Capítulo 7

DE ahora en adelante evitaría a Michael; era la única solución viable. No estaba dispuesta a pasar su tiempo imaginando cómo sería aprender a besar bajo su tutela.

Tenía que organizar un baile y a muchísimos invitados que alojar. Esto era más que suficiente para mantenerla ocupada.

Y aquella noche debía asistir a una cena en la mansión Leadbetter, donde pasaba el verano la delegación portuguesa.

La mansión Leadbetter se encontraba cerca de Lyndhurst. La invitación no incluía a Edward; dadas las circunstancias, no era de sorprender. Ordenó el carruaje para las siete y media; unos minutos después del tiempo acordado, dejó su habitación adecuadamente vestida y peinada, con un traje de seda color rosa magenta cortado a la perfección, para resaltar su pecho poco impresionante. Un largo collar de perlas mezcladas con amatistas le rodeaba el cuello antes de colgar hasta su cintura. Llevaba aretes de perla y amatista; las mismas joyas adornaban el peine de filigrana de oro que sujetaba la masa de cabellos rebeldes.

Aquel cabello, grueso, rizado, casi imposible de dominar, de hacerlo conformar a un estilo a la moda, había sido la pesadilla de su existencia hasta cuando una archiduquesa, extremadamente altiva pero bien intencionada, le había aconsejado dejar de luchar por una causa perdida y acoger, más bien, lo inevitable como una marca de su individad.

La mordaz recomendación no había cambiado de inmediato su actitud, pero gradualmente advirtió que la persona a quien más irritaba su cabello era a ella misma y que, si dejaba de mortificarse por él y tomaba su singularidad con calma —incluso la acogía con gusto, como lo había sugerido la archiduquesa— los demás, de hecho, se inclinaban a verlo sencillamente como parte de su personalidad única.

Ahora bien, a decir verdad, la relativa singularidad de su apariencia la animaba; la individualidad era algo a lo que se aferraba. Deslizándose hacia la escalera, escuchando sus faldas susurrando a su alrededor, confiada en que se veía bien, puso una de sus manos enguantadas en la balustrada y comenzó a bajar.

Su mirada se dirigió hasta el recibo principal, donde Catten aguardaba para abrir la puerta. Serenamente, llegó al último tramo de la escalera, una cabeza bien formada de rizos marrones sobre un par de hombros anchos, elegantemente vestidos, apareció en el pasillo que bordeaba la escalera. Luego Michael se volvió, levantó la mirada, y la vio.

Ella aminoró el paso; viendo cómo estaba vestido, maldijo en su interior. Pero no podía hacer nada al respecto; le devolvió la sonrisa y continuó bajando. Él se dirigió al final de la escalera para encontrarla y le ofreció su mano.

—Buenas noches. —Mantuvo su sonrisa fija en el rostro de él mientras abandonaba sus dedos a su fuerte mano—. ¿Supongo que tú también has sido invitado a la mansión Leadbetter?

Sus ojos sostuvieron su mirada.

—Sí. Pensé que, dadas las circunstancias, podría compartir tu carruaje.

Geoffrey había seguido a Michael desde el estudio.

—Una excelente idea, especialmente ahora que estos pillos que atacaron a la señorita Trice siguen libres.

Ella arqueó las cejas.

—Dudo que ataquen un carruaje.

—¿Quién sabe? —Geoffrey intercambió una mirada inconfundiblemente masculina con Michael—. De cualquier forma, es mejor que Michael te escolte.

Desafortunadamente, eso era imposible de discutir. Resignándose a lo inevitable —y realmente, a pesar de la tonta expectativa que tensaba sus nervios, ¿qué había de temer?— sonrió diplomáticamente e inclinó la cabeza.

—Claro. —Dirigiéndose a Michael, preguntó—. ¿Estás listo?

Él la miró y sonrió.

—Sí. —Atrayéndola a su lado, puso su mano en su brazo—. Vamos.

Levantando la cabeza y con un profundo suspiro, ignorando la tensión que había escalado dramáticamente cuando él se había acercado, hizo una majestuosa inclinación a Geoffrey y le permitió que la condujera al carruaje que aguardaba.

Michael la ayudó a subir y luego la siguió. Se instaló en la silla al frente de ella, observándola mientras arreglaba sus faldas y luego enderezaba su chal con chispas de plata. El lacayo cerró la puerta; el carruaje partió. La miró a los ojos.

—¿Tienes idea de quién más estará allí esta noche?

