LOS MISTERIOS DE THAN-KIU
Aquella casucha escondida en medio de la selva, que servía de refugio a los mensajeros de los insurrectos de las provincias meridionales cuando se dirigían a Manila, estaba en un lugar desierto y selvático. Sus paredes eran de troncos de árboles mal trabados, y su techo estaba medio derrumbado; pero cuatro o cinco colosales helechos la ocultaban tan completamente, que aun los que cruzasen cerca del matorral no hubieran sospechado siquiera su existencia. Pasaba, pues, inadvertida a los españoles, que sólo se preocupaban de la insurrección de las partidas.
Al oír acercarse caballos, salió de ella un hombre con un viejo mosquetón en la mano. No era tagalo, ni malayo, ni chino, sino uno de esos salvajes habitantes del interior de las islas, llamados igorrotes o negritos, etc., verdaderos pigmeos, pues apenas pasa su estatura de un metro y cuarenta centímetros; con el pelo lanoso como el de los negros, la cara corta, los cartílagos de la nariz largos, los labios gruesos, los ojos pequeños, el cuerpo delgado, la espalda encorvada y la piel negruzca y grasienta.
Esos seres extraños, completamente distintos de los tagalos por el color y por las facciones, son verdaderos salvajes errantes por los bosques y montañas del interior, que no tienen morada, y que se alimentan de raíces, de miel, de frutas o de alimañas cuando aciertan a cazar alguna.
A pesar de la oscuridad, debió de reconocer como amigos a Than-Kiu y a los malayos, pues en cuanto los distinguió bajó el mosquete y se hizo a un lado para darles paso.
La casucha no era mejor por dentro que por fuera. Había en ella unas cuantas armas de fuego y blancas hacinadas, y en el suelo un montón de hojas secas, que debía de servir de cama. Por todo mobiliario se veían allí una tosca mesa y unos asientos de bambú, quizás construidos por el negrito. Una tea resinosa, que daba más humo que claridad, escondida en una hendidura del suelo, iluminaba la estancia, pero tan escasamente, que casi toda ella estaba a oscuras.
El mestizo, cansado de las emociones y trabajos de la noche, se dejó caer en un asiento, mientras que la joven china se apoyaba en la mesa sin quitarse el manto ni el sombrero.
Daba la espalda a la luz, pero estaba atenta a los menores movimientos de Romero, como dispuesta a obedecer cualquier orden que pudiera darle, aunque fuese con un ademán o un leve gesto.
El mestizo parecía haberse olvidado de su compañera de viaje y hallarse muy cansado, porque no hacía el menor movimiento.
Habíase acabado la tea de resina, y quedó sumida la estancia en la oscuridad más profunda; pero ni el uno ni el otro despegaron los labios.
Dos veces los malayos, que se habían quedado guardando la puerta por la parte de afuera, habían entrado para recibir órdenes o para encender fuego; pero Than-Kiu, después de despedirlos con un gesto silencioso, había vuelto a su inmovilidad; se hubiera dicho que temía turbar el reposo del mestizo, si acaso dormía, o interrumpir sus pensamientos, si estaba entregado a ellos.
De repente Than-Kiu se estremeció, y dejó caer el manto de seda en que estaba envuelta. Romero había pronunciado un nombre:
—¡Teresita!
¿Se le había escapado en su sueño? Era probable.
Than-Kiu levantó lentamente la cabeza, que hasta entonces había tenido apoyada en el pecho, y un suspiro tan leve que nadie hubiera podido advertirlo pasó a través de sus labios. Un ligero tintineo metálico, producido, sin duda, por alguna joya o pulsera, podía indicar que sus brazos, que tenía cruzados sobre el pecho, temblaban.
Recobró bien pronto su actitud impasible; pero siguió con los ojos clavados en el mestizo, el cual se había ido apoyando más y más en la pared, como si el sueño le dominase por completo.
