CARO se despertó a la mañana siguiente decidida a recobrar el control de su vida… Y de sus sentidos. Michael parecía decidido a tomarlos ambos, con qué fin no lo sabía. Sin embargo, cualquiera que fuese, ella no estaba dispuesta a participar en ello.
Como lo había hecho durante la última mitad de su viaje a casa desde la mansión Leadbetter.
Suprimiendo una maldición por su reciente susceptibilidad, presa de la maraña de curiosidad, fascinación y necesidad de escolar que le había permitido tomarse tales libertades, y la había seducido para que participara como lo había hecho, cerró la puerta de su habitación, arregló sus faldas y se dirigió a la escalera.
El desayuno y un nuevo día, borrón y cuenta nueva, le darían todo lo que necesitaba para encarrilar de nuevo su vida.
Deslizándose por la escalera, sonrió para sus adentros. Probablemente, su reacción era excesiva. Sólo había sido un beso —bien, numerosos y cálidos besos— pero, aun así, no era razón para entrar en pánico. Por lo que sabía, era posible que él hubiera tenido suficiente con eso y ni siquiera era preciso que ella estuviera en guardia.
—Ah, llegaste, querida. —Sentado en la cabecera de la mesa, Geoffrey levantó la cabeza. Hizo una leve inclinación a Elizabeth y a Edward, ambos sentados a la mesa, con las cabezas juntas, mirando una hoja de papel—. Una invitación de los prusianos. Me han invitado a mí también, pero preferiría no asistir, tengo otras cosas que hacer. Les dejaré estas disipaciones a ustedes.
Dijo esto último con una sonrisa afectuosa que la incluía tanto a ella como a Elizabeth; aun cuando Geoffrey se deleitaba en la prominencia social de su familia, desde la muerte de Alice ya sólo se interesaba por las diversiones más sencillas.
Catten retiró el asiento de Caro al otro lado de la mesa. Ella se sentó, estiró una mano para tomar la tetera e imperiosamente extendió la otra para que le dieran la invitación.
Edward se la entregó.
—Un almuerzo impromptu al fresco, supongo que querrán decir un picnic.
Ella miró la hoja.
—Hmm. Lady Kleber es prima hermana de la Gran Duquesa, y parece ser un personaje por derecho propio. —Lady Kleber había escrito personalmente, invitándolos a unirse a lo que describió como «compañía selecta».
Desde luego, era imposible rehusarse. Aparte de la descortesía que esto implicaba, la esposa del general sólo estaba devolviendo la hospitalidad de Caro; había sido ella quien había iniciado esta ronda de agasajos con la cena que había ofrecido para rescatar a Elizabeth.
Bebiendo su té, suprimió su irritación. Era inútil tratar de escapar a los resultados de sus propias estratagemas. Lo único que podía hacer era esperar, casi ciertamente en vano, a que Michael no fuese una de las personas seleccionadas por Lady Kleber.
—¿Podemos ir? —preguntó Elizabeth con los ojos brillantes, en los que se reflejaba su entusiasmo—. Es un día perfecto.
—Desde luego que iremos. —Caro miró de nuevo la invitación—. Casa Crabtree. —Le explicó a Edward—: Es al otro lado de los bosques de Eyeworth. Nos tomará media hora en el carruaje. Debemos partir hacia el mediodía.
Edward asintió.
—Ordenaré el coche.
Caro mordisqueó la tostada y terminó su té. Todos se levantaron de mesa al mismo tiempo; cuando llegaron al recibo se separaron: Geoffrey se dirigió a su estudio. Edward a hablar con el cochero. Elizabeth se fue a practicar el piano; más sospechó Caro, para que Edward supiera dónde encontrarla y tener una excusa para permanecer allí, que por el deseo de mejorar sus habilidades.
Esta cínica evaluación había aparecido en su mente sin pensar conscientemente en ella; casi de seguro era acertada, pero… sacudió la cabeza. Estaba demasiado hastiada; hacía demasiadas estrategias, se asemejaba excesivamente a Camden en la forma en que este se relacionaba con el mundo.
Con pesar, renunció a la idea desesperada que había florecido en su mente. No había ninguna situación que pudiera imaginar para garantizar que Michael se encontrara ocupado en algo diferente aquella tarde.
Bloquear de nuevo el arroyo no era una posibilidad.
Entraron al sendero de Casa Crabtree a las doce y media. Otro carruaje estaba delante de ellos; aguardaron mientras Ferdinand se apeaba y ayudaba a bajar a la condesa. Luego su coche avanzó y el de ellos ocupó su lugar frente a la puerta principal.
Ayudada por Edward, Caro avanzó, sonriendo, para saludar a su anfitriona. Le estrechó la mano a Lady Kleber, respondió a sus amables preguntas y presentó las excusas de Geoffrey; luego saludó a la condesa mientras Elizabeth hacía una reverencia y Edward se inclinaba.
—Vengan, vengan. —Lady Kleber los condujo a lo largo del frente de la casa—. Saldremos a la terraza donde estaremos más cómodos mientras aguardamos a los demás.
Caro caminaba al lado de la condesa, intercambiando las amabilidades habituales. Elizabeth caminaba con Lady Kleber; Edward y Ferdinand cerraban la comitiva. Mirando hacia atrás cuando llegó a la terraza, Caro vio a Edward explicándole algo a Ferdinand. Se sorprendió de que Ferdinand no hubiese buscado su atención; evidentemente, había recordado que Edward había sido uno de los asistentes de Camden.
Cínicamente divertida, siguió a la condesa. Habían instalado mesas y asientos para permitir a los invitados disfrutar la agradable vista del jardín rodeado por el verde más oscuro de los bosques de Eyeworth.
Caro se sentó con la condesa; Elizabeth y Lady Kleber se unieron a ellas. El General salió de la casa; después de saludar amablemente a todas las damas, se unió a Edward y a Ferdinand en la otra mesa.