Ella arqueó las cejas.

—Sí y no.

Él escuchó mientras ella enumeraba a las personas que sabía que asistirían a la cena, apartándose del tema para ofrecerle una historia resumida del tipo de información que le sería más útil, y luego especulando sobre otras personas que habrían podido ser invitadas a cenar con los portugueses.

Reclinado en las sombras del carruaje, sonriendo, se preguntó si ella sería consciente de su desempeño, la respuesta exacta que habría deseado de su esposa. Sus conocimientos eran amplios, su comprensión de lo que él más necesitaba saber era excelente; mientras el carruaje recorría los frondosos senderos, él continuó preguntándole, animándola a interactuar con él tanto como él lo deseaba y también de la manera en la que ella se sentía más a gusto.

Esto último era su verdadero objetivo. Aun cuando la información que le ofrecía ciertamente le sería de ayuda, su propósito principal era tranquilizarla. Animarla a centrarse en el medio diplomático al que estaba tan acostumbrada, y en el que era una participante consumada.

Habría tiempo suficiente para acercarse a ella de una forma más personal, al regresar a casa.

Consciente de que en el viaje de regreso ella estaría de un ánimo más dispuesto, más acorde con sus intenciones, si había pasado una velada agradable hasta ese momento, se dispuso, en cuanto le fuese posible, a garantizar que ella se divirtiera aquella noche.

Habían llegado a la mansión Leadbetter en buen tiempo, apeándose ante la escalera que llevaba a una puerta imponente. Él la escoltó hacia el lugar donde aguardaban la duquesa y la condesa en el recibo principal de alto techo.

Las damas intercambiaron saludos, elogiándose las unas a las otras sus trajes; luego la duquesa se volvió hacia él.

—Estamos encantados de recibirlo, señor Anstruther-Wetherby. Esperamos tener el placer de hacerlo muchísimas veces más durante los próximos años.

Enderezándose de su reverencia, replicó con confiada facilidad, sintiendo la mirada de Caro en su rostro; volviéndose después de saludar a la condesa, vio su mirada de aprobación.

Casi como si ella comenzara a considerarlo como un protegido… él ocultó el verdadero sentido de su sonrisa. Con su habitual confianza elegante, la tomó del brazo y la condujo al salón.

Se detuvieron en el umbral, mirando rápidamente a su alrededor, orientándose. Hubo una breve pausa en el murmullo de las conversaciones mientras quienes ya se encontraban allí se volvieron a mirar; luego sonrieron y regresaron a sus discusiones.

Michael miró a Caro; derecha como una flecha a su lado, prácticamente vibraba de placentera expectativa. Confianza, seguridad y serenidad, todas estaban en su rostro, en su expresión, en su actitud. Su mirada la recorrió subrepticiamente, llenándose de ella; sintió de nuevo un raudal de emoción primitiva, un sencillo instinto de posesión.

Ella era la esposa que él necesitaba y que se proponía tener.

Recordando su plan, la volvió hacia la chimenea.

—El duque y el conde primero, ¿no crees?

Ella asintió.

—Indudablemente.

Fue bastante fácil permanecer a su lado mientras rodearon el salón, deteniéndose ante cada grupo de invitados, intercambiando presentaciones y saludos. Su memoria era casi tan buena como la de Caro; ella había tenido razón al predecir la presencia de la mayor parte de los asistentes. Aquellos que no había previsto incluían a dos caballeros del Ministerio de Relaciones Exteriores y a uno de la Junta de Comercio y sus esposas. Los tres lo reconocieron de inmediato; cada uno de ellos encontró el momento de detenerse a su lado y explicarle su conexión con el duque y el conde, y con el embajador que aún no llegaba.

Regresando al grupo con el que conversaban él y Caro, Michael descubrió que Ferdinand Leponte se había insinuado en el mismo círculo, al otro lado de Caro.

—Leponte.

Él y el portugués intercambiaron inclinaciones corteses, pero de parte de Leponte, sospechosa y evaluadora. Habiendo juzgado ya a Ferdinand, Michael se resignó, al menos exteriormente, a ignorar los esfuerzos del portugués por —¿por qué hablar con rodeos?— seducir a la mujer a quien deseaba hacer su novia.

Crear un incidente diplomático no le agradaría al Primer Ministro. Además, la formidable reputación de Caro, que Ferdinand aún no había comprendido correctamente, era prueba evidente de que no era probable que ella necesitara ninguna ayuda para deshacerse del portugués. Mejores hombres lo habían intentado y habían caído ante su fortaleza.

