Capítulo 6

AL menos Caro había permitido que la llevara a casa sin más discusiones. Rodeado por una soleada mañana, Michael condujo a Atlas por el sendero de los Bramshaw y dejó que su mente recordara las escenas de la noche anterior.

Habían acompañado a la señorita Trice a la vicaría, hasta dejarla al cuidado espantado y solícito del Reverendo Trice. Entre ambos le habían explicado lo ocurrido; una vez que se aseguraron que la señorita Trice, en efecto, no había sufrido daño alguno y no deseaba que buscaran al médico, se marcharon.

Casi distraídamente, Caro le había permitido que la ayudara a subir al carruaje; no hizo comentario alguno cuando, unos pocos minutos más tarde, entraba por la portada de la Casa Bramshaw. El serpenteante sendero estaba bordeado de viejos árboles; solía estar cubierto de sombras la mayor parte de esa temporada. Deteniéndose frente a los escalones de la entrada, Michael rodeó el coche, ayudó a Caro a apearse y luego la escoltó hasta la puerta.

Respirando profundamente, ella se volvió hacia él; con el rostro iluminado por la lámpara del porche, Michael advirtió que no estaba, como él lo había imaginado, afectada por la impresión. Más bien estaba intrigada, tan intrigada como él.

—Qué asunto más extraño.

—Sí. —Ambos se volvieron cuando Catten abrió la puerta.

Ella le estiró su mano.

—Gracias por acompañarme a casa. Tal como resultaron las cosas, fue un golpe de suerte, especialmente para la señorita Trice.

La frustración había florecido. Se alegraba de que hubieran llegado a tiempo para salvar a la señorita Trice, pero… se aferró a la mano de Caro hasta que sus dedos se movieron y hubo recuperado su plena atención. Aún aguardó, hasta que ella levantó la mirada y encontró sus ojos.

—Díselo a Geoffrey.

Sus ojos se entrecerraron al escuchar el tono de la voz de Michael, pero asintió, algo majestuosamente.

—Desde luego.

—Promételo.

Ante esto, sus ojos lo miraron enojados.

—Naturalmente que se lo diré. Inmediatamente, de hecho. ¡Santo cielo! Esos hombres pueden estar escondidos en nuestras propias tierras. Con Elizabeth en casa, estoy segura de que Geoffrey se asegurará de que nuestros jardineros, empleados y guardabosques sean alertados.

Geoffrey en guardia era lo que él deseaba; mordiéndose la lengua, aceptó su afirmación y la dejó partir.

—Buenas noches.

Ella se despidió con una inclinación decididamente altiva; él se dirigió a su casa. Mientras recordaba lo ocurrido durante la noche, era consciente de que, a pesar que ella hubiese comprendido otras cosas, aún no había adivinado sus verdaderas intenciones.

De lo contrario, no habría protestado por el hecho de que él deseara protegerla. Para él, protegerla ahora lo entendía más como el ejercicio de un derecho que reclamaba y no como un ofrecimiento cortés que ella caprichosamente pudiera aceptar o rechazar.

En este respecto, ella ya no tenía ninguna opción, ninguna decisión que tomar.

El canto de una alondra lo llevó de regreso al presente. Aparecieron las cabañas que se encontraban en las afueras de la aldea; hizo que Atlas aminorara el paso y trotara.

Se proponía dejar que las cosas sucedieran a la suerte y permitir que Caro advirtiera su interés por ella cuando quisiera hacerlo. Tenía todo el verano para garantizar que fuese su novia y no parecía haber ninguna razón para apresurarla. Sin embargo, para cuando se levantó de la mesa del desayuno aquella mañana, había aceptado que esta actitud ya no era la más conveniente.

Aparte de todo lo demás, descubrió que tenía mucho más en común con su cuñado de lo que imaginaba.

