CAPÍTULO X

POR TIERRA INSURRECTA

Los dos insurrectos y Than-Kiu apretaron el paso para no ser sorprendidos antes del día por las patrullas de tropa que sin duda se habían concentrado en los alrededores de la capital.

Guiábalos la muchacha china, muy enterada de las posiciones ocupadas por las tropas del general Polavieja, que operaban contra Cavite, y por las de los generales Lachambre y Cornell, que se proponían apoderarse de Salitrán y de la ribera del Imus.

En lugar de tomar por el camino de la costa que va por las Pinas, se dirigieron hacia el sureste, acercándose a las montañas que bordean la vasta Laguna de la Bahía, donde nace el río Passig.

Hang-Tu, que tenía plena confianza en la sagacidad de a muchacha, y Romero, ambos silenciosos y preocupados por los sucesos de aquel día, la seguían sin preguntarle adonde los llevaba.

Hacía una noche oscurosísima que favorecía su fuga, una neblina que empujaba el viento desde el golfo de Manila hacia las montañas de la Laguna cubría el cielo, ocultando por completo la luz de la luna y de las estrellas.

Ni un alma se encontraron en los vastos campos cultivados que iban atravesando; sólo de cuando en cuando oían a lo lejos los ladridos de los perros de las cabañas de los pobres labradores tagalos y chinos.

Volaban en derredor de ellos muchas aves nocturnas y esos grandes murciélagos tan comunes en las islas malayas y en el archipiélago filipino, que tienen el cuerpo de cuarenta centímetros de largo y un metro de punta a punta de las alas.

Than-Kiu marchaba con paso rápido. Aquel cuerpecito al parecer tan delicado, debía de poseer resistencia extraordinaria. Hubiérase creído que bajo su piel diáfana se ocultaban músculos de acero.

Condújolos a través de campos de caña de azúcar y de índigo, sin detenerse un solo instante, siguiendo luego por la orilla de una selva de palmas y de helechos arborescentes cuando de pronto acortó el paso.

Temíase, sin duda, alguna sorpresa desagradable o sospechaba la existencia de algún peligro, porque se detenía con frecuencia para explorar con la mirada el camino.

—¿Qué temes? —le preguntó Hang-Tu acercándosele—. Todavía no sé por dónde nos llevas.

—No me lo habéis preguntado —contestó Than-Kiu.

—Es que tú sabes el camino mejor que yo; pero me parece que no vamos hacía las Pinas.

—Es que allí están las tropas del coronel Arizón.

—Pero me han dicho que los nuestros están sobre el Imus.

—Si; vigilados por las compañías primera y segunda de los cazadores del general Zabala. —Podríamos pasar entre ellas.

—Iríamos a dar en las brigadas del general Cornell.

—Sabes más que los mismos generales —dijo Hang-Tu sonriéndose—. ¡Cuánta inteligencia en esa cabecita!

Romero había permanecido callado; pero contemplaba con admiración a la joven china. Le parecía mentira que supiese tanto aquella niña y que estuviera tan enterada de los movimientos y posiciones de las tropas españolas.

—¿Adonde quieres llevamos, Than-Kiu? —preguntó Hang.

—Hacia la Laguna. Allí no hay tropas.

—¿Y llegaremos a tiempo para organizar la defensa de Salitrán?

—Los caballos de la isla corren como el viento, el ataque contra Salitrán no será tan pronto.

—¿Pera dónde vamos a encontrar caballos?

—Yo sé dónde, y quizás encontremos a Pram-Li. Venid.

—Una pregunta más: ¿temes que haya españoles en este bosque?

—Todo pudiera ser. Sabiendo que hay espías insurrectos quizás hayan preparado alguna emboscada.

—Es una advertencia preciosa —dijo Hang desenvainando la catana y empuñando el revólver—. Ponte detrás de nosotros, Than-Kiu.

Than-Kiu no se deja sorprender —contestó la joven— ni teme tampoco a la muerte.

Prosiguió el camino, pero siempre con precaución y revólver en mano, porque no sólo había que temer a los españoles que pudiera haber en el bosque, sino también a las serpientes, abundantísimas en las provincias meridionales de Luzón, no faltando tampoco otros reptiles venenosos cuya mordedura produce una muerte instantánea, habiendo otros de enorme tamaño que no baja a veces de treinta pies.