La conversación era animada; Lady Kleber, la condesa y Caro discutían sus impresiones de la reciente temporada en Londres. Sus temas iban desde sospechas diplomáticas hasta las últimas modas. Intercambiando observaciones, Caro se preguntó, como lo había hecho cada vez con mayor frecuencia durante las últimas horas, si Michael había sido invitado.
Casi había esperado que se presentara en la Casa Bramshaw y reclamara un lugar en el carruaje, pero una acción semejante habría sorprendido incluso a Geoffrey, la mansión Eyewood estaba más cerca de la Casa Crabtree que Bramshaw. Para unirse a ellos, tendría que haber cabalgado en dirección contraria: evidentemente, se había decidido en contra de ello.
Suponiendo que estuviese invitado.
Miró hacia las escaleras cuando escuchó pasos que anunciaban nuevas llegadas, pero se trataba del encargado de negocios de Polonia con su esposa y sus hijos. Caro apreció la previsión de Lady Kleber al invitar a los dos jóvenes, eran una pareja que se complementaba naturalmente con Elizabeth y Edward, para evidente disgusto de Ferdinand; se vio obligado a ocultarlo, inclinarse ante las damas y dejar que Edward escapara.
Caro continuó conversando mientras llegaban los otros. No había rusos, desde luego, pero el embajador de Suecia, Verolstadt, su esposa y sus dos hijas se les unieron, seguidos por dos de los edecanes del General y sus esposas.
Caro frunció el ceño en su interior. Lady Kleber era una anfitriona experimentada de la diplomacia, siempre correcta; no poseía ninguna de las excentricidades de sus parientes más famosos. Por lo tanto debería haber invitado a Michael. No sólo era el Miembro local del Parlamento, sino que debió haber escuchado los rumores…
Los minutos pasaban, rodeados de animadas conversaciones. Caro se sentía cada vez más inquieta. Si Michael había de trasladarse al Ministerio de Relaciones Exteriores, necesitaba estar presente en eventos como aquel, en las reuniones más informales, relajadas, privadas, en las que se forjaban vínculos personales. Necesitaba estar allí, lo hubieran debido invitar… intentó pensar en una excusa para preguntar…
—¡Ah, y aquí está el señor Anstruther-Wetherby! —Lady Kleber se levantó, con una sonrisa de evidente complacencia en el rostro.
Girando sobre sí misma, Caro vio a Michael que avanzaba desde los establos. No había escuchado el ruido de los cascos en la gravilla de la entrada, había llegado cabalgando por el bosque. Vio como saludaba a Lady Kleber y se sintió agudamente disgustada por su anterior preocupación; era evidente que no necesitaba un paladín en el ámbito diplomático. Cuando lo deseaba, podía ser asquerosamente encantador; lo observó mientras sonreía a la condesa y se inclinaba sobre su mano, e internamente hizo un gesto de desdén.
Serenamente apuesto, seguro de sí mismo, sutilmente dominante, su tipo de encanto era mucho más efectivo que el de Ferdinand.
Su mirada se dirigió hacia Ferdinand, quien avanzaba hacia ella, ubicándose de tal manera que pudiera estar a su lado cuando la comitiva bajara hacia el jardín. Mirando a su alrededor, buscó un escape… y advirtió que no había ninguno, diferente de…
Miró a Michael; ¿había perdido todo interés en perseguirla?
Él o Ferdinand… ¿qué sería mejor? Lady Kleber le había dicho que el picnic se haría en un claro del bosque; Caro conocía el camino, un pequeño paseo y no estarían solos…
No tuvo que tomar la decisión. A través de una maniobra que, debió admitir, fue maestra, ella fue la última persona a quien saludó Michael.
—¡Bien, bien! Ahora que estamos todos aquí, podemos disfrutar de nuestro picnic, ¿sí? —Lady Kleber hizo un gesto hacia el prado y luego los rodeó, decidida a sacarlos de la terraza.
Michael acababa de estrechar la mano de Caro y la retuvo. Mirándola a los ojos, sonrió.
—¿Vamos? —Con elegancia, la ayudó a ponerse de pie.
Sus sentidos se alentaron y esta vez no fue únicamente debido a su cercanía. Había un destello de acero detrás del azul de sus ojos, y la forma en que tomó su mano, el poder dominado detrás de la manera en que reclamó su compañía… definitivamente, no había abandonado la caza.
Ancló la mano en su brazo y luego miró a Ferdinand.
—Ah, Leponte por favor, acompáñanos.
Ferdinand lo hizo, muy a gusto; sin embargo, era Michael quien tenía su brazo. Mientras bajaban hacia el jardín y se unieron a los otros para caminar hacia el claro, Caro se preguntó qué se proponía, qué nuevo rumbo tomaba con Ferdinand.
Entraron en el bosque siguiendo un sendero bien delimitado. Ella captó el movimiento cuando Michael miró por encima de ella a Ferdinand.
—¿Entiendo que eres una especie de discípulo de Camden Sutcliffe?
Un ataque directo; por lo general, una jugada más política que diplomática, quizás de esperar en este caso. Miró a Ferdinand y vio que el rubor cubría su piel aceitunada.
Asintió, un poco cortado.
—Tal como lo dices. La carrera de Sutcliffe es un modelo a seguir para todos los que buscamos abrirnos camino en el campo diplomático. —Ferdinand encontró la mirada fija de Michael—. ¿Seguramente estás de acuerdo conmigo? Sutcliffe era, después de todo, tu compatriota.
—Cierto. —Michael sonrió—. Pero me inclino más por la política que por la diplomacia.
Sintió que eso era una advertencia justa; había mucho del implacable toma y daca en la política, mientras que la diplomacia era, por definición, más un asunto de negociación. Mirando al frente, hizo una leve inclinación al encargado de negocios polaco.
—Si realmente deseas aprender sobre Sutcliffe y lo que lo moldeó, tienes suerte: el primer cargo de Sutcliffe fue en Polonia. Kosminsky era un joven asistente del Ministerio de Relaciones Exteriores de Polonia en aquel momento; su relación profesional con Sutcliffe se remonta a 1886. Entiendo que permanecieron en contacto desde entonces.