El que Diablo protegiera a Honoria de todo y de cualquier peligro, independientemente de lo que ella deseaba, era incuestionable. Sabiendo cuánto esto irritaba a su hermana e igualmente consciente de lo implacable que podía ser Diablo, y sin duda lo era en cuanto a este aspecto, a menudo se había preguntado acerca de la compulsión que motivaba a su cuñado, o más bien acerca de la fuente de esta. En casi todos los otros asuntos, Diablo era un esclavo dispuesto a todos los deseos de Honoria.

Ahora él se había contagiado de la misma enfermedad. Ciertamente, era ahora víctima de la misma compulsión que había reconocido tiempo atrás en Diablo.

Había pasado una noche intranquila; para cuando terminó de desayunar, había aceptado que el vacío situado en un lugar debajo de su esternón no se debía al hambre.

Por suerte, Caro había estado casada antes; sin duda tomaría su reacción, su susceptibilidad, con calma.

Esto, sin embargo, suponía que reconociera y aceptara la verdadera naturaleza de su interés en ella.

Iba en camino a hablar con ella, a asegurarse de que, sin importar lo que ocurriera entre ellos, ella estuviese clara e inequívocamente convencida sobre este aspecto. Sobre el hecho de que la deseaba como esposa. Dejando a Atlas al cuidado del mozo de cuadra de Geoffrey, caminó hacia la casa por entre los jardines. Mientras se dirigía por el último trecho de césped que llevaba a la terraza, el sonido de una rama quebrada, seguido por un crujido, lo hizo volverse hacia la izquierda.

A quince yardas de allí, Caro se encontraba en el centro del rosedal cortando las flores marchitas de los arbustos florecidos.

Sujetando con fuerza las tijeras, Caro podaba los rosales con dedicación, arrancando los escaramujos de los cargados arbustos y dejándolos caer en el sendero de piedra. Hendricks, el jardinero de Geoffrey, los recogería más tarde y se alegraría de la laboriosidad de Caro; entre tanto, atacar los arbustos y cortar las flores marchitas, alentando a los tallos a florecer aún más profusamente, era evidentemente un placer para ella. Extrañamente tranquilizador; de alguna rara manera hacía desaparecer la irritación, mezclada con pánico, que sentía cada vez que pensaba en Michael.

Que era con más frecuencia de lo que hubiera deseado.

No tenía idea de lo que esta sensación presagiaba; no podía recurrir a una experiencia anterior, pero su instinto le advertía que se encontraba en terreno inseguro en lo que a él se refería, y había aprendido a confiar en sus instintos desde hacía largo tiempo.

El descubrimiento de que no podía estar segura de manejarlo, más aún, de que no lo había manejado realmente en ningún momento, había minado su confianza habitual. Su exasperada capitulación de la noche anterior, aun cuando en retrospectiva había demostrado ser sabia, era otro motivo de preocupación. ¿Desde cuando se había vuelto tan susceptible a las persuasiones de un macho presuntuoso?

En verdad, él se había mostrado completamente decidido; pero ¿por qué había sucumbido? ¿Cedido? ¿Se había sometido?

Frunciendo el ceño gravemente, decapitó despiadadamente otro ramo de flores marchitas.

Hizo una pausa; el ceño desapareció… y sintió un cosquilleo de calidez, sintió una excitación creciente que encrespaba sus nervios.

Respirando con dificultad, levantó la vista… y vio a su némesis, real, reclinado contra el arco de piedra, observándola. Internamente, maldijo en portugués; el efecto que él tenía sobre ella, cualquier cosa que fuese, sólo se ponía peor. ¡Ahora podía incluso sentir su mirada a diez pasos de distancia!

Él sonreía. Se apartó del arco y se dirigió hacia ella.

Suprimiendo implacablemente sus sentidos descarriados, respondió con una sonrisa perfectamente calibrada, acogedora, apropiada para un viejo amigo, pero que claramente afirmaba que ese era el límite de su relación.

—Buenos días. ¿Buscas a Geoffrey? Creo que se ha marchado a los campos del sur.

La sonrisa de Michael se hizo más profunda; sus ojos permanecieron fijos en los suyos.

—No, no busco a Geoffrey.

