Capítulo 9

MICHAEL se preguntaba si alertar o no a Geoffrey sobre sus sospechas acerca de Ferdinand. Pasó una noche inquieta aun cuando no debido principalmente a esta preocupación. Durante el desayuno, llegó una nota de Geoffrey pidiéndole que cenara con su familia esa noche.

La invitación era, claramente, un signo de los dioses. Cabalgó hasta la Casa Bramshaw cuando el sol se ocultaba detrás de los árboles y el día se convertía en una cálida noche. Aparte de todo lo demás, cuando él y Caro habían regresado al claro, Ferdinand estaba interrogando a Edward. Quería saber cuál era el interés de Leponte; estaba seguro de que Caro habría interrogado a Edward al respecto.

Al llegar a la Casa Bramshaw, cabalgó directamente hacia el establo. Dejando a Atlas allí, se dirigió a la casa y halló a Geoffrey en su estudio.

En el piso superior, Caro estaba sentada delante de su tocador y ociosamente se peinaba el cabello. Estaba vestida y peinada para la cena; no que aquella noche exigiera una gran elegancia, sólo estaría la familia. Su traje de seda dorado pálido era uno de sus predilectos; se lo había puesto porque la tranquilizaba. La serenaba y le daba seguridad.

Durante las últimas veinticuatro horas había estado… distraída.

Michael la había sorprendido. Primero, al querer activamente besarla una y otra vez. Luego al querer más. Más aún, comenzaba a sospechar que quisiera todavía más, pudiera llegar incluso a desearlo.

El deseo era un tipo de hambre, ¿verdad? La idea de que eso pudiera ser lo que ella sentía en él, que lo invadía y crecía cuando intercambiaban ardientes besos, era una posibilidad demasiado asombrosa y reveladora como para ignorarla.

¿Podría ser así? ¿La deseaba verdadera, absoluta y honestamente, de esa manera?

Parte de ella sonrió desdeñosamente, ridiculizando la idea como una pura fantasía; la parte más vulnerable de ella deseaba desesperadamente que fuese verdad. Encontrarse en una posición que le permitía considerar activamente esta pregunta era en sí mismo un desarrollo novedoso.

Una cosa era clara. Después del interludio al lado del estanque, ella enfrentaba una decisión: seguir adelante o detenerse, decir sí o no. Si él quería más, ¿estaría ella de acuerdo? ¿Debería hacerlo?

Aquella decisión debería ser relativamente sencilla para una mujer de veintiocho años que no se había casado de nuevo, después de un matrimonio de conveniencia con un hombre mucho mayor que ella. Desafortunadamente, en su caso, había complicaciones, complicaciones definidas; sin embargo, por primera vez en su vida, no estaba convencida de que debiera rechazar sin más la oportunidad que Michael podría ofrecerle.

Esta incertidumbre no tenía precedentes: era lo que la había mantenido distraída todo el día.

Varios caballeros se habían ofrecido a tener aventuras amorosas con ella durante los últimos diez años —prácticamente desde su matrimonio— sin embargo, esta era la primera vez que se había sentido remotamente tentada. Todos esos otros… nunca había estado persuadida de que su deseo por ella fuese más real de lo que había sido el de Camden, de que no estuviesen motivados por una razón más mundana, como el tedio o sencillamente la emoción de la cacería, o incluso por consideraciones políticas. Ninguno de ellos la había besado realmente, no como lo había hecho Michael.

Recordando… en ningún momento había pedido Michael su autorización. Si ella lo comprendía correctamente, si ella no decía específicamente «no», él tomaría su silencio por un «sí». Este enfoque había funcionado, para ambos. A pesar de sus reservas, él no había hecho nada, ni la había llevado a hacer nada que ella lamentara. Por el contrario. Lo que habían hecho la llevaba a contemplar hacer mucho más.

¿Qué tan lejos llegaría antes de perder su interés? No tenía idea; no obstante, si realmente la quería, la deseaba… ¿no se debía a sí misma el averiguarlo?

El sonido del gong resonó por la casa, llamándolos al salón. Con una mirada a la corona relativamente arreglada ahora de su cabello, se puso de pie y se dirigió a la puerta. Retomaría sus reflexiones más tarde; evidentemente, sería conveniente tener una idea firme acerca de cómo manejaría a Michael antes de que él tuviese otra oportunidad de estar con ella a solas.

Michael escuchó el gong y abandonó su bien intencionado pero fracasado intento de alertar a Geoffrey acerca de la amenaza potencial que emanaba de Ferdinand Leponte. Fue su culpa, no la de Geoffrey; no tenía suficientes hechos contundentes para incitar los instintos menos afinados de Geoffrey.

