CAPÍTULO VIII

LAS DOS RIVALES

La quinta que el mayor Alcázar, que se contaba entre los españoles más ricos de la colonia, poseía en el arrabal de Binondo, no era uno de esos edificios macizos, semejantes a fortalezas, tan comunes en el casco de la ciudad.

Era un lindo palazuelo de estilo chinesco, con los extremos de la techumbre arqueados hacia arriba y las tejas azules, rodeado por todas partes de un corredor adornado de finas esteras de nipa de variados dibujos y colores, y flanqueado por dos espaciosos cuerpos de edificio destinados a la servidumbre y a los caballos.

Detrás de ese edificio había un extenso jardín en que crecían preciosos árboles de la ñora española e indo-malaya, rodeado de una alta tapia de construcción reciente que terminaba en un graciosísimo quiosco de paredes de piedra y agudo techo coronado por un mástil que sostenía un dragón plateado.

Estaban cerradas las ventanas de la quinta, pero Romero pudo descubrir un rayo de luz a través de las rendijas de una de las persianas.

—Vamos al quiosco —dijo a Hang-Tu, que parecía esperar una respuesta—. Ahí no corremos ningún peligro.

Por desgracia, en aquel mismo momento dos de los rebeldes atravesaban corriendo la plaza, seguidos de lejos por algunos cazadores.

—Es demasiado tarde —dijo Hang.

—Sígueme —le respondió Romero.

Los cazadores los habían visto, y creyéndolos insurrectos habían disparado sobre ellos, pero sin darles. Romero lanzó el caballo a lo largo de la tapia del jardín, que hacia allí una curva, seguido por sus compañeros.

Llegado al quiosco detuvo el caballo, y alzándose en los estribos trepó sobre la tapia, diciendo a Hang-Tu:

—Alárgame a la muchacha.

—Pero ¿y los caballos?

—Déjamelos a mí —dijo el malayo—, que yo haré correr a los españoles.

Romero, que se había puesto a horcajadas sobre la tapia, tomo en sus manos a la joven, qué Hang-Tu le entrego, y se dejó caer junto con ella dentro del jardín, cuya tierra, recientemente removida, amortiguando el golpe, les impidió hacerse daño.

El jefe de las sociedades secretas se había encaramado también sobre la tapia y estaba a punto de reunirse con ellos cuando se presentaron los cazadores.

Sonaron algunos tiros. Cayó uno de los caballos; pero los otros, hostigados por los gritos del malayo, salieron disparados a todo escape.

Hang-Tu se había dejado caer también en el jardín. Como la oscuridad era ya grande confiaba en que no se le hubiera visto.

Los tres fugitivos sintieron a los cazadores pasar corriendo junto a la tapia y después alejarse en persecución de los caballos que iban a la carrera por las calles interiores de Binondo.

—Estamos en salvo —dijo Romero—. Ese valiente muchacho se ha llevado tras de si a los soldados, alejándolos de nosotros. Me temo que no consiga escapar.

Pram-Li es astuto —respondió Hang-Tu—. Espero que lo encontraremos vivo en Salitrán o en la selva.

—Vamos al quiosco. Conozco el lugar y podremos pasar en el la noche sin que nos molesten.

—¿Pero está deshabitada la quinta?

—Me figuro que no, Hang-Tu. Me ha parecido ver luz en una de sus ventanas.

—¿Y si viniera alguien al quiosco?

—Nadie vendrá. Sólo Te…

Un signo rápido del chino le impidió completar la frase.

—Sigue, mi señor —dijo Than-Kiu, que había puesto gran atención en las palabras del mestizo.

—Dejémonos de conversación, Than-Kiu —dijo Hang—. Ocupémonos ahora en salvarte a ti y en salvamos nosotros.

Romero se abrió paso a través de las plantas del arriate y se dirigió hacia el quiosco, que estaba a oscuras, no percibiéndose claridad alguna en sus ventanas.

Empujó Romero la puerta, que se abrió sin la más leve resistencia, y entró con cierto recelo, temiendo que hubiera alguien dentro.

Detúvose un momento, escudriñando a través de las densas tinieblas en que estaba sumergido el interior del gentil pabelloncito; pero no advirtió la menor señal de que hubiese allí nadie. El corazón del mestizo, que no se había alterado durante la sangrienta lucha de aquella tarde, palpitaba fuertemente en aquel instante.

—Si estuviera aquí Teresita —murmuró adelantándose.