Sus largos pasos lo llevaron a un paso de sus faldas antes de detenerse. Ella lo miró sorprendida, riendo exteriormente y comenzando a sentir pánico internamente. Él la sorprendió aún más, la aterró aún más, cuando se inclinó y tomó las tijeras de su mano mientras que tomaba sus dedos con la otra mano.

Sus dedos enguantados, se recordó a sí misma, luchando por dominar la tensión cada vez más grande que la invadía.

Él sonrió sin dejar de mirarla.

—Es a ti a quien vine a ver.

Levantó su mano; agradeciendo al cielo por los guantes de jardinería, se permitió arquear una ceja, aguardando a que él advirtiera que no podía besarle los dedos. Sus ojos azul cielo tenían un brillo divertido; luego volvió su mano y, con sus largos dedos, abrió el cierre del guante, inclinó la cabeza y depositó un beso —perturbadoramente firme, distractoramente cálido, excesivamente experimentado— directamente en el lugar en el que su pulso se desbocaba.

Por un instante, sintió que el vértigo la amenazaba; luego lo miró fijamente, observó cómo leía sus reacciones, vio la satisfacción en sus ojos.

—¿En verdad? —Mantener una expresión de cortés amistad le exigió un considerable esfuerzo. Retiró su mano; no era preciso que halara, él la había soltado fácilmente.

—En verdad. ¿Estás ocupada?

No miró a su alrededor a los arbustos seriamente despojados, por lo que ella, a regañadientes, le dio varios puntos. Una dama de su condición, de visita en la casa de su hermano… si llenaba su tiempo decapitando rosas, obviamente no tenía nada más urgente que hacer.

—No. —Decidida a enfrentar su reto, cualquiera que fuese, sonrió—. ¿Pensaste en alguna sugerencia para el baile?

Sus ojos encontraron los suyos; ella intentó leerlos, pero no pudo. Su expresión seguía siendo relajada; no era amenazadora.

—En cierta forma. Pero ven, caminemos. Hay una serie de asuntos que desearía discutir contigo.

Michael lanzó las tijeras de podar al cesto que estaba a los pies de Caro y le ofreció su brazo. Ella tuvo que tomarlo y caminar a su lado, luchando por no parecer afectada. Sus nervios estaban excesivamente conscientes de su presencia física, de su fuerza, de aquella aura masculina que la perturbaba y la distraía que parecía, al menos a su afiebrada imaginación, brillar a su alrededor, extenderse hacia ella, envolviéndola, como si se dispusiera a rodearla y atraparla.

Se sacudió mentalmente y levantó la vista mientras él decía:

—Acerca de Elizabeth.

Las palabras centraron maravillosamente sus pensamientos.

—¿Qué pasa con Elizabeth?

Él la miró.

—Entiendo que tú, ella y Campbell, conocían mis intenciones o, más bien, la posibilidad de que yo tuviese intenciones en esa dirección. Me pregunto cómo lo supiste.

Era una pregunta razonable, pero una que sólo habría podido formularle a un amigo de confianza. Ella miró hacia abajo mientras caminaban, considerando rápidamente cuánto le revelaría, decidiendo que, en este caso, lo mejor sería la verdad. Encontró su mirada.

—Por sorprendente que parezca, fue Geoffrey quien primero nos alertó.

—¿Geoffrey? —Su incredulidad no era fingida—. ¿Cómo pudo haber escuchado algo?

Ella sonrió, auténticamente esta vez.

—Sé que resulta difícil de imaginar, pero no creo que él supiera nada acerca de tus intenciones. Como lo entiendo, y no bajo las circunstancias, pues no he abordado el tema con él, eran sus propias intenciones las que perseguía. Cuando Elizabeth regresó de Londres y admitió que no se sentía atraída por ningún caballero de la sociedad, Geoffrey comenzó a pensar en lo que creo consideraba como una unión ventajosa. Intentó sondear a Elizabeth, pero…

Ella lo miró a los ojos.

—El hecho de que Geoffrey cantara las alabanzas de cualquier caballero hizo sospechar a Elizabeth.

