LA PRIMERA ESCARAMUZA
El malayo propietario de aquella casita de campo acogió admirablemente a los dos jefes insurrectos y Than-Kiu, que le presentó el joven chino, poniendo a su disposición su casa, sus animales, sus criados y hasta su bolsillo.
Era un viejo isleño de Mindanao que se había trasladado muy joven a Manila, y que había tomado parte en más de una insurrección.
Feroz enemigo de la dominación española, había abrazado la causa de los hombres de color ayudándoles con armas y dinero, ya que por su edad avanzada no podía tomar parte directa en el movimiento.
Aquel buen hombre aconsejó a sus huéspedes que se quedaran en su casa para refrescarse y descansar hasta la tarde para que, caminando de noche, pudieran evitar el encuentro con las tropas enemigas que se estaban concentrando hacia el Imus.
Hang-Tu y sus compañeros, que estaban cansadísimos, aceptaron la cortés invitación con tanta mayor razón cuanto que la valiente Than-Kiu parecía muy abatida por la falta de sueño, a pesar de su fuerza de ánimo.
Hicieron primero los honores al opíparo banquete que dispuso para ellos el viejo malayo, y después se recogieron a descansar mientras Sheu-Kin se entregaba a la tarea de escoger los caballos más rápidos y vigorosos con que poder atravesar las líneas españolas.
A las seis de la tarde, cuando caminaba ya el sol al ocaso, se pusieron en camino los tres insurrectos y la joven china, y descendieron hacia la Laguna evitando el paso por las Pinas, que sabían que estaban ocupadas por parte de las tropas del general Cornell.
Sheu-Kin, que se había ya, encontrado varias veces en Salitrán y en Cavite y que había recorrido la orilla occidental del lago, los guiaba a través del istmo. Hang-Tu iba detrás de él, y Than-Kiu y Romero uno a lado del otro, cerraban la marcha.
La china guardaba silencio, pero miraba de cuando en cuando a su compañero, que parecía preocupado y pensativo hasta olvidarse de guiar el caballo. Más de una vez tuvo Than-Kiu, que no le perdía de vista, que sujetarlo por la rienda para evitarle algún tropiezo, sin que Romero se diese cuenta de nada.
Aquella indiferencia de parte del mestizo parecía mortificar bastante a la joven. En sus ojos, llenos de una dulzura melancólica, brillaban de cuando en cuando gruesas lágrimas, sin que ningún suspiro ni gemido delatasen el dolor profundo que debía de experimentar en el fondo del alma. Su tristeza era muda y silenciosa. Un brusco movimiento del caballo al tropezar con una raíz sacó a Romero de su distracción. Al contemplar a Than-Kiu, que se había apeado para arreglarle las bridas, se sorprendió de la expresión dolorosa de su semblante.
—¿Qué te pasa, muchacha? —le dijo.
—Nada —respondió ella.
—Tú estás llorando.
—¿Qué le importa a mi señor que la Flor de las Perlas llore o ría? A él debe bastarle con que esté contenta la Perla de Manila.
—Cállate, Than-Kiu, ¿a qué viene ahora ese nombre?
—¿Acaso no pensaba en ella mi señor en este momento? —dijo con amargura la joven—. No era la insurrección lo que embargaba su pensamiento.
—¿Qué hay que tú no sepas, muchacha?
—Flor de las Perlas tiene la vista larga.
—Así es; y a Than-Kiu no le gusta que yo piense en Teresita —dijo Romero suspirando—. ¡Pobre muchacha! Tú también eres, como yo, víctima del Destino.
—¡Tu! —exclamó Than-Kiu—. ¿Acaso no te quiere la Perla de Manila? Mi amor es el que no florecerá ni lo iluminará nunca ningún rayo de sol. Lo matará la sangre de los blancos, como mata el viento helado de la Manchuria Los lirios del rio Amarillo.
