EL ODIO DE HANG-TU
De pie en la última grada, con la frente ceñuda, centelleantes los ojos, el negro pelo suelto sobre la espalda, la joven española tenía cara de no dejarse imponer ni intimidar.
Encontróse enfrente de un joven oficial de cazadores que llevaba el sable desenvainado en la mano derecha y un revólver en la izquierda, y le dijo fríamente, dejando caer sobre su rostro la luz de la lámpara qué llevaba en la mano:
—¿Qué hay?
El teniente, que seguramente no esperaba encontrarse con aquella jovencita ni semejante acogida, se quedó parado sin acertar por lo pronto a responder.
—¡Vamos, hablad! —dijo Teresita impaciente.
—Pero… señorita —balbuceó—; buscamos a los insurrectos.
—¡Insurrectos! —exclamó ella con estupor—. ¿Os estáis burlando de mí señor?
—¡No, por Dios, señorita! Se les ha visto entrar en este jardín.
—Pues buscadlos en el jardín.
—No los hemos encontrado ni en la casa ni en el jardín, señorita.
—¿Y pensáis que pueden encontrarse qui dentro?
—Pero… no sé…
—Señor teniente, ¿sabéis quién vive aquí?
—El comandante Alcázar.
—Pues yo soy la hija del mayor Alcázar —dijo ella con altivez.
El teniente, desconcertado y sorprendido, dio dos pasos atrás.
—Si queréis entrar en el quiosco a ver si la hija del mayor Alcázar tiene insurrectos escondidos, hacedlo —prosiguió diciendo la jovencita con ironía—. Pasad adelante, señor teniente…
—Perdón, señorita. Si hubiese sabido que estaba aquí la hija del mayor, no me habría atrevido a molestarla.
—Habéis cumplido con vuestro deber, y nada tengo que perdonaros —dijo Teresita con voz más dulce—. Yo creo que os han engañado al deciros que habían entrado insurrectos en el jardín, porque ni mis criados ni yo hemos visto a nadie. Hemos oído tiros, es cierto; pero ha sido al otro lado de la tapia.
—Sin embargo, señorita, se ha visto detenerse junto a la tapia a varios sujetos montados en veloces caballos.
—Pero pueden haber seguido huyendo…
—Así habrá sucedido sin duda —respondió el teniente—. Mis cazadores han registrado todo el jardín y no han visto a nadie. Es una verdadera desgracia, señorita, que se hayan escapado; porque se sabe que dos de ellos eran sujetos muy peligrosos, cabecillas de los principales de la insurrección.
Teresita sintió correr un escalofrío por su cuerpo; pero disimulando su enojo, dijo:
—¿Y quiénes eran?
—El mestizo Romero Ruiz y el chino Hang-Tu. Han sido los que han estado defendiendo encarnizadamente la barricada de la calle de la Asunción.
—Quizás estén a estas horas camino de Bulacán.
—O de Cavite, señorita. Perdonad la molestia.
—Buenas noches, señor, y buena suerte.
Inclinóse galantemente el teniente, volvió el sable a la vaina y se dirigió hacia la casa, seguido de diez o doce cazadores que habían registrado en vano los alrededores del quiosco.
Teresita esperó a que desaparecieran; en seguida volvió a cerrar la puerta, y, mientras Manolita reanimaba la luz de la lámpara, descordó la cortina que ocultaba a Romero, diciéndole con voz gozosa:
—Estás en salvo, valiente mío.
—Gracias Teresita —dijo hondamente conmovido el mestizo—. Te debo la vida.
—Ya ves que no me ha costado mucho —dijo la joven riendo y llorando a un mismo tiempo—. ¡Ah! ¡Si pudiese yo disponer de ti!
—¿Qué liarías, Teresita?
—No te dejaría ir al campo insurrecto.
—Sería imposible, niña mía. Se diría que Romero era un cobarde.
—Pero tus compañeros quizás no aman.
—A las muchachas blancas como tú, no.
—¡Romero!
—No maldeciré al Destino que te ha puesto ante mis pasos; y luego…
Interrumpióse para añadir con tristeza:
—Ha llegado el momento de separarnos.
—¿Te vas? —preguntó la joven vivamente emocionada—. ¿Vas a irte en este momento exponiéndote a caer en una emboscada? ¿Pretendes que te maten ante mis ojos?
—La oscuridad me protegerá. Mañana sería tarde.
—¿Y adonde vas?
—A Salitrán o a Cavite.
—¡Vas a la muerte! Romero.
—No —dijo Hang-Tu, que había salido de su escondite y se les había acercado—. No morirá, porque Hang-Tu velará por él.