Aun cuando había sido el Miembro local del Parlamento durante una década, Geoffrey nunca había sido tocado por el lado más oscuro de la política. Cuando Michael había descrito el virulento interés de Leponte por la vida personal de Camden Sutcliffe, Geoffrey había arqueado las cejas.

—Qué extraño. —Había bebido su jerez y luego había agregado—: Quizás George debiera llevarlo a conocer la mansión Sutcliffe.

Después de eso, no se había molestado en mencionar el encuentro de Leponte con los dos extraños en el bosque. Geoffrey probablemente habría sugerido que eran corredores de apuestas de Southampton. Lo cual podría ser cierto; sólo que él no lo consideraba probable. Leponte tramaba algo, pero no se refería a qué caballo ganaba el Derby.

Inclinándose ante el destino, desvió su conversación hacia una discusión de los asuntos de la región, ninguno de los cuales era alarmante en manera alguna.

—Sonó el gong. —Geoffrey se levantó.

Poniéndose de pie, Michael dejó su copa y se le unió; juntos se dirigieron por el pasillo hacia el recibo principal y entraron al salón.

Caro, esbelta en su traje oro viejo, estaba delante de ellos, así como Edward y Elizabeth. De pie en la mitad de salón, Caro se hallaba al frente de la silla donde se encontraba Elizabeth; al escuchar pasos, se volvió.

Su mirada encontró primero a Geoffrey y luego descansó en él.

Parpadeó y miró de nuevo a Geoffrey. Aparte de aquel parpadeo, no mostró ningún signo de sorpresa en su rostro ni en su actitud.

Geoffrey la delató.

—Ah… lo siento Caro, me olvidé de decírtelo. Invité a Michael a cenar con nosotros.

Ella sonrió, confiada y segura.

—Qué agradable. —Deslizándose hacia adelante, le tendió su mano. Miró a Geoffrey—. ¿La señora Judson…?

—Oh, recordaré decírselo.

Geoffrey se dirigió a hablar con Edward. Caro miró su espalda; su sonrisa tomó un aire sutil.

Él levantó su mano a sus labios y la besó brevemente. Tuvo la satisfacción de ver su mirada y de que su atención se fijara rápidamente en él.

—Espero que no lo desapruebes.

Caro lo miró a los ojos.

—Desde luego que no.

Habría querido tener más tiempo para considerar su posición antes de verlo de nuevo; sin embargo, esto no ocurriría. Podía manejarlo, manejar situaciones era su especialidad.

No permanecieron durante largo rato en el salón. Una discusión de los preparativos para el bazar de la iglesia ocupó su tiempo; todavía discutían los méritos de la sugerencia de Muriel de realizar un concurso de arquería cuando se dirigieron al comedor.

La cena transcurrió sin tropiezos. Como siempre cuando Caro estaba allí, la señora Judson se esmeró especialmente. Caro simpatizaba con ella; durante el resto del año, sólo atendía a Geoffrey, y sus gustos eran increíblemente sencillos. Aquella noche la comida fue excepcional, la conversación relajada y agradable. Michael conversaba con facilidad con todos; para ella y para Geoffrey también fue fácil tratarlo como algo cercano a un miembro de la familia.

Como invitar a Michael había sido idea de Geoffrey, no estaba segura de qué debía esperar cuando los tres hombres rechazaron la invitación a beber un oporto y todos regresaron juntos al salón. Geoffrey sugirió un poco de música; Elizabeth se dirigió diligentemente al piano.

Caro también tocaba el piano; sin embargo, se abstuvo de hacerlo, sabiendo que a Geoffrey le agradaba escuchar a Elizabeth y a Edward le gustaba estar a su lado para volver las páginas… pero eso la dejó con Michael. Le correspondía asegurarse de que pasara un rato agradable…

Lo miró y advirtió que estaba observándola. Con una sonrisa comprensiva, le ofreció su brazo.

—Ven, demos un paseo. Quería preguntarte qué intentó Leponte sonsacar de Edward.

El comentario sirvió para poner de relieve cuán distraída había estado; se había olvidado por completo del extraño comportamiento de Ferdinand.

Deslizando su mano por el brazo de Michael, le permitió que la llevara hacia el otro extremo de la larga habitación y, entretanto, organizó los hechos. Mirando hacia abajo habló en voz baja, más baja que la cadencia que Elizabeth comenzaba a interpretar.

—Quería saber toda clase de cosas, pero Edward dijo que la parte fundamental era que Ferdinand deseaba saber si Camden había dejado papeles personales, diarios, cartas, notas personales… este tipo de cosas.

—¿Lo hizo?

—Desde luego. —Ella lo miró—. ¿Puedes imaginar a cualquier embajador de la talla de Camden que no conserve notas detalladas?

—Naturalmente. Entonces, ¿por qué necesitaba preguntarlo Leponte?