—Es el Destino quien así lo dispone, pobre muchacha. Yo no puedo hacer que tu amor florezca.
—¡Sí! ¡Porque está entre nosotros la mujer blanca! —exclamó la joven en un arranque de furor salvaje—. Pero a veces se rompen las perlas, y puede tocar esa mala suerte a la Perla de Manila.
—No la amenaces, Than-Kiu —dijo Romero—. Tú tienes un corazón demasiado hermoso para odiar.
—Tú no sabes, mi señor, cuánto odio puede encerrarse en el corazón de las mujeres de mi tierra. Nos creen flores delicadas destinadas a vivir, crecer y desarrollarse tras los floridos biombos de nuestras vivienda; pero se engañan. ¡El alma vibra con fuerza en nuestro cuerpo!
—Pero tú no puedes sentir rencor hacia Teresita, que te ha salvado la vida, Than-Kiu.
—¿Y crees tú, mi señor, que me importa a mí algo la vida? ¡Cuándo destila sangre el corazón, cuando es la existencia un martirio, cuando se pierde la esperanza, cuando desaparecen las ilusiones, no se teme a la muerte! ¿Acaso viven las flores sin sol ni riego? ¿No se agostan las hierbas de los campos cuando ruge el tifón? ¡La muerte la he desafiado tantas veces, sin temblar, delante de Cavite, y la he llamado tantas otras antes de que volvieses de tu viaje a mi país! ¡Mi estrella se ha apagado para siempre, lo presiento! Resplandece brillante la de la mujer blanca. ¡Así tenía que suceder, porque el esplendor de las perlas blancas eclipsa el tinte amarillo de las de la Tierra del Sol!
—¡Antes de que volviese yo de mi viaje a tu tierra! —exclamó Romero, atónito—. Pero ¿quién eres tú, pues?
—¡Than-Kiu! —respondió la muchacha.
—Pero ¿de dónde vienes?
—De mi país.
—¿Quién te llevo a Manila?
—Hang-Tu.
—¿Cuándo?
—¡Qué te importa!
—Quiero saberlo. Hay un misterio en tu vida…
—Te engañas.
—Lo sabré por Hang-Tu.
—Y Hang-Tu te dirá que soy Than-Kiu.
—Pero ¿tú me conocías antes de mi regreso de tu país?
—Acaso.
—Y…
—Sí, yo te quiero; pero eso no puede interesarte. ¡Yo no soy la Perla de Manila!
—¡Rara muchacha! ¡Pero dime quién eres! —Ya te lo he dicho: soy Than-Kiu.
Después, haciendo que apretase el paso el caballo, se reunió con Hang-Tu, que discurría con su compatriota acerca de las posiciones que ocupaban los españoles en las cercanías de Dasmarinas.
Romero no trató de detenerla. Aquella conversación iba siendo embarazosa para él, por más que desease vivamente descubrir el misterio que rodeaba a aquella hija del Celeste Imperio. En el fondo de su alma compadecía a aquella valerosa muchacha que sólo en dos días tantas pruebas de afecto le había dado exponiéndose por él a la muerte.
—¡Ay! —murmuró suspirando—. Soy uno de esos desgraciados condenados por el Destino a eterna desdicha y que irradian perniciosa influencia en tomo suyo. ¡Seré fatal a cuantos me aman y se me aproximan, y quizás a la causa misma que defiendo! ¡Lo mejor sería que me matase una bala en las trincheras de Salitrán!
Entretanto, Sheu-Kin y Hang-Tu seguían bajando la colina y buscando el mejor camino por entre los barrancos y asperezas. Por fortuna, los vapores, que oscurecían el cielo se habían retirado hacia el mar empujados por el viento sur, y la luna brillaba esplendorosa sobre las aguas de la Laguna, que reflejaban sus argentinos rayos. Al fondo, cerca de la orilla, se veían aparecer y desaparecer luces, sin duda de cañoneras enemigas que registraban las ensenadas para sorprender a los puestos insurrectos que pudiera haber en ellas.