No parecía que en aquella selva hubiese tan peligrosos huéspedes porque no se oía ningún silbido de los que indican su presencia. Solían verse, en cambio, saltando sobre la hierba, a manera de ranas, ciertos animalitos de quince o veinte centímetros con grandes ojos redondos que brillaban como luciérnagas.

Eran tarsos espectros, los seres más extraños que puede imaginarse, y una de las más curiosas singularidades del archipiélago filipino. Son animales nocturnos que viven escondidos en los bosques. Tienen la cabeza parecida a la de las ranas, pero con el hocico de forma puntiaguda, boca grandísima, ojos amarillos, redondos, grandes y fosforescentes; orejas como dos cucharas de mango muy corto, las patas de delante muy cortas y terminadas en dedos huesudos y nudosos, y las de atrás tres veces más largas y desprovistas de pelo hasta la mitad de su longitud. Su pelo es finísimo, algo lanoso, pardo amarillento, menos en la cabeza, que es blanca.

Tienen los isleños a esos animales por espíritus malignos, huyen de ellas; pero Than-Kiu no hacía caso de tales supersticiones y ponía toda su atención en la arboleda, temiendo la proximidad del enemigo.

Habría ya andado como media milla, avanzando muy lentamente seguida de cerca por Hang-Tu y Romero, que había empuñado también el revólver, cuando se detuvo de pronto.

Un objeto indefinible le había pasado por delante, produciendo un silbido agudo.

—¿Qué significa ese silbido? —preguntó Romero.

—Como ese los he oído yo alguna vez en mi tierra —dijo Hang-Tu—. Es una señal.

—Sí —dijo Than-Kiu—. Me ha pasado por delante una flecha de guerra.

Indicó a sus compañeros que no se movieran, y se adelantó ella hacia un bosquecillo de gambir, volviendo al poco rato con un objeto en la mano, que les enseñó. Era una flecha como de un metro de larga, pero que llevaba en la punta un pito en vez de hierro.

—Debe de haberla disparado un chino —dijo Hang-Tu—. Nuestros soldados se valen de flechas de esa clase como señales nocturnas.

Than-Kiu, comprendiendo que les amenazaba algún peligro, retrocedió apresuradamente hacia un palmar, cuyos troncos sostenían festones de pimienta silvestre.

Hang-Tu y Romero se le pusieron a los lados para protegerla en caso de que los atacaran los españoles.

Pasados algunos minutos sintieron en la copa de un frondoso pombo, árbol enorme que produce naranjas tamañas como la cabeza de un niño, y que distaba como cincuenta pasos de ellas, un ruido de hojarasca como el que se hace cuando se pasa a través dé la maleza.

Hang-Tu y Romero, que habían levantado la vista, vieron pronto a un hombre que bajaba por un árbol agarrándose a los bejucos que envolvían su enorme tronco.

Parecía ser de agilidad extraordinaria. Detúvose al llegar al suelo y se dirigió en seguida, arrastrándose, hada el palmar en que estaban ocultos los fugitivos.

—¿Será un espía de los españoles? —dijo Hang-Tu disponiéndose a disparar su revólver.

—No —le dijo Than-Kiu bajándole el brazo—. Es de los nuestros.

—Tú sabes muchas cosas que yo ignoro —le contestó el chino.

—Sé dónde están los puestos de los insurrectos encargados de vigilar los movimientos de las tropas españolas.

—Ya lo veo, Than-Kiu.

El hombre, después de adelantarse un poco, se detuvo y se escondió detrás del tronco de una arenga sacharifera.

—¿Eres tú, Sheu-Kin? —preguntó la muchacha en voz baja adelantándose un paso.

Avanzó rápidamente el interpelado hada las plantas sarmentosas dé pimienta silvestre, diciendo:

—Me había figurado que erais insurrectos, y lancé una flecha de aviso para deteneros. Habéis hecho bien, porque los españoles sorprendieron ayer noche el puerto de observación. Me alegro de volver a verte, Than-Kiu.

