LA CONJURACIÓN DE MANILA
La sorpresa organizada por las sociedades secretas chinas, apoyadas por los indígenas, los mestizos y los feroces malayos, había sido intentada, efectivamente, en el momento en que Romero y Than-Kiu llegaban cerca de las murallas de la capital.
Tenía por objeto esa atrevida empresa, como la joven china había dicho, impedir al general Polavieja, comandante en jefe de las tropas españolas que operaban contra los insurrectos al sur de la capital, el asaltar a Cavite, que era el cuartel general de la insurrección, y cuya caída hubiera podido desmoralizar a las partidas insurrectas.
Hang-Tu, el valeroso chino, era el alma de la conjuración. Sabiendo que podía contar con la Guardia civil indígena, que sólo esperaba un momento oportuno para sublevarse contra sus jefes e incorporarse a las partidas insurrectas de Bulacán y de Cavite, Había citado a todos los conjurados en los alrededores del cuartel en la tarde del 25 de febrero del 97 para lanzarlos después por las calles de la ciudad aprovechando el momento en que la población blanca estaba recogida en sus casas después de comer.
No eran muchos los rebeldes, pero estaban bien armados y resueltos a todo. Serían unos trescientos, reclutados entre los tagalos más robustos de los arrabales de Binondo y de Santa Cruz y entre los más valerosos chinos del puerto; pero contaban con que les ayudaría la numerosa colonia de gente de color habitante en los arrabales, y, sobre todo, los malayos, gente valerosa e indiferente a la muerte.
Eran cerca de las seis cuando los conjurados, que hasta entonces se habían limitado a pasearse por los alrededores del cuartel de la Guardia civil tagala, a pesar del intenso calor que se sentía en las calles de la capital, a una señal de Hang-Tu, que acudió allí armado de un fusil de retrocarga y de un revólver, seguido por algunos jefes insurrectos de las sociedades secretas del Soto blanco y del Lirio de agua, se lanzaron sobre el edificio, gritando:
—¡Mueran los españoles! ¡Viva la libertad!
Hang-Tu, que los conducía, derribó de un tiro al centinela que estaba en la garita antes que el desgraciado pudiera dar la voz de alarma.
A aquel disparo siguieron otros, más para aterrorizar a la población que con otro objeto, por el momento a lo menos.
La tropa tagala, al oír los tiros, se asomó a las ventanas, gritando también:
—¡Mueran los españoles! ¡Viva la independencia de las islas!
Rodríguez, teniente de guardia y único oficial que en aquel momento estaba en el cuartel, se lanzó hacia la puerta seguido por un sargento y un cabo españoles, esperando dar a tiempo para cerrarla; pero una descarga le tendió sin vida.
La primera parte de la intentona salió perfectamente. Los rebeldes entraron tumultuosamente en el cuartel, saquearon el almacén de las armas y municiones, y reforzados por las tropas tagalas, que habían abrazado su causa, atravesaron a la carrera el puente del Passig, gritando siempre:
—¡Mueran los españoles! ¡Vivan los tagalos! ¡Viva la independencia!
Había pasado todo tan rápidamente que nadie había podido oponérseles. La guardia misma del puente había huido precipitadamente al verlos venírseles encima, persuadida de la inutilidad de la resistencia.
Necesitaban armas para los habitantes de los arrabales chino, tagalo y malayo, que carecían de ellas; pero Hang-Tu que sabía perfectamente que las había en el cuartel de la Guardia civil de Binondo, llevó hacia allá a los insurrectos.
Contaba con encontrar seria resistencia, pero confiaba en la audacia de los conjurados y en la numerosísima población de los arrabales.
Embistióse vigorosamente al cuartel, contra el cual rompieron un fuego violento los insurrectos conducidos por chino y por los jefes de las sociedades secretas; pero balas de los fusiles no podían hacer efecto alguno contra los fuertes muros del cuartel ni contra la recia puerta, que había sido cerrada y barreada a tiempo.
Se hubiera necesitado de una pieza de artillería para que el ataque pudiera tener algún resultado; pero no había tiempo para desarmar algunos de los prahos malayos andado en el puerto. Las tropas de la ciudad podían acudir de un momento a otro y caer sobre los conjurados por la espalda.