Michael arqueó las cejas.

—Especialmente debido a su afecto por Campbell.

Ella sonrió, admirando su inteligencia.

—Precisamente.

Mientras lo observaba, los ojos de Michael se agrandaron, su mirada se perdió por un momento en la distancia; luego la miró a ella de nuevo.

—Resultó bien que yo no hubiera sondeado a Geoffrey sobre la posibilidad que vine a evaluar.

—Por supuesto que no, él hubiera tornado la presa entre sus dientes y habría corrido con ella.

—Lo cual habría sido terriblemente incómodo. —Él atrapó su mirada—. Parece que debo agradecerte por no permitirme hablar con él. Esa fue la razón por la que viniste a verme aquel primer día, ¿verdad?

Una calidez que la traicionaba invadió sus mejillas.

—Sí. —Desvió la mirada, se encogió de hombros—. Desde luego, no era mi intención hacer una entrada tan dramática.

El comentario recordó a Michael aquel incidente anterior; una saeta de miedo puro lo recorrió. Él la mitigó, señalando a su reciente vulnerabilidad que ella estaba allí, caminando, cálida y femenina, a su lado.

Caminaron un poco más; luego él murmuró.

—Pero tú… tú sabías más definitivamente mis intenciones. ¿Cómo lo supiste? —Él decidió que la mejor manera de que ella viera y apreciara lo correcto de su nueva orientación era llevar su mente por el mismo sendero que la suya había tomado.

—Elizabeth envió llamados frenéticos a mí y a Edward, yo estaba en casa de Augusta en Derbyshire. Ambos pensamos que Elizabeth había interpretado mal las cosas, así que nos detuvimos en Londres camino a casa. Allí, sin embargo, Edward se enteró de tu promoción inminente y de las instrucciones del Primer Ministro. Entonces visité a tu tía Harriet y ella me contó cuáles eran tus intenciones respecto a Elizabeth.

—Ya veo. —Tomó nota mentalmente de hablar con su tía pero, leyendo entre líneas, parecía que Caro ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre su estado actual y la razón que motivaba su sincera necesidad de hallar una esposa adecuada. De hecho, no podía ver ningún beneficio en explicar más. Al menos no en palabras.

La miró. La casa de verano construida sobre el lago artificial, el destino que había elegido, aún se encontraba a cierta distancia de allí.

Ella levantó la vista, encontró sus ojos y sonrió, de manera perfectamente auténtica.

—Me alegra mucho que hayas comprendido lo de Elizabeth, que tú y ella realmente no se entenderían. —Su sonrisa se hizo más profunda—. Estoy aliviada y muy agradecida.

Él le devolvió la sonrisa con una que esperaba no fuese semejante a la de un lobo. No desdeñaría explotar su gratitud, por el propio bien de Caro, desde luego.

Y el suyo.

Buscó otros temas para mantenerla distraída hasta cuando llegaran a la relativa privacidad de la casa de verano.

—Supongo que tienes expectativas para Campbell. Tendrá que avanzar antes de que él y Elizabeth puedan contar con la bendición de Geoffrey.

—Así es. —Miró hacia abajo y luego dijo—. Pensaba hablar con algunas personas cuando el Parlamento se reúna de nuevo. Si ha de haber cambios, este sería un momento propicio.

Él asintió. No vio ninguna razón para no agregar:

—Si lo deseas, puedo sondear a Hemmings en el Ministerio del Interior, y está también Curlew en Aduanas y Hacienda.

Ella lo miró, con una sonrisa radiante.

—¿Lo harías?

Tomándola por el codo, le ayudó a subir las escaleras de la casa de verano.

—La experiencia de Campbell es sólida; lo observaré mientras esté aquí y me formaré mi propio juicio, pero con tu aprobación y la de Camden, no será difícil que suba el próximo peldaño.

Caro rio, suavemente cínica.

—Cierto, pero aún así necesita conexiones. —Atravesando la casa de verano hacia los arcos abiertos con bajas balustradas que miraban sobre el lago, se detuvo, se volvió y sonrió—. Gracias.