Hang-Tu y la joven china habían entrado también en el quiosco. Parecía éste lleno de flores; tan penetrante era el perfume que en su interior se notaba.

Sus ojos, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, iban distinguiendo vaga y confusamente los grandes vasos de porcelana, las sillas de bambú, las mesitas y las plantas que se elevaban casi hasta el techo y cuyas ramas caían formando elegantes festones.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Than-Kiu, que se había quedado parada en medio de la habitación.

—No lo sé —respondió bruscamente Hang-Tu.

—Pero tú sí lo sabes: ¿verdad, mi señor?

—Españoles —contestó Romero al notar que Hang-Tu le tocaba con la mano como haciéndole una seña.

—Que tú conoces, ¿verdad?

—Sí, Than-Kiu.

—¿Y que son enemigos nuestros?

—Quizás.

—Extraña ocurrencia, mi señor, la de refugiarse en casa de enemigos.

—Silencio, Than-Kiu —dijo Hang con tono imperioso—. Pudieran oímos.

Enmudeció la muchacha; pero Romero creyó oírle murmurar un nombre, al mismo tiempo que se dejaba oír el retintín de su brazalete de oro.

Hang-Tu se acercó a la puerta. Le había parecido oír tumulto en la quinta y ver pasar rápidamente luces tras las ventanas.

—¿Qué puede ocurrir? —murmuró—. ¿No será que los cazadores me hayan visto saltar la tapia, y no habiendo podido alcanzar a Pram-Li hayan vuelto para registrar el jardín?

También Romero había oído voces, que parecían haber venido del otro lado del jardín, y se había reunido rápidamente con Hang-Tu.

—¿Habrán apresado a los rebeldes que trataban al mismo tiempo que nosotros de salvarse en el jardín?

—Me temo que se trate de nosotros —respondió Hang.

—¿Estará la muchacha blanca en la quinta?

—Ayer noche estaba en la ciudad, como sabes.

—La vi hablar contigo. Sin embargo, hay gente en la quinta porque veo luces.

—¿Será Teresita?

—Mejor sería que no fuera ella —respondió el chino con acento sombrío.

—Nos salvaríamos Hang.

—No lo quisiera.

—¿Sigues odiándola?

—Te engañas Romero; no se trata de mí.

—¿De quien pues?

El chino no contesto.

—¿Me has oído, Hang?

—Sí.

—¿Y que?

—Nada.

—¡Hombre misterioso!

Hang-Tu se callo; pero lanzo un suspiro mientras volvía la vista al interior del quiosco para mirar a Than-Kiu, que estaba inmóvil al lado de un gran jarrón japonés que contenía lilas.

Entretanto aumentaba el tumulto en la quinta. Se oían voces y se veían pasar y repasar luces tras de las persianas.

—Romero —dijo el chino después de un rato de silencio—; están registrando la casa.

—Creo lo mismo, Hang.

—Vámonos de aquí antes de que registren el jardín.

—¿Y como? Las tapias son altas y ya no tenemos los caballos para encaramarnos.

—Quizá encontremos algún árbol arrimado a la tapia que puede servirnos para escalarla. No perdamos tiempo si no queremos que nos detengan.

Entro en el quiosco y llamó a Than-Kiu.

—Ven —le dijo—. Estamos en gran peligro.

—¿Tenemos que huir? —pregunto la joven.

—Sí.

—Me alegro —murmuro Than-Kiu.

Ocultos los tres tras las plantas y los arboles que había en los arriates del jardín, fueron siguiendo la tapia, buscando algún árbol cuyas ramas se prestaran al objeto que se proponían; pero habían andado ya cien pasos inútilmente, y se disponían a retroceder hacia el quiosco, cuando Hang-Tu creyó advertir una sombra que se escondía tras un grupo de árboles. Ágil como un tigre se arrojó sobre ella, catana en mano, tropezándose con una mujer que, sobrecogida de terror, grito:

—¡Socorro, que me matan!

El chino, ante él temor de ser descubierto, iba ya a descargar el golpe, cuando oyó exclamar a Romero.

—¡Manolita!

Detúvose Hang-Tu.

—Manolita —dijo—. ¿Quién es esta mujer? ¿Debo o no matarla?

En lugar de contestar, el mestizo se precipitó hada la fiel criada de Teresita, que había caído de rodillas cubriéndose la cara con las manos como para defenderse del golpe, y la levantó del suelo, diciéndole:

—No tengas miedo. Soy yo.