Mientras conversaba con el encargado de negocios de Polonia, Michael observó de reojo cómo Ferdinand desplegaba lo que tuvo que admitir era un encanto considerable para apartar a Caro de él; su mano aún reposaba en su brazo. Michael era agudamente consciente del peso de sus dedos; no se movían, no se agitaban ni se aferraban; sólo permanecían firmes en su lugar. Por lo que pudo captar de sus intercambios, el portugués estaba teniendo poco éxito.

—Tus ojos, querida Caro, son las lunas plateadas en el cielo de tu rostro.

Caro arqueó las cejas.

—¿En serio? Dos lunas. Qué extraño.

Había en su tono suficiente diversión como para suprimir cualquier pretensión de seducción que Ferdinand tenía. Al mirar en su dirección, Michael vio que la irritación recorría transitoriamente como un relámpago los oscuros ojos de Ferdinand; una tensión mínima de su móvil boca antes de que se formara de nuevo su máscara encantadora; continuó conversando, atacando otra vez las murallas de Caro.

Michael habría podido informarle que ese enfoque era inútil. Era necesario tomar a Caro por sorpresa para superar sus defensas; una vez que las levantaba, cuidando su virtud —en sus circunstancias, su virtud requería una preservación tan cuidadosa que él aún no había adivinado— esas defensas eran casi imposibles de penetrar. Por supuesto no en un contexto social. Habían sido forjadas, probadas y perfeccionadas en lo que debió ser una arena altamente exigente.

Regresando a su conversación con el encargado de negocios, confirmó que el señor Kosminsky seguramente asistiría al baile de Caro y estaba dispuesto a ayudar a que dicho baile no fuese opacado por ninguna ocurrencia desdichada.

El diminuto polaco infló su pecho.

—Será un honor para mí contribuir a proteger la tranquilidad de la señora Sutcliffe.

Al escuchar su nombre, Caro aprovechó la oportunidad para volverse hacia Kosminsky. Sonrió y el pequeño hombre lucía radiante.

—Gracias. Sé que es una especie de imposición. Sin embargo…

Sutilmente comprometió a Kosminsky a ser su obediente esclavo, al menos en lo que se refería a impedir cualquier perturbación en el baile.

Entre ellos dos. Michael silenciosamente apreció su actuación; luego miró a Ferdinand, y de nuevo atisbo una mirada de tristeza. Advirtió que Leponte, al considerarlo un rival por los favores de Caro, no se preocupaba por ocultar su irritación ante el desdén que ella le mostraba.

Leponte, sin embargo, tenía el cuidado de ocultarle su reacción a Caro.

Al advertirlo, Michael prestó más atención. Observó de reojo cómo consideraba Ferdinand a Caro. Había una intensidad en la evaluación que hacía de ella que no se ajustaba al molde de un diplomático extranjero en vacaciones que busca un poco de diversión en la felicidad bucólica de la campiña inglesa.

Caro le hizo un comentario; sonriendo con practicada facilidad, participó de nuevo en la conversación.

Sin embargo, una parte de él permaneció alerta, centrada en Ferdinand.

Anunciaron la cena. Los invitados se organizaron en parejas y se dirigieron al espacioso comedor. Michael se encontró sentado cerca del duque y del conde; Portugal había sido, durante siglos, uno de los aliados más cercanos de Inglaterra. El interés de aquellos caballeros por conocer su posición sobre diversos asuntos y por instruirlo sobre sus ideas era perfectamente comprensible.

Menos comprensible fue el lugar que le asignaron a Caro: en el extremo más alejado de la mesa, separada de la duquesa por Ferdinand, con un anciano almirante portugués al otro lado y la condesa al frente. Aun cuando al menos un tercio de los asistentes eran ingleses, no había ningún compatriota cerca de ella.

No que esta situación, desde luego, le molestara.

A él no le molestaba.

Caro estaba consciente de la peculiaridad del lugar que se le había asignado. Si Camden estuviese vivo y ella hubiera asistido con él, entonces su posición sería correcta, al sentarla con las otras esposas de los diplomáticos mayores. Sin embargo…

Caro se preguntó por un momento si el haberse presentado del brazo de Michael y el haber permanecido a su lado en el salón había dado lugar a presuposiciones incorrectas; considerando la experiencia de la duquesa y de la condesa, rechazó esta explicación. Si hubiesen sospechado alguna conexión entre ella y Michael, alguna de ellas se lo habría preguntado discretamente. Ninguna de ellas lo había hecho, lo cual significaba que la asignación de su lugar obedecía a otras razones; mientras sonreía y conversaba y los platos iban y venían, se preguntó cuáles serían.

