amontonadas en haces enormes las armas, pocas de las cuales eran de fuego, y se divertían en presenciar riñas de gallos, por las cuales son todavía más apasionados que los ingleses todos esos pueblos, así como los juegos de una tribu de gitanos que estaba acampada entre ellos, y en oír a media docena de tocadores de guitarra, artistas en tiempo de paz y rapaces merodeadores en tiempo de guerra.
Hang-Tu, Romero y Than-Kiu, precedidos por Sheu-Kin y escoltados por media docena de malayos armados de largos fusiles fabricados hacia más de un siglo, atravesaron el campamento entre estrepitosas aclamaciones, pues se había divulgado rápidamente la noticia de su llegada, y se dirigieron a la tienda del jefe, especie de pabellón de tela de algodón de color de rosa, ante el cual, hincadas en estacas, se veían las cabezas putrefactas de algunos soldados españoles.
Tung-Tao había convocado a consejo a los principales de la partida para decidir de la suerte de un chino detenido poco antes en las cercanías del campamento por espía de los españoles, y se disponía a dictar contra él la sentencia de muerte.
Al ver acercarse a Hang-Tu y a Romero, a quienes ya conocía, suspendió el consejo para hacer los honores de su casa a sus huéspedes.
—Los correos de las sociedades secretas me habían avisado ya vuestra próxima llegada a Salitrán —les dijo después de estrechar a ambos la mano y de saludar galantemente a Than-Kiu—. Me considero muy dichoso con ser el primero en recibiros en el campo insurrecto y en ofreceros hospitalidad.
Despidió con una seña a los vocales del Consejo, e hizo que los recién llegados tomaran asiento en sillas construidas con ramas, diciéndoles con una amable sonrisa:
—No tengo nada mejor que ofreceros. Esos condenados españoles han destruido tres veces mi mobiliario, o mejor dicho, he tenido que abandonarlo en sus manos para salvar la piel. Espero, con todo, si las cosas van bien, surtirme de muebles en su palacio de Manila.
—Te lo auguro, Tung-Tao. Pero por ahora, con una piedra para descansar tenemos bastante, porque estamos rendidos. No hemos parado de galopar desde ayer.
—¿Perseguidos por los españoles?
—No, pero teníamos mucha prisa. La intentona de Manila salió mal, y comprenderéis que no podían sentamos bien los aires de aquélla ciudad.
—Supe la noticia esta mañana por los correos.
—Nuestro servicio de información es bueno, Tung-Tao. ¡Ya quisieran los españoles tenerlo igual!
—Sin embargo, no les faltan espías. Acabo de juzgar a un compatriota tuyo que se ha dejado corromper por el oro español; pero este no irá a contar a los enemigos lo que ha visto en mi campamento, porque dentro de diez minutos los malayos le mandarán a ver a Buda.
—Has hecho bien —dijo Hang—. Aunque se tratara de un hermano mío no habría levantado un dedo en favor suyo. ¡Qué mueran todos los traidores!
—Y entre los tormentos más atroces —añadió el jefe malayo con cruel sonrisa—. ¿Qué noticias hay de Manila?
—Malas, Tung. Allí no hay que intentar nada por ahora. La capital no caerá en nuestras manos.
—Lo sé —dijo jefe suspirando—. ¡Ah! ¡Si hubiese salido bien el primer plan, seriamos a estas horas dueños de Luzón! ¿Se pelea por el norte?
—Malabón y Bulacán siguen resistiéndose; pero temo que los insurrectos no puedan avanzar hacia la capital. Los jefes saben, sin embargo, que pelearemos seriamente en Salitrán y en Cavite, y espero que por su parte hagan algo para atraer allí parte de las tropas del general Polavieja.
—¿Se va a jugar en Salitrán el todo por el todo?
—Precisamente a eso hemos venido. De la defensa de Salitrán depende la suerte de Cavite.