Después, clavando en la jovencita una extraña mirada, añadió sonriendo amargamente:
—Te odiaba, Perla de Manila, como odiaba a tu padre, que me ha condenado a muerte y que me habría fusilado si no me hubieran salvado mis amigos. Todo lo perdono; tienes la palabra de Hang-Tu. Algún día quizás comprenderás cuántas gotas de sangre le cuesta ese perdón al corazón de Hang-Tu y cuántas lágrimas a los hermosos ojos de una mujer.
Asió bruscamente de un brazo a Than-Kiu, separándola del gran jarrón japonés a que estaba arrimada, y antes de que Teresita, atónita ante aquel misterioso lenguaje, abriese los labios para pedirle una explicación, se dirigió hacia la puerta, diciendo:
—Salgamos si queremos ver el día de mañana.
Había abierto la puerta y se disponía a bajar al jardín, cuando se detuvo repentinamente y volvió a entrar en el quiosco llevando la mano a la empuñadura de la catana.
Un hombre, un oficial, con el sable desenvainado en la siniestra, se hallaba de pie en el último escalón.
—¡Él!… —exclamó el chino con indefinible acento de odio.
Entró rápidamente el oficial cerrando tras si la puerta.
Era un hombre como de cuarenta años, de alta estatura, moreno, de bigotes negros, algo canoso y de facciones enérgicas.
La mirada centelleante de sus ojos, negros como los de la Perla de Manila, se clavó amenazadora, primero en el mestizo y después en la joven española.
—¡Vos aquí! —dijo con voz iracunda.
Teresita lanzó un grito de terror y cayó de rodillas, exclamando:
—¡Mi padre!
El mayor Alcázar, pues él era, dio dos pasos hacia Romero apuntándole al pecho con el revólver y diciendo:
—¡Vais a morir, señor Ruiz!
El mestizo no pestañeó siquiera. Con los brazos cruzados dijo al comandante:
—¡Disparad! ¡No me defiendo!
Pero Teresita, dominado el terror del primer instante, se levantó de pronto, interponiéndose entre ellos, y dijo a su padre con voz casi amenazadora:
—¡Tú no le matarás, padre mío!
Than-Kiu no gritó; pero sacó un revólver que llevaba oculto en la faja, y apuntándolo contra el mayor se adelantó dos pasos.
Hang-Tu, al ver el ademán de la joven china y la mirad amenazadora de sus ojos, le detuvo el brazo, diciéndole e; voz baja:
—No, Than-Kiu.
El mayor Alcázar que parecía ciego de cólera, trató de separar a su hija; pero ella se resistió, repitiendo con energía:
—¡Tú no le matarás, padre mío!
—¿Y eres tú quien impide matar a ese rebelde? —preguntó el español.
—Sí, porque tú no puedes matar al salvador de tu hija.
—¿Salvador de mi hija?
—¡Sí! me salvó de los parangs de los moros, padre mío.
El mayor bajó el brazo. Apagóse el rayo de ira que fulguraban sus ojos. Dejóse ver un movimiento de emoción en su cetrino y fiero semblante.
—¿Fue él quien te salvó? —preguntó con voz tranquila.
—Sí, padre; y sin él no tendrías ya a tu Teresita.
—¿Y era él quien peleaba esta tarde en la calle de la Asunción?
—Sí, mayor —dijo Romero.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí. Romero Ruiz? Quiero saberlo. Hubierais hecho mejor en permanecer lejos d Manila.
—No temo a la muerte, mayor Alcázar.
—¿Y si os hiciera prender?
—Hacedlo —contestó fríamente Romero.
—¡No lo harás, padre mío! —dijo Teresita—. Tú no puedes perder por dos veces a este hombre. Los españoles son generosos y no cometen una vileza. Además, yo quiero a este hombre.
—Es un rebelde —dijo el mayor con amargura.
—Es un valiente, padre mío.
—Que vuelve sus armas contra tu padre.
—No —contestó Romero—. Las vuelvo contra España, señor. Vos combatís por vuestra bandera y yo por la que han levantado mis hermanos de color.
—Una bandera que se arriará pronto, señor Ruiz.
—¡Quién sabe!
—Sofocaremos la insurrección, no lo dudéis.
—Y nosotros sabremos morir como valientes.
—Vos sois valiente, ya lo sé; pero los otros… Mejor habríais debido vos, que tenéis en vuestras venas sangre española abrazar nuestra causa. En lugar de eso habéis abierto un abismo entre nosotros. ¿Me comprendéis?
Envainó el sable y dirigiéndose a la puerta, dijo bruscamente:
—Seguidme.