Sheu-Kin era, como lo indicaba su nombre, un chino como de diez y ocho años, pero de apariencia vigorosa. Tenía aún en la mano el arco con que había disparado la flecha del aviso; pero llevaba a la cintura un revólver y un largo cuchillo.

—Eres un fiel y valeroso mozo —le dijo Than-Kiu—. Sabía que no me engañaba al encomendarte la vigilancia de este bosque. ¿Se han marchado los españoles?

—No, Than-Kiu. Hay como dos docenas de hombres acampados alrededor del puesto.

—La cosa es seria. Había venido aquí en busca de armas y de caballos para mí y para mis compañeros.

Los tendréis —contestó el joven chino—. Mi perro me avisó de la presencia del enemigo antes de que entrase en el bosque y pude huir llevándome los caballos de los correos llegados ayer de la ribera del Imus.

—¿De la ribera del Imus? ¿Qué noticias traían? —preguntó Hang-Tu.

—Habla —dijo Than-Kiu al muchacho viendo que éste titubeaba después de haber mirado recelosamente a Hang-Tu a Romero—. Mis compañeros son dos jefes insurrectos.

—Malas noticias —respondió Sheu-Kin—. El general Lachambre se disponía a atacar las posiciones insurrectas del camino del Imus.

—¿Para dirigirse a Salitrán? —preguntó Romero.

—Sí —respondió el chino.

—Entonces tenemos que damos prisa, Hang-Tu.

—Lo veo —dijo el jefe de las sociedades secretas—. Si cae Salitrán no podrán resistir mucho tiempo Cavite ni Novaleta contra el ataque combinado de las fuerzas de mar y tierra.

—Guíanos, Sheu-Kin —dijo Than-Kiu—; tenemos mucha prisa.

El joven chino se levantó y echó a andar ocultándose entre los macizos de sontar, de helechos arbóreos, de betel, de areca, de sagú y de plátanos, cuyas grandes hojas producían sombras tan profundas que no se veía a tres pasos de distancia.

Than-Kiu, Hang y Romero tenían que ir muy cerca del chino, sin perderle un momento de vista, para evitar los troneos de las plantas y los enormes bejucos que se cruzaban y entrelazaban en todas direcciones.

Sheu-Kin parecía poseer la vista de los animales nocturnos, porque marchaba muy de prisa y sin vacilaciones, evitando todos los obstáculos del camino.

Después de diez minutos de marcha, advirtió a sus acompañantes que llegaban a una bajada del terreno. Les pareció a Hang-Tu y a Romero que descendían a un oscuro valle, o mejor a una garganta cuyos flancos estaban cubiertos de plantas de hojas gigantescas que se cruzaban sobre sus cabezas y que no dejaban apenas ver el cielo.

—¿Por dónde vamos? —preguntó Hang.

Sheu-Kin lo sabe —contestó Than-Kiu, que iba inmediatamente detrás del joven chino.

Pronto comenzó a ensancharse aquella garganta, viéndose alguna más claridad. Las plantas estaban más separadas; pero los flancos del desfiladero seguían siendo altísimos y se veían en su cima corpulentos y frondosos árboles.

Sheu-Kin se detuvo ante una caverna que parecía internarse en el flanco de la garganta.

—Esperadme —dijo.

Entró en la cueva y volvió a poco con tres caballos ensillados y embridados, que llevaban sendos fusiles pendientes de los arzones.

—Son vuestros —les dijo—. Los correos se procurarán otros en Manila. Se les ha advertido ya de la sorpresa del puesto por los españoles.

—¿Es necesaria tu presencia en este bosque? —le preguntó Than-Kiu.

—Esperaba a la madrugada para huir a Salitrán. Creo que de aquí en adelante no volverá por aquí ningún insurrecto en busca de caballos ni de armas.

—Pues ven con nosotros.

—Es que no tenemos sino tres caballos —dijo Hang.

Sheu-Kin irá a la grupa del mío —respondió la muchacha.

Montaron y se pusieron en camino. El joven chino, que iba a la grupa de Than-Kiu, dispuso que se internaran en el desfiladero para volver a ganar el bosque y dirigirse por dentro de él hacia la Laguna, evitando los destacamentos españoles que pululaban en torno de la capital.