La mirada de Ferdinand se había clavado en el atildado polaco de baja estatura que conversaba con el General Kleber. Hubo un segundo de vacilación mientras que componía una expresión adecuada.
—¿En verdad?
Sus facciones se iluminaron, mas no su mirada. Esta era curiosamente inexpresiva cuando encontró la de Michael.
Michael sonrió y no se molestó en hacer su gesto encantador, ni siquiera agradable.
—Así es.
Caro comprendió lo que quería decir; subrepticiamente, le pellizcó el brazo. Él la miró, con un silencioso «Qué» en los ojos.
Los de ella ardiendo para advertirlo. Distraída en apariencia, miró hacia los árboles y señaló.
—¡Miren! ¡Un arrendajo!
Todos se detuvieron, miraron, pero, desde luego, nadie con excepción de Edward vio la elusiva ave. Lo cual sólo confirmó que Edward era, no sólo leal, sino sumamente inteligente.
Por otra parte, había tenido cinco años para acostumbrarse a las pequeñas tretas de su empleadora.
Ella tenía más que suficientes, Michael tenía que reconocérselo. Para cuando le había explicado a Ferdinand qué era un arrendajo y por qué ver uno era algo tan emocionante, algo que él mismo no había apreciado plenamente, habían llegado al lugar del picnic.
Fue evidente de inmediato que la visión inglesa de un picnic —cestas de comida esparcidas sobre manteles con unas frazadas alrededor para sentarse— no se traducía directamente al prusiano. Varias sillas habían sido dispuestas en el claro; a un costado, una mesa de caballete gemía bajo varias bandejas de plata y un complemento de platos, cubiertos, cristal, vinos y aperitivos que habrían enorgullecido a un almuerzo formal. Había incluso una fuente de plata en el centro. Un mayordomo y tres lacayos se encontraban al frente de ella, preparados para servir.
A pesar de la relativa formalidad, la comitiva consiguió crear un ambiente agradablemente relajado, debido en buena parte a los esfuerzos de Lady Kleber, hábilmente asistida por Caro, la señora Kosminsky y, sorprendentemente, por la condesa. Esto último puso a Michael en guardia; algo sucedía, una conexión entre los portugueses y Camden Sutcliffe, aun cuando de qué naturaleza aún no podía adivinarlo. El comportamiento alegre de la condesa, poco característico de ella, lo decidió aún más a mantener su vigilancia sobre Ferdinand, el sobrino de la condesa.
Fingió no ver los dos primeros intentos de la condesa por llamar su atención. Permaneciendo al lado de Caro —algo a lo que parecía haberse acostumbrado cada vez más— con el plato en la mano, se desplazaba con ella cuando ella se movía, de grupo en grupo, mientras todos saboreaban las carnes, las frutas y las exquisiteces que Lady Kleber había suministrado.
La agenda de Caro pronto se hizo evidente; personalmente, no tenía ninguna, su dedicación era toda a favor de Michael. Estaba decidida a utilizar sus considerables contactos y aún más formidable talento para allanarle el camino, para darle entrada a lo que había sido su mundo, un mundo en el cual todavía, si no reinaba, al menos detentaba cierto poder. Su apoyo no solicitado lo llenó de calidez; guardó este sentimiento para saborearlo más tarde y centró su atención —más de lo que probablemente lo hubiera hecho de haber estado solo— en aprovechar al máximo las oportunidades que ella creaba para él de establecer aquellas conexiones personales que eran, en el fondo, aquello en lo que se basaba con mayor seguridad la diplomacia internacional.
La concurrencia había terminado hasta con la última fresa y los lacayos empacaban los platos cuando sintió un suave toque en el brazo. Volviéndose, encontró los oscuros ojos de la condesa.
—Ah, mi querido señor Anstruther-Wetherby, ¿puedo atreverme a quitarle un poco de su tiempo?
Su sonrisa era segura; él no podía negarse. Con un gesto fácil, replicó.
—Soy todo oídos, Condesa.
—Un dicho inglés tan extraño. —Tomándolo del brazo, señaló hacia dos sillas instaladas a un lado del claro—. Pero venga, tengo mensajes de mi esposo y del duque, y debo cumplir con mi deber de transmitírselos.
Él abrigaba serias dudas sobre la importancia de los mensajes; sin embargo, el hecho de que ella apelara al deber le pareció algo que revelaba cierta verdad. ¿Qué sucedía?
A pesar de su curiosidad, fue agudamente consciente de que lo alejaba de Caro. Hubiera hecho algún esfuerzo por incluirla, incluso ante el evidente deseo de la condesa de hablar con él a solas, pero cuando miró a su alrededor, vio a Ferdinand en una profunda conversación con Kosminsky. El pequeño polaco estaba en pleno entusiasmo; Ferdinand lo escuchaba con atención.
Aliviado a ese respecto, la siguió sin discutir, aguardando mientras ella se instalaba en una de las sillas y luego tomando la otra.
Ella fijó sus oscuros ojos en los suyos.
—Ahora…
Caro miró a Michael que se inclinaba hacia delante, relajado, pero centrado en lo que le decía la condesa.
—¿Seguro no quieres venir?
Miró a Edward. Él encontró sus ojos, desvió la mirada hacia Ferdinand y luego arqueó las cejas.
—Ah, no. —Caro miró más allá de él hacia el grupo de jóvenes que se dirigía al sendero que conducía a una hermosa hondonada.
La tarde estaba cálida; el aire era pesado, fragante con los aromas del bosque. La mayoría de los invitados mayores mostraban signos evidentes de instalarse a tomar una siesta, todos con excepción del señor Kosminsky y Ferdinand, y de Michael y la condesa, absortos en sus discusiones.
—Me quedaré con… Lady Kleber.
Edward no pareció afectado por su estrategia.
