CAPÍTULO IV

TERESITA DE ALCÁZAR

El archipiélago de Filipinas, donde se desarrolló la sangrienta insurrección del 96-97, casi al mismo tiempo que la no menos tremenda de Cuba, es una de las más espléndidas posesiones que había conservado España de las muchas que tuviera en otro tiempo.

Se compone de más de cincuenta islas; pero de ellas hay dos grandísimas: la de Luzón, que es la principal y alcanza más de doble extensión que nuestra Sicilia, y la de Mindanao, de la cual gran parte es todavía independiente. Otras siete son también considerables por la extensión de su territorio: Palavan, Samar, Panay, Mindoro, Leite, Negros y Ceba. Son las menores las de Bohol, Marsbate, Mactán, Marinduque, Burías, Carminas, Bassilan, Catanduanes, Pelillo, Babuiane, etc.

Magallanes, el gran navegante que dio por primera vez la vuelta al mundo, fue también el primer europeo que abordó en esas tierras el 16 de marzo de 1521; pero no pudo ponerlas bajo del dominio de España, pues perdió la vida en la isla de Mactán combatiendo por el rey de Cebú.

Veinte años después llegó Villalobos a aquellas tierras que llamó Filipinas en honor de Felipe II; pero escaseando de víveres sus naves, tuvo también que abandonarlas sin haber podido fundar ninguna colonia.

Estaba reservada esa honra a Miguel López de Legazpi hacia 1561; pero su sobrino Salcedo fue el verdadero conquistador de la isla de Luzón. Con valor inaudito sometió con sólo 150 hombres a los príncipes tagalos, y dio a su patria una de las colonias más importantes y prósperas.

Los progresos de la colonia fueron rapidísimos, a pesar de las discordias que hubo primero entre la Audiencia y los prelados, después entre el clero secular y el regular, y más adelante entre unas y otras Ordenes religiosas. A los pocos años, merced a los emigrantes chinos, hábiles artífices y comerciantes, Manila llegó a ser uno de los más ricos emporios de aquellos mares, con inmensos beneficios para la hacienda de la metrópoli, a la cual producía tanto esa colonia como las del golfo de Méjico.

La dura opresión de los conquistadores por una parte, y los ambiciosos planes del vecino imperio de China por otra no tardaron en provocar sangrientas insurrecciones, que agitaron varias veces aquella opulenta isla, poniendo en peligro la soberanía española.

Libertada milagrosamente de la pirática expedición del bandido Limacón, que con sesenta y dos naves, en las que iban 5000 hombres y 1500 mujeres, trató de apoderarse por sorpresa de Manila en 1574, hubo de sufrir en 1603 la primera rebelión que estalló dentro de los muros de esa ciudad. Treinta y cinco mil chinos entre labradores y mercaderes instigados por emisarios del Celeste Imperio, se levantaron en armas.

Una mujer tagala, casada con un chino, descubrió a un clérigo la conjuración; pero los rebeldes no retrocedieron, y acabaron con las avanzadas españolas.

El peligro hizo tomar las armas a todos los habitantes de Manila de raza europea. Soldados, clérigos seculares, religiosos, hasta las mujeres, se pusieron enfrente de la insurrección y lograron dominarla, causando la muerte de 23.000 rebeldes.

En 1639 estalló otra, también de chinos. Cuarenta mil de ellos atacaron a los españoles; pero también fueron sometidos con terrible mortandad. Sólo siete mil escasos escaparon coa vida.

De esas dos rebeliones data el odio secular entre las razas blanca y amarilla, transmitido de padres a hijos. Los malos tratos de que eran objeto los indígenas por parte de los dominadores, la codicia de los perceptores de impuestos, que doblaban y triplicaban en provecho propio los que pagaban los tagalos y malayos, y los crueles castigos que siguieron a varias insurrecciones de éstos, proporcionaron formidables aliados a los chinos en los representantes de la raza aceitunada y de la rosada, descendientes los primeros de los rapaces piratas, asoladores del archipiélago malayo y los Filipinos, de los primitivos naturales del territorio.