—La teoría de Edward es que la pregunta era sólo un ardid para obtener una respuesta acerca de dónde podrían estar estos papeles.

—¿Supongo que fracasó en su intento?

—Desde luego. —Deteniéndose ante las puertas de vidrio que daban a la terraza, abiertas para dejar entrar la brisa de la tarde, retiró su mano de su brazo y lo miró de frente—. Edward es enteramente confiable, no le dio ninguna alegría a Ferdinand.

Michael frunció el ceño.

—¿Qué más preguntó Leponte? ¿Específicamente?

Ella arqueó las cejas, recordó las sobrias palabras de Edward.

—Preguntó si podía tener acceso a los papeles de Camden. —Encontró la mirada de Michael—. Para adelantar sus estudios sobre la carrera de Camden, desde luego.

Apretó los labios.

—Desde luego.

Ella estudió sus serenos ojos azules.

—¿No le crees, verdad?

—No. Y tú tampoco.

Ella arrugó la nariz. Volviéndose, miró hacia afuera, sin ver.

—Ferdinand conoció a Camden durante años, sólo ahora ha mostrado algún interés.

Después de un momento, Michael preguntó:

—¿Dónde están los papeles de Camden?

—En la casa de Londres.

—¿Está cerrada?

Ella asintió y encontró sus ojos.

—Pero no están en su estudio o en un sitio donde serían fáciles de hallar, así que…

Sus ojos se entrecerraron, luego miraron de nuevo a su alrededor.

Volviéndose, ella siguió su mirada. Los ojos de Geoffrey estaban cerrados, parecía dormido; en el piano, Elizabeth y Edward sólo tenían ojos el uno para el otro.

Los dedos de Michael se cerraron sobre su codo; antes de que pudiera reaccionar, la llevó afuera.

—¿No estarás, por casualidad, considerando dar acceso a Leponte a esos papeles?

Ella parpadeó.

—No, desde luego que no. Bien… —Ella miró al frente, dejó que él entrelazara su brazo con el suyo y caminara con ella por la terraza—. Al menos no hasta que sepa exactamente qué busca y, más importante aún, por qué.

Michael miró su rostro, vio la decisión detrás de sus palabras, y se sintió satisfecho. Ella claramente no confiaba en Leponte.

—Tú debes tener una idea mejor que los demás ¿qué puede estar buscando?

—Yo nunca leí los diarios de Camden, no creo que nadie lo haya hecho. En cuanto al resto, ¿quién sabe? —Ella se encogió de hombros, mirando hacia abajo mientras bajaban las escaleras hacia el jardín; distraída por su pregunta, no pareció advertir…

Pero ¿cuándo dejaba Caro de advertir algo?

Era una pregunta intrigante, pero no sentía necesidad de presionarla; si ella estaba dispuesta a seguir su dirección, no era lo suficientemente tonto como para poner obstáculos en su camino.

—Estoy seguro de que, cualquier cosa que sea, no puede ser algo diplomáticamente grave. —Ella lo miró a través de la penumbra que se hacía más profunda mientras se dirigían al jardín—. El Ministerio llamó a Edward para que presentara un informe en cuanto llegamos a Inglaterra, y eso estuvo en primer lugar en las conversaciones que tanto yo como Edward sostuvimos con Gillingham, el sucesor de Camden. Pasamos nuestras últimas semanas en Lisboa asegurándonos que supiera todo lo que necesitaba saber. Si algo hubiera surgido desde entonces, estoy segura de que él, o el Ministerio de Relaciones Exteriores, se habrían puesto en contacto con Edward.

Michael asintió.

—Es difícil saber qué podría ser, dado que Camden lleva dos años muerto.

—En efecto.

La expresión era algo vaga. Él la miró y advirtió que ella había adivinado adónde la llevaba.

Ella miraba la casa de verano, la oscura extensión del lago que aparecía tras ella, con sus ondas levantadas por la brisa. Las nubes corrían, unas sobrepasando a las otras, mientras centellaban y giraban por el cielo nocturno, rompiendo la luz que quedaba. Tendrían una tormenta antes del amanecer; aún estaba a cierta distancia; sin embargo, los rodeaba la sensación de que se aproximaba, el aire que temblaba ante su llegada, una advertencia primigenia de inestabilidad elemental que venía hacia ellos.

Una anticipación intensificada, los nervios tensos.

Haciendo que los sentidos se extendieran.

La casa de verano se irguió ante ellos, bloqueando el lago.

—¿Crees que los papeles de Camden están seguros donde se encuentran?

—Sí. —Miró hacia abajo cuando llegaron a los escalones que conducían a la casa de verano—. Están seguros.

Se inclinó para levantar sus faldas. Él soltó su brazo y comenzó a subir.

De inmediato advirtió que ella no lo hacía; había permanecido en el prado.