A su derecha, Ferdinand se mostraba encantadoramente atento. A su izquierda, el viejo almirante Pilocet dormitaba, despertándose únicamente para mirar los platos cada vez que los ponían ante él antes de sucumbir de nuevo al sueño.

—Mi querida Caro, debes probar estas almejas.

Volviendo su atención a Ferdinand, consintió que le sirviera una mezcla de almejas y chalotas en un consomé de hierba.

—Son almejas inglesas, desde luego —Ferdinand hizo un gesto con el tenedor—, pero el plato es de Albufeiras, mi hogar.

Cada vez más intrigada por su persistencia, decidió dejarse ir.

—¿De veras? —Pinchando una almeja con su tenedor, la consideró y luego miró a Ferdinand—. Vives cerca de tus tíos, ¿no? —Se puso la almeja en la boca y vio su mirada fija en sus labios.

Él parpadeó.

—Eh… —Sus ojos regresaron a los de ella—. Sí. —Asintió y miró su plato—. Todos nosotros, mis padres y primos, así como mis otros tíos y tías, vivimos allí en el castillo. —Volvió su sonrisa cautivadoramente brillante hacía ella—. Está construido sobre los acantilados con vista al mar. —La miró intensamente—. Deberías visitarnos, Portugal ha pasado demasiado tiempo sin tu bella presencia.

Ella rio.

—Me temo que Portugal tendrá que soportar mi ausencia. No tengo planes de salir de las playas de Inglaterra en el futuro cercano.

—¡Ah, no! —Las facciones de Ferdinand reflejaban un dolor dramático—. Es una pérdida, al menos para nuestro pequeño rincón del mundo.

Ella sonrió y terminó el resto de las almejas.

Los meseros levantaron los platos. Ferdinand se acercó, bajando la voz.

—Todos comprendemos, desde luego, que estabas dedicada al embajador Sutcliffe y que aún ahora veneras su recuerdo.

Hizo una pausa, observándola detenidamente. Sin dejar de sonreír, ella tomó su copa de vino y se la llevó a los labios; bebió y encontró los oscuros ojos de Ferdinand.

—Así es.

No era lo suficientemente tonta como para desdeñar a Ferdinand y su comportamiento, según criterios ingleses, excesivamente histriónico. Él estaba sondeando, buscando, ella no tenía idea qué. Pero aunque él era bueno, ella era mejor. No le dio el más leve indicio de sus verdaderos sentimientos y aguardó a ver adónde se dirigiría.

Él bajó los ojos, fingiendo… ¿timidez?

—Desde hace tiempo he abrigado un respeto que linda con la fascinación por Sutcliffe, era un diplomático consumado. Hay tanto que puede aprenderse de un estudio de su vida, sus éxitos, sus estrategias.

—¿De veras? —Ella parecía levemente desconcertada, aun cuando no era él el primero en intentar esta aproximación.

—¡Desde luego! Sólo piensa en sus primeras actuaciones cuando asumió su cargo en Lisboa, cuando…

Trajeron el plato siguiente. Ferdinand continuó enumerando los puntos más sobresalientes de la carrera de Camden. Contentándose de mantenerlo ocupado en ello, ella lo alentaba; estaba extremadamente bien informado del catálogo de acciones de su difunto esposo.

Al agregar diplomáticamente sus propias observaciones, extendió la discusión al resto de los platos; Ferdinand levantó la mirada, levemente sorprendido, cuando la duquesa se puso de pie para conducir a las damas al salón.

Una vez allí, la duquesa y la condesa reclamaron la atención de Caro.

—¿Siempre es así de caluroso durante el verano? —La duquesa se abanicaba lánguidamente.

Caro sonrió.

—En realidad, ha sido menos caluroso que otros años. ¿Es esta su primera visita a Inglaterra?

El lento golpe del abanico se alteró, luego continuó.

—Sí, lo es. —La duquesa encontró sus ojos y sonrió—. Hemos pasado buena parte de los últimos años en las embajadas de Escandinavia.

—Ah, no es de sorprender entonces que el clima le parezca caluroso.

—Efectivamente. —La condesa intervino para preguntar—. ¿Es esta región la que habitualmente frecuentan los diplomáticos durante el verano?