A la media noche galopaban nuestros viajeros por la llanura como a una milla de la ribera del lago. Se encaminaban hacia el suroeste, procurando evitar, yendo por la vertiente de acá del Imus, el encuentro con las tropas del general Cornell, que estaban escalonadas a corta distancia de este riachuelo.
Si los caballos podían sostener largo tiempo aquel paso estarían antes de mediodía en el campo insurrecto, cuyos puestos avanzados llegaban hasta cerca de Turasán.
A las cuatro de la madrugada tuvieron que hacer una parada en las márgenes de un cafetal para no apurar demasiado a los pobres animales y descansar un rato. Como el paraje estaba desierto, aprovecharon la ocasión para echar un sueño bajo la vigilancia del joven chino, previendo que no tendrían tiempo de descansar en las noches siguientes.
Al volver a emprender la marcha, se entraron por un valle situado entre las dos vertientes del istmo, no cesando de oír cañonazos por la parte del mar, que repercutían con eco pavoroso en las alturas.
Se combatía, sin duda, en Cavite. Quizás la flota española estaba atacando de nuevo ese punto tenazmente defendido por los insurrectos, con objeto de destruir sus reductos y trincheras para preparar el paso a las tropas de Polavieja cuando más adelante hubieran de emprender las operaciones.
Nada se oía por la parte del Imus. Por lo visto, el general Lachambre no se había decidido todavía a atacar a Salitrán.
—Llegaremos a tiempo —dijo Hang-Tu a Romero—. Con dos o tres días tenemos bastante para organizar una resistencia tenaz.
—Sí; porque los insurrectos han atrincherado los contornos del pueblo.
—Tenemos buenos jefes en Salitrán. Tengo completa confianza en Mario Duque, uno de los más ardientes enemigos de los españoles; en Castillo, que es un valiente, y en Garrido, que es un buen jefe de partida y, sobre todo, astuto.
—Esperemos, Hang.
A las diez vadearon el Imus, riachuelo que desagua en la bahía de Cavite, pero lejos del fuerte del Imus, que o debía de haber sido ocupada, o estaba muy expuesta a caer en manos de las tropas del general Lachambre.
Al lado de allá del Imus ya se veían trazas de la desesperada lucha entablada entre los blancos la gente de color. Plantíos de caña de azúcar quemados, cafetales devastados, casas arruinadas, y, de cuando en cuando, cadáveres de caballos ya descamados por las muchas bandadas de cuervos que volaban por los aires lanzando siniestros graznidos.
Probablemente, por aquellas cercanías había habido encuentros recientes o habían entrado partidas insurrectas a destruir las propiedades de los colonos españoles.
Mientras más avanzaban los expedicionarios, más iban notando esas señales de devastación. Aquella región, pocos meses antes populosa y floreciente, estaba convertida en un desierto. Los habitantes estaban muertos o fugitivos y dispersos; las propiedades, quemadas o saqueadas; los campos, asolados probablemente por muchos años.
No tardaron en ver ejemplos que demostraban la ferocidad con que por ambas partes se combatía y particularmente de la que animaba a la feroz y sanguinaria raza sulo malaya. Junto a una casa arruinada y medio quemada vieron nuestros expedicionarios a un viejo español clavado al tronco de un árbol con una de esas lanzas cortas llamadas cambig usadas por los ribereños de Borneo.
Probablemente era aquel desgraciado el dueño de la finca y no tendría otro delito que ser de piel blanca en vez de rosada, aceitunada o amarilla. Más allá, junto a otra casa también arruinada, tropezaron con otro cadáver, el de un español joven y robusto, colgado por los pies de la rama de un árbol y con el cuerpo erizado de dardos. Faltábale la cabeza, que debió de llevarse alguno de esos salvajes coleccionadores de cráneos, tan abundantes todavía en el interior de Mindanao, a pesar de estar la isla bajo el dominio de España.