De la fusión de las tres razas, china, malaya e indígena, ha resultado esa vigorosa e inteligente raza mestiza que, aspirando a reformas liberales, ha provocado las insurrecciones de nuestro tiempo.

La rebelión de las colonias españolas de América encontró eco en Filipinas, donde en 1824 resonó el primer grito de libertad. La insurrección había sido organizada por algunos militares españoles en combinación con hombres de negocios.

Eran pocos pero animosos, y estaban apoyados moralmente por las razas de color, sedientas de venganza.

Los rebeldes se apoderaron de una de las puertas de la ciudad, asaltaron el palacio del Gobierno y mataron al virrey; pero las tropas que hablan permanecido fíeles lograron sofocar la insurrección aquella misma noche, y los principales motores del alzamiento perdieron la vida en el cadalso o fueron desterrados.

Otra segunda insurrección ocurrida algunos años después no tuvo mejor fortuna.

No se había derramado estérilmente la sangre de los autores de las anteriores revueltas. Las tres razas de colonos, cansadas de promesas nunca cumplidas y de reformas absurdas, humilladas por los desprecios y vejámenes de que eran objeto, y envalentonadas por las buenas andanzas de los insurrectos cubanos, tramaron hacia fines del 96 una, gran conjuración, que debía estallar con rapidez fulminante, sorprendiendo tanto más a España cuanto menos la esperaba.

A no ser por la obediencia de una mujer de color, el golpe hubiera sido terrible para España; porque no se trataba de unas cuantas bandas que se alzasen en armas en el campo sino de una sorpresa contra la capital del archipiélago, que habría de costar la vida a toda la población europea.

Habíanla preparado y organizado dos hombres: uno de ellos, el principal. Romero Quiñones, propietario de los más ricos de Luzón, que había seguido en Europa la carrera de ingeniero con gran aprovechamiento; hombre de corazón y de cabeza, aunque se supiera que estaba enamorado de una muchacha blanca, la Perla de Manila, hija de uno de los más valerosos oficiales de la guarnición española; el otro, Hang-Tu, jefe de los más valerosos e influyentes de la colonia china de Manila, gran maestre de las sociedades secretas el Soto blanco, el Lirio de agua y el Tien-Tai, y uno de los más fervorosos campeones de la libertad de las islas.

Aunque contra la opinión de Romero que no quería inaugurar la insurrección con un asesinato, el partido amarillo, o sea el chino, tenía decretada la muerte del general Blanco, jefe supremo de las fuerzas españolas. Un malayo criado suyo le mataría a traición.

Las sospechas nacidas del hallazgo de ciertas armas en manos de criados tagalos, y confirmadas después por la confidencia de un campesino y por la declaración que a su confesor hizo una vieja malaya, pusieron en guardia a las autoridades españolas.

Mientras el gobernador hacia reducir a prisión a un centenar de conjurados, un alto funcionario de la colonia y un abogado organizaron prontamente dos escuadrones de voluntarios, que se impusieron por su energía a la población de color, a punto ya de alzarse en armas.

La conjuración había abortado. La protección de algunos amigos permitió a Romero y a Hang-Tu ponerse en salvo y refugiarse en Cantón cuando ya estaba decretada su sentencia de muerte.

Pero mientras los detenidos eran fusilados o deportados, estallaba la insurrección fuera de Manila, a pesar del corto número de los rebeldes.

El primer golpe de éstos se dirigió contra Calocán, lugar que sólo dista dos leguas de Manila; pero fue rechazado. Los feroces malayos que formaban la partida tomaron venganza en el monasterio a que pertenecía el religioso confesor de la vieja malaya que delatara la intentona, matándola primero a ella cruelmente, después a su confesor por medio del terrible suplicio del Umig-chi, que consiste en despedazar en muchos trozos al paciente, y, por último, matando a los demás religiosos, y después se esparcieron por las poblaciones de Bulacán, Pampanga, Laguna, Nueva Écija, Bitangas y Cavite para levantarlas en armas.