La tagala se quedó mirando al mestizo con aire atónito.

—¡Vos, señor Ruiz! —exclamó.

—Yo, Manolita.

—Os están buscando.

—¿Quienes?

—Los cazadores, que están registrando la quinta.

—¿Saben que soy yo el que buscan?

—Lo sospechan a lo menos.

—¿Se me ha nombrado?

—Sí, señor Ruiz.

—Es imposible que me hayan visto saltar la tapia.

—Se ha dicho que mandabais a los rebeldes que se atrincheraron en la calle de la Asunción y que os han visto huir a caballo acompañado de otros tres.

—¿Y qué más? —dijo con ansiedad el mestizo.

—Que hicieron fuego contra los caballos junto a la tapia del jardín, y que de ellos sólo uno iba montado.

—¿Y piensan que he podido refugiarme en el jardín?

—Sí, señor Ruiz. —¡Maldición!

—Yo he venido antes que ellos para saber si era cierto y salvaros.

—¿Tú?

—Teresita está aquí.

—¿Ella aquí? ¡Lo sospechaba! Pero ¿desde cuándo?

—Desde esta mañana.

—¿Qué hay que hacer, Manolita?

—Volver al quiosco.

—Lo registrarán los cazadores.

—Ya hará mi ama por evitarlo. ¡Huid pronto!

Romero y Hang-Tu se apresuraron a obedecer, comprendiendo la inminencia del peligro; pero la joven china permaneció inmóvil.

—Ven —dijo Hang. Ella hizo un ademán nativo con la cabeza—. Te matarán si te quedas ahí.

—¿Qué importa? —respondió ella con voz sombría.

—Harás que lo maten a él también —le dijo Hang-Tu al oído—. El tiempo cicatrizará la herida.

—No, Hang.

—Pero la Flor de las Perlas puede hacer que se abra otra, ¿me comprendes?

Than-Kiu lo siguió sin responder. Apenas estuvo dentro del quiosco se acercó a Romero, que estaba parado en medio de la salita con los ojos clavados en el jardín, espiando quizás la venida de Teresita, y poniéndole la mano en el hombro le preguntó a rajatabla:

—¿A quién deberá la vida Than-Kiu?

Ya no tenía la china el acento de dulzura que el mestizo había advertido en ella al verla por primera vez. Su voz se había vuelto imperiosa, seca y de un timbre casi metálico.

—¡Than-Kiu! —dijo Hang en tono de reproche.

Pero la joven no le escuchaba.

—¡Contesta! —dijo a Romero con violencia.

—¿Qué a quién? —respondió el mestizo sorprendido de aquel tono amenazador—. ¿Qué te importa qué sea una española quien nos salve?

—Pero esa española se llama la Perla de Manila; ¿es cierto?

—¡Than-Kiu! —repitió Hang.

—¿Pero qué quieres decir, muchacha? —preguntó el mestizo.

—Que será la Perla de Manila quien haya salvado a la Flor de las Perlas.

—¿Y tú no quieres?

Than-Kiu, en lugar de responder, dejó escapar una risa estridente, que resonó siniestramente en las tinieblas.

—¡Muchacha! —exclamó Romero—. ¿Odias, pues, a Teresita?

—No; pero la mujer blanca matará a la mujer de la tierra del sol; la perla de las islas quebrantará a la perla del Río Amarillo.

—¡Cállate, Than-Kiu! —dijo Hang con voz sorda—. ¡Cállate!

Pero la hija del Celeste Imperio prosiguió diciendo con acento triste y casi sollozando:

Than-Kiu no volverá a ver las cúpulas doradas de la tierra natal. El lirio no vive en tierra extraña. Es su destino.

—Pero tú… ¿me quieres quizás? —preguntó Romero, que al fin lo comprendió todo.

—¡Cállate, desgraciada! —exclamó Hang-Tu.

Una sombra blanca apareció en la puerta diciendo:

—¡Romero, Romero!

—¡Teresita! —contestó el mestizo.

La española entró precipitadamente, lanzando una exclamación de alegría que fue contestada por un sollozo que resonó en el rincón más oscuro de la estancia.

Manolita entró tras ella, y después de cerrar la puerta y las persianas del quiosco para que no pudiera verse desde afuera el interior, encendió una lámpara que había sobre una mesa.

Apenas advirtió Teresita la presencia de Hang-Tu y de la china, se separó bruscamente de Romero.