Entretanto iban desvaneciéndose las tinieblas. Amanecía y por la puerta que había quedado abierta comenzaba a entrar una claridad suave y rosada. Un aire fresco y embalsamado por las flores de los naranjos penetraba en la estancia. Por fuera, entre las ramas de los árboles, varios cristótomos, pajarillos de brillantes matices con reflejo metálico, parecidos a los troquílidos de América, saludaban al alba con sus gorjeos melodiosos.
Romero levantó de improviso la cabeza, como si despertase bruscamente, y después de llevarse la mano a la frente para apartar el rizoso pelo que le caía sobre ella y de permanecer un momento inmóvil como sacudiendo el sopor, se levantó del asiento con aire de profunda sorpresa.
Veía ante él a Than-Kiu apoyada en la mesa, pero sin el sombrero, que toda la noche había tenido puesto, y que había dejado caer.
La Flor de las Perlas, por más que perteneciere a otra raza, podía competir en hermosura con la Perla de Manila.
Aquella jovencita, nacida a la sombra de las pagodas del Celeste Imperio, y trasladada sabe Dios por quién al dulce clima de las islas españolas, era una admirable criatura, ejemplar perfecto del cruzamiento de las razas mongólica y manchú. Era más alta que Teresita, admirablemente formada, de cutis blanco, sin el tinte ligeramente amarillo de las chinas de las provincias meridionales, sino de un matiz casi alabastrino, con cierto viso que sólo podía compararse con el del marfil.
Tenía los ojos ligeramente oblicuos, pero de color negro profundo y de expresión dulcísima y algo triste, y cejas también negras y finísimas. No era su nariz deprimida como la de los mongoles, sino recta como la de las mujeres de raza tártara; sus labios eran rosados y sutiles, mostrándose entre ellos unos dientes menudos y blanquísimos como perlas.
Su negrísimo cabello de reflejos metálicos, que hacía resaltar la marmórea blancura de la piel, lo llevaba recogido por tres agujas de oro terminadas en gruesas perlas. Vestía una túnica de seda azul con flores de colores vivos, ceñida a la cintura por una ancha faja encamada recamada de oro, y anchos calzones de seda blanca con arabescos amarillos, y calzaba los pies, pequeños como hojas de rosa, para valemos de una expresión china, con escarpines de brocado de punta levantada y suelas de fieltro blanco. No llevaba alhajas en el cuello ni en las orejas, sino sólo en las muñecas unos aros de oro con una perla de gran valor.
La joven china —porque debía de tener muy pocos años, quizás los mismos que la Perla de Manila— no hizo el más leve movimiento. Sus ojos, empero, que casi ocultaban las pestañas, seguían clavados en el mestizo.
—¿Eres tú, Than-Kiu? —preguntó éste.
—Sí, mi señor —respondió ella con voz dulce.
—¿Has velado mientras yo dormía? —Sí, señor.
—¿En vez de descansar?
—Than-Kiu no tenía sueño.
—¡Extraña muchacha! —murmuró Romero.
—Nos gusta soñar con los ojos abiertos.
—Soñarías quizás con tu país, con las cúpulas de escamas doradas de tu lejana ciudad natal.
—Tú también soñabas.
—¿Yo?
—Sí, señor.
—¡Ah! ¡Es verdad, soñaba con batallas!
—¡Y con perlas! —dijo Than-Kiu entornando los ojos.
—¡También es verdad! —respondió Romero suspirando—. Soñaba con la Perla de Manila.
Al oír estas palabras se extendió un ligero rubor por las mejillas de la joven china; pero se desvaneció inmediatamente.
Entraron en aquel momento los malayos con un viejo cacharro y unas tazas de te humeante, que pusieron sobre la mesa, junto con unas hogazas de harina.
Than-Kiu ofreció graciosamente a Romero una taza del perfumado líquido, excusándose de no poder obsequiarle mejor por el momento; humedeció los labios en otra, y después, volviéndose a los malayos, que esperaban sus órdenes, les preguntó si había vuelto el igorrote.
Al oír la respuesta negativa, se nubló la frente de la joven china, reflejándose al mismo tiempo viva inquietud en su mirada.