Como una milla adelante debieron los blancos de vengar se en alguna partida de feroces bandoleros, porque en medio de un camino y ya medio comidos por los cuervos veían los cadáveres de diez o doce insurrectos entre tagalos y malayos, todos alineados, como fusilados que habrían sido probablemente por algún pelotón de cazadores.
Los viajeros, para evitar una sorpresa, pues ignoraban los últimos movimientos de las tropas españolas, marchaban con prudencia, no acercándose mucho a los cañaverales y arbolados en que pudieran esconderse los exploradores y puestos avanzados enemigos.
Según los cálculos del joven chino, no debían de encontrarse lejos del campamento insurrecto, pues hacia ya buen rato que habían atravesado el Imus. De un momento a otro podían tropezar con alguna partida que operase al sur de Salitrán.
El país, que aunque llano iba siendo cada vez más selvático, les impedía descubrir la tierra a larga distancia. Comprendían por instinto, sin embargo, que se hallaban a muy corta distancia del lugar en que se habían reñido las primeras escaramuzas y estaban muy sobre sí.
De pronto Sheu-Kin, que abría la marcha, indicó una humareda que salía de un bosque que se extendía gran trecho liada el noroeste.
—Allí hay un campamento —dijo.
—¿De españoles o de insurrectos? —preguntó Hang-Tu—. No debemos aventuramos a penetrar en el bosque, no sea que vayamos a dar en medio de cualquier regimiento de cazadores.
—Debe de ser cosa nuestra —dijo Than-Kiu—. Si no me engaño, el jefe de partida Tung-Tao debía estar con sus tagalos hacia el sur de Salitrán.
—Iremos despacio y fusil en mano.
—¡Al galope, Hang! —gruñó Romero, que iba diez pasa detrás—. ¡Tenemos a los españoles a la espalda!
—¡Muerte de Fo!
Seis jinetes aparecieron de pronto en el borde de un platanal, como a cuatrocientos o quinientos pasos de distancia de ellos.
Probablemente aquellos soldados se habían ocultado de tras de las gigantescas hojas de los plátanos para espiar lo movimientos de los insurrectos acampados en el bosque y al divisar a nuestros cuatro expedicionarios habían montado a caballo y trataban de alcanzarlos antes de que pudieran refugiarse en la arboleda.
—¡Pasa adelante, Than-Kiu! —gritó Hang—. Déjanos a Romero y a mí encargamos de rechazar a esos enemigos.
—¡No! —respondió la joven—. ¡Sé pelear lo mismo que vosotros!
—No llevas fusil.
—Pero llevo revólver, y tengo bastante.
—¡Al galope! —gritó Hang—. ¡Ganemos el bosque!
Lanzáronse a la carrera; pero los caballos no podían sostenerse mucho tiempo en esa marcha violentísima, porque estaban cansados, mientras que los de los españoles estaban frescos. El bosque no distaba mucho, sin embargo, y los insurrectos hubieran podido, si llegaban a tiempo, organizar encarnizada resistencia al amparo de los árboles.
Hang-Tu y Romero iban detrás de Than-Kiu para defenderla, y Sheu-Kin, que llevaba el mejor caballo, apretaba la marcha para llegar primero que todos al bosque y tomar posiciones.
Los seis jinetes enemigos espoleaban furiosamente los caballos andaluces en que iban montados, y daban a nuestros pasajeros voces para qué se detuvieran, o de no hacerlo, los amenazaban con tirar sobre ellos; pero ni Hang ni Romero se tomaban el trabajo de contestarles.
Uno de los perseguidores, el que iba a la cabeza, les disparó la carabina como a trescientos pasos; pero no les dio, a causa del movimiento del caballo y de la distancia.
