CAPÍTULO II

EL «LIRIO DE AGUA» Y EL «SOTO BLANCO»

El mestizo se detuvo al llegar al extremo del puente que une a la ciudad con Binondo, y miró fijamente a su compañero, cuya tez, de amarilla que era, había tomado un tinte verdoso, mientras que sus ojos fulgían con oscura llama. Parecía como si quisiese descubrir los pensamientos que se ocultaban en el cerebro de aquel vástago de los hijos del Celeste Imperio. Quizás había adivinado en las palabras de aquél hombre, bajo un amor ardiente por la libertad, una amenaza tenebrosa contra la joven de la silla de mano.

—¿Qué te importa, Hang-Tu —dijo finalmente—, que haya una mujer de por medio? ¿No he jurado al salir de Macao, donde he estado tres meses sufriendo el destierro, consagrarme en cuerpo y alma a la libertad de las islas?

—Pero esa mujer será fatal para ti.

—¿Esa pobre niña?

—Su amor. Romero.

—¡Calla, Hang-Tu! —dijo el mestizo con tristeza.

—¡Rompe todo lazo con esa raza que viene oprimiendo y despreciando hace siglos a ti, a mi y a nuestros hermanos!

—Calla, Hang.

—Estás enamorado de ella. ¡Tú! ¡Un mestizo! —continuó el implacable chino—. ¿Crees que su padre consentirá en dártela por mujer? ¿Él, el jefe que pelea ferozmente contra nuestros hermanos? ¿Él, que te hizo arrestar, y aun te habría hecho fusilar si no te hubiera yo salvado llevándote a Macao? ¿Él, que ha hecho quemar las inmensas haciendas que heredaste de tus padres, que te ha cubierto de desprecio, que se rió de ti cuando tuviste el atrevimiento de pedirle la mano de su hija, que te rechazó como a un perro o como a un leproso? ¿Y eres tú el que estás enamorado de su hija?

—¡Pero ella me quiere, Hang!

—¡Sí; el amor de una blanca, de una enemiga! ¡No se puede querer al hombre que vuelve sus armas contra el hermano, y menos contra el padre!

—Son peripecias de la guerra, y ella lo comprenderá.

—¡NO! Romero La raza blanca odia demasiado a la nuestra para que Teresita te perdone haberte levantado contra su patria. Ella cuenta con vuestros amores para privar a la insurrección del concurso de un hombre valeroso como tú, para librar a los suyos de un enemigo temible que puede ser el brazo derecho de nuestros caudillos, y hasta quizás el director supremo dé las operaciones de nuestras guerrillas.

—¿Yo?

—Tú, Romero. Nos hace falta un caudillo capaz de dirigir golpes audaces contra la ciudad defendida por los españoles y para fortalecer las nuestras. Tú eres ingeniero y entiendes de guerra; puedes dirigir un sitio, puedes enseñamos a fortificar una posición. Ya ves cuan necesario nos eres y que cuenta contigo la insurrección.

—¿Y no te basta mi juramento de combatir por la libertad, Hang?

—Pero ¿y esa muchacha?

—¿Qué les importa a los insurrectos que yo quiera a una muchacha de este color o del otro?

—¿Y el corazón? ¿Será tan libre como tu brazo? ¿Tendrás el valor de combatir contra el padre de la mujer a quien quieres?

—¿Se duda, pues, de mi lealtad? —dijo el mestizo con voz sorda.

—No; pero…

—¿Acaso no he tomado parte en la organización del plan que debió poner a Manila en nuestras manos por sorpresa? ¿Acaso no armé yo a los trescientos hombres que trabajaban en mis fincas y no fui yo quien primero alzó la bandera de la rebelión? ¿No he sido condenado a muerte no han sido confiscados mis bienes, no ha sido incendiada mi misma casa? ¿No he vuelto del destierro arrostrando el peligro de ser descubierto, no por ver a Teresita, sino para combatir al lado de mis hermanos y morir entre ellos?

—Lo sé. Romero, y todos los sabemos; pero tenemos miedo de esa muchacha y del afecto que sientes por ella.

—¡Es verdad! —murmuró el mestizo pasándose la mano por la frente.

Hang-Tu quedó un rato silencioso. Enlazó su brazo con el del mestizo, y ambos siguieron caminando hacia el muelle de Binondo, que estaba atestado de gente.

Grupos de chinos con sus rapadas cabezas adornadas de largas trenzas, de caras casi cuadradas y pómulos salientes, de tez amarillenta y cubiertos con grandes sombreros de fibras de rotang parecidos a setas gigantescas, iban y venían de acá para, allá, charlando con viveza y riendo estrepitosamente.

Veíanse allí panzudos mercaderes vestidos de ricos y luengos kao-tz-ta (grandes túnicas de seda estampadas de flores de colores vivos) y calzados con grandes escarpines blancos con gruesas suelas de fieltro; ricachones pavoneándose en sus amplios hoal (túnicas abotonadas a los costados, con petos de seda ricamente bordados) y encerrando los pies en babuchas amarillas recamadas de oro. Robustos barqueros de tez oscura, vestidos con anchos calzones de tela azul que formaban grandes pliegues sobre el vientre, y ganapanes casi desnudos, pero con los cinturones provistos del inseparable abanico y de la no menos inseparable pipa de fumar opio.