Las fuerzas españolas, movilizadas desde los primeros momentos, hubieran debido sofocar la apenas iniciada rebelión; pero las ideas de libertad y el odio contra la raza española tenían hondas raíces.

En muy poco tiempo aquellos pocos cientos de insurrectos se habían convertido en millares. La rebelión corrió como un reguero de pólvora, y pronto ardió en ella todo el territorio vecino de Manila. Tenía sus centros principales en Cavite Vieja y en Bulacán.

Los insurrectos encontraron valiosos aliados en los municipios y en la Guardia civil, cuyo ingreso habían abierto a los mestizos, y a los indígenas recientes reformas. No huían, sino que combatían ferozmente.

Ya se habían reñido sangrientos combates entre los últimos meses del 96 y mediados de febrero del 97 y ya se habían cometido atrocidades increíbles por ambas partes, cuando, eludiendo la vigilancia de la flota española y desafiando el peligro de caer en manos de las autoridades y sufrir la pena de muerte a que hablan sido condenados por el Consejo de guerra presidido por el comandante Alcázar, desembarcaron los dos primeros campeones del alzamiento: Romero Ruiz y Hang-Tu.

***

El mestizo, después de separarse del chino en el muelle de Binondo, se encaminó después hacia el puente, con el rostro medio cubierto por la amplia manta floreada y la mano derecha apoyada en el mango de la larga y afilada navaja, que se había colocado bajo el cinturón.

Estaba triste y sombrío. El coloquio, que en otro tiempo hubiera colmado sus deseos, no le halagaba en aquellos momentos en que tan a punto estaba de partir para el campo rebelde y tan próximo a combatir contra los compatriotas, y quizás contra el propio padre de la mujer amada. ¡Situación bien triste la que le había creado el antagonismo entre su ardiente amor a la libertad de su patria y su amor por una mujer, y porvenir bien tenebroso el suyo, pues no estaba iluminado por la más remota esperanza!

—¡Es triste mi situación! —repetía para sí Romero siguiendo el hilo de sus dolorosos pensamientos—. Pero aunque la patria haga de mí el más desventurado de los hombres. Romero Ruiz no hará traición a su bandera: ¡antes buscará la muerte que ponga fin a sus sufrimientos! ¡Tratemos de ser fuertes en esta entrevista, que quizás sea la última! ¡Pobre Teresita! ¡Mejor hubiera sido para mi no haberla conocido nunca!

Contuvo un suspiro y apretó el paso. Daban las once en aquel momento, y todavía tenía que andar mucho para llegar a la casa del comandante Alcázar.

Al extremo del puente, delante de la puerta de la ciudad, había dos centinelas, porque se había redoblado la vigilancia con motivo de la insurrección que aún podía ocasionar algún movimiento en una población habitada por tantos tagalos, chinos y mestizos. Romero pasó resueltamente, confiado en que la oscuridad no permitiría que fuera reconocido.

No pudo impedir que los soldados le preguntaran:

—¿Adonde se va a estas horas?

—A casa del mayor Alcázar —contestó sin titubear el mestizo.

—¿Os esperan?

—Sí, y llevo prisa.

—¡Adelante!

El mestizo entró en la ciudad apresuradamente; pero no volvió la primera esquina sin cerciorarse antes de que no era seguido. Ya tranquilo por ese lado, se internó por una sucesión de calles estrechas, pero formadas por grandes edificios de severo y sombrío aspecto.