—La cosa puede agravarse —murmuró.
—¿Temes que le hayan matado? —preguntó Romero.
Than-Kiu no contestó. Se echó a la espalda el ancho manto de seda blanca, se cubrió con el gracioso sombrero de Manila, y empuñó su linda carabina, preciosa arma de cañón damasquinado y caja taraceada de nácar.
—¿Adonde vas? —le pregunta Romero.
—Esperadme aquí, mi señor.
—¿Mientras sales tú a correr un peligro? ¡Oh; no, Than-Kiu!
—Tú no conoces la selva, ni sabes dónde están los españoles —contestó la joven china—. Me urge averiguar una cosa.
—¿Cuál?
—Te lo diré después, mi señor.
—¡Quiero ir contigo!
—No puede ser. Son órdenes del jefe de las sociedades secretas —dijo Than-Kiu con firmeza—. Tienes que obedecer, señor. Además, espero volver muy pronto.
Hizo seña a uno de los malayos para que la siguiese, y salió sin pronunciar una silaba más.
Romero había dado algunos pasos para ir en pos de ella; pero el otro malayo se le puso delante diciendo:
—No, amo: es precisó obedecer a Than-Kiu.
—Pero ¿es una potencia esa muchacha? ¿Ha de mandar más que yo, que he sido nombrado jefe supremo de la provincia de Cavite? —preguntó con asombro Romero.
—Por ahora tenéis que obedecer, amo.
—Pero ¿quién es esa muchacha?
—Than-Kiu.
—Ya sé que se llama así; pero ¿de dónde viene? ¿Quiénes son sus padres?
—No sabemos nada de eso; sólo sabemos que hay que obedecerla.
—Yo nunca la había visto hasta ahora.
—Quizás te engañes, amo; porque ella te conocía antes de ayer noche, y le he oído hablar de ti con frecuencia.
—¿Dónde?
—En Manila, y más adelante, en el campo insurrecto.
—¿Me conocía?
—Sí, amo.
—¡Es extraño! No recuerdo haberla encontrado nunca en las calles de la ciudad y una muchacha china tan graciosa no me hubiera pasado inadvertida. ¿Ha estado mucho tiempo en Manila?
—No lo sé.
—¿Dónde se encontraba antes de la insurrección?
—No lo recuerdo.
—O mejor, contesta que no quieres decírmelo.
—¡Puede ser! —dijo el malayo sonriéndose maliciosamente.
Después, para cortar el diálogo, se puso de guardia en la puerta de la choza. Sacó de un morral que llevaba al costado un pedacito de siri y los demás ingredientes de que se forma el buyo, y envolviéndolos en una hoja de betel se entregó con visible complacencia a la operación de mascar aquella droga, escupiendo de cuando en cuando una saliva rosada y como sanguinolenta.
Romero, que conocía bien las costumbres y carácter de los malayos, se sentó delante de la cabaña y esperó con paciencia la vuelta de la joven china.
Pasaron horas y horas sin que regresara ninguno de los ausentes; ni el negrito, que debía de haber salido de allí antes de amanecer.
El mestizo estaba cada vez más inquieto, temiendo que hubiera sucedido cualquier desgracia a la valerosa Than-Kiu. Varias veces propuso al malayo ir en su busca; pero éste se habla limitado a responder que la china no era mujer que se dejara sorprender por los españoles.
Hablan pasado ya como dos horas después del mediodía, cuando el perspicaz oído del malayo debió de percibir algo, porque se levantó presuroso, echando mano al fusil; pero volvió a sentarse muy pronto, diciendo:
—¡Ahí vienen!
Romero respiró. La valerosa muchacha, que con una sangre fría y una audacia inauditas en una mujer así exponía su vida, comenzaba a producirle una admiración que podía llegar a ser peligrosa para la Perla de Manila.
Pocos momentos después llegaba Than-Kiu, seguida del malayo y del salvaje negrito. Parecía volver de un paseo, porque su traje estaba intacto. Sólo su semblante parecía algo mas arrebatado de color que de ordinario, y en sus ojos se conocía que estaba inquieta.