Giró sobre el escalón y la miró, su pálido rostro, sus ojos en la sombra; lo miraba, vacilando.

Él sostuvo su mirada y luego extendió la mano.

—Ven conmigo, Caro.

A través de la penumbra, sus ojos permanecieron fijos en los suyos; por un instante, ella no se movió, luego se decidió. Transfiriendo sus faldas a la otra mano, puso su mano en la suya.

Dejó que él la estrechara y la condujera a la suave penumbra de la casa de verano.

Sólo les tomó algunos minutos ajustar la vista; el último destello de luz en el cielo se reflejaba en el lago y en la parte de la casa de verano construida sobre el agua. Avanzaron hacia aquella media luz gris. Ella movió los dedos y él los soltó, contentándose con merodear detrás de ella mientras ella se deslizaba hacia una de las aperturas arqueadas donde una amplia banca mullida llenaba el vacío, un sitio tentador para sentarse y mirar el lago.

Él no tenía ojos para el lago, sólo para ella.

Se detuvo a unos pocos pasos; Caro respiró profundamente y lo enfrentó. Estaba consciente de la inminente tormenta, de la danza del aire cargado sobre sus brazos desnudos, de la brisa que agitaba mechones de su cabello. A través del crepúsculo, estudió su rostro; se preguntó brevemente por qué, con él, todo era tan diferente. Por qué, cuando estaban solos, aquí, al lado del estanque —sospechaba que en cualquier lugar— era como si hubiesen entrado a otra dimensión, donde las cosas eran posibles, aceptables, incluso correctas, cuando no lo eran en el mundo normal.

A pesar de todo, estaban allí.

Ella avanzó. Cerrando la distancia entre ellos, levantando las manos para deslizarlas de sus hombros a su nuca, sostuvo su cabeza, la inclinó, se estiró y lo besó.

Sintió que sus labios se curvaban bajo los suyos.

Luego se afirmaron, tomaron el control, abrieron los suyos. Su lengua le llenó la boca, sus brazos se cerraron a su alrededor y ella nunca había estado más segura de que era allí donde quería, donde necesitaba estar.

Sus bocas se fusionaron, ambas ávidas de tomar y de dar. De participar plenamente en lo que ya sabían que podían compartir. El calor floreció, en ellos, entre ellos; el intercambio pronto se hizo más exigente, más voraz, más ardiente.

Su hambre estaba allí, real, no fingida, cada vez más potente, cada vez más evidente. ¿Cuán fuerte era? ¿Era perdurable? Aquellas eran las preguntas que ardían en ella, sólo había una manera de conocer las respuestas.

Ella fue a su encuentro, lo incitó en respuesta a su juego, lo retó y entabló un duelo. Luego se acercó, luchó por suprimir el temblor con el que reaccionó cuando sus cuerpos se encontraron. Casi se desmaya de alivio, un vértigo delicioso, ante su reacción. Instantánea, cálida, ávida… casi violenta.

Poderosa.

Sus brazos la apretaron más, estrechándola contra él; luego su mano se movió hacia su espalda, atrayéndola contra sí; y luego deslizándose más abajo, sobre el corte de su cintura; más abajo sobre sus caderas, hacia su trasero. Para recorrerlo suavemente y luego sostenerlo, acercándola más, atrayéndola a cuerpo para que pudiera sentir…

Por un segundo, todos sus sentidos se inmovilizaron; por un instante su mente se negó a aceptar la realidad, se negó rotundamente a creer…

Él se movió contra ella, deliberadamente, evocadoramente, seductivamente… La cresta sólida de su erección cabalgó contra su estómago; la suave seda de su traje color oro era la más débil barrera, que no camuflaba en manera alguna el efecto.

El júbilo la invadió, la recorrió como una ola; su mente se paralizó, luego giró en una alegre oleada.

Él la moldeó contra sí; deleitada, ella se regodeó, tomando ávidamente cada sensación, sosteniéndolas cada una como un bálsamo para sus viejas cicatrices y, más aún, como una tentadora promesa de lo que podría ser.

Su deseo por ella era real, indiscutiblemente; ella lo había evocado activamente. Entonces ¿podrían…?, ¿querría él…?

¿Era posible?

Sus senos estaban inflamados, calientes, ardientes; tan deliberadamente como él, ella se apretó contra él, sinuosamente, oprimiendo las cimas adoloridas contra el pecho de él, relajándose e invitando, seduciendo.

Michael interpretó su mensaje con incalculable alivio; nunca antes había estado motivado por una necesidad tan sencilla y potente. Ella era suya y él debía tenerla. Pronto. Quizás incluso aquella noche…

Apartó el pensamiento, pues sabía que no podía —no lo haría si era inteligente— apresurarla. Esta vez era un juego largo, cuyo objetivo era para siempre. Y aquel objetivo era demasiado valioso, demasiado precioso, fundamentalmente importante para él, para quien era y para quien llegaría a ser, una parte central de su futuro, para arriesgarse de alguna manera.