Comenzaba a despejarse el terreno; pero era bastante áspero, cortado por grietas, pedruscos caídos quizás de las alturas y viejos troncos de árboles. Los caballos, que eran vigorosos y de buena casta, sorteaban aquellos obstáculos y parecían impacientes por salir a lo llano para emprender la carrera.

El chino aconsejaba a sus acompañantes que fueran con tiento, por no estar seguro de que no estuviera tomada por los españoles la entrada de aquella angostura. Podían también quizás haber advertido la presencia de aquellos viajeros nocturnos y tenderles una emboscada.

Hacía las cuatro de la madrugada, comenzando a clarear, llegaban los fugitivos al extremo de la garganta. Ante ellos se extendía la selva tenebrosa.

—Vayamos despacio —dijo Sheu-Kin.

En aquel instante sé oyó un ¡quién vive!

—¡España y Luzón! —gritó el chino.

Y volviéndose hacia Hang-Tu y Romero, les dijo:

—Hay que dar una carga si queremos salir de esta ratonera.

El jefe de los hombres amarillos y el mestizo se pusieron delante de Than-Kiu y lanzaron los caballos a la carrera, preparando los fusiles.

Veíanse algunas sombras moverse en el lindero del bosque, pareciendo que trataban de cortarles el paso.

—¡Fuego! —exclamó Hang-Tu.

Sonaron tres estampidos y después pasaron los tres caballos con la rapidez del huracán entre unos cuantos soldados, que se echaron precipitadamente a los dos lados para no ser atropellados.

Advertidos del engaño hicieron una descarga sobre los fugitivos.

El caballo de Than-Kiu, que era él último, hizo un movimiento brusco y lanzó un gemido de dolor, pero siguió corriendo. La muchacha se sostuvo en la silla, pero notó que el pobre animal estaba herido.

—¡Sheu-Kin! —exclamó.

—Déjalo que siga corriendo mientras pueda —le dijo el chino, que se sostenía agarrado a la silla.

Romero había oído el grito de la joven.

Refrenó su cabalgadura, obligándola a moderar la velocidad de su carrera para dejarse alcanzar por Than-Kiu. Al pasar ésta por su lado, la sacó con sus robustos brazos de la silla en que iba y la trasladó a la suya.

No pudo ser más oportuno, porque pocos momentos después, el caballo montado por Sheu-Kin se desplomaba, yendo a dar de cabeza contra el tronco de un árbol. Salió el jinete volteado por el aire; pero tuvo la suerte de ir a caer en un matorral, cuyas ramas evitaron que se rompiese los huesos.

—¡Muerte de Fo! ¿Quién se ha caído? —gritó Hang-Tu deteniendo el caballo.

El joven chino, en lugar de responder, se levantó con agilidad, que demostraba que ningún daño se había hecho, y de un salto se puso a la grupa del jefe de los amarillos.

—¡Adelante! —gritó apretando las rodillas para mejor sostenerse.

Sonaron más tiros hacia la salida del desfiladero, que si no podían hacerles nada por estar ya muy lejos, podía atraer la atención de los otros soldados apostados en el bosque.

Los dos caballos, a pesar de la doble carga que llevaban encima, sostenían un galope rapidísimo, evitando con suma destreza cuantos obstáculos encontraban por delante.

Hang-Tu y Sheu-Kin iban a la cabeza, y Romero los seguía, sosteniendo en sus brazos a la joven china, que se había rendido completamente en ellos.

Media hora duró aquella carrera desenfrenada. Después los caballos comenzaron a aflojar un poco. Aclarábase la espesura y se iba despejando el terreno. La selvática llanura se iba convirtiendo en colinas, más allá en montañas.

Apuntaba el día y su calor sofocante de la noche sucedía una fresca brisa cargada de los aromas de las flores. Los pájaros en la arboleda modulaban ya sus primeros trinos; a los primeros rayos del sol extendían las parleras urracas sus brillantes alas de azul intenso; las palomas coronadas de plumajes centelleantes de azul y oro se disponían a remontar el vuelo, y los calaos de enorme pico lanzaban su grito estridente, semejante al chirrido de una rueda herrumbrosa. Los monos, tan abundantes en los bosques de Luzón, se preparaban a salir de sus nocturnas guaridas y se veía moverse en las ramas de los árboles a los ridículos cuadrumanos de cuerpo esbelto, luenga cola, nariz rosada, pelaje espeso, de tinte parduzco y altos como de metro y medio, conocidos por el nombre de Bucantán; como tampoco faltaban los macacos llamados Monjet, de pelaje verde oscuro y cola aplastada, que se divierten sacudiendo unos contra otros los bambúes en los cañaverales.