En la ciudad residen las autoridades, las tropas y la población blanca. Es una verdadera fortaleza ceñida de muros y baluartes enormes defendidos por anchos fosos, pero mal cuidados, pues más que de agua, están llenos de un liquido fangoso en que crecen hierbas y plantas acuáticas. Seis puertas con sus correspondientes puentes levadizos dan paso al interior de la ciudad, la cual está defendida también por una fortaleza de amenazadora apariencia: la de Santiago.

Las calles de la ciudad son tristes y ofrecen poco o ningún atractivo a los europeos que no sean españoles, pues aunque, por lo generad, son anchas, rectas y están sombreadas por árboles, están cubiertas de hierbajos que nacen y crecen espontáneamente y que nadie se cuida de arrancar.

Aquellos palacios de oscuras murallas cuarteadas y resquebrajadas por los terremotos de 1654, 1796, 1852, 1860, 1864 y 1870; aquellas inmensas e innumerables iglesias, aquellos también innumerables monitorios, producen una triste impresión. Sus casas, sólo de planta baja y con las galerías exteriores adornadas de flores, casas que suelen fabricarse así ahora para resistir mejor a los terremotos, dan un aspecto más risueño a cierta parte de la ciudad.

Romero, que la conocía muy bien por haber vivido bastante tiempo en ella, anduvo muchas calles arrimándose lo más posible a los muros para no ser descubierto por algunos de los vigilantes nocturnos que las recorrían.

Pocos minutos antes de media noche llegó frente a un caserón que más parecía fortaleza que palacio, de muros sombríos, resquebrajados en parte por las convulsiones del suelo y con un extenso jardín adyacente rodeado de almenados, pero maltrechos y medio derruidos muros.

Ni siquiera un rayo de luz se percibía tras las persianas de las muchas ventanas del edificio, ni tampoco había ningún centinela en la grandiosa portada. Romero lanzó una larga y escrutadora mirada en tomo suyo, y cerciorado de que estaba enteramente solo, siguió la tapia del jardín hasta ir a dar en un pabelloncito de piedra coronado por una azotea adornada con grandes macetas de flores.

Veíase luz a través de las persianas de las ventanas, las cuales eran tan bajas, que cualquier hombre de mediana estatura hubiera podido alcanzar a ellas.

—¡Me espera! —murmuró—. ¡Pobre Teresita!

Se acercó a una de las ventanas y llamó dando unos cuantos golpes con los nudillos.

Abrióse momentos después calladamente la puerta del pabellón, y el mestizo entró en una elegante salita adornada con cortinas de percal azul, grandes jarrones de porcelana chinos o japoneses que contenían plantas raras llenas de flores que perfumaban el ambiente con esos fuertes aromas a que tan aficionadas son las españolas.

La suave claridad de una lámpara también china adornada de blonda se reflejaba en las mesillas chinescas de laca y en las mecedoras de bambú incrustado de laca y de escamas de nácar que amueblaban la estancia.

Teresita vestida con un peinador blanco adornado de encajes que hacía resaltar el color moreno de su cutis y la negrura de sus ojos, se apoderó rápidamente de una mano de Romero y le llevó bajo la lámpara, mientras Manolita, su fiel criada lindísima tagala de negros ojos ligeramente oblicuos, se apresuraba a cerrar la puerta.

—¡Gracias, Romero! —dijo la muchacha con voz trémula—. Había temido un instante que no vinieses pero veo que me engañaba y que te juzgaba mal.

—¿Y por qué dudabas, Teresita?

—¡Y me lo preguntas! ¡Temía que hubieras olvidado para siempre a la hija de quien tan despiadadamente te ha tratado!

—No creas que odie a tu padre.

—¡A él, que te ha condenado a muerte, que ha destruido todas tus riquezas, que te ha dejado en la miseria y que te ha obligado a expatriarte!

—Un soldado debe cumplir con su deber, Teresita. Otro cualquiera en su lugar se hubiera conducido lo mismo con un rebelde como yo.

—Pero él te odia, Romero —dijo la muchacha conmovida.