Pero ella le había ofrecido la oportunidad de presentar su caso; no la rechazaría.

Le resultó sorpresivamente difícil liberar su mente lo suficiente como para evaluar la situación, considerar las posibilidades. La visión de la banca mullida a su lado pasó como un relámpago por su mente; actuó con base en ella, reclinó a Caro lo suficiente como para que quedara sobre la banca, y luego la acostó sobre los suaves cojines con él.

Enmarcando su rostro con sus manos, ella se aferró al beso. Reclinándose hasta que sus hombros se apoyaron contra el lado del arco, Michael la arrastró consigo, acomodándola dentro de su abrazo. Ella lo siguió gustosamente, reclinándose contra él, con sus antebrazos sobre su pecho, atrapada en el beso.

Él la tomó por las caderas, la volvió dentro de sus muslos, atrapó sus labios de nuevo, tomó su boca con más avidez, se alimentó de ella mientras levantaba las manos, le acariciaba la espalda y encontraba las cintas de su traje.

Las soltó con facilidad. Hecho esto, deslizó sus manos, empujando sus brazos por encima de sus hombros para poder cerrar sus manos sobre sus senos. Ella tembló; él la acarició y ella gimió. Él se deleitó en el sonido, se dispuso a conseguir que lo hiciera de nuevo.

Pero demasiado pronto ella temblaba de necesidad; sus manos lo tocaban ávidamente, con hambre, su cabello, sus hombros, deslizándose dentro de su saco para extenderse y flexionarse evocadoramente en su pecho.

La parte delantera de su corpiño estaba cerrada con diminutos botones: con dedos expertos los desanudó, retiró la fina tela y deslizó sus manos dentro de ella; le acarició los senos a través de la fina seda de su camisón.

La respiración de Caro se cortó; luego sus dedos se afirmaron alrededor de su nuca y lo besó con un ardor casi desesperado.

Él rampante deseo de Michael escaló; satisfizo las exigencias de sus ávidos labios y luego se dedicó a consentir sus voraces sentidos. Y los suyos propios.

En minutos, ambos estaban ardiendo, ambos querían y necesitaban aún más. Sin dudarlo, tomó las cintas que ataban su camisón y, con habilidad, las deshizo. Osadamente retiró la fina barrera y puso las palmas de sus manos contra sus senos, piel desnuda contra piel desnuda.

La impresión sensual los sacudió a ambos. Sus respuestas, instantáneas, parecían mutuas, como hilos del mismo deseo que se entrelazaban y apretaban, cada vez más fuertes, ganando poder por el simple hecho de que ambos deseaban esto, lo necesitaban, de alguna manera necesitaban al otro desesperadamente, todo lo que podía traer, todo lo que podía dar.

Él no dudó que ella lo seguía cuando abrió las dos mitades de su corpiño y descubrió sus senos. Con reverencia, sostuvo los firmes, inflamados túmulos en sus manos; acariciando sus pezones con los dedos, retiró su cabeza hacia atrás, rompió el beso y miró hacia abajo.

En la débil luz, su piel brillaba como una perla; su textura exquisitamente fina parecía seda. Fina seda calentada por el rubor provocativo del deseo. Miró cuanto quiso, examinó, acarició, y ella tembló.

Caro cerró los ojos por un momento, maravillándose por un instante ante las intensas sensaciones que la recorrían, que él con tanta facilidad evocaba.

Ella había llegado hasta ese punto antes, pero esta vez se sentía inconmensurablemente más viva. La última vez… apartó los viejos recuerdos, los sepultó. Ignoró su tentación. Esta vez sentía todo tan diferente.

Abriendo los ojos, los fijó en el rostro de Michael, se extasió en sus líneas delgadas, severas, apuesto pero austero. La atención de Michael estaba completamente centrada en ella, en sus senos… no eran grandes; por el contrario, más bien pequeños; sin embargo, la concentración, la intensidad de su expresión, era imposible equivocarse. Los encontraba satisfactorios, dignos…

Como si hubiese leído su mente, su mirada se dirigió a su rostro, lo observó y luego sonrió… el tenor de aquella sonrisa hizo que la invadiera una oleada de calor.

Él se movió. Con los ojos fijos en los suyos, soltó uno de sus senos, deslizó el brazo a su cintura y la reclinó sobre él.

E inclinó la cabeza.

Ella cerró los ojos, suspiró profundamente cuando sus labios la tocaron, cuando recorrieron, firmes e incitantes, la inflamación adolorida de su pecho y luego siguieron un tortuoso camino hasta sus picos.