—Pues ya tienen hueso que roer los españoles si quieren tomarla, porque se han levantado grandes trincheras delante de Salitrán, y también sobre el camino del Imus.
—¿Quién manda a los insurrectos?
—Mario Duque, Castillo, Gómez y los dos hermanos Hang-Kai, jefes de los mestizos. Disponen de trece partidas, pero sólo de dos mil fusiles buenos.
—¿Tienen cañones?
—Unos cuantos, y algunas ametralladores.
—Entonces se puede hacer mucho —dijo Romero—. Si los españoles tardan algunos días en atacar nos encontrarán en disposición de recibirlos. Pero habrá que concentrar en Salitrán todas las partidas que andan por ahí dispersas; en lo cual no hay ningún peligro, porque no es de temer ningún ataque por la espalda. Los españoles sólo nos atacarán por el camino del Imus.
—Yo estoy pronto a levantar el campo —dijo Tung-Tao—. Dispongo de cuatrocientos hombres, ciento cincuenta fusiles y unas cuantas espingardas. No tengo gran confianza en los malayos ni en los bugneses, hombres valientes en las emboscadas e impetuosos en los ataques, pero poco a propósito para la defensa; más cuento con mis mestizos y con los tagalos, que son todos diestros tiradores.
—Manda a tus subalternos que formen la partida para emprender la marcha. Para guardar el bosque, bastan unos cuantos malayos o bugneses.
—¿Vienen con nosotros? —preguntó Hang-Tu.
—Sí —le contestó Romero—. Me urge reunir cuanto más gente pueda en el Imus, porque el peligro será por aquella parte.
—Verdad es —dijo el jefe malayo—. Sé que el general Lachambre tratará de vadearlo con fuerzas numerosas.
—¿Y sigue resistiéndose Dasmarinas?
—Creo que si; pero me parece que está seriamente amenazada. Me han dicho que ayer se oían hada allí cañonazos.
—Y los jefes que están en Salitrán, ¿han mandado allí correos?
—Creo que sí; pero pronto lo sabremos de seguro.
—La pérdida de Dasmarinas nos haría mucho daño. Hemos experimentado varios reveses en estos últimos días, y si no viene una buena victoria a animar a nuestra gente, preveo malos días para la insurrección.
—Tendremos esa victoria —dijo Hang-Tu—. Eres hombre capaz de obtenerla.
—No te forjes ilusiones, Hang —respondió Romero—. Yo trataré de hacer a Salitrán inexpugnable; pero todo depende del valor de nuestras partidas, y tú sabes que su organización dista mucho de ser siquiera mediana. Tenemos demasiados jefes y demasiadas razas diferentes. Démonos prisa, porque los momentos son preciosos, ahora que Dasmarinas puede quizá caer en manos del enemigo.
—Dame siquiera media hora para levantar el campo —dijo Tung-Tao—; entretanto, os daré de comer, aunque mal, amigos míos, porque los víveres escasean en mi campamento, y más ahora, que todos los cultivos están abandonados.
A una llamada suya acudieron dos tagalos y extendieron en tierra una estera de fibras de coco a guisa de mesa, y pusieron sobre ella una mona entera, asada, cazada el día anterior en el bosque; dos gallinas tísicas halladas en algún plantío, y unas cuantas tortas. Era todo el regalo que podía ofrecerles.
Romero y sus compañeros, que no habían comido desde el día anterior, acometieron apetitosamente a aquellos manjares, no haciendo ascos ni siquiera a la mona, por más que parecía un niño asado.
El jefe regaló, por último, a sus convidados con una docena de tazas de ese excelente te llamado por los chinos shang-kin, especie de te perfumado con flores de moli, bastante parecidas a las de jazmín, y con deliciosos tabacos de Manila, procedentes, probablemente del bagaje de los españoles muertos en los últimos encuentros.