Él vaciló, sus ojos azules sobre ella, y se dirigió lentamente a su encuentro.

Le faltaba el aire; con cada paso que él daba, la tenaza que sentía en su pecho se apretaba, hasta que sintió vértigo. En el tono más severo que pudo encontrar, se dijo a sí misma que no debía ser estúpida, que sencillamente debía continuar respirando, que ocultara su tonta sensibilidad a toda costa, qué mortificante sería que él advirtiera…

Era Michael, no representaba ninguna amenaza para ella.

Sus sentidos se negaron a escuchar.

Para su creciente sorpresa, en cuanto más se acercaba, mejor podía leer la intensidad de su mirada. Advirtió sobresaltada que él había abandonado su máscara de político, que la miraba como si…

Él no detuvo su avance merodeador.

Súbitamente comprendió. Sintió que sus ojos se abrían sorprendidos. Abruptamente, se volvió. Hizo un gesto hacia el lago.

—Es… un paisaje muy agradable.

Apenas había conseguido pronunciar las palabras. Aguardó, tensa, casi temblando.

—Sí, lo es. —El profundo murmullo hizo que se erizaran los cabellos en su nuca.

Sus sentidos ardieron; él era como una llama que acariciaba y ardía en su espalda. Tan cerca. Dispuesto a estirarse hacia ella y envolverla. Atraparla.

El pánico la invadió por completo.

—Ah… —dio un paso rápidamente hacia la derecha, dirigiéndose al extremo opuesto del arco siguiente—, si te paras aquí, puedes ver el sitio donde florecen los rododendros. —No se atrevía a mirarlo—. Y, ¡mira! —Señaló—. Hay una familia de patos. Hay… —hizo una pausa para contarlos— doce patitos.

Con los sentidos completamente extendidos, aguardó, registrando mentalmente cualquier movimiento a su izquierda.

Súbitamente, ¡advirtió que él estaba a su derecha!

—Caro.

Ella ahogó un grito; estaba tan tensa que sentía vértigo. Él estaba a su lado, justo detrás de ella; dando un paso a la izquierda, ella giró sobre sí misma. Con la espalda contra el otro lado del arco, lo miró fijamente.

—¿Qué, exactamente qué es lo que tratas de hacer? —Dado su pánico, sus ojos muy abiertos, no estaba en condiciones de reñirlo. Además, era Michael…

Más allá de su control, la perplejidad y cierto dolor llenaban sus ojos.

Él se detuvo. Permaneció perfectamente inmóvil, con su mirada azul en el rostro, buscando, estudiando… la impresión que ella recibió a través de sus alterados sentidos era que él estaba tan desconcertado como ella.

Él inclinó la cabeza; entrecerrando los ojos, se movió para quedar al frente de ella.

Ella consiguió respirar profundamente.

—¿Qué crees que estás haciendo?

Su tono llevaba la verdadera pregunta: ¿por qué la estaba aterrando, asustando, destruyendo la amistad fácil y cómoda, aunque distante, que habían compartido en el pasado y más o menos, hasta ahora?

Michael parpadeó; suspiró y la miró de nuevo.

Abruptamente, ella advirtió que estaba tan tenso como ella.

—Estaba, de hecho, tratando de que te estuvieras quieta el tiempo suficiente para abrazarte.

La respuesta hizo que se disparara su pánico; sin embargo, aun así, apenas podía creer lo que oía. Parpadeó, consiguió revestirse del manto fríamente altivo que necesitaba desesperadamente.

—¿No lo has escuchado? Soy La Viuda Alegre. Nunca acepto juegos de ese tipo. —Escuchar las palabras y su tono firme, hizo que su valor aumentara; levantó la barbilla—. Ni contigo… ni con ningún hombre.

Él no se movió, sino que continuó mirándola con cierta irritación en los ojos. Pasó un largo momento. Luego preguntó:

—¿Qué te hizo pensar que yo estaba interesado en algún juego?