—¿Estás segura?
—Sí, sí. —Agitó las manos, haciéndole señas de que se marchara al lugar donde lo aguardaban Elizabeth y la señorita Kosminsky—. Ve y disfruta del paseo. Soy perfectamente capaz de manejar a Ferdinand.
La última mirada de Edward decía evidentemente, «¿en este contexto?». Pero sabía que de nada le serviría discutir. Volviéndose, se unió a las chicas; pocos minutos después, el grupo había desaparecido por el sendero que se internaba en el bosque.
Caro se unió a Lady Kleber, la señora Kosminsky y la señora Verolstadt. Su conversación, sin embargo, pronto se hizo desganada y luego desapareció por completo. Pocos minutos más tarde, un suave ronquido llenó el aire.
Todas las tres damas mayores tenían los ojos cerrados, la cabeza reclinada hacia atrás. Caro miró rápidamente a su alrededor; la mayoría había sucumbido también, sólo Kosminsky, Ferdinand, Michael y la condesa estaban aún despiertos.
Ella tenía dos opciones: fingir que dormía también y ser víctima de cualquiera de los dos hombres que la perseguían y que llegara primero a despertarla, como el príncipe de la Bella Durmiente, y apostaría sus mejores perlas a que lo harían, o…
Levantándose silenciosamente, rodeó las sillas, y siguió vagando en silencio, como una enredadera, hasta cuando los árboles se cerraron a su alrededor y se perdió de vista.
Qué era exactamente lo que se proponía con eso; para cuando llegó al arroyo, su lucidez había regresado.
Se sentó en una roca agradablemente caldeada por el sol, frunció el ceño ante el arroyo ondulado, y decidió que había sido su visión de la Bella Durmiente, atrapada, obligada a aguardar y a aceptar las atenciones de cualquier príncipe apuesto que apareciera para besarla en los labios… realmente, le había recordado demasiado su propia situación, así que hizo lo que hubiera hecho cualquier mujer en su sano juicio, incluso la Bella Durmiente, si hubiera tenido la oportunidad. Había huido.
El problema era que no podía ir muy lejos y estaba, por lo tanto, en peligro de ser atrapada por uno de los dos príncipes perseguidores. Además de eso, uno de ellos conocía aquella parte del bosque incluso mejor que ella.
Peor aún, si estaba destinada a ser atrapada por alguno, y se veía obligada a elegir, no sabía a cuál de los dos elegiría. En este contexto, Ferdinand sería difícil de manejar; Edward había tenido razón en eso. Sin embargo, a pesar de ello, Ferdinand tenía pocas probabilidades de entusiasmarla y tentarla a un abrazo ilícito. Michael, por otra parte…
Sabía cuál de los dos era verdaderamente más peligroso para ella. Desafortunadamente, era también aquel con quien se sentía inmensurablemente más segura.
Un dilema para el que su considerable experiencia no la había preparado.
El distante ruido de una rama quebrada la alertó; concentrándose, escuchó unos pasos. Alguien se acercaba por el sendero que había tomado desde el claro. Rápidamente, registró su entorno; un matorral de saúco que crecía al lado de un viejo abedul ofrecía la mejor esperanza de ocultarse.
Levantándose, trepó por la ladera apresuradamente. Rodeando el matorral, descubrió que el saúco que crecía profusamente no se extendía hasta el tronco del enorme abedul, sino que formaba una cerca que ocultaba del arroyo a quien estuviese bajo el abedul. Más allá del abedul, el terreno se elevaba continuamente; podía ser vista desde la parte más alta de la ribera; sin embargo, si se colocaba al frente del abedul…
Deslizándose hacia el espacio oculto, se colocó delante del enorme tronco del abedul y miró hacia el arroyo. Casi de inmediato, un hombre llegó caminando por la ribera; lo único que pudo ver a través de las hojas de saúco fue un hombro, el destello de una mano, no lo suficiente para estar segura de quién era.
Él se detuvo; ella sintió que miraba a su alrededor.
Estirándose hacia un lado y otro, intentó verlo mejor; luego él se movió y ella advirtió que estaba registrando la ribera, la zona donde ella se encontraba; simultáneamente advirtió que el saco que había visto era azul oscuro. Ferdinand. Michael llevaba un saco marrón.
Contuvo el aliento, inmóvil, con los ojos fijos donde se encontraba Ferdinand… los juegos infantiles del escondido nunca habían sido tan intensos.
Durante largos momentos, todo permaneció en silencio, inmóvil; el pesado calor debajo de los árboles era una frazada que todo lo silenciaba. Se hizo consciente de su respiración, del latido de su corazón… y, súbitamente, de una desconcertante alarma de sus sentidos.
Sus sentidos ardieron abruptamente; supo que estaba allí antes de que lo sintiera realmente, moviéndose silenciosamente hacia ella desde el otro lado del árbol. Supo quién era antes de que su larga mano se deslizara alrededor de su cintura; él no forzó su espalda contra él —los pies de Caro no se movían— sin embargo, de repente estaba allí, con todo su calor y su fuerza detrás de ella, su duro cuerpo, su sólido marco masculino casi rodeándola.
Antes no había estado respirando; ahora no podía hacerlo. Una ráfaga de calor la invadió. El vértigo la amenazaba.
Levantando una mano, la cerró sobre la de él en su cintura. Sintió que él la sostenía con fuerza como respuesta. Él inclinó la cabeza; sus labios recorrieron la piel sensible debajo de su oreja. Suprimiendo un temblor, ella lo escuchó susurrar en voz baja, profunda, y sin embargo, levemente divertida.
—Permanece inmóvil. No nos ha visto.
Ella volvió la cabeza, se reclinó sobre él, con la intención de decirle, ásperamente, «Lo sé» pero, en ese momento, su mirada chocó con la suya. Luego bajó hasta sus labios, a unos pocos centímetros de los suyos…
Ya estaban tan cerca que sus alientos se mezclaban; parecía extrañamente razonable, algo que debía suceder, que se movieran, se acomodaran, cerraran la distancia, que él la besara y ella lo besara, aun cuando ambos eran agudamente conscientes de que, a unos pocos pasos de allí, Ferdinand Leponte la estaba buscando.