Caro asintió.

—Siempre hay un buen número de personas de las embajadas en este lugar, es una campiña agradable, cerca de Londres y de los barcos que se dirigen a la Isla de Wight.

—Ah, sí. —La condesa encontró su mirada—. Esta es, desde luego, la razón por la que Ferdinand quería que viniéramos.

Caro sonrió, y se preguntó. Después de una pequeña pausa, desvió la conversación hacia otros temas. La duquesa y la condesa la siguieron, pero no parecían inclinadas a dejar que conversara con las otras damas.

O al menos fue lo que ella sintió; los caballeros regresaron al salón antes de que tuviera ocasión de comprobarlo.

Ferdinand fue uno de los primeros en entrar. La vio de inmediato; sonriendo, se dirigió hacia ella.

Michael entró un poco después; se detuvo al lado de la puerta, mirando a su alrededor. La vio al lado de las ventanas, acompañada por la duquesa y la condesa.

Por un instante, Caro sintió una extraña dislocación. Al otro lado del salón, se encontraba al frente de dos hombres. Entre ella y Michael, Ferdinand sonriendo como un lobo, el epítome de la belleza latina y de un encanto avasallador, se aproximaba, con los ojos fijos en los suyos. Luego avanzó Michael. Su atractivo era más sutil, su fuerza más aparente. Caminaba con más lentitud, con más gracia; sin embargo, con sus largas zancadas, pronto estuvo al lado de Ferdinand.

Ella no tenía duda alguna sobre las intenciones de Ferdinand, pero no era el lobo quien dominaba sus sentidos. Incluso cuando se obligó a mirar a Ferdinand, con su habitual seguridad, y devolvió su sonrisa, estaba infinitamente más consciente de la forma en que avanzaba Michael lentamente, con un propósito claro.

Casi como si hubiesen coreografiado el movimiento, la duquesa y la condesa murmuraron una disculpa, una a cada uno de sus lados y tocaron su mano suavemente para despedirse; luego se marcharon. Pasando al lado de Ferdinand con un leve movimiento de cabeza, se unieron a Michael.

Él se vio obligado a detenerse y a conversar con ellas.

—Mi querida Caro, me perdonarás, lo sé, pero estás aquí. —Ferdinand hizo un gesto teatral—. ¿Qué harías?

—No tengo idea, —replicó—, ¿qué haría?

Ferdinand la tomó del brazo.

—Mi obsesión por Camden Sutcliffe, tu presencia es una oportunidad que no puedo resistir.

La hizo girar y la condujo a lo largo del salón. Con la cabeza de Ferdinand inclinada cerca de la suya, parecería que se encontraban en medio de una profunda discusión; dada la compañía, era poco probable que los interrumpieran.

Con una expresión de interés académico, Ferdinand continuó:

—Si me lo permites, me agradaría preguntarte un poco más sobre un aspecto que siempre me ha intrigado. La casa de Sutcliffe estaba aquí, y debió desempeñar un papel importante en su vida. Debió ser —frunciendo el ceño, buscó las palabras adecuadas— el sitio al que se retiró, el lugar donde estaba más a gusto.

Ella arqueó las cejas.

—No estoy segura, en el caso de Camden, que su casa de campo, la casa de sus ancestros, haya desempeñado un papel tan grande e importante como podría suponerse.

Por qué Ferdinand insistía en este tema, ciertamente un enfoque extraño para seducirla, no lo comprendía; sin embargo era un tema útil para pasar el tiempo. Especialmente si servía para mantener a Ferdinand distraído de aproximaciones más directas.

—Camden no pasó mucho tiempo aquí, en la mansión Sutcliffe, durante su vida. O al menos durante sus años de servicio diplomático.

—Pero creció aquí, ¿verdad? Y la mansión Sutcliffe era ¿no sólo era la casa de sus ancestros, sino que le pertenecía?

Ella asintió.

—Sí.

Continuaron paseando, Ferdinand con el ceño fruncido.

—Entonces dices que sólo visitó ocasionalmente esta casa cuando era embajador.

—Así es. Por lo general, sus visitas duraban poco tiempo, no más de un día o dos, rara vez hasta una semana; pero después de la muerte de cada una de sus dos primeras esposas, regresaba a la casa durante algunos meses; supongo entonces, que sería correcto decir que esta casa era su retiro final. —Miró a Ferdinand—. Por deseo suyo, está enterrado aquí, en la vieja capilla que hay en la hacienda.