—Lo sé, Teresita —respondió el mestizo con voz sombría—; pero, a pesar de todo, no le odio. No veo en él sino un enemigo de la independencia de las islas; pero nada más. Se lo perdono todo: su desprecio, el daño que me ha hecho, las torturas que ha hecho pasar a mi corazón.

—¡Cuánto debes de haber padecido en el destierro. Romero mío!

—Si; pero ha sido por ti, Teresita.

—¡Ahí! ¿No me habías, pues, olvidado? —dijo ella sonriendo a través de sus lágrimas.

—¡No; llevaba en mi corazón el amor por la Perla de Manila! Pero ¡qué angustias, Teresita! Te tenía siempre ante los ojos: ¡sábelo! Allí, en la tierra de los hombres amarillos, me parecía que tu voz resonaba en mis oídos de continuo, y me parecía oír siempre aquellas palabras que me dijiste la noche misma del levantamiento: «¡Tú, o la muerte!» ¡Ansiaba volver sólo por verte, aunque no fuera sino un instante, y aunque pudiera Costarme la vida!

Romero se calló de repente, como si se hubiese arrepentido de haber dicho tanto.

—¡Estoy hablando así —dijo con amargura—, sin pensar en que todo debe acabar entre nosotros!

—¡Romero! —exclamó Teresita sollozando—. ¡No digas eso, por Dios!

—¡Si; todo debe acabar entre nosotros, porque nos separa la patria!

—¿La patria?

—¡Sí; porque mañana seré upo de los enemigos más implacables de tu raza, y no podrás ya quererme!

—Te engañas. Romero.

—No, Teresita. No se puede querer a un enemigo de la propia patria, y aquí estoy yo en prueba de ello. Muy pronto tendré que pelear a muerte contra tus hermanos, y quizás mataré a tu padre.

—¡No puede ser, Romero! —exclamo la muchacha con acento desgarrador—. ¡No! ¡Tú no te irás! ¡No volverás al campo insurrecto! ¡No te expondrás a los golpes de mis compatriotas!

—Tendré que irme, porque se trata de la independencia de estas islas, que son mi patria.

—¡Pero es que todos esos hombres tienen que morir, y yo no quiero que tú mueras! Creen que vencerán a España; creen que podrán echar de aquí a mis compatriotas, y se engañan. ¡Son ilusiones que se hacen! ¡España es demasiado fuerte y demasiado altiva para ceder!

—También la insurrección es fuerte; Teresita, y lucha mientras disponga de un solo hombre y de un solo cartucho.

—Pero tú no eres un hombre de color, como casi todos los insurrectos. Por tus venas corre también sangre de blancos, sangre española.

—Cierto es pero tus compatriotas sólo se acuerdan de la sangre tagala de mi madre para despreciarme llamando desdeñosamente mestizo. Por eso se ha puesto tu padre entre tú y yo, como si la sangre de mi madre no fuera tan buena como la de los europeos. ¡No! ¡Un mestizo no puede mirar a una blanca: es un esclavo, un leproso!

—¡Romero, no hables así! ¿Qué importa que mis orgullosos compatriotas te llamen mestizo, si yo te quiero?

—Pero ¿y tu padre? —dijo Romero, que parecía presa de una violenta excitación.

—Tú has salvado la vida a su hija.

—¡Y en pago de ello! sería dichoso si pudiera fusilarme —dijo Roberto con amargura.

Teresita se había dejado caer en una silla, y lloraba si silenciosamente con el rostro oculto entre las manos, sofocando los sollozos que agitaban violentamente su seno. El mestizo, con los brazos cruzados y la frente arrugada, se paseaba por la sala, en tanto que Manolita, inmóvil como una estatua de bronce, vigilaba la puerta que daba al jardín.

—¿Te vas? —preguntó de repente la muchacha levantándose y secándose las lágrimas.