La sospecha desorientadora de que estaban hablando de cosas diferentes la asaltó. Sin embargo, estaba segura de que no era así. Había una luz en sus ojos, una intención que ella reconocía…

Michael aprovechó su confusión, dando dos pasos adelante para quedar directamente al frente de ella. Ella se tensó; antes de que pudiera escapar, cerró las manos alrededor de su cintura.

Anclándola delante de él con el marco del arco a su espalda, fijó sus ojos en ella.

—No tengo ningún interés en jugar a nada.

Ella tembló entre sus manos, pero su pánico físico, aun cuando muy presente, la obligaba a luchar contra una fuerte sensación de asombro. Levantó las manos, presumiblemente para apartarlo; pero descansaron, pasivamente, sobre su pecho.

Él ignoró el roce extrañamente evocador, aguardó, le dio tiempo para que se tranquilizara lo suficiente como para que recordara respirar, para estudiar su rostro, aceptar que él la había atrapado, pero que no debía clasificarlo con los demás caballeros que la perseguían. Estaba actuando en un plano diferente con un propósito diferente en mente. Observó cómo sus pensamientos brillaban en sus ojos, casi ve cómo se recobraba.

Se humedeció los labios, miró por un momento los suyos.

—¿Qué, entonces?

Él sonrió lentamente y miró cómo su atención se fijaba en sus labios. Se inclinó aún más, bajó la cabeza… distraída, ella no lo advirtió de inmediato.

Luego lo hizo. Exhaló profundamente y levantó la mirada, a pocos centímetros de distancia, sus ojos se encontraron.

Él capturó su mirada.

—Estoy seriamente comprometido.

Sus ojos ardieron, luego sus párpados cayeron cuando él salvó la última distancia y la besó.

Oprimió los labios contra los suyos, esperando algún tipo de resistencia glacial, completamente preparado para superarla, abrumarla. En lugar de ello… aun cuando ella ciertamente se paralizó, y no respondió, tampoco hubo en ella ninguna resistencia.

Nada que superar, que abrumar, que eliminar.

Ningún intento de mantener su distancia, menos aún de apartarse.

Ningún frío altivo y glacial. Nada. Sencillamente nada.

La prudencia le susurró a la mente, reprimió sus intenciones. Desconcertado, movió suavemente los labios, jugando sobre los de ella, intentando con aquel sencillo roce calibrar y, medir sus sentimientos. El instinto le indicó que debía mantener sus manos cerradas sobre su cintura, al menos hasta que la comprendiera, hasta que comprendiera su respuesta inesperada y elusiva.

Esta llegó finalmente, tan vacilante e incierta que casi retrocede, sólo para verificar que en realidad era Caro. Caro, la confiada y segura esposa del embajador de más de una década de experiencia.

La mujer que sostenía en sus brazos… Si no la conociera mejor, juraría que nunca la habían besado antes. Mantuvo la caricia ligera, con los labios patinando, tocando, invitando… Era como insuflar el aliento a una estatua.

Era fresca mas no fría, como si aguardara a que la calidez la hallara y la hiciera vivir. Este hecho lo centró como ninguna otra cosa habría podido hacerlo, ciertamente como ninguna otra mujer lo había hecho. Lo que descubría a través del beso, a través del calentamiento lento y gradual de sus labios, todo lo que aprendió al explorar la suavidad de botón de rosa, todo lo que advirtió súbitamente en la presión tentativa que ella finalmente devolvió, era tan totalmente ajeno a lo que había esperado, a lo que cualquier hombre hubiera esperado, que captó y mantuvo su atención totalmente.

Después de aquella breve e incierta respuesta, ella se detuvo, aguardó. Él advirtió que estaba esperando que él terminara el beso, levantara la cabeza y la soltara. Se debatió por un segundo; luego, moviéndose lentamente, inclinó la cabeza y aumentó la presión de sus labios sobre los de ella. Si la soltaba demasiado pronto… era lo suficientemente político para ver el peligro de hacerlo.

