LAS SOCIEDADES SECRETAS CHINAS
El mestizo experimentó, sin saber por qué, un estremecimiento al oír aquellas palabras. No era que temiera afiliarse a aquellas sectas misteriosas importadas de China y que habían dado sus riquezas y su fuerza por la libertad de Filipinas; no temía tampoco los terribles castigos que infligen a los sospechosos de deslealtad o infidelidad contra los estatutos sedales; tampoco temía las artes secretas de Hang-Tu para arrancarle del corazón su afecto por Teresita; pero con todo, no se sentía tranquilo al franquear la puerta que debía conducirle ante los miembros de las poderosas sociedades.
Sentía vagamente que estaba envuelto en un peligro misterioso, pero sin sospechar cuál fuese.
El chino le llevó por otro corredor que parecía descender todavía más haciéndole entrar después en una sala cubierta por una bóveda sostenida por ocho enormes pilares, al pie de los cuales estaban sentados sendos chinos, miembros de la sociedad.
Otros dos chinos se apoderaron de Homero y le desnudaron de cintura para arriba, cubriéndole después con un manto blanco de seda que le dejaba descubierto el hombro derecho.
Para que fuera completa la ceremonia, hubieran debido cortarle la coleta, como prescriben los estatutos de las sociedades el Lirio de agua, el Soto blanco y el Tien-Tai, o sean del Cielo, de la Tierra y del Hombre: forma de protesta de los chinos contra el dominio de los conquistadores manchúes; pero siendo Romero mestizo, y llevando corto el pelo, a la moda de Europa, se prescindió de esa parte de la ceremonia.
Introdujo en seguida Hang-Tu a su amigo en una espaciosa sala donde estaban reunidos ciento o más de los afiliados, entre los cuales los había chinos, malayos, tagalos y mestizos, quizás los más influyentes del partido insurrecto de Manila. Todos ellos estaban armados de sables, cántanos o parangs, cuyas hojas de finísimo acero resplandecían a ]a luz de media docena de grandes faroles de talco.
Hang llevó al mestizo a un extremo de la sala, en el que había un pequeño pabellón, llamado de las Flores Rojas porque tenía las cortinas bordadas de peonías de color sanguíneo, y mojando los dedos en agua del río Sam-Ho, que es uno de los que bañan el territorio de la China, contenida en una vasija de porcelana azul de los Minh, roció con ella al neófito.
En aquel momento los cien hombres allí reunidos se pusieron en dos filas y cruzaron sus armas en el aire, formando con ellas como una bóveda de acero.
Hang hizo que Romero entrase bajo aquella bóveda y que se arrodillara sobre un cojín de seda carmesí, mientras ocho espadas asestadas contra su hombro desnudo se lo desfloraban ligeramente, arrancándole algunas gotas de sangre.
—¿Han muerto tus padres? —le preguntó Hang, que hacía de jefe o de gran maestre de la sociedad.
—No —respondió sorprendido el mestizo.
—Debes jurar que han muerto —dijo el chino con voz solemne—; así lo disponen nuestros estatutos.
—¡Lo juro!
—Repite el juramento.
—¡Lo juro!
Un rayo de alegría brilló en los oblicuos ojos de Hang.
—¡Has jurado! —le dijo—. Esa fórmula significa que has roto todos los lazos que te unen al mundo, y que de aquí en adelante perteneces en cuerpo y alma a nuestra sociedad, que representa la independencia de las islas Filipinas.
Al oír aquello el mestizo trató de levantarse; pero las puntas de las ocho espadas, que seguían asestadas contra su espalda, le obligaron a permanecer de hinojos. Comprendió entonces que el juramento que había prestado significaba para él la pérdida de la mujer amada, la renuncia a sus amores, que era lo que se había propuesto el astuto chino.
—¡Hang! —murmuró el mestizo.
—¡Por la independencia de la patria! —contestó él chino, que comprendió su idea.