Pero si la fusilería de los conjurados no hacía efecto alguno en el cuartel, la del cuartel causaba daños de consideración en los conjurados. Los soldados, parapetados en las ventanas, lanzaban sobre ellos a mansalva una lluvia de proyectiles.
Ya habían caído bastantes insurrectos y entre ellos algún jefe de las sociedades secretas. A Hang-Tu, que combatía valerosamente a la cabeza de los asaltantes, animándolos con la voz y con él ejemplo, le atravesó una bala el sombrero de fibras de rotang, y a otro de los jefes le dio una bala de rechazo en la frente, abriéndole en ella un surco sangriento.
La empresa podía darse por perdida. La Guardia civil, en lugar de rendirse como los insurrectos esperaban, se preparaba a atacarlos, y para colmo de desgracia distinguíanse ya sobre el puente de Passig fuertes golpes de cazadores que se acercaban. Había que pensar en la retirada o en prepararse a morir vendiendo caras las vidas.
Hang-Tu, furioso por aquella obstinada resistencia, había intentado tres veces quemar la puerta del cuartel arrojando sobre ella haces de leña encendida; pero había tenido que retroceder. Se preparaba ya a escalar las ventanas al frente de un grupo de insurrectos cuando se oyeron voces, seguramente de los menos animosos, que exclamaban:
—¡Los cazadores! ¡Huyamos!
Los insurrectos, al oírlas y al ver salir resueltamente del cuartel, cuya puerta se había abierto de súbito, a la Guardia civil con bayoneta calada, se retiraron precipitadamente.
Alrededor de Hang-Tu sólo quedaron sesenta o setenta hombres, carabineros los más de ellos, chinos y malayos los otros.
—¡A mí, amigos! —gritó el jefe de las sociedades secretas—. ¡Qué vean los españoles y los viles que han huido cómo saben morir los insurrectos!
Pero no estaban en condiciones de hacer frente a la Guardia civil, que se les venía encima. Sin dejar de sostener el fuego se fueron replegando hacia la próxima calle de la Asunción, que en caso de necesidad podía ofrecer un refugio en el arrabal del Tondo, y se detuvieron en una esquina, preparándose a una resistencia desesperada.
Con barriles y muebles levantaron allí a toda prisa una barricada bastante sólida.
Ocupábase Hang-Tu en organizar tras de la barricada a los pocos leales que aún le seguían, cuando por el extremo opuesto de la calle aparecieron, montados en sendos caballos, al galope y cubiertos de espuma, tres hombres y una muchacha envuelta en un amplio y flotante manto blanco.
Creyendo que eran españoles había ya ordenado hacer fuego sobre ellos, cuando los reconoció, pintándose un vivo asombro en su semblante.
—¡Romero! —exclamó.
—Sí, Hang-Tu —respondió el mestizo, que, yendo delante de todos, fue el primero en reunirse con él—. Soy yo, que vengo a morir a tu lado por la independencia de Luzón.
—¡Desgraciado! ¡Y yo que creía salvarte!
—¡Silencio, amigo! ¡No es este momento de hablar, sino de combatir!
Echó rápidamente pie a tierra y se lanzó a la barricada gritando:
—¡Valor, amigos! ¡Peleemos por la libertad!
Than-Kiu se les había también juntado y se había apeado del caballo. Hang-Tu le salió al encuentro. El rostro de aquel hombre que había permanecido inalterable en el peligro, cambió completamente, demostrándose en él una angustia mortal.
—¡Tú aquí también! —balbuceó.
—Vengo tras él —contestó ella con voz tranquila.
—Es que aquí se muere, pobrecita Than-Kiu.
Una triste sonrisa se dibujó en los labios de la muchacha.
—¡Qué importa! —dijo ella—. Así será más feliz la Flor de las Perlas que la Perla de Manila.
—Pero ¿a qué volver aquí cuando os creía ya camino de Salitrán?
—Veníamos a decirte que las tropas que guarnecían la provincia acudían a sofocar la insurrección de la capital. Hemos llegado demasiado tarde; pero así lo ha querido el Destino.
—¿Y has querido seguir a Romero?
—Sí, Hang.
El chino se enjugó el sudor frío que le bañaba la frente.
—¡Pobre Than-Kiu! —murmuró—. Confiemos en nuestro valor y preparémonos a morir como buenos.
