LA «FLOR DE LAS PERLAS»
Hang-Tu echó a andar inmediatamente, sin contestar una palabra a su amigo. Parecía muy inquieto, y sin dejar de caminar rápidamente, iba mirando hacia todas partes como si temiera un asalto de enemigos que lo acechasen.
En vez de seguir el muro del jardín, se entró por un laberinto de callejuelas que debieron en otro tiempo de estar formadas por grandes casas, pero en que a la sazón sólo había escombros, muros arruinados, pilares medio derruidos, tristes recuerdos de la ira del Albay, volcán que no cesa de vomitar llamas y lava.
Romero, abismado en sus pensamientos, le seguía maquinalmente, sin importarle, al parecer, adonde le llevaba, y sin mostrar tampoco curiosidad por saber el motivo de aquella marcha rápida, que parecía una fuga; pero después de algunos minutos, viendo que Hang-Tu aceleraba el paso se paró y le dijo:
—¿Adonde vamos? Por aquí no se va al puente de Binondo.
—Vamos a ponerte en salvo —contentó el chino.
—¡Pero si nadie me ha visto entrar en la ciudad!
—¿Qué importa? Sé que todos los alguaciles andan registrando los arrabales y que los centinelas han recibido la consigna de no dejar salir de la ciudad a ningún mestizo sin identificar su persona.
—Alguien nos ha hecho, pues, traición.
—¡Nunca faltan traidores!
—¿Y adonde vamos ahora?
—Voy a sacarte fuera de la ciudad. Antes de que amanezca estarás bien lejos de Manila.
—Pero ¿no me has dicho que no se puede salir de la ciudad?
—A pesar de todo, saldrás.
—¿Y para eso has interrumpido mi conversación con Teresita?
—Para esto y para otra cosa —respondió Hang-Tu con una extraña sonrisa—. Ya estamos dentro de los baluartes.
—Pero si salto me rompo las piernas.
En lugar de responder lanzó el chino su acostumbrado silbido, que no tardó en ser contestado por otro semejante.
—Mis hombres son puntuales —dijo Hang. Trepó rápidamente al adarve, y se encontró con dos chinos, que parecían salidos de la tierra. Tenían en las manos una larga cuerda anudada, y llevaban sendos fusiles pendientes de los hombros.
—¿Está todo listo? —preguntó Hang.
—Sí, capitán.
—¿Los has visto?
—Sí; han llegado hace poco, y ahora están en el foso.
—¿Traen los caballos?
—Cuatro, y todos de buena casta.
—Than-Kiu es animosa e inteligente —dijo Hang con acento algo conmovido. Le pareció a Romero oírle reprimir un suspiro profundó; pero no hizo caso; sabía que Hang tenía muchas veces rarezas inexplicables.
A una señal del jefe de las sociedades secretas, los dos chinos, sujetando la cuerda, dejaron caer el otro cabo de ella en el foso, que estaba a unos seis metros de profundidad, lleno de fango y de plantas acuáticas.
—¡Adiós! —dijo Hang con acento conmovido abrazando al mestizo—. ¡Si muere alguno de los dos, volveremos a vernos en la otra vida!
—¡Adiós! —exclamó Romero atónito—. Pero ¿tú no vienes?
—No, Romero; pero si la muerte me perdona, espero que nos veremos pronto en las trincheras de Salitrán combatiendo juntos por la independencia de las islas.
—Pero ¿por qué no vienes conmigo, sabiendo que te persiguen?
—Van a ocurrir cosas que exigen mi presencia en Manila.
—¿Cuáles?
—¿Lo sé yo acaso? Pueden ocurrir cosas imprevistas. Vete, Romero. Más allá del foso encontrarás a dos hombres y una guía segura, fiel…, quizás demasiado fiel. Velará por ti; pero vela tú por ellos.
—¿Qué guía es esa?
—Lo sabrás pronto. ¡Adiós, o mejor dicho, hasta que nos veamos en Salitrán!
Los dos caudillos insurrectos se abrazaron por última vez. Después el mestizo se descolgó rápidamente al foso por la cuerda de nudos que los dos chinos sostenían con mano vigorosa.