Romero cerró los ojos y bajó la cabeza: la libertad de la patria le robaba el afecto de Teresita.
Un afiliado se le acercó entretanto con un vaso de porcelana de color del cielo después de la lluvia lleno de avarak, fuerte bebida a la que se había agregado algunas gotas de la misma sangre que había brotado de su hombro.
—¡Bebe, Romero Ruiz! —dijo Hang presentándole la copa.
El neófito la apuró sin decir una palabra. Ya no se pertenecía: había dado el corazón y el alma a la sociedad.
—¡Romero Ruiz! —prosiguió el chino, haciéndole levantarse a tiempo que se retiraban las ocho espadas—, ¡eres nuestro y has jurado defender la libertad de las islas contra nuestros opresores seculares!
—¡Sí! —respondió el mestizo en voz baja—; ¡pero me has destrozado el alma!
Hang-Tu fingió no oírle y le hizo sentarse a su lado en un escaño cubierto de seda de color de rosa floreado, y en seguida, mientras los conjurados se formaban ante ellos en amplio corro, dijo:
—¡Qué entren los correos!
Un instante después dos malayos, un chino y un mestizo entraban en la sala. Los cuatro eran hombres flacos y parecían estropeadísimos. Notábase en su semblante y en su aspecto la huella de largos padecimientos. Sus ropas enfangadas indicaban que llegaban del campo insurrecto.
Hang-Tu hizo acercarse al mestizo, y le preguntó:
—¿De dónde vienes?
—De la ribera del Imus, capitán —respondió el correo.
—¿Qué hacen los españoles?
—Están acampados cerca de Dasmarinas, y parece que tratan de ir a Salitrán.
—¿Quién los manda?
—Los generales Lachambre y Cornell.
—¿Y qué más?
—El general Zabala opera en combinación con ellos, y también el mayor…
—¡Basta! —interrumpió Hang-Tu con viveza—. Conozco al otro. ¿Han fortificado a Salitrán los patriotas?
—La tienen por inexpugnable.
—¿El esfuerzo mayor de los españoles será, pues, sobre Salitrán?
—Sí, capitán; todas las columnas convergerán hacia el Imus.
Hang le indico con un ademán que se retirase, y ordenó al chino que se le acercara.
—¿Vienes?…
—De Franquero.
—¿Es cierto que esa fortaleza ha caído en manos de los españoles?
—El general Jaramillo la tomó el dieciséis de febrero.
—¡Hace tres días! —exclamó Hang con acento de dolorosa sorpresa—. ¿Y los insurrectos?
—Se han retirado combatiendo.
—¡Maldición! ¿Y Pamplona?
—Ha sido tomada también, capitán —dijo uno de los dos malayos adelantándose—. La tomó el coronel Barranquer después de un violento bombardeo que ha costado la vida a cien de los nuestros.
—¡Mala noticia! —dijo Hang suspirando—. Y en Bacoor, ¿qué pasa?
—Sigue el bombardeo por la escuadra española; pero los patriotas continúan resistiéndose —dijo el segundo malayo.
—¿Y Cavite Vieja?
—Sigue defendiéndose contra los españoles.
—Pues hoy se decía en Binondo que las poblaciones del río Zarate están sometidas. ¿Es verdad?
—Sí, capitán —contestaron los dos malayos—; pero todos los hombres capaces de pelear sé han ido a reforzar las partidas.
Hang-Tu se levantó, y volviéndose hacia los conjurados, que a pesar de las malas noticias que acababan de oír guardaban religioso silencio dijo:
—Amigos: los opresores nos amenazan con un golpe mortal. Mientras Cuba resiste victoriosamente a los regimientos del general Weyler sacrificando por la independencia a sus hijos más valerosos, nosotros, que habíamos empezado tan brillantemente, estamos a punto de ser vencidos. ¡Los tigres de las islas, los antropoides, como los llaman despreciativamente esos hombres de piel blanca, no deben perecer! ¡Tened en cuenta que somos siete millones, mientras que ellos no son más que treinta mil, y que por nuestras venas corre la sangre de muchas razas valerosas y de los más famosos piratas del Archipiélago!