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Entre aquella ola de desmesurados sombreros y coletas veíanse tagalos, los verdaderos indígenas de las islas; grupos de jóvenes de talle elegante y miembros vigorosos, cuya piel tenía todos los matices del amarillo y bronceado, pintorescamente vestidos con blancas y recamadas camisas de percal sueltas sobre los pantalones, y malayos de cara huesosa, de color verdoso o aceitunado, ojos siempre contraídos y amenazadores, y la cintura armada con el indispensable kriss, puñal cuya hoja tiene una forma como de zigzag ondulante, de punta no pocas veces envenenada; arma terrible en manos de aquellos feroces isleños. Esas tres razas, un tiempo enemigas acérrimas, parecían llevarse perfectamente entre sí en el muelle de Binondo. Los dunas y los tagalos en particular charlaban amistosamente, comentando las últimas noticias dé la guerra que ardía en aquellos momentos bien cerca de la capital de la isla, sin parecer preocuparse de la multitud de naves, juncos, prahos y giong anclados delante del muelle, en espera de carga o de descarga.

Parecía que sucesos inesperados absorbían la atención de aquellos hombres, distrayéndolos de sus negocios.

Hang-Tu conducía al mestizo por en medio de aquella gente sin decirle una palabra. Los chinos, los malayos y los tagalos, como obedeciendo a una consigna, fingían no verlos; pero se apresuraban a abrirles paso. Sólo de cuando en cuando sorprendía Romero algunas ojeadas rápidas y fulminantes como relámpagos.

De repente, en medio de aquél vocerío se oyó un agudo silbido. Hang-Tu se estremeció, y se dirigió apresuradamente hada una estrecha callejuela que dividía en dos el populoso arrabal, mientras la muchedumbre se agolpaba rápidamente detrás de él y del mestizo como para guardarles las espaldas.

—¿Qué sucede? —preguntó Romero, que todo lo había advertido.

—Esto significa que algún español sospechoso venía siguiéndonos —le contestó el chino.

—¿Y qué hace esta gente?

—Se interpone entre nosotros y el espía para despistarle.

—Pero si es un español, tendrán que abrirle paso.

—Es verdad; pero los malayos tienen la mano pronta, y el curioso que pretenda seguimos no dará diez pasos sin recibir un buen golpe de kriss.

—Los españoles por lo visto habían sospechado nuestra vuelta.

—Lo temo Romero; pero cuando quieran prendemos estaremos ya lejos. Binondo no es la ciudad.

—¿Y adonde me llevas ahora?

—Pronto lo sabrás.

—A media noche debo estar libre.

—Lo estarás —dijo el chino mirándole fijamente.

Y después de algunos instantes de silencio añadió:

—¿Es que te espera la morena? ¿No es verdad?

—Probablemente.

—¡Lo había adivinado! Mira que el comandante Alcázar no está en Cavite, sino aquí.

—¡Lo sé! —respondió el mestizo suspirando.

—El padre de la muchacha te odia. Romero.

—También lo sé.

—Quizás te tiendan un lazo para privar a la insurrección de tu ayuda.

—¡No conoces a Teresita de Alcázar, Hang-Tu!

—No será ella quien te haga traición; pero si se sospecha que eres tú… El comandante es hombre que no duerme sino a medias.

—Iré armado.

—¿Quieres seguir mi consejo. Romero? Márchate sin verla. ¿Qué puede decirte?; ¿qué te quiere? Ya lo sabes, o a lo menos lo crees.

—¡Cállate, Hang! —dijo el mestizo con voz amenazadora—. ¡No tienes el derecho de herir mis sentimientos!

—No; pero un buen amigo debe velar por tu vida.

—¿Todavía dudas?

—No; pero tengo miedo del amor de esa muchacha.

—Está de por medio mi juramento.

—Pronto lo veremos.

—¿Qué quieres decir?

—Pensaba en las rarezas del Destino.

—No te entiendo, Hang.

—No importa. ¡Apresurémonos, Romero! ¡Nos esperan!

—¿Quiénes?

—Los patriotas.

El chino había apretado el paso, entrándose por los callejones interiores de Binondo, habitados casi exclusivamente por la numerosa colonia china y malaya de Manila; callejones fétidos, fangosos y tan estrechos, que son oscuros y lóbregos hasta en mitad del día.

Casas, casuchas y hasta cabañas hechas de barro y cubiertas de paja, pero todas con el techo encorvado y adornado de pértigas que sostenían banderolas y dragones rechinantes en sus soportes, se sucedían unas a otras sin orden ni concierto.

Como era ya bastante tarde, veíanse delante de algunas de aquellas casas esos monumentales faroles de papel que alumbraban con esa luz tibia a que tan aficionados son los hijos del Celeste Imperio.