Como las raíces de las plantas que crecían en el fondo del foso habían formado como una red en el fango, no le fue difícil pasar al otro lado sin mojarse.
Detúvose un momento, y dirigiendo los ojos a lo alto del baluarte que se alzaba como un gigante en las tinieblas, pudo todavía distinguir a Hang-Tu, inmóvil como una estatua de granito de pie sobre el parapeto, con el ancho sombrero echado sobre la cara y los brazos cruzados sobre el pecho.
El jefe de los hombres amarillos, sumergido en hondos pensamientos, parecía no acordarse del peligro en que estaba en aquel lugar, tan cercano a los cuerpos de guardia.
Hizole Romero con la mano un ademán de despedida al cual no contestó Hang, que seguía en la misma inmovilidad que antes.
Cruzó el glasis, cubierto de hierba, medio arrastrándose para no ser visto por los centinelas que pudiera haber, y las casamatas del ángulo del baluarte, y atravesando la vía exterior de circunvalación, se ocultó entre los árboles.
—¡Aquí, Romero Ruiz! —dijo una voz.
Había allí cuatro caballos ocultos en la sombra de un colosal tamarindo; tres montados, y el cuarto con la silla vacía.
—¿Sois los hombres mandados aquí por Hang-Tu? —preguntó Romero.
—Sí.
Dirigió el mestizo una escrutadora mirada sobre sus compañeros de viaje. Dos de ellos eran jóvenes y vigorosos malayos, de macizos miembros y recia musculatura, pero el tercero parecía más un chiquillo que un hombre. Como estaba envuelto en un ancho manto de seda blanca bordado de flores que le cubría en gran parte el rostro, y llevaba además un sombrero de paja de Manila de grandes alas adornado con una pluma, no se podía distinguir sus facciones ni calcular qué edad tuviese; pero Romero no pareció preocuparse por lo pronto de aquel sujeto misterioso, que parecía no querer que le conociera.
Saltó sobre el caballo que uno de los malayos tenía sujeto por la brida, vigoroso corcel que debía de correr como el viento, de cabeza pequeña, vientre enjuto y sólidos jarretes, producto probable del cruzamiento de la sangre árabe con la española, y dio la señal de partir.
El muchachuelo se puso a la cabeza y los malayos a la zaga, y la pequeña tropa salió a galope, siempre amparándose en la oscuridad de los árboles.
Romero, absorto en sus pensamientos, no parecía preocuparse del camino que llevaba. Como sabía, sin embargo, que muchas patrullas españolas rodeaban a la capital para impedir cualquier sorpresa de los insurrectos, llevaba apoyado en él arzón de la silla un fusil de retrocarga de último modelo que había encontrado pendiente de ella, así como también se había ceñido una canana bien provista de cartuchos que uno de los malayos le había entregado.
Galoparon durante diez minutos manteniéndose a corta distancia del camino que gira en derredor de la ciudad. Después la guía se lanzó a través de un campo labrado que orillaba un bosque de plátanos de hojas gigantescas.
Detúvose un momento a escuchar atentamente, cambió breves palabras con los dos malayos, y en seguida hizo señal de continuar la marcha.
Uno de los malayos se adelantó poniéndose a la cabeza con el fusil en la mano, y la guía se colocó al costado de Romero como para protegerle contra cualquier ataque imprevisto, cubriéndole con su propio cuerpo.
Hasta entonces no advirtió Romero que la ropa de aquel muchachuelo —que por tal seguía teniéndole— despedía un delicado olor de lilas. Le sorprendió tal afeminación, absolutamente inexplicable en un hombre, por joven que fuese, que tan audazmente se exponía a los peligros de la guerra.
—Pero ¿quién eres tú? —le preguntó—. ¿Un muchacho, o una mujer?
—Soy Than-Kiu, señor —contestó la guía con voz tan dulce y melodiosa como el canto de esos lindos ruiseñores que llaman los chinos «cantores de Mangolia».