—¡Padre mío! —exclamó Teresita poniéndose delante de Romero.
—El mayor Alcázar va a pagar a Romero Ruiz la deuda que con él tiene contraída.
—¿Vais a salvarlo?
—O a perderlo.
—¿Qué queréis decir?
—Lo sabréis cuando la insurrección reciba el golpe de gracia.
—¡Ahí! ¡Tú me lo matas!
—Yo no; lo matará la guerra.
—Pero yo le quiero, padre mío.
—¡Una hija de la vieja España no debe querer a los enemigos de su patria! —dijo el mayor con voz bronca.
—Es que me ha salvado la vida.
—Y yo voy a salvar ahora la suya. ¡Ea!, seguidme, o será tarde.
Viendo titubear a Romero, lo asió de un brazo y se lo llevó consigo. Siguióles Hang-Tu; pero Than-Kiu, antes de salir, se detuvo delante de Teresita. Los ojos profundos y aterciopelados de la china, que habían perdido toda dulzura, se clavaron en los de la española, que estaban preñados de lágrimas. Una llama sombría brillaba en la mirada de la hija de la Tierra del Sol.
—Los ojos de la Flor de las Perlas han llorado mucho —le dijo con acento salvaje—; pero los de la Perla de Manila han de llorar todavía y con lágrimas de sangre.
Alejóse apresuradamente, reuniéndose con Hang-Tu.
El mayor Alcázar marchaba aprisa y en silencio al lado de Romero. Siguió por un rato la tapia del jardín hasta llegar a un postigo de hierro que daba a la calle y que abrió.
Al salir se tropezaron con dos cazadores que estaban en acecho en una esquina, y que les dieron el quién vive.
—Soy el mayor Alcázar —contestó éste—. ¡Abrid paso!
Una callejuela que serpenteaba entre otras tapias de jardines se abría ante ellos. Siguiéronla apretando el paso. Al llegar al extremo de ella se encontraron otros dos centinelas, que también les dejaron pasar al reconocer al mayor.
A una sola palabra de éste, los tres insurrectos habrían sido presos; pero el leal soldado cumplía escrupulosamente su promesa a pesar de saber que proporcionaba a la insurrección dos de sus más valerosos caudillos, que podrían un día crear grandes dificultades a las tropas españolas.
Al llegar al extremo de la calle, ya en campo abierto, en el cual había plantíos de caña de azúcar, se detuvo el mayor y miró atentamente a uno y otro lado. Después, volviéndose hacia Romero, le dijo:
—Ahora una explicación, señor Ruiz.
—Hablad —dijo éste.
—¿Cómo estabais en mi casa?
—Entramos en ella huyendo de la persecución de los cazadores.
—¿Os esperaba mi hija?
—No, señor Alcázar. Ella no sabía que nos habíamos refugiado en el quiosco.
—¿Queréis un consejo? Pues olvidadla.
—Es que ella me quiere.
—Pero yo os aborrezco, señor Ruiz.
—¡Ah! Es verdad —dijo Romero con amargura—. Yo soy de sangre mezclada: un mestizo.
—No os odio por eso, sino porque sois un enemigo de España que nos costará ríos de sangre. Sin vuestro concurso, no tardaría quince días en estar dominada la insurrección; mientras que ahora. Dios sabe si nuestra bandera ondeará en Cavite. Sé cuánto valéis, Ruiz, y cuánto se os teme. ¿Queréis a Teresita? Pues dejad la insurrección.
—¡Oh, nunca! —exclamó Romero—. Por nada de este mundo hada traición a mis hermanos.
—¡Pues sea!
Y mostrándole el campo desierto que se extendía delante de ellos, le dijo:
—Idos. Sois libre; pero cuento con que algún día nos encontraremos.
—Me dirijo a defender a Salitrán.
—Espero que allí nos veremos. Adiós. Os he pagado mi deuda.
Volvió hacia el arrabal; pero Hang-Tu le cortó el paso. Levantóse el chino el ancho sombrero que hasta entonces habla llevado hada abajo medio ocultándole el rostro, y con el revolver en la mano le dijo:
—Mayor Alcázar, ¿me conocéis?
—¡Hang-Tu! —exclamó el español.
—Si, Hang-Tu soy; el jefe de las sociedades secretas a quien habéis condenado a muerte. Podría mataros, pero os perdono. Me habéis salvado hoy la vida y ahora soy yo quien renuncio a quitaros la vuestra. Nada os debo, pues, y puedo seguir odiándoos como antes. ¡Adiós!, o por mejor decir, ¡hasta que nos veamos en Salitrán!, comandante Alcázar.