Cuando salieron al campamento hallábase éste en completo desorden. Hombres de todos colores y caballos corrían de acá para allá apresuradamente para formarse en columna de camino, mientras las mujeres y chiquillos, que en gran número, y sirviendo más de estorbo que de otra cosa, habían seguido a sus maridos y padres a campaña, se ocupaban en levantar las tiendas y en cargar las acémilas.
Por doquiera se oían gritos, voces de mando, imprecaciones, lamentos de las mujeres, lloriqueos de chiquillos, mido de trompetas y relinchos de caballos.
Todos se apresuraban, porque sabían que el que se quedase rezagado corría grave riesgo de caer en manos del enemigo, ansioso de vengarse de las atrocidades cometidas en el territorio por las sanguinarias partidas de malayos.
Tung-Tao y sus amigos montaron a caballo y se dirigieron a la cabeza de la columna para pasar a ésta revista y para arreglar la marcha.
A la orden de los jefes comenzó el desfile; pero sin orden, porque aquella gente, reclutada en los campos y en los bosques, no tenía organización militar de ninguna clase.
Iban delante los mestizos —unos ciento—, los mejores combatientes con que contaban los jefes insurrectos, por ser los mejores instruidos, resistentes y valerosos, siendo quizá los únicos que combatían por verdadero patriotismo.
Todos iban a caballo, armados de buenos fusiles modernos, adquiridos de los contrabandistas japoneses; pero su artillería consistía en unas cuantas espingardas, sacadas quizá de los paraos malayos.
Seguían a los mestizos ciento cincuenta chinos, buenos soldados, pero indisciplinados e incapaces de resistir a las cargas de la caballería española, y además mal armados, pues sólo llevaban lanzas y fusiles viejos.
Tras ellos desfilaron los malayos, tagalos y mindaneses, en indescriptible confusión y pésimamente armados. Llevaban pocos fusiles, pero gran número de esos terribles sables de Borneo llamados parang-ilang, de hoja acanalada; catanas japonesas, semejantes a gigantescas navajas de afeitar; kriss de hoja en zig-zag y punta envenenada; esos pesados y largos sables japoneses llamados golok y esos venablos cortos de punta agudísima llamados lambing.
Cerraban la marcha las mujeres y chicártelos —unos tres o cuatrocientos—, escuálidos por los trabajos y las privaciones, empujando delante de ellos a las acémilas, cargadas con las provisiones y los bagajes, yendo en desorden grandísimo y a toda carrera para no perder el contacto con la columna, porque sabían que nadie les guardaba las espaldas y que los combatientes hacían poco Caso de ellos.
Hang-Tu, Tung-Tao, Romero y Than-Kiu, se reunieron al galope con los mestizos de la vanguardia, que habían ya salido del bosque e iban atravesando una ancha llanura cubierta de plantíos quemados y de fincas arruinadas.
Aunque tuvieran seguridad de no tropezar con enemigos en aquellos parajes tan próximos a Salitrán, destacaron los mestizos a derecha e izquierda de la columna grupos de jinetes para proteger sus flancos.
Era una precaución casi inútil, porque al fondo de la llanura se distinguían grandes humaredas sobre el bosque, que indicaban las posiciones de los campamentos insurrectos de Salitrán.
De cuando en cuando se oían también los toques de las cometas y los mugidos de los caracoles de guerra de las partidas chinas, extraños instrumentos que consisten en grandes conchas del género tritón.
Los tres jefes y la muchacha china se adelantaron a galope por la llanura, seguidos por una fuerte banda de mestizos, y pronto llegaron al bosque, donde se encontraron la primera partida de los insurrectos de Salitrán, que habían formado una especie de campo atrincherado para defender el pueblo por el lado del sur.
Muchos jefes mestizos, chinos, tagalos y malayos, sabedores de su llegada, les salieron al encuentro, haciéndoles cordialísima acogida, porque sabían cuánto contaba la insurrección con ellos.
A mediodía Romero y Hang-Tu, seguidos de una numerosa escolta, hacían la entrada en Salitrán en medio del entusiasmo de las muchas partidas que ocupaban las trincheras.