—No temo a la muerte, Hang —respondió la joven con energía—. Si me tocan las frías alas del genio de la muerte consideraré la última felicidad caer a su lado.
—Cúmplase la voluntad del tien (Cielo) —dijo resignadamente el chino.
Entretanto, la Guardia civil, mandada por el coronel Fierro, había tomado posiciones frente a la bocacalle y disparaba una granizada de balas contra la barricada, mientras los más audaces se iban acercando, arrimados a los muros de las casas, para apoderarse de ella por asalto.
Los insurrectos, aunque eran tres veces menos que los agresores, se resistían tenazmente, respondiendo con nutridas descargas a sus primeros ataques.
Romero, que en aquellos momentos parecía olvidado de todo, hasta de la Perla de Manila, desafiaba intrépidamente la muerte. Encaramado en un banco, con los ojos centelleantes de audacia, ardiendo en entusiasmo, disparaba incesantemente, gritando:
—¡Viva la libertad! ¡Valor, amigos! ¡La sangre de los mártires no se pierde!
Cerca de él, parapetada tras de un enorme rollo de cáñamo, disparando con admirable calma su linda carabina y dando ejemplo a los más aguerridos, estaba Than-Kiu.
Apuntaba sin precipitación y sin que temblasen lo más mínimo sus minúsculas y delicadas manos, y sólo hacía fuego cuando tenía seguridad de acertar el tiro. Parecía escoger con extremo cuidado a los enemigos que trataban de apuntar al mestizo.
Hang-Tu se había situado en el extremo opuesto de la barricada, y, como Romero, desafiaba sonriente las balas enemigas sin tomarse el trabajo de cubrirse.
La resistencia de aquel grupo de hombres amenazaba prolongarse. Varios de ellos yacían ensangrentados en el suelo; pero los otros seguían resistiéndose y manteniendo a distancia a los enemigos.
Dos veces intentó el coronel Fierro apodera a la bayoneta de la barricada; pero al tratar por tercera vez de hacerlo cayó sin vida, con el pecho atravesado de dos balazos.
De repente algunos insurrectos que se habían ido hacia el extremo opuesto de la calle con objeto de buscar socorro, volvieron precipitadamente hacia la barricada, gritando:
—¡Los cazadores! ¡Sálvese el que pueda!
Al oír Hang-Tu aquellos gritos se arrojó de la barricada, lanzando un aullido de fiera herida, y en dos saltos se puso al lado de Than-Kiu; la levantó entre sus robustos brazos y la puso sobre uno de los cuatro caballos que uno de los malayos tenía de la brida.
—¡Huye! —le dijo.
—¡Nunca! —respondió la muchacha.
—Dentro de pocos momentos no estará vivo ninguno de nosotros.
—¡Yo también moriré!
—¡No quiero, Than-Kiu!
—Entonces huyamos todos. El arrabal del Tondo no está tomado por el enemigo.
Hang-Tu titubeaba. Le parecía una cobardía abandonar aquel lugar tan obstinadamente defendido y teñido en la sangre de tantos de sus compañeros; pero tampoco quería que pereciese la muchacha.
En aquel momento se oyó tocar ataque a las cometas de los cazadores. Un retraso, por breve que fuese, podría costar caro a los defensores de la barricada.
—¡En retirada! —gritó Hang-Tu.
Los rebeldes, al oír la voz de su jefe, se replegaron desordenadamente, mientras la Guardia civil se apoderaba del puesto lanzando gritos victoriosos.
Romero disparó por última vez su fusil sobre los asaltantes, y en seguida saltó en el caballo, mientras Hang-Tu hacía otro tanto echando mano de uno que poco antes habían llevado para él los dos malayos.
Los rebeldes, que habían quedado reducidos a unos cincuenta, se lanzaron tras de sus jefes a través del arrabal del Tondo, haciendo algunas descargas en retirada contra los cazadores, que avanzaban a la carrera.
—¿Adonde vamos? —preguntó Romero a Hang-Tu.
—Si no encontramos obstáculos, trataremos de entrar en los arrabales chino y malayo para sublevarlos.
—Me temo que sea demasiado tarde, Hang. Oigo fuego en esa dirección, y me parece que se va extendiendo.
—Si no podemos llegar hasta allí, nos saldremos al campo.