Él la acarició y ella sintió que su cuerpo reaccionaba como nunca lo había hecho antes. Sus nervios se desenroscaron, revivieron, buscando ávidamente la sensación, las sensaciones que él creaba mientras atormentaba su carne, hasta que dolía y latía. Extendidos sobre su hombro, sus dedos se tensaron involuntariamente. Sintió su aliento cálido en el pezón; luego él lo lamió.

Lo acarició, lo lamió y ella perdió el aliento.

—Di mi nombre.

Ella lo hizo. Él tomó el pezón entre su boca y succionó. Fuertemente. Ella casi grita. La soltó con una suave risa.

—No hay nadie que pueda oírte.

Mejor; inclinó la cabeza sobre su otro seno y repitió la tortura hasta que ella le rogó que se detuviera. Sólo entonces tomó lo que ella tan gustosamente le ofrecía y le dio todo lo que quería.

Todo lo que nunca había tenido antes.

Fue suave y, a la vez, fuerte, experimentado y conocedor. Pero aun cuando evidentemente le complacía darle placer, no ocultó en ningún momento su objetivo último.

Ella no se sorprendió en absoluto cuando su mano se deslizó de su ardiente pecho para extenderse sobre su estómago. Para acariciarla evocadoramente y luego bajar, acariciando suavemente sus rizos a través del traje, para luego ir más allá, hasta que sus largos dedos exploraron provocadoramente la hendidura en lo alto de sus muslos.

Lo que la sorprendió fue su respuesta, la ola de calor que se agolpó en la parte de abajo de su cuerpo, la tensión de músculos de los que nunca había sido consciente, el súbito latido en la suave carne entre sus muslos.

Él levantó la cabeza; su caricia se hizo más firme, más exigente. Ella escuchó la tensión que lo invadía cuando él exhaló. Sus labios tocaron su garganta, se dirigieron hacia arriba, rodearon su oreja, rozaron su sien.

—¿Caro?

Él la deseaba, no lo dudaba; sin embargo…

—No sé… no estoy segura…

El momento había llegado mucho antes de lo que esperaba; no estaba segura de qué debía hacer.

Michael suspiró, pero no retiró su mano de la hendidura ardiente entre sus muslos. Continuó acariciándola mientras verificaba la información que sus sentidos habían calculado intuitivamente. Confirmó que ella en realidad lo deseaba, que podría, si él se lo pidiera…

—Te deseo. —No necesitaba embellecer esas palabras; la verdad sonaba en ellas. Estaba duro y adolorido, a un paso del dolor. Con un dedo, rodeó la suave plenitud de su carne a través de su traje—. Quiero entrar en ti, dulce Caro. No hay razón para que no lo hagamos.

Caro escuchó; las palabras cayeron, oscuras y profúndamente seductoras, en su mente. Sabía que eran verdaderas, al menos en el significado que él les daba. Pero él no sabía… y, si aceptaba y luego… ¿qué sucedería si, a pesar de todo, las cosas salían mal otra vez? ¿Si se equivocaba de nuevo?

Podía sentir su pulso latiendo bajo la piel; pudo, por primera vez en su vida, imaginar que era el deseo, cálido y dulce, lo que sentía, lo que la llenaba y la urgía a aceptar, a asentir sencillamente, y dejar que él tuviera lo que quería. Dejar que él le enseñara…

Pero si salía mal, ¿cómo se sentiría? ¿Cómo podría enfrentarlo?

No podía.

Acariciándola con la mano, con una evidente promesa en cada caricia, con el deseo latiendo compulsivamente en sus venas, sería un gran esfuerzo retirarse. Convocar la voluntad suficiente para resistir, para decir no.

Él pareció intuir su decisión; habló, rápidamente, con urgencia, casi desesperadamente.

—Podemos casarnos cuando quieras, pero, por amor de Dios, cariño, déjame entrar en ti.

Sus palabras la sumieron en una ola glacial, ahogando todo deseo. El pánico, plenamente desarrollado, salió de la frialdad y la asió.

Ella se sacudió de su abrazo. Horrorizada, lo miró fijamente.

—¿Qué dijiste?

Las palabras eran débiles; su mundo giraba, mas ya no placenteramente.

Michael parpadeó, miró su rostro asombrado, repitió mentalmente sus palabras. Hizo un gesto para sus adentros. Frunció el ceño.

—Santo cielo, Caro, sabes hacia dónde nos dirigíamos. Quiero hacer el amor contigo.

Completamente. Muchas veces. No había advertido cuán potente era ahora esta necesidad, pero ahora era presa de ella y no lo soltaría. Hasta que… Su súbita vacilación no le ayudaba.

Sus ojos estaban fijos en su rostro, buscando… Se tensó aún más.

—No, no lo quieres… ¡quieres casarte conmigo!