Este hecho mantuvo los besos ligeros; los labios se rozaban, se acariciaban, afirmándose mientras ambos continuaban escuchando.
Finalmente llegaron los sonidos que aguardaban, una débil maldición en portugués seguida por los pasos de Ferdinand que retrocedía.
El alivio invadió a Caro, suavizando su espalda; se relajó. Antes de que pudiera recobrar su compostura y retirarse, Michael aprovechó el momento, la hizo girar hasta quedar entre sus brazos, los cerró a su alrededor, abrió sus labios y se deslizó en la caverna de miel de su boca.
Y tomó, saboreó, incitó… y ella estaba con él, siguiendo su libreto, contenta, al parecer, tanto de permitir como de apreciar la intimidad que lentamente escalaba en cada encuentro sucesivo. Forjada. Una reflexión sobre el deseo que escalaba continuamente dentro de él y, él estaba seguro, en ella.
Se sentía confiado de esto último aun cuando ella era extremadamente difícil de interpretar y, al parecer, decidida a negarlo.
Recordando eso, recordando sus verdaderas intenciones, y aceptando que una mayor privacidad sería conveniente, retrocedió con reticencia del beso.
Levantando la cabeza miró su rostro, observó las sombras de las emociones que nadaban en sus ojos mientras ella parpadeaba y recobraba su compostura.
Luego lo miró enojada, se tensó y se apartó de su abrazo.
Consiguiendo no sonreír, la soltó, pero tomó su mano, impidiéndole que se marchara enojada.
Ella frunció el ceño cuando vio su mano, cerrada sobre la suya; luego levantó una glacial mirada a su rostro.
—Debo regresar al claro.
Él arqueó las cejas.
—Leponte está acechando en algún lugar entre el claro y aquí. ¿Estás segura de que deseas arriesgarte a tropezar con él… sola… bajo los árboles…?
Cualquier duda que tuviera sobre cómo veía ella a Leponte, cualquier inclinación a considerarlo como su rival, desapareció, reducida a cenizas, cuando vio el fastidio en sus ojos, la naturaleza de su vacilación. Su mirada permaneció fija en la suya; su expresión pasó de un altivo desdén a la exasperación.
Antes de que pudiera formular otro plan, dijo:
—Me dirigía a verificar el estanque, a asegurarme que el arroyo aún está corriendo libremente. Puedes venir conmigo.
Ella vaciló, sin ocultar que sopesaba los riesgos de acompañarlo contra los de tropezar inadvertidamente con Leponte. No estaba dispuesto a hacer ninguna promesa que no tenía intenciones de cumplir, así que permaneció en silencio y aguardó.
Finalmente, ella hizo una mueca.
—Está bien.
Asintiendo, se volvió para que no viera su sonrisa. Tomados de la mano, dejaron la protección de los saúcos y se internaron por el bosque al lado del arroyo. Ella le lanzó una mirada sospechosa.
—Pensé que habías dicho que el arroyo estaba desbloqueado.
—Lo estaba, pero ya que estoy aquí —la miró— y no tengo nada mejor que hacer, pensé que sería bueno asegurarme que hemos arreglado el problema en forma permanente.
Siguió caminando, internándose más profundamente en el bosque.
El estanque era bien conocido por la gente de la región, pero como estaba sepultado en lo profundo de los bosques de Eyeworth, una parte de los bosques y parte de sus tierras, pocas personas más sabían o sospechaban siquiera de su existencia. Estaba ubicado en un estrecho valle, y la vegetación que lo rodeaba era densa, menos fácil de penetrar que los senderos del bosque abierto.
Diez minutos de caminar por los senderos del bosque los llevaron al borde del estanque. Alimentado por el arroyo, era lo suficientemente profundo como para que la superficie pareciera vidriosa y quieta. A la madrugada y al atardecer, el estanque atraía a los animales del bosque, grandes y pequeños; a media tarde, el calor, no tan fuerte en ese lugar, pero considerable, envolvía la escena en la soñolencia. Eran las únicas criaturas despiertas, las únicas que se movían.
Miraron a su alrededor, inmersos en la tranquila belleza; luego, sin soltar la mano de Caro, Michael la condujo por la ribera hacia el lugar donde salía el arroyo del estanque.
Estaba cantando alegremente, como una delicada melodía que tintineaba en el silencio del bosque.
Deteniéndose en la cabecera del arroyo, señaló un lugar a diez yardas de allí.
—Un árbol se había alojado allí, presumiblemente se cayó durante el invierno. Había desperdicios a su alrededor, casi una represa. Arrastramos el árbol y la mayor parte de los desperdicios, y esperamos que el arroyo mismo limpiara el resto.
Ella observó el agua que corría libremente.
—Me parece que lo hizo.
Él asintió, apretó su mano y retrocedió. La hizo retroceder con él, sin previa advertencia, soltó su mano, cerró la suya en su cintura, la levantó y la hizo girar, depositándola luego en la base de un enorme roble, con su espalda contra el tronco; inclinó la cabeza y la besó. Profundamente esta vez.
Él sintió que ella ahogaba un grito, supo que intentaba enojarse, sintió un raudal de deleite muy masculino cuando no lo consiguió. Cuando, a pesar de sus claras intenciones de resistir, en lugar de hacerlo fue al encuentro de su lengua, cuando en segundos sus labios se afirmaron y, para ella casi osadamente, con un destello de elusiva pasión, no sólo satisfizo sus exigencias sino que parecía decidida a ganar más.
El resultado de ello fue un beso, una serie de intercambios cada vez más ardientes que, para su considerable sorpresa, evolucionaron hacia un juego sensual de un tipo que nunca había jugado antes. Le tomó algunos momentos —le tomó un esfuerzo desprender incluso una parte de su mente como para poder pensar— antes de advertir qué era diferente.