—¡Than-Kiu! —exclamó Romero—. Es nombre de mujer, y significa en la lengua de los celestiales Flor de las Perlas, si no me engaño.
—Así es, señor——contestó la guía con mayor dulzura.
—¿Entonces, eres una muchacha?
—Del Celeste Imperio, señor.
—Pero ¿quién te ha mandado venir conmigo?
—Hang-Tu.
—¡Pero este hombre ha perdido el juicio!
—¿Por qué, señor?
—¡Exponer así a una muchacha a los horrores de la guerra!
—No temo a la guerra.
—No sabes lo que es.
—He oído tronar el cañón en Malabón, y últimamente Dasmarinas.
—¿Tú? —exclamó el mestizo, que iba de sorpresa en sorpresa.
—Yo; sí, señor.
—¿Y has empuñado el fusil?
—Sí; contra los españoles.
—¡Extraña criatura!
—Por vengar a mi hermano.
—¿Y quién era tu hermano?
La joven china no contestó e inclinó la cabeza sobre el pecho; pero alzándola después dijo:
—Quizás esté próximo a morir.
—¿Está en manos de los españoles?
—Aún no —respondió Than-Kiu algo alterada—, pero puede caer en ellas de un momento a otro.
—¿Y vienes conmigo a pelear contra los españoles en Salitrán?
—Sí.
—¿Qué imperioso motivo te ha inducido a ir a esa ciudad?
—Me han ordenado llevarte allí, y obedezco.
—¿Conoces el camino?
—Quizás mejor que nadie.
—¡Tú! ¡Una muchacha!
—Sé mejor que nadie dónde está la vanguardia enemiga. Me has sido encomendado, y yo te llevaré a Salitrán, donde te presentaré al capitán insurrecto.
—¿Te conoce?
—Y me obedecerá también.
—Pero ¿quién eres tú?
—Than-Kiu —respondió la muchacha.
Y sin decir más, espoleó el caballo y se internó en el bosque por un sendero apenas visible, donde reinaba tan profunda oscuridad, que no se podían distinguir los árboles de los lados.
Siguiéronla Romero y los malayos que se le hablan situado a retaguardia. Apenas distinguía a la muchacha; pero el delicado perfume de lilas que exhalaba y que se esparcía como en ondas en las tinieblas, bastaba para guiarlo.
La seguía como atraído por una fuerza misteriosa o compelido por una voluntad potente e irresistible, y al mismo tiempo iba pensando en quién podría ser aquella mujer que Hang-Tu había puesto a su lado para guiarle a través de los enemigos hasta Salitrán, y por qué se había valido de una mujer y no de un hombre, que hubiera podido serle más útil en cualquier trance peligroso. ¿Qué miras ocultas tenía el poderoso jefe de las sociedades secretas al darle aquella compañera? Temores vagos comenzaban a invadir su ánimo pensando en aquellas palabras oscuras y enigmáticas que había pronunciado el chino varias veces aquel día, y también por la noche, en el momento de separarse.
¿Qué meditaba aquel hombre de corazón y de mirada impenetrables? Los pensamientos del mestizo volvían sobre Teresita, y, sin saber por qué, se sentía invadido de profunda inquietud. Temía cualquiera trama tenebrosa contra la muchacha que había dejado en Manila.
Sus temores fueron creciendo poco a poco hasta adquirir tal intensidad que se le hicieron insufribles. Sentía instintivamente que algo tremendo debía de estar sucediendo en la capital mientras se trataba de alejarle de ella.
—¡Than-Kiu! —exclamó.
La muchacha, que seguía internándose en el bosque, se detuvo diciendo:
—¿Qué desea mi señor?
—Hacerte una pregunta.
—Soy la esclava de mi señor, que puede preguntarme lo que quiera.
—¿Puedes decirme porqué se ha quedado Hang-Tu en Manila?
—Acaso.
—¿Has oído hablar de la Perla de Manila?
La muchacha no contestó.
—¿Me has oído?
—Sí, señor —respondió Than-Kiu con acento en que se advertía algo de tristeza.
—¿La conoces?