—¡Ah! —exclamó Ferdinand, como si esta revelación significara mucho para él.

Una agitación entre la concurrencia hizo que ambos levantaran la vista; los primeros invitados partían.

Ocupada en despedirse desde lejos del caballero de la Junta de Comercio y de su esposa, Caro no advirtió el abrupto cambio de rumbo de Ferdinand hasta que, interponiéndose entre ella y el resto de los invitados, se inclinó y murmuró.

—Querida Caro, es una noche de verano tan maravillosa, vamos a la terraza.

Instintivamente, ella miró hacia la terraza que se veía entre un par de puertas abiertas cerca de ellos.

Para su sorpresa, encontró que él la conducía expertamente hacia las puertas.

Sus instintos lucharon por un momento; tenía la costumbre de no conceder terreno ni literal ni figurativamente en estos asuntos, más para ahorrar la incomodidad a sus presuntos seductores que por alguna preocupación por su propia seguridad. Siempre había salido triunfante de tales encuentros y no dudaba que siempre lo haría. Sin embargo, en este caso, él había picado su curiosidad.

Aceptó con una majestuosa inclinación de cabeza y permitió que Ferdinand la guiara por las puertas hacia la terraza iluminada por la luna.

Desde el otro lado del salón, Michael vio cómo su delgada figura desaparecía de la vista y maldijo para sus adentros. No perdió tiempo en considerar qué se proponía Leponte; con destreza —con la habilidad que había hecho que el Primer Ministro se fijara en él— se apartó del duque y de su asistente, aparentemente dispuesto a decir algo al caballero del Ministerio de Relaciones Exteriores antes de que se marchara.

Se había referido a él porque se encontraba en un grupo convenientemente situado cerca de las puertas de la terraza. Mientras evitaba a los otros invitados, era consciente de que la condesa y la duquesa lo observan con una creciente agitación. Para cuando advirtieron que no se detenía a conversar con el último grupo que estaba cerca de las puertas…

Ignorando el distante susurro de las sedas cuando avanzaron, demasiado tarde, para interceptarlo, salió con su habituad aire lánguido a la terraza.

Apenas se detuvo para ubicar a Caro y a Leponte, y se dirigió hacia ellos. Estaban al lado de la balustrada un poco más allá, envueltos en las sombras pero aún visibles; la luna estaba casi llena. Acercándose con pasos perezosos, poco amenazadores, advirtió la tensión prevaleciente. Leponte se encontraba cerca de Caro mientras ella, en apariencia, admiraba el juego de luz y sombras que proyectaba la luna sobre los cuidados jardines. Él no la estaba tocando, aun cuando una de sus manos estaba suspendida en el aire como si se dispusiera a hacerlo y hubiera sido distraído en ese momento.

Caro, aunque no estaba relajada, lucía segura de sí misma, con su habitual calma y compostura. La tensión que lo había invadido cedió; ella claramente no necesitaba que la rescatara.

Si alguien lo necesitaba era Leponte.

Eso pareció evidente pues, al oírlo, el portugués miró hacia él. Una ofuscación, completa y total, se asomaba en su rostro.

Acercándose lo suficiente como para escuchar su conversación —o, más bien, la disertación de Caro sobre el paisajismo en los jardines tal como lo proponían Capability Brown y sus seguidores— Michael comprendió. Casi llega a sentir lástima por Ferdinand.

Caro lo sintió llegar, lo miró y sonrió.

—Le estaba explicando al señor Leponte que este jardín fue diseñado originalmente por Capability Brown, y luego mejorado más recientemente por Humphrey Repton. Es un ejemplo asombroso del talento combinado de ambos, ¿no lo crees?

Michael encontró sus ojos y sonrió levemente.

—Indudablemente.

Ella continuó conversando. La duquesa y la condesa se habían detenido en la entrada al salón; Caro las vio y las llamó. Por la parte que habían desempeñado en la estrategia de Ferdinand de quedarse a solas con ella, las sometió a una conferencia sobre jardinería que hubiera hecho dormir a un entusiasta del tema. La condesa, luciendo altamente consciente, intentó escapar. Caro entrelazó su brazo con el de ella y se explayó sobre las teorías de la tala en inmisericorde detalle.

Michael retrocedió y dejó que ella se vengara; aun cuando nunca cruzaba ninguna de las líneas sociales, él estaba seguro de que se trataba de una venganza y de que estas eran sus víctimas. Ferdinand lucía avergonzado, pero también agradecido de que la atención de Caro se hubiera desviado hacia otras personas; Michael se preguntó qué tan implacable había sido al rechazar las insinuaciones de Ferdinand.