Hang-Tu y su compañero anduvieron rápidamente muchas callejuelas semejantes y todas desiertas y se detuvieron al fin delante de una casa de aspecto tétrico, de muros y techo ruinosos, cuyas ventanillas tenían, en lugar de vidrieras, pequeñas conchas transparentes montadas en marcos de madera.

Sobre la puerta, que estaba medio oculta por una pared de poca altura, destinada, según la creencia de los chinos a impedir la entrada a los espíritus malignos, se veían figuras mal dibujadas y peor pintadas representando las tres encarnaciones del filósofo chino Lae-tsz, con estas dos sentencias escritas en papel:

«Enfrente de mí puede surgir la riqueza». «¡Quiera el Cielo hacer descender sus favores sobre esta puerta!».

Hang-Tu se volvió al mestizo, diciéndole:

—Ya estamos.

—¿Dónde? —preguntó Romero con cierta ansiedad.

Echo el chino una rápida ojeada a la callejuela, apenas alumbrada por una linterna que había en una esquina y en seguida, llevándose los dedos a la boca, lanzó tres silbidos.

Un instante después se abrió la puerta de la casa sin hacer ruido, y un chino de estatura gigantesca cubierto con un gran sombrero de fibras de rotang y vestido con una ancha túnica de tela azul, ceñida a la cintura por una faja que sostenía dos revólveres, se presentó en el umbral diciendo:

—¡Aquí estoy, Hang-Tu!

—¿Están listos los hijos del Soto blanco y del Lirio de agua?

—Sí, Hang.

—¿Estamos seguros?

—Tenemos sesenta hombres repartidos por él arrabal. Ningún blanco podrá acercarse sin ser detenido y muerto. —Es preciso que haya mucha vigilancia, porque viene conmigo el hombre que esperamos.

—Mandaremos veinte hombres más al arrabal malayo.

—Está bien.

Hang-Tu asió a Romero por la mano, atravesó la puerta dando la vuelta al muro que medio la ocultaba, y entró en un corredor tortuoso y oscuro, por el cual avanzó con soltura y sin vacilaciones, como quien ya conoce el camino.

Después de descender varios escalones, introdujo al mestizo en una sala sin ventanas, alumbrada por una gran linterna que tenía en vez de vidrios laminas finísimas de cuerno de búfalo pintadas con flores de vivos matices. Aquella habitación debía de ser subterránea pero ninguna traza de humedad había en sus muros, cubiertos de| papel de Tug y adornados con flores y tapices de seda roja con grandes dibujos representando dragones vomitando fuego y lunas sonrientes.

No había allí otros muebles que una silla de bambú; pero en los rincones se veían enormes haces de armas: carabinas indias, fusiles europeos de retrocarga de diversos sistemas, pistolas, revólveres, sables, catanas japonesas cortantes como navajas de afeitar, parangs de Mindanao, puñal cuchillos, kriss y hasta espingardas[3] de grueso calibre.

—Espérame aquí —dijo Hang-Tu a Romero.

—Una cosa primero.

—Habla.

—¿Dónde estoy?

—En el centro de las dos sociedades secretas chinas Lirio de Agua y Soto blanco.

—He oído hablar de esas poderosas sociedades.

—¿Sabías que han abrazado la causa de la insurrección?

—No.

—Pues sábelo.

—Pero ¿qué quieren de mí?

—Representan a la insurrección en Manila.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que le jures fidelidad, y después…

—Prosigue —dijo el mestizo, viendo que el chino se detenía.

—Después te elegirán comandante en jefe de las fuerzas insurrectas de la provincia de Cavite.

—¿Jefe yo?

—Así lo quieren.

—¿Y contra quién tendré que combatir?

—Lo decidirá la suerte.

El mestizo, que hasta entonces había permanecido con la cabeza inclinada sobre el pecho, la levantó con viveza y miró fijamente al chino; pero éste tenía un aspecto tranquilo y nada revelaba en su mirada.

—Espérame —dijo finalmente Hang-Tu, que había sufrido aquel examen sin que se alterase ningún músculo de su amarillo rostro.

Acercóse a una puerta de madera de tek que había en un extremo de la sala subterránea, y dio tres golpes en una plancha de metal, un gong.

No había cesado aún la vibración argentina de la plancha, cuando se abrió silenciosamente la puerta, que volvió a cerrarse con igual silencio detrás del chino después que la hubo franqueado.

Romero se quedó inmóvil en medio de la sala, poniendo atento oído a los vagos ruidos que se percibían hacia el lugar por donde había desaparecido su compañero. Tras la recia puerta de tek debía de haber muchísima gente, porque se oía el ruido de sus cuchicheos.

A ratos llegaba como un lejano estrépito de armas; pero cesaba pronto, volviendo luego a sentirse los mismos misteriosos rumores de antes.

Sin duda, en el subterráneo de la casa, de aspecto tétrico se estaba celebrando una numerosa reunión de conspiradores que tramaban quizás alguna audaz intentona contra la población europea de Manila para arrancar de manos de España esa ciudad, el más formidable baluarte de su dominación.

A los pocos minutos volvió a entrar Hang-Tu diciendo:

—Ven, Romero; nuestros hermanos te esperan.