Era posible que ella no hubiera tenido mucha experiencia en besar, al creer, equivocadamente, que no sabía hacerlo: él esperaba que ella, al haberla seducido hasta ese punto, estaría ávida por aprender, como de hecho lo estaba. Lo que no esperaba era su actitud, su aproximación a este aprendizaje; sin embargo, ahora que estaba manejándolo, labios contra labios, boca a boca, lengua con lengua, era, ciertamente, Caro. Estaba comenzando a advertir que ella no poseía ni un gramo de aquiescencia en su cuerpo. Si aceptaba, avanzaba, decidida; si no lo hacía, resistía con igual tenacidad.
Pero aceptar, seguir con algo sin comprometerse realmente, sencillamente no estaba en el carácter de Caro.
Ahora que la había obligado a enfrentar la cuestión, ella obviamente había decidido aceptar su ofrecimiento de enseñarle a besar. En efecto, parecía decidida a hacer que le enseñara más: sus labios, sus respuestas, eran cada vez más exigentes. Imperiosas. Correspondiéndole paso a paso, igualándolo en cada aspecto.
Si la completa captura de sus sentidos, la total inmersión de la atención de Michael en el intercambio, la reacción cada vez más definitiva de su cuerpo eran algún indicio, ella no necesitaba más enseñanzas.
Abruptamente, él se retiró y terminó el beso, consciente de cuán peligrosamente insistente era su deseo, del latido cada vez más fuerte de su sangre. Levantó la cabeza sólo un poco, hasta que las pestañas de Caro se agitaron y luego se abrieron, buscó en sus plateados ojos.
Necesitaba saber si ella estaba donde él creía, si estaba interpretando correctamente sus respuestas. Lo que vio… fue sorprendente primero, luego intensamente gratificante. Un grado de asombro, casi de maravilla, iluminaba sus bellos ojos. Sus labios llenos, de un rosa más sensual, ligeramente inflamados; su expresión se tornó reflexiva, evaluadora y, sin embargo, él sintió que detrás de todo aquello estaba complacida.
Caro se aclaró la voz; su mirada bajó hasta sus labios antes de que la levantara de nuevo e intentara lucir enojada. Intentó retroceder, pero el tronco estaba a sus espaldas.
—Yo…
Él se inclinó rápidamente, la interrumpió, la calló. Se acercó más… lentamente, deliberadamente, la atrapó contra el árbol.
Sintió que sus dedos se tensaron en sus hombros y luego se relajaron.
Se disponía a protestar, a insistir en que se detuvieran y se unieran a los demás, sentía que eso era lo que decía decir. No necesariamente lo que quería.
Michael había apostado a que la mayoría de sus pretendientes no habían comprendido esto. Caro jugaba según las reglas sociales, sintiéndose atadas por ella aun cuando era experta en doblegarlas para su causa. Había estado casada durante nueve años; habría adquirido la costumbre de rechazar todas las propuestas de devaneos. Su reacción, sin duda, era ahora algo natural. Como lo acababa de demostrar, la única manera de pasar sus defensas era ignorarlas, así como las reglas, por completo.
Sólo actuar, y darle la oportunidad de reaccionar. Si ella verdaderamente deseara detenerse, habría luchado, resistido; por el contrario, mientras él la besaba más profundo y, reclinando un hombro contra el árbol, moldeaba su cuerpo al suyo, ella levantó los brazos y los entrelazó alrededor de su cuello.
Caro se aferró a él, bebió en su beso, lo besó descaradamente, e ignoró la vocecita vacilante de la razón que insistía en que esto estaba mal. No sólo mal, sino que era grave y peligrosamente estúpido. En ese momento, no le importaba, arrastrada por una ola de júbilo que nunca antes había experimentado, que nunca esperó experimentar.
Michael realmente quería besarla. No una ni dos veces, sino muchas veces. Más aún, él parecía… ella no sabía qué era realmente la compulsión creciente que sentía en él, pero la palabra que le vino a la mente fue… hambriento.
Hambriento de ella, de sus labios, de su boca, de tomar y saborear todo lo que ella le diera. Y él podía seducirla a que se lo permitiera; sin embargo, en términos de seducción, para ella este deseo de él era la máxima tentación. Era mejor que él no lo supiera, y ella era demasiado inteligente como para decírselo.
Sus labios, duros e imperiosos, sobre los suyos, la manera como llenaba su boca con su lengua, saboreando y acariciando y luego retirándose, incitándola a hacer lo mismo, ya no era un aprendizaje sino una fascinación. Un placer sensual que ella, ahora segura, podía permitirse y disfrutar.
La idea de besar, al menos de besar a Michael, ya no la llenaba de temor. Por el contrario…
Moviendo las manos, abrió los dedos, los hundió en sus gruesos rizos y sostuvo su cabeza para poder presionar, con más fuerza, un beso que le llenó el alma. Un curioso calor crecía en su interior; ella dejó que creciera y la invadiera, la recorriera, para transmitírselo a él.
Su reacción fue inmediata, una oleada de apetito voraz que fue intensamente satisfactoria. Ella la sació, lo incitó a continuar, sintió que todo su cuerpo se tensaba deliciosamente cuando él se hundió más profundamente en su boca y saqueó.
En efecto, su cuerpo pareció calentarse aún más; la calidez se extendió en ávidas llamas bajo su piel. Sentía duros sus senos… el peso de su pecho contra ellos era curiosamente tranquilizador, mas no lo suficiente.
Michael aumentó súbitamente la intensidad del intercambio con un beso flagrantemente incendiario, que hizo que los dedos de sus pies se enroscaran y que dejó latiendo partes de su cuerpo que nunca pensó que se afectaran.
Sus senos le dolían. Él retrocedió. Ella intentó recobrar su compostura para protestar…
Él soltó sus manos alrededor de su cintura; las deslizó y las puso, dura y definitivamente, con la palma extendida sobre su pecho.