La acusación lo golpeó como una bofetada, que lo dejó desorientado. La miró fijamente, luego sintió que su rostro se endurecía.

—Quiero, y me propongo, hacer ambas cosas. —Entrecerró los ojos—. Una de ellas una vez, la otra con frecuencia.

Ella también entrecerró los ojos.

—No conmigo. —Apretó los labios. Tomó su camisón—. No tengo intenciones de casarme otra vez.

Él vio cómo desaparecían los maravillosos túmulos de sus senos detrás de la leve barrera; podría haber sido de acero. Reprimió una maldición, se forzó a pensar… hizo un gesto con la mano.

—Pero… ¡esto es ridículo! No puedes esperar que crea que pensaste que te seduciría, la hermana de mi vecino más cercano, la hermana del antiguo Miembro del Parlamento… y no estuviera pensando en casarme.

Ella ataba de nuevo las cintas de su camisón, con movimientos entrecortados y tensos. Él sabía que estaba enojada, pero era difícil saber exactamente de qué manera. Ella levantó la vista; su mirada chocó con la suya.

—Intenta otra cosa. —Su tono era llano y desapegado—. Tengo más de siete años. —Mirando hacia abajo, se acomodó el vestido—. Soy una viuda, pensé que querías seducirme… ¡no casarte conmigo!

La acusación aún vibraba en su voz, iluminaba sus ojos plateados. Su desorientación no mejoraba.

—Pero… ¿qué tiene de malo que nos casemos? ¡Santo cielo! Sabes que necesito una esposa, y tú eres la candidata perfecta.

Ella retrocedió como si la hubiera golpeado. Luego se puso su máscara de nuevo y miró hacia abajo.

—Excepto que no quiero casarme otra vez, no lo haré. —Abruptamente, se puso de pie, giró y le dio la espalda—. Deshiciste las cintas, por favor átalas de nuevo.

Su voz temblaba. Con los ojos entrecerrados contempló su delgada espalda, sus manos en las caderas; fue consciente de un impulso creciente a tomarla sin más y condenarse… pero ella de repente parecía tan frágil.

Cruzó la banca con la pierna y se levantó; se colocó detrás de ella, tomó las cintas y las apretó de un golpe. La exasperación y una frustración aún más profunda le hincaban las espuelas.

—Sólo responde esto. —Mantuvo los ojos en las cintas mientras las apretaba y las anudaba—. Si el hecho de que mencionara el matrimonio fue tal choque para ti, ¿adónde imaginabas que llevaría lo que se desarrolla entre nosotros? ¿Qué creías que pasaría después?

Con la cabeza en alto y la espalda rígida, ella miraba al frente.

—Te lo dije. Soy una viuda. Las viudas no necesitan casarse para…

En lugar de palabras, hizo un gesto.

—¿Complacerse?

Apretando los labios, Caro asintió.

—Efectivamente. Eso fue lo que pensé que estaba pasando. —Casi había terminado con las cintas; lo único que ella quería era escapar, retirarse con la dignidad intacta antes de que las emociones que se arremolinaban en su interior quebrantaran su control. Su cabeza giraba de tal manera que se sintió enferma. Un frío mortal la invadía.

—Pero tú eres La Viuda Alegre. No tienes aventuras.

El dardo la hirió de una manera que él no pudo haber previsto. Respiró profundamente, levantó la barbilla. Se obligó a hablar calmadamente.

—Sólo soy extremadamente melindrosa acerca de quién elijo para tener aventuras. —Sus manos se inmovilizaron; ella se tensó para salir—. Pero como ese no es tu verdadero objetivo…

—Espera.

Tuvo que hacerlo; el maldito hombre había enredado sus dedos en las cintas. Dejó salir un susurro de frustración.

—Poseerte es un objetivo muy real para mí. —Habló lentamente, su tono ecuánime.

Ella no podía ver su rostro pero sintió que estaba pensando, reajustando velozmente su estrategia… ella se humedeció los labios.

—¿Qué quieres decir?

Pasó un largo minuto, lo suficientemente largo como para que ella se hiciera consciente del latido de su propio corazón, del ambiente cada vez más opresivo que precedía a la tormenta. Sin embargo, la amenaza elemental que se cernía más allá de la casa de verano no era suficiente para distraerla de la turbulencia interior, de la poderosa presencia que se encontraba en la penumbra a sus espaldas. Sus dedos no se movían; aún sostenían las cintas.

Luego sintió que él se acercaba; inclinó la cabeza para que sus palabras cayeran en sus oídos, su aliento al lado de su rostro.

—Si pudieras elegir, ¿cómo querrías que esto, que ha estado creciendo entre nosotros, se desarrollara?