Los rebeldes se retiraban precipitadamente y en desorden. Los carabineros tagalos seguían a los caballos a la carrera; pero de cuando en cuando se volvían y contestaban al fuego de la Guardia civil y de los cazadores que iban tras ellos.
De los que iban cayendo muertos o heridos nadie se cuidaba. El pánico comenzaba a invadir hasta a los más resueltos.
Hallábanse ya cerca de la iglesia del Tondo, vasto edificio de sólidas paredes, cuando descubrieron algunos soldados al extremo del arrabal. Era una de las compañías que el coronel Ximénez había mandado a los arrabales para tener a raya a la población de color que intentara unirse a los rebeldes.
Otra vez más corrían peligro los fugitivos de ser atacados de frente y de espalda.
—Hang-Tu —dijo Romero deteniendo el caballo—, preparémonos a morir…
—Yo, sí; pero tú, no —contestó el chino, cuya frente se habla oscurecido—. Te encomiendo a Than-Kiu. Sálvala mientras yo protejo tu fuga.
—Sálvala tú; yo, no.
—No aceptaría ella.
—Pues entonces muramos todos.
—O tratemos ambos de salvarla. La partida podemos darla por perdida.
Y alzándose sobre los estribos dijo:
—Amigos: toda resistencia es inútil. Salvaos. ¡Nos veremos en Salitrán!
Metió espuelas al caballo y se lanzó desesperadamente sobre los españoles con el revólver en la mano, izquierda y en la derecha un pesado sable japonés; una de esas armas de ancha y pesada hoja cortantes como navajas de afeitar, llamadas catana.
Romero, Than Kiu y uno de los dos malayos le siguieron.
Los carabineros tagalos y los pocos chinos y malayos a quienes habían perdonado hasta entonces las balas se desbandaron por las calles laterales; pero el grupo mayor, compuesto de treinta hombres, menos dichoso, fue a dar con una columna de cazadores y tuvo que retroceder precipitadamente y hacerse fuerte en la iglesia del Tondo.
Ninguno de aquellos desgraciados podía salvarse, porque, asaltados a un tiempo por todos lados, tuvieron que rendirse después de una breve y desesperada resistencia, siendo después fusilado o desterrados a las Carolinas.
Entretanto, Hang-Tu y sus compañeros tuvieron la suerte de salir ilesos de la primera descarga de la tropa, y se abrieron camino a través de ella, alejándose a toda carrera.
Habiendo sabido, empero, por algunos habitantes del arrabal que todas las salidas estaban tomadas por las tropas, se dirigieron hacia Binondo, después de una breve conferencia, atravesando por las estrechas callejuelas del barrio malayo con la esperanza de encontrar refugio en la casa de las sociedades secretas o en la de cualquiera de sus muchos partidarios.
Abandonaron los fusiles, que hubieran podido delatarlos, y ocultaron los revólveres bajo la ropa, esperando burlar la vigilancia de los españoles, fingiéndose gente pacifica que volvía de dar un paseo.
Los tiros, que todavía seguían oyéndose por acá y por allá, les inquietaban. La tropa del coronel Ximénez perseguía sin tregua a los últimos restos de la rebelión y podía detenerlos por sospechosos y no ignoraban que si caían en sus manos y eran reconocidos no tardarían en ser fusilados.
—Me temo que sea demasiado tarde para salir de Binondo —dijo Hang mirando con angustia a Than-Kiu.
Romero se detuvo, escuchando atentamente los tiros, que se oían cada vez más cercanos. De repente espoleó él caballo, diciendo:
—Ya sé dónde podemos refugiamos.
—¿Dónde?
—En la quinta de Teresita. Sólo distamos de allí trescientos o cuatrocientos pasos.
—¡Cállate!
—¿Por qué, Hang? —preguntó Romero con asombro.
—Than-Kiu no querría seguimos.
—¡Ella! ¿Y por qué?
—No lo sé. ¿Estará deshabitada la quinta?
—Eso espero.
—Sera lo mejor. Apretemos el paso.
Los disparos se oían ya muy cerca y algunos insurrectos se dejaron ver hacia el extremo de la calle corriendo desesperadamente.
Lanzáronse los cuatro jinetes a la carrera deteniéndose poco después delante de un elegante edificio que se alzaba en el fondo d una plazoleta, rodeado de una huerta.