Su protesta murió, congelada en su mente. El pánico se despertó de un golpe…
Su mano se cerró, firme, imperiosa; sus sentidos se quebraron. El viejo dolor cedió, luego se inflamó otra vez.
Cedió de nuevo mientras él la acariciaba.
Por un instante vaciló, insegura… luego el calor creció como una ola, la invadió, y él la besó más profundamente; ella le devolvió el beso, compartiendo abiertamente y los dedos de Michael se afirmaron de nuevo.
El pánico estaba sepultado debajo de una ola de sensación; una curiosidad profunda y muy real lo mantenía sumergido. Él había conseguido enseñarle a besar. Quizás querría, podría, enseñarle más…
Michael lo supo en el instante en que ella decidió permitirle que la acariciara: no sonrió internamente, sino que sintió una sincera gratitud. Necesitaba el contacto tanto como ella. Ella podía haber pasado hambre durante años; sin embargo, el deseo de Michael era, en este momento, el más urgente.
Se prometió a sí mismo que eso cambiaría, él tenía una visión muy definida de lo que quería de ella, pero aún no era el momento. Por ahora…
Mantuvo sus labios en los de ella, distrayéndola ingeniosamente cada vez que llevaba más lejos su intimidad. Sus instintos lo llevaron a abrir su corpiño, a saborear su piel exquisitamente fina; sin embargo, estaban en la mitad del bosque y pronto debían regresar al claro del picnic.
Este último pensamiento lo llevó a hacer más leve el beso hasta que, sin irritarla, pudiera levantar la cabeza y estudiar su rostro mientras continuaba acariciándola. Necesitaba conocer sus pensamientos, sus reacciones, para saber cómo y dónde comenzar de nuevo la próxima vez que se encontraran.
Cuando consiguiera raptarla de nuevo y atraparla en sus brazos.
Sus pestañas se agitaron; abrió los ojos un poco. Sus ojos, de plata brillante, encontraron los suyos. Ninguno de los dos respiraba calmadamente. El primer paso hacia la intimidad, el compromiso inicial de explorar lo que podía llegar a ser, había sido dado definitivamente; sus miradas se tocaron, reconociéndolo.
Caro respiró profundamente, soltó las manos de su cuello, de sus hombros y miró hacia abajo, a su mano, grande, fuerte, de largos dedos que acariciaban hábilmente sus senos, rodeando sus pezones ahora duros, enviando sensaciones que la recorrían, dejando sus nervios duros, tensos. Su fino traje de velo no era una verdadera barrera; tomando su pezón entre los dedos, lo oprimió suavemente.
Ella respiró ahogadamente. Cerró los ojos y dejó que su cabeza cayera hacia atrás, luego se obligó a abrir los ojos de nuevo y fijó su mirada en su rostro. En su rostro delgado, austeramente apuesto. Si hubiera podido fruncir el ceño lo habría hecho; tuvo que contentarse con una expresión estudiadamente vacía.
—No te dije que podías… hacer eso.
Su mano se cerró otra vez.
—Tampoco dijiste que no podía hacerlo.
Una débil expresión de irritación llegó por fin; entrecerró los ojos.
—¿Estás diciendo que ya no puedo confiar en ti?
Su rostro se endureció y sus ojos también, pero su mano continuó acariciándola lánguidamente. La observó por un momento y luego dijo:
—Puedes confiar en mí, siempre. Esto te lo prometo. Pero también te prometo más. —Su mano se afirmó alrededor de su seno; sus ojos sostuvieron su mirada—. No te prometo comportarme como esperas. —Su mirada bajó a sus labios; él se acercó más—. Sólo como quieres. Como lo mereces.
Ella se habría irritado más y discutido, pero él la besó. No con voraz calidez, sino de una manera directa, profundamente satisfactoria. Que calmó algo su conciencia social, como si no hubiera razón para que ella no pudiera aceptar sencillamente todo lo que había ocurrido entre ellos, entre dos adultos, y dejarlo así.
A pesar de su comportamiento prepotente y dominante, ella no se sintió abrumada. Sabía de manera absoluta que él nunca la heriría o la lastimaría, que si luchaba él la soltaría… Tanto sus acciones como sus palabras sugerían que no estaba dispuesto a dejar que lo negara, o a ella misma, solamente a causa de las convenciones sociales.
Si ella quería rechazarlo, debía convencerlo de que realmente no quería hacer parte de sus planes. Era bastante sencillo, excepto que…
Su cabeza nadaba placenteramente, su mente desprendida, su cuerpo cálido y ardiente bajo su mano.
Súbitamente, él rompió el beso. Levantando la cabeza, él miró más allá de ella, más allá del árbol. Ella volvió la cabeza, pero no pudo ver más allá del tronco.
Él se había congelado, todo excepto sus dedos que la acariciaban. Suspiró profundamente, preparándose para preguntar qué había allí, la mirada de Michael regresó a su rostro, con los ojos advirtiéndole.
Luego, veloz y silencioso, se movió, haciéndose a un lado, volviéndose y llevándola consigo al otro lado del árbol; él terminó con su espalda contra el tronco, más o menos contra el mismo estaque, mientras ella permanecía atrapada contra él, con la espalda contra su pecho, mirado al otro lado del estanque, protegida contra cualquier peligro que acechara.
Mirando sobre su hombro, vio que ella miraba sobre el suyo, asomándose para ver el estanque. Luego él volvió la mirada, encontró sus ojos. Bajando la cabeza, movió la de ella hasta que pudo susurrarle al oído.
—Es Ferdinand. Guarda silencio. No sabe que estamos aquí.
Ella parpadeó. Él se enderezó de nuevo; ella sintió que vigilaba y, sin embargo… aun cuando su atención se había desviado y sus dedos eran más lentos, no se había detenido. Sentía su piel ardiendo, sus senos tensos, sus nervios de punta.