Cruzáronse las negras miradas de la española y de la china. Ambas eran agudas y amenazadoras como las hojas de dos puñales.

—¿Quién es esa muchacha? —preguntó al fin Teresita, con los dientes apretados, dirigiéndose a Romero.

Hang-Tu se adelantó y dijo:

—Mi mujer.

La joven española respiró profundamente, como si saliera de un estado de emoción violenta que hubiera amenazado sofocarla. También fue poco a poco dulcificándose su mirada.

—¡Tu mujer! —murmuró—. ¿Es verdad. Romero?

—Sí, Teresita —contestó medio turbado el mestizo.

Than-Kiu estaba inmóvil y silenciosa, pero tan pálida, que temiendo que le faltaran las fuerzas para sostenerse se había apoyado en un gran jarrón japonés en que crecía una peonía chinesca de flores de color de fuego y había escondido el rostro tras una de sus anchas hojas para no presenciar aquella escena, tan desagradable para ella.

Hang-Tu, que estaba cerca, pudo ver el brillo de sus lágrimas, semejantes a perlas, que enturbiaban sus ojos. La pobre hija de la tierra del sol lloraba en silencio, sin que ningún sollozo dejase comprender el dolor de que estaba poseída.

Teresita volvió los ojos a Romero y lo miró fijamente, como para descubrir si eran sinceras las palabras que acababa de pronunciar. Después se lo llevó hacia la ventana diciéndole:

—¡No conoces todavía a las hijas de la vieja España!

—Te quiero, Teresita —díjole muy bajo el mestizo—. Tú lo sabes y tienes pruebas de ello.

—Es verdad. Romero, perdóname; estoy loca —dijo la joven con voz dulce—. No se afronta la muerte, como lo hiciste tú la otra noche al venir a la ciudad, si no se ama. Pero ¿por qué has venido con esos chinos?

—Vienen huyendo conmigo.

—¿Y no te han herido mis compatriotas?

—No, Teresita.

—¡Loco! ¡Exponerte de ese modo cuando estoy temblando a cada momento por tu vida! ¡Acabarán por matarte, Romero!

—También pelea tu padre.

—Pero es por el honor de la bandera.

—Y yo por el honor de la mía, Teresita.

—¿Pero no sabes que te buscan? ¿No sabes que en este momento están registrando la quinta para prenderte y matarte?

—Lo sé, Teresita.

—¡Pero yo te salvaré, amigo mío! —exclamó la joven con energía—. Mis compatriotas no te arrancarán de mi lado.

—Haces traición a tu patria.

—¿Mi patria? Tú eres mi patria en este instante. Tú eres quien está ahora en peligro, no la vieja España. ¡Maldita guerra! que pone enfrente a hombres por cuyas venas corre la misma sangre; que los incita a destruirse y que hace reñir al hijo contra su madre.

—Ama —dijo Manolita interrumpiéndola—, ahí vienen.

—¿Los soldados? —preguntó la joven estremeciéndose.

—Sí, ama; siento sus pasos.

—No entrarán aquí estando la hija del mayor Alcázar. No temas. Romero; tendrían que pasar sobre mi cuerpo.

—Puedes comprometerte a los ojos de tus compatriotas —le dijo Romero—. Tiemblo al pensar que pueda decirse un día que la hija del comandante Alcázar protegía a los rebeldes mientras su padre combatía contra ellos. Si mi destino es morir, deja que se cumpla la voluntad de Dios y…

Teresita le cortó la palabra poniéndole un dedo en los labios. Hizole señas para que no se moviera; corrió rápidamente la cortina de percalina rosada, escondiéndole tras ella, mientras Manolita hacía lo mismo con Hang-Tu. Cubrió la lámpara con una pantalla de vidrio azul oscuro para disminuir la claridad de la sala. Después, acercándose a Than-Kiu, que no se había movido, le dijo:

—Ni una palabra, o estáis perdida.

La Flor de las Perlas no contestó ni levantó la cabeza, que tenía oculta tras de las hojas de la peoni.

Sintió una sacudida que conmovió su cuerpo; pero se tranquilizó, al punto.

Sentíase acercarse gente al quiosco y rumor de palabras que se cruzaban rápidamente.

—¡Abrid! —dijo una voz imperiosa.

Teresita, tranquila serena y resuelta a todo, no dejó que se repitiera la intimación, y mientras sostenía la lámpara con la mano izquierda levantaba la falleba de la puerta, diciendo con voz, colérica:

—¿Qué se ofrece?