Entonces la incitó y acarició, utilizó todas las argucias que poseía para invitar una nueva respuesta de su parte. Sus manos se movían, inquietas, sobre su pecho; luego se aferró a sus solapas y abruptamente le devolvió el beso, con más firmeza, con más decisión. Un beso verdadero.

«Te tengo».

Él se inclinó y devolvió la caricia; rápidamente la involucró en un verdadero intercambio… beso por beso, deslizante, presión tentadora por presión. Mientras ella estaba distraída, soltó sus dedos y lentamente deslizó sus manos, sin apretar, con cuidado, tomándola en sus brazos. Deseaba tenerla allí, segura, antes de dejarla escapar del beso.

La cabeza de Caro comenzaba a girar. Cómo se había involucrado en este juego de besos, no lo sabía. No sabía besar —era perfectamente consciente de eso— y, sin embargo, allí estaba, reclinada contra su pecho, con sus labios bajo los de él… besándolo.

Debía detenerse. Una vocecita asustada le decía continuamente que debía hacerlo, que lo lamentaría si no lo hacía; sin embargo, nunca antes la habían besado así: tan dulcemente, tan… tentadoramente, como si su respuesta fuese algo que él realmente deseaba.

Era extraño. De los otros caballeros que la perseguían, pocos habían llegado a acercarse lo suficiente como para robarle un beso. Los pocos que lo habían conseguido querían devorarla; su repugnancia había sido inmediata e innata, nunca la había puesto en duda, nunca había necesitado hacerlo. Sin embargo ahora, aquí, en la seguridad de su hogar de infancia, con Michael… era sencillamente aquella combinación de lo conocido lo que había impedido que se desencadenara su reacción habitual, que, en lugar de ella, la había dejado expuesta a… Este extraño e intoxicante intercambio. Este tentador y cautivador intercambio. Exactamente cuán tentador, cuán intoxicante, cuán completamente cautivador lo supo un momento después cuando, paso a paso, él se retiró lentamente hasta que sus labios se separaron y él levantó la cabeza. No mucho, sólo unos pocos centímetros; lo suficiente para que ella levantara los párpados y mirara el brillante azul de sus ojos ocultos detrás de la tracería de sus pestañas. Sólo lo suficiente para que ella respirara rápidamente y advirtiera que sus brazos la rodeaban, sin aplastarla ni vapulearla, pero atrapándola igualmente.

Lo suficiente para que experimentara un raudal de puro impulso —loco y emocionante y completamente sensual— que hizo que se oprimiera contra él, se estirara y pusiera de nuevo sus labios contra los de él.

En el instante en que lo hizo, sintió su placer. Un regodeo definitivamente masculino de haberla tentado hasta ese punto.

«¿Qué estaba haciendo?».

Antes de que pudiera retirarse, él la apretó en sus brazos, la sostuvo contra sí y la besó de nuevo.

Lenta, fácilmente, una caricia cálida y confiada. Su lengua tocó sus labios, los recorrió, la incitó… ella los abrió, tentativamente, curiosa… ni siquiera estaba verdaderamente segura de que fuese por su propia voluntad y no por la de él.

Su lengua recorrió la parte suave interna de sus labios, no osadamente, sino seguro, confiado. Luego exploró más, encontró su lengua y la acarició…

La calidez la invadió, deshaciendo sus tensos nervios, calmando y tranquilizando sus vacilaciones, sus incertidumbres, sus temores…

Michael sintió que se relajaba, sintió que lo que restaba de su frialdad se derretía. Invadido por el deseo de tomar más, de ir más allá, de reclamar, lo enjauló tan bien que ella no lo adivinó. A pesar de cuán experimentada le decía su mente que ella debía ser, sus instintos sabían que no debía asustarla, que no debía darle ninguna excusa para huir.

Fue él quien puso fin a las caricias; se sentía gratificado de que así hubiera sucedido. Ella estaba tan atrapada, tan envuelta en el placentero intercambio, que regresar al mundo real —el mundo en el que ella era la virtuosa Viuda Alegre— había perdido transitoriamente toda atracción.