—La Flor de las Perlas puede haber oído hablar de la Perla de Manila; pero las perlas de mi país no tienen voz.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Romero asombrado.
En vez de responder a esta pregunta, detuvo Than-Kiu el caballo, diciendo:
—¡Silencio! ¡Escucha!
Oíase a través de la selva un ruido sordo y lejano que iba creciendo rápidamente. Retumbaba el suelo como si una numerosa manada de bestias de gran tamaño y peso considerable lo golpease con las patas, acercándose al mismo tiempo, bien atravesando la selva, bien pasando muy cerca de ella en dirección de la capital.
—¿Los españoles? —preguntó Romero.
—Sí —le contestó Than Kiu con acento en que se traslucía viva inquietud.
—¿Escuadrones de caballería que regresan?
—Seguramente; pero quisiera saber por qué van hacia Manila, estando los insurrectos en Bulacán, Cavite, Salitrán y Malabón.
—¿Será que temen alguna sorpresa contra la ciudad?
—No lo sé —respondió la joven china con cierto embarazo, que no pasó inadvertido a su interlocutor.
—¿Quizás lo sabes? —dijo el mestizo.
—¡Calla, señor, o nos descubren!
Saltó a tierra con agilidad sorprendente, y obligó al caballo a tenderse bajo las grandes hojas de un bosquecillo de sagú, envolviéndole la cabeza con una rica gualdrapa que quitó del arzón.
Los dos malayos y el mestizo la imitaron, agazapándose detrás de los caballos con el fusil en la mano.
El ruido iba acercándose. Ya no podía dudarse de que se trataba de un numeroso grupo de caballos —quizás un escuadrón— que galopaba hacia la capital a través de la selva.
Oíase el retintín de los sables y voces de mando.
Diez minutos después vieron desfilar los cuatro insurrectos, a menos de cien pasos de ellos, una larga fila de soldados españoles a caballo y con la carabina en la mano, como si temieran alguna sorpresa.
Era un escuadrón del regimiento de Luzón que marchaba en son de guerra. Por fortuna para el mestizo y sus acompañantes, los soldados pasaron sin sospechar su presencia, perdiéndose pronto en la oscuridad.
Than-Kiu esperó a que estuvieran bien lejos, y cuando hubo cesado todo mido, hizo levantarse a su caballo, montó en él, y volvió a emprender la marcha haciendo seña a sus compañeros para que la siguieran.
Parecía muy inquieta y preocupada; no contestaba a las preguntas de Romero, y de cuando en cuando se detenía para escuchar.
Un cuarto de hora después volvió a sentirse otro ruido semejante al anterior, pero esta vez hacia la orilla del Passig. Parecía producido por otro escuadrón de caballos que se dirigiese también hacia la capital.
Than-Kiu volvió a detenerse, cruzó algunas palabras con los malayos en la lengua de éstos, que el mestizo no entendía, y emprendió de nuevo la marcha espoleando al caballo. Había, empero, cambiado de dirección, como acercándose al canal meridional del Passig, que va a terminar hacía las Pifias.
Media hora más caminaron, siempre por el bosque, y se detuvieron de nuevo. Apeóse otra vez la joven china, y se estuvo al pie del caballo con los brazos cruzados y sin decir una palabra.
—¿Qué pasa? —preguntó Romero.
—Tenemos que parar aquí, mi señor —respondió ella.
—¿Por qué?
—Los españoles han cerrado todos los pasos. Acabo de ver las hogueras de su campamento.
—¿Volvemos hacia Manila?
Than Kiu hizo con la cabeza un signo negativo, diciendo:
—No; esperaremos a la noche.
—¿Ocultos aquí?
—Than-Kiu buscará un refugio para su señor.
Tomó el caballo por la rienda, y se internó en un enorme matorral formado por naranjos, plátanos y árboles gomíferos que, aun en pleno mediodía, debían de proyectar oscura sombra con sus hojas enormes, y poco después se detenía ante un casucho semiarruinado, diciendo:
—Aquí tienes el refugio de los insurrectos cuando se ven obligados a detenerse en estos parajes. Mi señor no correrá ningún peligro.