Hang-Tu, al ver que el terreno iba despejándose cada vez más y que los caballos se cansaban por el excesivo peso que llevaban encima, se detuvo diciendo a Sheu-Kin:

—¿Por dónde vamos? Estos animales no podrían llevarnos hasta Salitrán si tenemos que alargar el camino.

—En la cumbre de esas montañas encontraremos una finca donde podremos mudar caballos —le contestó Sheu-Kin.

—¿Conoces al dueño?

—Es un malayo.

—Entonces podemos estar tranquilos.

Después de un breve descanso emprendieron de nuevo la caminata; pero Romero y Hang habían echado pie a tierra para fatigar menos a los caballos, y marchaban juntos con los fusiles debajo del brazo.

Aunque la espesura se iba aclarando, continuaba la selva. Alzábanse acá y allá bosques de higueras; plantas que crecen grandes y frondosísimas en aquellas islas, mientras todas las otras, de procedencia europea, se ven desmedradas y mezquinas y producen frutas raquíticas y adulteradas, macizos de árboles gomíferos, tamarindos robustos y frondosos, helechos colosales, nipas de hermosísimas hojas y tallos filamentosos llamados del nitro, plantas textiles que dan fibras con las cuales, mezcladas con las de la seda, se hacen tejidos de maravillosa finura, muy apreciados en los mercados chinos y japoneses.

A medida que avanzaban se iba dilatando el horizonte.

A través de los claros de la selva podían distinguir los viajeros la vasta bahía de Manila, surcada de barcos de vela y de cañoneros que arrojaban al aire el humo de sus chimeneas; más al norte el bosque de campanarios de la ciudad y detrás de ella los populosos arrabales del Passig.

Llegados a la cumbre de las alturas, que estaba cubierta de vegetación, pudieron descubrir la vastísima Laguna, separada de la bahía de Manila por un istmo de poco más de siete millas de ancho, con la isla de Talim que ocupa su centro y los islotes que se agrupan en la boca por donde e] río sale de la Laguna.

Hang-Tu, que se había encaramado, junto con Romero, en lo alto de una peña, contemplaba con ansiedad el mar, siguiendo con la vista la curva marcadísima que forma la bahía de Manila por el lado del mediodía.

—He ahí el baluarte de la insurrección —dijo emocionado—. ¿Lo ves Romero?

El mestizo dirigió la vista hacia un grueso grupo de casas que blanqueaba en la extremidad de una larga lengua de tierra, delante del cual se veían muchos puntos negros coronados de una niebla oscura.

—Cavite —dijo—. Lo veo.

En aquel momento resonó en lontananza un sordo estampido, al cual siguieron otros dos, que repitió el eco de las montañas.

—Se está combatiendo en Cavite —dijo Sheu-Kin que se había reunido a ellos.

—Sí; la está bombardeando la flota —contestó Hang-Tu, preocupado.

—Mientras esté Salitrán en poder de los nuestros no hay cuidado —dijo Romero—. Los cañoneros españoles no podrán desalojar de Cavite a nuestros hermanos.

—Pero y si Salitrán no resiste, ¿quién impedirá al general Polavieja atacar a los nuestros por la espalda, dirigiéndose contra ellos por la parte de tierra?

—Allí está también Noveleta.

—Pero la tomarán pronto. Romero. No podría resistir a los repetidos ataques de las numerosas tropas españolas.

—Pero nosotros iremos a levantar las provincias septentrionales. Luzón es grande, y no hay quien pueda desalojamos de las montañas del centro.

—Eso se verá —dijo Hang-Tu con un movimiento de cabeza.

Dejaron aquella especie de observatorio, y rodeando una altura bajaron a un estrecho valle cubierto de plantíos de jengibre y de caña de azúcar, tras de los cuales había tina casa de hermosa apariencia, rodeada de una estacada, dentro de la cual pacían muchos caballos y bueyes.