Un temblor sutil le recorrió la espalda. «Si ella pudiera elegir…» respiró profundamente para soltar la tenaza que le apretaba los pulmones. Decidida, avanzó, obligándolo a soltarla. Él lo hizo con reticencia.

—Soy una viuda. —Deteniéndose dos pasos más allá, apretó las manos y luego lo enfrentó. Fijando sus ojos en los suyos, levantó la barbilla—. Es perfectamente factible, algo sencillo, que tengamos una aventura.

La miró durante un largo momento y luego dijo:

—Sólo para estar seguro de que te entiendo correctamente… tú, La Viuda Alegre, ¿aceptas ser seducida? —Hizo una pausa y preguntó—. ¿Es así?

Ella sostuvo su mirada, deseó no tener que responder y finalmente, brevemente, asintió.

—Sí.

Él permaneció en silencio, inmóvil, observándola; ella no podía leer nada en su rostro; en la penumbra, no podía ver sus ojos. Luego él se movió casi imperceptiblemente; ella sintió que suspiraba para sus adentros.

Cuando habló, su voz estaba despojada de toda liviandad, toda seducción, toda simulación.

—No quiero una aventura, Caro, quiero casarme contigo.

Ella no pudo ocultar su reacción, el pánico instintivo, profundamente arraigado, la forma en que retrocedía desesperada ante estas palabras, la amenaza que representaban para ella. Sus pulmones se cerraron; con la cabeza en alto, los músculos tensos, lo enfrentó.

Incluso a través de la penumbra, Michael vio su miedo, vio el pánico que nublaba sus ojos plateados. Luchó contra la necesidad de abrazarla, de sostenerla entre sus brazos y tranquilizarla, calmarla… ¿qué era esto?

—No quiero casarme, nunca me casaré otra vez. Ni contigo, ni con nadie. —Las palabras temblaban de emoción, cargadas, decididas. Suspiró—. Ahora, si me disculpas, debo regresar a la casa.

Se volvió para marcharse.

—Caro…

—¡No! —Ciegamente, levantó una mano; su cabeza se elevó aún más—. Por favor… olvídalo. Olvida todo esto. No funcionará.

Sacudiendo la cabeza, levantó sus faldas y atravesó rápidamente la casa de verano, bajó las escaleras y luego se apresuró, casi corriendo, a atravesar el jardín.

Michael permaneció en las sombras de la casa de verano con la tormenta que se acercaba y se preguntó qué demonios había salido mal.

Más tarde aquella noche, con el viento golpeando los aleros y azotando los árboles del bosque, se encontraba al lado de la ventana de su biblioteca, con una copa de brandy en la mano, mirando cómo se doblaban las copas de los árboles y pensando. En Caro.

No comprendía, no podía adivinar siquiera, que motivaba su aversión, su completo e inequívoco rechazo, a otro matrimonio. La visión de su rostro cuando él reiteró su deseo de casarse con ella pasaba una y otra vez por su mente.

A pesar de esta reacción, su intención seguía firme. Se casaría con ella. El pensamiento de no tenerla como esposa se había convertido en algo sencillamente inaceptable, esto tampoco lo comprendía por completo, pero sabía con absoluta certeza que era así. De alguna extraña manera, los acontecimientos de aquella noche sólo habían afirmado su decisión.

Bebió su brandy, miro hacia fuera, sin mirar, y planeó su camino hacia delante; nunca había sido una persona que huyera de un reto, incluso de un reto que no hubiera imaginado enfrentar ni en sus sueños más descabellados.

Tal como estaban las cosas, su tarea no era seducir a Caro en el sentido habitual, parecía que ya lo había conseguido, o podría hacerlo cuando quisiera. Por el contrario, su verdadero objetivo —su Santo Grial— era seducirla para convencerla de que se casara.

Sus labios se fruncieron con tristeza; apuró su copa. Cuando se había dirigido al sur desde Somersham, decidido a asegurarse su novia ideal, nunca había imaginado que enfrentaría una batalla semejante, que la dama que era su consorte ideal no aceptaría alegremente su propuesta.

Hasta ahí llegó su ciega arrogancia.

Volviéndose, atravesó la habitación hacia el sillón. Sumiéndose en él, puso la copa vacía sobre la mesa, flexionó los dedos; sosteniendo la barbilla entre sus manos, miró hacia el otro lado de la habitación.

Caro era obstinada, decidida.

Él era aún más obstinado, y estaba preparado a ser implacable.

Sólo había una manera de debilitar su resistencia, tan fuerte y arraigada como evidentemente lo era: atacar su origen. Cualquiera que fuese.

Necesitaba averiguarlo, y la única manera de hacerlo era a través de Caro.

El mejor enfoque parecía obvio. Directo, incluso sencillo.

Primero la llevaría a su cama, luego descubriría lo que necesitaba saber y haría lo que hiciera falta para mantenerla allí.