Finalmente la duquesa, escapándose, murmuró que debía regresar a despedir a sus invitados. Aún entusiasmada, Caro consintió en seguirla hacia el salón.

Diez minutos más tarde, al ver que varios de los invitados se habían marchado, Michael interrumpió su elocuencia.

—Tenemos un largo camino por recorrer, debemos unirnos al éxodo.

Ella lo miró. Sus ojos eran como plata batida, completamente impenetrables. Luego parpadeó, asintió:

—Sí —tienes razón.

Cinco minutos más tarde se despedían de sus anfitriones; Ferdinand los acompañó al carruaje. Cuando Caro se detuvo delante de la puerta abierta y le extendió su mano, él se inclinó con aire cortés.

—Mi querida señora Sutcliffe, me agradará mucho estar presente en su baile. —Se enderezó y encontró sus ojos—. Me complacerá mucho ver los jardines de la mansión Sutcliffe y escuchar su explicación sobre sus maravillas.

Michael le dio crédito por sus agallas, pocos se habrían atrevido. Sin embargo, si esperaba descomponer a Caro, había juzgado mal.

Ella sonrió con dulzura y le informó.

—Me temo que ha leído mal la invitación. El baile tendrá lugar en la Casa Bramshaw, no en la mansión Sutcliffe.

Advirtiendo la sorpresa de Ferdinand y cómo fruncía el ceño, algo que ocultó de inmediato, Caro inclinó la cabeza con toda gracia.

—Me alegrará verlos a usted y a su comitiva entonces.

Volviéndose hacia el carruaje, aceptó la mano que le tendía Michael y subió. Se instaló en la silla que miraba hacia el frente. Un instante después, su figura llenó la puerta. Él la miró. En la oscuridad, no podía ver su rostro.

—Muévete.

Ella frunció el ceño, pero él ya estaba suspendido sobre ella, aguardando a que se moviera para poder sentarse a su lado. Una discusión mientras Ferdinand se encontraba todavía lo suficientemente cerca como para escucharla sería poco digna.

Ocultando una mueca, hizo lo que le pedía. Él se acomodó, excesivamente cerca para su gusto, y el lacayo cerró la puerta. Un momento después, el carruaje se puso en marcha.

Apenas habían salido cuando Michael le preguntó.

—¿Por qué estaba tan decepcionado Leponte de que tu baile no fuese en la mansión Sutcliffe?

—No lo sé realmente. Parece haber desarrollado una fascinación por Camden, estudia qué influencias hicieron de él lo que fue.

—¿Leponte?

Michael permaneció en silencio. Ella era agudamente consciente de la calidez de su sólido cuerpo en el asiento a su lado. Aun cuando su pierna no la tocaba, podía sentir su calor. Como de costumbre, su cercanía la hacía sentir peculiarmente frágil. Delicada.

Finalmente, dijo:

—Lo encuentro algo difícil de creer.

Ella también. Se encogió levemente de hombros y miró las cambiantes sombras del bosque.

—Camden fue, después de todo, un hombre de enorme éxito. A pesar de su actual empleo, supongo que Ferdinand con el tiempo ocupará el cargo de su tío. Quizás esta sea la razón por la que se encuentra aquí, para aprender más.

Michael miró hacia el frente. No confiaba en Leponte, ni en lo que se refería a Caro, ni en ningún otro aspecto; supuso que su desconfianza surgía de una fuente evidente, de aquellos instintos primitivos de posesión que ella despertaba en él. Ahora, sin embargo, a la luz de la conducta de la duquesa y la condesa, en vista de aquel último momento al lado del carruaje, ya no estaba seguro de que al menos parte de su desconfianza no surgiera de una reacción más profesional.

Había estado dispuesto a aceptar y manejar, incluso a suprimir, una desconfianza que surgiera de emociones personales; después de todo, era un político consumado. La desconfianza que surgía de sus instintos profesionales era algo completamente diferente: podía ser excesivamente peligroso ignorarla, incluso durante poco tiempo.

Reconociendo uno de los lugares por los que atravesaban, calculó cuánto tiempo le quedaba a solas con Caro en la oscuridad del carruaje. La miró.

—¿De qué hablaron tú y Leponte durante la cena?

Ella se reclinó contra los mullidos cojines y lo miró por entre la penumbra.