Hang-Tu entonces, sin detener la marcha, se volvió e hizo fuego, derribando al caballo y al jinete; pero no debió de ser este último quien recibiera el balazo, porque se levantó rápidamente y volvió a disparar. La bala pasó silbando en los oídos de los fugitivos.
—¡A ti te toca. Romero! —le dijo Hang preparándose a cargar nuevamente su arma.
El mestizo había ya preparado la carabina sin detener la carrera del caballo. Disparó sobre el grupo y derribó a otro de los caballos, que después de detenerse bruscamente cayó al suelo pesadamente, dejando a pie al que lo montaba.
—¡Estamos matando caballos en vez de hombres! —gritó Hang desesperado.
—¿Qué importa? —contestó Romero—. Los que se quedan a pie no pueden seguimos.
—Pero tiremos mejor en adelante, ¿lo oyes?
—Sí; y…
Romero no pudo acabar. Acertó una bala al caballo que montaba, junto a la última vértebra, rompiéndole el espinazo.
El pobre animal cayó como herido por un rayo, arrastrando en su caída a Romero, que para colmo de desdicha quedó con una pierna sujeta debajo de su cabalgadura.
Al oír el grito que Romero lanzó al caer, Than-Kiu paró en seco, tan violentamente, que estuvo a punto de salir despedida de la silla. Volvióse hacia donde Romero yacía, y sin preocuparse por el peligro saltó a tierra y se precipitó sobre él.
Hang-Tu también se detuvo; pero en lugar de acudir en ayuda de su compañero desnudó la catana, parecía prepararse a cargar furiosamente contra el grupo enemigo que se les venía encima.
—¿Estás herido, mi señor? —preguntó Than-Kiu con voz trémula.
—¡No; pero huye! —le respondió Romero, que había vuelto a cargar precipitadamente la carabina—. ¡Huye, que están ya encima!
—Than-Kiu no tiene miedo y te defenderá —respondió fieramente la muchacha.
Dejóse caer detrás del caballo del mestizo poniéndose al lado de éste, y sacó resueltamente el revólver apuntándolo contra los enemigos.
—¡Pero huye, ponte en salvo! —le repitió Romero—. ¿Pretendes que te maten?
—¡Moriré a tu lado!
—¡Qué vienen!
—¡Los espero!
Los cuatro españoles se acercaban al galope. Habían dejado las carabinas y desenvainado los sables. Unos instantes más y caerían sobre los tres valientes, que los esperaban impávidos. La linda cabeza de la Flor de las Perlas corría peligro de recibir el golpe de una de aquellas armas terribles.
Hang-Tu, firme como una roca, con las piernas ceñidas a los costados del caballo, con la mirada sombría, con la espada catana en alto y con la carabina sobre el arzón de la silla, se había puesto delante de sus compañeros para resistir la primera embestida.
Ya no distaban más de cien pasos los perseguidores, cuando sonaron repentinamente en el bosque diez o doce tiros seguidos de aullidos feroces.
Los españoles volvieron bruscamente grupas y huyeron hacia el platanal, seguidos por los dos que habían quedado desmontados.
Una banda de hombres, en su mayor parte malayos y tagalos, armados de fusiles algunos de ellos, pero los más con lanzas y sables de Borneo, salían del bosque lanzando gritos salvajes. A la cabeza de ellos iba Sheu-Kin.
—¡Los insurrectos! —dijo Hang respirando—. ¡Llegan con oportunidad para salvamos la piel!
Descabalgó rápidamente y con un esfuerzo vigoroso libertó a Romero del peso del caballo, que le impedía todo movimiento.
—¿Estás herido? —le preguntó.
—No —respondió éste.
Y levantándose del suelo y acercándose a Than-Kiu, le puso la mano en el hombro diciéndole:
—¡Gracias, valiente muchacha!
No respondió la Flor de las Perlas; pero su rostro se cubrió de un rubor vivo, y un rayo de alegría iluminó sus hermosos ojos.