Peor aún, su otra mano se había levantado para ayudar en aparente distracción.
Le resultaba, descubrió ella, extremadamente difícil pensar.
A pesar de ello, no podía protestar.
Pasaron algunos minutos de nerviosa tensión; luego él se relajó. Se volvió hacia ella, se acercó y susurró:
—Se aleja de nosotros.
Ignorando valientemente la preocupación de sus manos, ella se volvió y miró más allá de él; vio a Ferdinand que se internaba en el bosque, siguiendo un sendero que se alejaba desde el lado opuesto del estanque.
Michael lo había visto también. Encontró su mirada, cerró sus manos firmemente; luego la soltó, recorriendo su cuerpo con la palma de sus manos.
Ella respiró profundamente.
Él estudió sus ojos, luego se inclinó y la besó, una última vez. Un final, y una promesa, hasta la próxima vez.
Levantando la cabeza, la miró.
—Será mejor que regresemos.
Ella asintió.
—Así es.
Caminaron alrededor del estanque; cuando llegaron al sendero que conducía de regreso al claro, ella se detuvo, mirando alrededor del estanque hacia el sendero que había tomado Ferdinand.
—Va en la dirección equivocada.
Michael encontró su mirada; su mandíbula se endureció.
—Es un hombre hecho y derecho.
—Sí, pero… —Ella miró hacia el otro sendero—. Sabes qué fácil es perderse allí. Y si se extravía, todos tendremos que salir a buscarlo.
Tenía razón. Michael suspiró e hizo un gesto hacia el otro sendero.
—Vamos, no puede estar lejos.
Con una rápida sonrisa de reconocimiento a su capitulación, ella encabezó la marcha. Quince yardas después, el sendero se convertía en una ladera cruzada de raíces; él tomó la delantera, dándole la mano para asegurarse de que no resbalara.
Estaban concentrados en el descenso, sin hablar, mirando sus pies, cuando escucharon voces. Se detuvieron y miraron al frente; ambos sabían que otro pequeño claro se abría al lado del sendero un poco más adelante.
Él miró hacia atrás, se puso los dedos sobre los labios. Frunciendo el ceño, Caro asintió. Esta era su tierra, pero no había cercado; nunca le había impedido a la gente de la región utilizarla. Pero ambos habían escuchado el tono furtivo de la conversación susurrada; parecía conveniente no irrumpir en una situación en la que no eran bienvenidos. Especialmente no con Caro a su lado; había al menos dos hombres, posiblemente más.
Por fortuna, era sencillo salir del estrecho sendero y continuar luego entre los árboles. La maleza era lo suficientemente densa como para ocultarlos. Finalmente, llegaron a un lugar desde el cual podían mirar el claro a través de un frondoso arbusto.
Ferdinand se encontraba en él, hablando con dos hombres. Eran delgados, hoscos, vestidos con ropas gastadas. Decididamente, no eran amigos de Ferdinand; por su interacción, sin embargo, parecía probable que fuesen sus empleados.
Michael y Caro habían llegado demasiado tarde para escuchar la conversación; sólo alcanzaron a oír que los hombres harían el trabajo que Ferdinand les había encomendado y la despedida cortante y aristocrática de Ferdinand. Luego se volvió sobre sus talones y salió del claro.
Ellos permanecieron inmóviles y los observaron alejarse, de regreso hacia el estanque.
Caro haló a Michael de la manga; él se volvió a tiempo para ver cómo los dos hombres desaparecían por otro sendero, el que llevaba al camino principal.
Caro abrió la boca, él la detuvo con un gesto. Aguardó. Sólo cuando estuvo seguro de que Ferdinand estaba lo suficientemente lejos y no podía escucharlos, encontró la mirada sorprendida de Caro.
—¿Qué demonios fue eso?
—Efectivamente. —Tomándola del brazo, la condujo de nuevo al sendero.
—Me pregunté inicialmente si podrían ser los hombres que atacaron a la señorita Trice, aun cuando por qué Ferdinand hablara con ellos no puedo imaginarlo, pero son demasiado delgados, ¿no te parece?
Él asintió. Estaban aproximadamente a la misma distancia de los hombres que había atacado a la señorita Trice; los dos que se encontraban en el claro eran también más bajos. Se lo dijo y Caro estuvo de acuerdo.
Caminaron rápidamente durante un rato y luego ella dijo:
—¿Por qué Ferdinand, si deseaba contratar unos hombres, se encontraría con ellos en… bien, en secreto? Y, más aún, ¿por qué aquí? Estamos a varias millas de la mansión Leadbetter.
Las mismas preguntas que él se había estado haciendo.
—No tengo idea.
El sitio del picnic apareció a la vista. Escucharon voces, los invitados más jóvenes habían regresado de su excursión, y los mayores habían revivido. Michael se detuvo, luego salió del sendero a la relativa privacidad que le ofrecía un gran arbusto.
Haló a Caro, quien lo miró sorprendida. Él encontró sus ojos.
—Creo que podemos concluir sin equivocarnos que Ferdinand trama algo; posiblemente algo que el duque y la duquesa, al menos, no aprobarían.
Ella asintió.
—Pero ¿qué?
—Hasta que sepamos más, tendremos que mantener los ojos abiertos y estar en guardia. —Se inclinó y la besó, el último, último beso.
Se proponía recordarle, evocar sus recuerdos sólo por un instante; desafortunadamente, la respuesta de Caro tuvo el mismo efecto en él y lo dejó adolorido.
Suprimiendo una maldición, levantó la cabeza, la miró a los ojos.
—Recuerda, en lo que se refiere a Ferdinand, debes estar alerta.
Ella estudió sus ojos, su rostro y luego sonrió tranquilizándolo; lo acarició en el hombro.
—Sí, desde luego.
Con esto, se volvió, regresó al sendero y se dirigió al claro. Con la mirada fija en sus ondulantes caderas, él maldijo mentalmente y luego la siguió, caminando tan despreocupadamente como pudo detrás de ella.