¡Guerra a muerte contra esos opresores, contra esos orgullosos blancos que os desprecian!
Triunfan hoy, pero tiemblan, porque saben que los tigres de las islas arrostran impávidos la muerte. ¡En Bataan, en Laguna, en Pampanga, en Cavite, en Bulacán, en Malabón, en Noveleta se resiste todavía, y ni los fusiles ni los cañones españoles serán bastante para domarnos!
Si nos ganan nuestras poblaciones, refugiémonos en los bosques y en las montañas. ¡Vale más la libertad de las fieras que la esclavitud doméstica!
¡Organicémonos, amigos! Os traigo aquí un hombre que dará que hacer a los españoles; un hombre que antes que ningún otro levantó la bandera de la insurrección, que conoce a los blancos mejor que todos nosotros juntos, que ha estudiado en la lejana Europa, y que es el primer mártir de la libertad.
¡Romero Ruiz, yo, jefe de las sociedades el Soto blanco y el Lirio de agua y gran maestre del Tien-Tai, jefe supremo de los insurrectos de nacionalidad china te nombro jefe supremo de los insurrectos de la provincia de Cavite!
¡Jura defender hasta lo último nuestras fortalezas contra todo el poder de España; jura que combatirás contra cualquier jefe español, aunque sea amigo o pariente tuyo! ¡Júralo, Romero Ruiz, la patria lo exige!
—¡Lo juro! —respondió el mestizo, que se sentía como fascinado por la ardiente mirada del chino, que en aquel momento estaba clavada en sus ojos.
—Está bien; mañana partiremos para Salitrán, que hay que defender antes que nada.
Después, volviéndose hacia uno de los conjurados, le preguntó:
—¿Está todo listo?
—Todo, capitán.
—¿A qué hora?
—A las cuatro.
—¿Dónde?
—Delante de la casa de Fany.
—Separémonos antes de que puedan sorprendemos.
A los pocos momentos quedó desierta la sala subterránea; sólo quedaron allí, el mestizo y Hang-Tu.
—¿Estás satisfecho, amigo? —preguntó el último.
—Temo que confíes demasiado en mis fuerzas.
—No, yo te conozco. Todos los insurrectos te aprecian y estaban deseando nuestro regreso. Tú eres de esos hombres de energía extraordinaria que ejercen acción poderosa en las masas. Te he colocado en el puesto que te corresponde.
—¿Sin ninguna mira secreta, Hang?
—¡Quién sabe! —respondió el chino arrugando la frente.
—Me has nombrado capitán de los insurrectos de Cavite para alejarme de Teresita; ¿verdad?
—La Perla de Manila, como llaman aquí a esa muchacha, podía hacer más daño a la insurrección con su afecto que los españoles con sus armas —respondió el chino con acento serio—. Hacía falta una cabeza que organizara las fuerzas insurrectas, y tú eres el único capaz de ello. Perderás el afecto de la muchacha; pero quizás lograrás la libertad de las islas, y bien vale la peña.
Romero sólo contestó con un profundo suspiro.
—Te comprendo —prosiguió diciendo Hang después de breves momentos de silencio—. La Perla de Manila te había hechizado, y padeces.
—¡Sí, padezco! —replicó el mestizo con acento de mal reprimida ira—. ¡Grande es el amor de la patria! pero es un atroz martirio sentir destrozarse el corazón, ¡Hang! Maldigo el momento en que mis ojos se encontraron por primera vez con los de Teresita, ¡Hang! ¡Quisiera no haber tropezado con ella en mi camino, o tener fuerza para sofocar esta pasión que me devora y que no pudo extinguir mi destierro! ¡La patria, la libertad! ¡Mucho amo a esta tierra, por ella todo lo he sacrificado! pero tú no podrás comprender nunca, Hang, cuánto quiero a esa muchacha hija de nuestros enemigos. ¡Pero no hablemos más del asunto, y que se cumpla mi triste destino! ¡Pues que la patria necesita mi vida y mi sangre, se las daré!