Retirándose, sintiendo que sus labios se apartaban y escuchando cómo ella espiraba al hacerlo, Michael tuvo que luchar por ocultar su triunfo.

Dejó que ella se reclinara, la sostuvo dentro de sus brazos hasta cuando ella se apoyó firmemente en sus pies. Ella parpadeó y encontró su mirada. Comenzó a fruncir el ceño, que creció hasta que ensombreció las profundidades plateadas de sus ojos.

Luego se ruborizó, desvió la mirada y retrocedió pero recordó que no podía hacerlo y dio un paso al costado. Él dejó caer sus brazos, se volvió al tiempo con ella, intentó leer su expresión; deseaba saber…

Caro sintió su mirada, se obligó a sí misma a detenerse, suspiró profundamente y lo miró a su vez. Frunció el ceño, advirtiéndolo.

—Entonces, ahora lo sabes.

Él parpadeó. Pasó un momento.

—¿Sé qué?

Mirando hacia el frente, con la barbilla en alto, ella se dirigió a la puerta de la casa de verano.

—Que no sé besar. —Era imperativo que pusiera fin rápidamente a este interludio.

Naturalmente, él la siguió, caminando sin dificultad a su lado.

—Entonces, ¿qué era lo que estábamos haciendo ahora mismo?

Su tono era vagamente desconcertado, y también levemente divertido.

—Según tus criterios, no mucho, supongo. No sé besar. —Agitó una mano—. No soy buena para eso.

Bajaron los escalones y caminaron por el prado. Con la cabeza levantada, ella caminaba tan rápido como podía.

—Supongo que Geoffrey ya habrá regresado…

—Caro.

Esta sola palabra detentaba una abundancia, no sólo de sentimiento, sino de cautivadora promesa.

Sintió que su corazón latía en la garganta; decidida, lo tragó. Este hombre era un político consumado, no debía olvidarlo.

—Por favor, ahórrame tu compasión.

—No.

Ella se detuvo, se volvió a mirarlo.

—¿Qué?

Él encontró sus ojos.

—No, no te la ahorraré, estoy decidido a enseñarte. —Sus labios sonrieron; su mirada se fijó en la suya—. Aprenderás muy rápido, sabes.

—No, no lo haré; y, de cualquier manera…

—¿De cualquier manera qué?

—No tiene importancia.

Él rio.

—Pero sí me importa. Y te enseñaré. A besar y más.

Ella hizo un gesto de desdén, le lanzó una mirada más fuerte de advertencia y caminó aún más rápido. Murmuraba para sí.

—Maldito macho presuntuoso.

—¿Qué dijiste? —Él caminaba pacientemente a su lado.

—Ya te lo dije, no tiene importancia.

Al llegar a la casa, Caro descubrió que Geoffrey acababa de regresar; con un inmenso alivio, prácticamente empujó a Michael a su estudio y escapó.

A su habitación. Para sumirse en su cama e intentar comprender lo que había sucedido. Que Michael la había besado —que él deseaba hacerlo y lo había conseguido— era suficientemente extraño, pero ¿por qué lo había besado ella también?

La mortificación la invadió; levantándose, se dirigió al aguamanil, vertió agua fría de la jofaina y se lavó su ardiente rostro. Al secarse las mejillas, recordó, escuchó de nuevo su tono suavemente divertido. Dijo que le enseñaría pero no lo haría. Sólo lo había dicho para evitar un momento incómodo.

Regresó a la cama, sentándose en el borde. Su pulso aún galopaba, sus nervios eran un nudo, pero no un nudo que ella pudiera reconocer.

Las sombras se extendieron por el piso mientras ella intentaba encontrarle sentido a lo ocurrido, y más aún, a lo que había sentido.

Cuando sonó la campana para llamar al almuerzo, parpadeó y levantó la vista. En el espejo de su tocador vio su rostro, con una suave expresión y sus dedos recorriendo lentamente sus labios.

Maldiciendo en voz baja, bajó la cabeza, se levantó, sacudió sus faldas y se dirigió a la puerta.