—Al amanecer —le contestó Romero.

—¿Estás decidido?

—Lo he jurado, Teresita.

—Y… ¿no volverás? —preguntó ella rompiendo otra vez en sollozos.

—Quizás algún día, si no me matan.

—¡Es que no quiero que mueras. Romero! —exclamó Teresita reclinando la cabeza en el pecho de él.

—Mi muerte sería quizás un bien para los dos. ¿A qué continuar estos desdichados amores sin esperanza? La guerra interpondrá entre los dos un abismo que no se cerrará nunca, Teresita.

—¿Y vas a…?

—A defender a Salitrán.

—¡A Salitrán! —exclamó Teresita echándose hacia atrás con viveza—. ¿Vas a pelear contra mi padre?

—¿Tu padre estará en Salitrán? ¡Ah, Hang-Tu! ¡Veo el plan diabólico que has tramado!

—¿Quién es ese Hang-Tu, Romero?

—Un gran corazón y un gran patriota; pero un hombre funesto para nuestros amores, Teresita. Me ha hecho jurar que defenderé a Salitrán, porque sabe que allí tendré que luchar contra tu padre. ¡Soy un desgraciado! ¡Estoy maldito por el Destino!

—¿Y no puedes evitar el combatir con mi padre?

—¡Imposible, Teresita!

—¡Ah! ¡Le matarás Romero!

—¡No; te lo juro! ¡Todo se lo he perdonado!

—Pero ¿y él? Tengo miedo. Tengo presentimientos tristes —dijo la jovencita con voz llorosa.

—¡Si así fuera… si me matase, se habría cumplido mi destino!

—¡Pero yo te quiero!

—¿Y crees que no quiero yo a la Perla de Manila? Sabed que he venido aquí mientras mis compatriotas, quizás esta misma noche, combaten y mueren por la libertad. ¿No debería yo estar a su lado combatiendo y muriendo con ellos? ¡No Teresita! tú no comprenderás nunca cuánto he padecido por ti.

Romero se detuvo bruscamente. Oyóse un silbido breve que resonó hacia la calle, y que parecía conocer muy bien, porque palideció ligeramente haciendo un además de sorpresa.

—¡Hang-Tu! —dijo en voz baja——. ¡El silbido es de alarma!

Separóse dulcemente de los brazos de la jovencita, se acercó a la ventana y la abrió suavemente.

Un hombre envuelto en un amplio sarape de colores vivos y cubierto Con un gran sombrero de fibras rotang parecido al que usan los chinos, se hallaba en medio de la calle con la cara vuelta hacia el muro del jardín.

—¿Eres tú, Hang?

—¡Sí! —respondió el chino—. ¡Huye, o eres preso! Los españoles saben que hemos desembarcado, y si no te das prisa, no podrás salir de la ciudad.

—Espérame, que allá voy.

El mestizo volvió a cerrar la ventana, y al volverse sintió que Teresita le estrechaba la mano.

—¿Te persiguen? —preguntó ella aterrorizada.

—Sí; pero no me prenderán —respondió Romero alzando altivamente la cabeza—. Voy armado y sé defenderme.

—¿Te marchas? —Si me quedase podrían matarme, y es preciso que viva por la libertad de las islas… y por ti.

—¡Ah! ¿Me querrás siempre?

—Sí, Teresita; y puede ser que algún día la fatalidad se canse de perseguimos.

—¡Anda; vete, querido mío! No quiero que te maten mis compatriotas. ¡Ah! ¡Qué triste es separarse de esta manera! ¡Quizás no vuelva a verte nunca!

Un sollozo le impidió seguir hablando. El mestizo le dio un beso en la frente, y mientras ella caía en brazos de Manolita volvió él a abrir la ventana y, poniéndose a horcajadas en ella, saltó a la calle diciendo a Hang.

—¡Aquí estoy! ¡Ya pertenezco a la insurrección!