—¡Al fin! —exclamó Romero, sin disimular su alegría al volver a verla—. ¡Me has hecho pasar un mal rato, muchacha!
Than-Kiu se sonrió, al misma tiempo que una fugaz llamarada iluminaba sus ojos. Tomó por un mano al mestizo, y le introdujo en la cabaña diciéndole con un acento que demostraba la viva inquietad de que estaba poseída:
—Hang-Tu está corriendo un gran peligro.
—¡Él! ——exclamó Romero—. ¿Cómo lo sabes?
—Las tropas españolas que operan en la provincia se han replegado precipitadamente sobre Manila.
—¡Tanto mejor! ¡Nos dejarán libre el camino de Salitrán!
—No es Salitrán lo que nos urge salvar ahora, sino a Hang-Tu.
—No te entiendo.
—Hoy intentan los insurrectos un ataque contra las murallas de la capital para obligar al general Polavieja a suspender las operaciones contra Cavite, que no está bastante preparada para la resistencia, y para darte a ti tiempo de que fortifiques a Salitrán.
—¿Y quién va a encargarse de esa empresa contra Manila?
—Hang-Tu.
—¿Para acabar con todos los españoles dé Manila? ¡Desgraciado de mi! ¡Va a matar a Teresita!
—Él, de ninguna manera.
—Si él no la mata, la matarán sus malayos o sus chinos, o sus tagalos. Cuando esos hombres se desmandan se convierten en fieras como los juramentados, y a nadie perdonan: ni a las mujeres ni a los niños.
—Hang-Tu la protegerá —dijo Than-Kiu con voz sorda.
—¡Quiero volver a Manila!
—Iba a proponértelo, por más que mi corazón se resista a dar ese paso.
—¿Por qué, Than-Kiu?
La joven china hizo un gesto negativo con la cabeza, y después dijo con voz pausada:
—Eso toca a la Flor de las Perlas y no a la Perla de Manila.
—¿Qué quieres decir?
—Echemos a andar, mi señor. Hang-Tu no sabe que los españoles, prevenidos por algún traidor, acuden en ayuda de la capital. Si no vamos en su socorro, todos aquellos valientes morirán, y no quiero que Hang muera.
—¿Le quieres mucho?
—Si…; pero como se quiere a un hermano, Y después agregó suspirando:
—¡Tú nunca comprenderás quizás a la Flor de las Perlas! Dichas estas palabras salió de la cabaña, y saltando sobre el caballo que el negrito tenía por la brida, salió disparada a través del bosque, gritando:
—¡Seguidme, o llegamos tarde!
Romero y los dos malayos montaron en seguida, y salieron a escape tras ella espoleando los caballos.
Than-Kiu iba a la carrera, pero sin seguir ningún camino. Tan pronto dejaba el bosque y cruzaba por tierras de labor, como volvía a entrar en la arboleda, para volver a salir de ella de nuevo. Sin duda, sabía las posiciones que ocupaban las tropas españolas, y andaba de ese modo para evitar su encuentro.
Tres horas después llegaban nuestros viajeros a unos cuantos cientos de pasos de los macizos muros de la ciudad.
Than-Kiu paró bruscamente el caballo. Oíanse algunos disparos que salían del interior de la ciudad y gritos furiosos de:
—¡Vivan los tagalos! ¡Mueran los españoles!
La joven estaba palidísima, como si toda la sangre se le hubiera retirado al corazón.
—¿Hemos llegado tarde? —le preguntó Romero, que se había juntado con ella.
—Si —respondió ella con voz sofocada mirándole fijamente.
—¡Pues vamos a morir con nuestros hermanos! —dijo resueltamente el mestizo—. ¡Adelante! ¡Viva la libertad!
—Sí, muramos —murmuró la Flor de las Perlas con un suspiro—. ¡Mi felicidad no debía durar más que la flor arrancada de la planta!