—Al principio, conversamos sobre las nimiedades habituales; luego comenzó a proclamarse como un acólito de Camden Sutcliffe con una detallada perspectiva de la carrera de Camden.

—¿Dirías que con precisión?

—En los aspectos a los que se refirió, sí.

Michael supo, por el tono de su voz, por la manera como se detuvo, que ella también estaba desconcertada. Antes de que la animara, ella continuó:

—Luego, en el salón, preguntó acerca de la mansión Sutcliffe, proponiendo la teoría de que ese lugar debió tener un significado especial para Camden.

A través de la penumbra, la estudió.

—¿Y era así?

Ella negó con la cabeza.

—No lo creo, no creo que Camden lo considerara así. Nunca detecté ningún gran apego de su parte.

—Hmmm. —Se reclinó y tomó su mano. Sus dedos temblaron, luego se aquietaron; él los asió con más firmeza—. Creo —lentamente llevó su mano atrapada a sus labios— que mantendré vigilado a Leponte en el baile y en cualquier otro lugar donde lo encontremos.

Ella lo observaba; él pudo sentir la tensión que la invadía. Volviendo la cabeza, encontró sus ojos en la oscuridad.

—Por una serie de excelentes razones.

Le besó castamente los nudillos.

Ella observó; con la mirada fija en su mano, respiró profundamente. Un instante después, levantó los ojos y encontró los de él.

—¿Qué…?

Él levantó de nuevo su mano, rozó los nudillos levemente con sus labios: sin dejar de mirarla, los recorrió lentamente con la punta de la lengua.

Su respuesta fue inmediata y fuerte. Un temblor la agitó; cerró los ojos por un momento.

Antes de que los abriera, él se movió y la atrajo hacia sí; con la otra mano, enmarcó su barbilla, para inclinar su rostro de manera que sus labios pudieran cubrir los de ella.

La estaba besando, y ella le devolvía sus besos, antes de que hubiera tenido la oportunidad de retirarse.

Soltando su mano, la abrazó aún con más fuerza contra sí. Como antes, ella puso sus manos en su pecho, tensa como si se dispusiera a rechazarlo; él la besó más profundamente y la resistencia nunca llegó.

Más bien… poco a poco, paso a paso, él no sólo consiguió su aceptación sino una participación dispuesta. Inicialmente, ella pareció creer que después de aquel primer intercambio él se detendría y parecía aguardar que lo hiciera. Cuando no lo hizo sino que dejó perfectamente en claro que no tenía intenciones de parar, tentativamente, con vacilación, ella se unió a él.

Sus labios eran suaves, dulces, su boca una pura tentación; cuando ella se la ofreció, él se complació y la tomó, consciente de que una parte de su mente observaba, desconcertada, casi sorprendida… por qué, no podía imaginarlo.

Ella una delicia que él saboreaba, extendiendo los sencillos momentos como nunca antes lo había hecho.

Michael acarició, reclamó, luego jugó y finalmente incitó, y obtuvo la respuesta —una respuesta más ardiente, definida, apasionada— que deseaba, que él sabía que ella podía darle. Él quería eso y más, todo lo que ella podía darle; pero era un estratega lo suficientemente bueno como para saber que, con ella, debían luchar y ganar cada paso y cada etapa.

La Viuda Alegre no entregaría ni un centímetro sin pelear.

Probablemente esa era la razón por la cual tantos habían fracasado con ella. Presumían que podían lanzarse hacia delante, descuidar los preliminares, y al hacerlo, habían tropezado en el primer obstáculo.

Besarla.

Si como parecía, por alguna razón mística, ella estaba persuadida de que no sabía besar… era difícil seducir a una mujer que no estaba dispuesta a ser besada.

Seguro en su victoria, la acercó aún más, puso sus labios sobre los de ella. Sus senos rozaron su pecho; sus brazos comenzaron a deslizarse sobre su hombros y luego se detuvieron, tensos.

El carruaje aminoró la marcha y giró hacia el sendero que conducía a la Casa Bramshaw.

Con un grito ahogado, se retiró, susurrando entre dientes su nombre para advertirlo.

—Sssh. —Inexorablemente, la sumió aún más en su abrazo—. No querrás escandalizar a tu cochero.

Sus ojos se abrieron sorprendidos.

—Qué…

Interrumpió su escandalizada pregunta de la manera más eficiente. Tenían al menos siete minutos más antes de llegar a la Casa Bramshaw; se proponía disfrutar cada uno de ellos.