—¿Piensas hacerte matar Romero? —dijo Hang con acento conmovido.
—¿Qué te importa? ¿Crees acaso que puedo ser muy feliz, aunque me hayas nombrado jefe de los insurrectos?
—Los acontecimientos de la guerra y la vida de campaña te harán olvidar esos amores. Romero.
—Nunca, Hang ¡Mi martirio no acabará sino con la vida!
—¡Tú, que podrás ser un día el jefe supremo de nuestras islas!
—¡Sí; pero mi corazón estaría muerto entonces!
—¡Maldita blanca!
—¡Cállate, Hang!
—¡La odio tanto como a su padre!
—¡Calla, calla!
—¡Bien! ¡Vamos!
El mestizo se quitó el manto de seda blanca que había llevado puesto durante la ceremonia, se vistió de nuevo su ropa y abandonó la sala junto con Hang-Tu, volviendo a pasar por los corredores y pasadizos por donde antes habían entrado.
Al salir a la lóbrega callejuela, que estaba enteramente desierta, Hang miró a uno y otro lado con recelo, y cercionado de que no corrían ningún peligro, emprendió la marcha seguido por el mestizo, que había vuelto a abismarse en sus tristes pensamientos.
Llegados al fin de la callejuela se llevó el chino los dedos a la boca, y lanzó un silbido opaco y breve. Dos hombres salieron de un rincón en que estaban ocultos.
—¿Está franco el camino? —les preguntó Hang.
—No hay un solo guardia hasta el muelle del Passig —contestaron los dos conjurados.
Hang y Romero volvieron a emprender la marcha por el dédalo de callejuelas del arrabal malayo, y un cuarto de hora después llegaban al muelle de Binondo.
No se veía allí alma viviente: sólo en la cubierta de algún junco chino o praho malayo, con las velas desplegadas como si se dispusieran a hacerse a la mar, podía descubrirse algún que otro tripulante.
—Son las once —dijo Hang deteniéndose—. ¿Quieres que te deje en libertad?
—¡Es preciso! —le contestó Romero.
—¿Estás decidido a despedirte de la Perla de Manila?
—Se lo he prometido.
—¡Ten cuidado. Romero!
—Seré fuerte.
—Puedes tener alguna sorpresa desagradable.
—Estoy preparado a todo.
—Te tentarán. Romero.
—Seré fiel a mis juramentos.
—¿A la patria? —dijo Hang con acento solemne.
—¡A la patria! —le respondió el mestizo, emocionado.
—¿Llevas armas?
—¿Qué puedo temer?
—¡Quién sabe! Ya te he dicho que el Destino tiene cosas muy extrañas. —¡A nadie temo!
—Mira que está aquí el padre.
—Si me ataca, me defenderé.
—Acuérdate de que debes tu vida a la causa de la independencia.
—No haré que me maten.
—¡Adiós! Mañana delante de la casa de Fany si no nos vemos antes.
—¿Acaso quieres seguirme?
Hang no respondió; se había calado su gran sombrero de forma de hongo y alejábase rápidamente hacia un junco atracado al muelle, cuyos tripulantes estaban prontos a soltar las amarras.
—¡Vamos! —murmuró Romero envolviéndose en una manta de colores vivos que hasta entonces había llevado debajo del brazo. ¡Acabemos de una vez la terrible lucha!
Abrió con un golpe seco una de esas largas y afiladas navajas que usan los españoles, y se la puso en el cinturón donde también llevaba el revólver que tan buenos servicios le había prestado aquel mismo día contra los moros, y se dirigió muy despacio hada el puente de Binondo para entrar en la ciudad.