Capítulo 5

POR lo menos ahora ya sabía por qué necesitaba saber más, mucho más, sobre Caro.

Relajado en su silla durante el desayuno a la mañana siguiente, se preguntó por qué había tardado tanto en interpretar correctamente los signos. Quizás porque se trataba de Caro y la conocía desde siempre. De cualquier manera, ahora era plenamente consciente, al menos, de una de las emociones que lo mantenían tan intensamente centrado en ella.

Había pasado largo tiempo desde que, enteramente por su propia voluntad y sin la menor presión, había deseado a una mujer. Haber deseado activamente a una mujer, aun cuando ella estuviese decidida a correr en dirección contraria.

O al menos era así como interpretaba la reacción de Caro. Ella había sentido la atracción, aquella chispa que no requería pensamiento alguno y no pedía permisos; su respuesta había sido no darle la oportunidad de encenderse y, si esto no era posible, fingir que no había sucedido.

Con base en su experiencia, sabía que su estrategia no funcionaría. Mientras permanecieran en una proximidad suficiente como para asegurar que se encontrarían y que, inevitablemente, se tocarían, la necesidad sólo se haría más potente, la chispa correlativamente más poderosa, hasta que la dejaran arder.

El único problema que podía ver en ello era que la mujer implicada era Caro.

Su reacción no lo sorprendió. A diferencia de Ferdinand, él conocía la interpretación correcta del apodo de Caro. «La Viuda Alegre» era, como lo son en ocasiones tales apodos en Inglaterra, una expresión perversa. En el caso de Caro, ella era exteriormente una viuda alegre en el sentido de ser una anfitriona bastante conocida, pero su significado real era que había sido perseguida por los mejores de ellos y, sin embargo, se había negado a ser atrapada. Así como a los narizones en ocasiones se les llama «chatos», ella era, en realidad, una viuda severa y casta que nunca había alentado a nadie a imaginar nada diferente.

Era todo lo contrario de lo que la expresión «La Viuda Alegre» llevaba a suponer a los ingenuos.

Lo cual significaba que se disponía a pasar una época difícil e incómoda, al menos hasta cuando la convenciera de que su única opción era aquella que le convenía a ella tanto como a él.

Saboreando los restos de su café, consideró cuánto tiempo le tomaría persuadirla. Consideró los obstáculos que se interponían en su camino. Ser el caballero que tentaba a La Viuda Alegre lo suficiente para entrar en su cama y a su…

Un verdadero reto.

Sería un triunfo diplomático poco común, incluso si nadie conociera nunca su éxito. Pero lo harían, por supuesto; eso era parte de su plan.

Podía lograrlo; era un político por naturaleza, y estas cualidades innatas eran precisamente las que necesitaba. Sólo tenía que afinarlas para superar las defensas de Caro.

Y, en un momento determinado, cuando la tuviese indefensa entre sus brazos, sabría qué era lo que la había perturbado de tal manera y, si podía, hacerlo desaparecer.

Considerando que sería conveniente dejar pasar el día, dejar que su confianza habitual, natural, se reafirmara y le asegurara que estaba a salvo, que él no representaba una amenaza para ella y que por lo tanto no era necesario mantenerlo a distancia, se forzó a permanecer en su estudio y a trabajar en las cuentas del mes y en detalles secundarios que su agente había dejado apilados juiciosamente en su escritorio.

Dos horas más tarde, aún continuaba trabajando cuando Carter golpeó a la puerta y entró.

—La señorita Sutcliffe ha venido, señor.

Él intentó recordar.

—¿Cuál de las señoritas Sutcliffe? ¿Caro? ¿O una de las sobrinas políticas de Camden?

—La señorita Caroline, señor. Lo aguarda en el salón.

—Gracias, Carter. —Se puso de pie, preguntándose por qué habría venido. Luego se encogió de hombros. Pronto lo sabría.

Cuando entró al salón, Caro estaba al lado de la ventana, mirando el jardín. Los rayos del sol brillaban en su nube de cabellos crespos, destacando destellos cobrizos y rojos en su castaño dorado. Su traje fino y ligero para el verano era de un azul pálido, unos tonos más oscuro que sus ojos y se ajustaba a su figura.

Ella lo oyó. Se volvió y sonrió.

Y él supo de inmediato que ella estaba lejos de considerarlo inofensivo. Sin embargo y como de costumbre, fue sólo su instinto el que se lo dijo; la propia Caro no revelaba nada.

—Espero que no te importe, he venido a sondearte y a hacerte una consulta.

Él le devolvió la sonrisa, hizo un gesto para que se sentara.

—¿Cómo puedo ayudarte?

Caro aprovechó el momento de atravesar el salón para recoger sus faldas e instalarse con gracia en la silla; luego aguardó a que él se acomodara, relajado pero atento, en el sillón al frente de ella. Se concentró en sus pensamientos y recobró su aplomo del laberinto de pánico irracional en el que sus nervios habían adquirido el hábito de sumirse cada vez que se presentaba la posibilidad de que Michael se acercara a ella.

No comprendía su súbita sensibilidad; apenas podía creer que, después de todos aquellos años de amplia experiencia mundana, se encontrara, en lo más profundo de Hampshire, víctima de una aflicción semejante. Decidida a conquistarla, o al menos a ignorarla, se aferró a su pose de confiada serenidad.

—He decidido ofrecer un baile la noche antes del bazar de la iglesia. Se me ocurrió que, con tantas personas de Londres en el vecindario, podría invitarlas y arreglar para que se alojaran esa noche cerca de aquí, para que pudieran pasar el día siguiente en el bazar antes de partir en la tarde.

Hizo una pausa y agregó:

—Supongo que lo que propongo es una pequeña reunión campestre; el baile sería el evento especial, y el bazar una extensión del mismo.

La mirada de Michael permanecía fija en su rostro; ella no podía adivinar qué pensaba. Después de un momento, preguntó:

—¿Entonces, tu propósito es utilizar el baile para que asistan más personas al bazar, especialmente quienes han venido de Londres, lo cual a su vez incrementará el interés local, asegurándote así que el bazar sea un gran éxito?

Ella sonrió.

—Precisamente. —Era un placer tratar con alguien que no sólo veía las acciones, sino sus implicaciones y resultados. Desde luego, asegurar el éxito del bazar no era el propósito final que motivaba su más reciente proyecto. Después del día anterior, tanto Elizabeth como Edward se mostraban inflexibles sobre la necesidad de llevar la situación con Michael a una decisión; deseaban crear alguna situación que demostrara definitivamente la incapacidad de Elizabeth de desempeñar el papel de esposa de Michael.

Como un evento social importante, al que asistirían numerosos diplomáticos y personajes políticos, vinculado a un evento local. La organización que esto requeriría sería terrible y Elizabeth era, en efecto, una mera aprendiz a este respecto.

Caro, desde luego, podía manejar un reto semejante sin problemas, y lo haría; esperaban que la demostración de sus talentos centraría la atención de Michael en el hecho de que Elizabeth carecía de habilidades sociales tan altamente evolucionadas.

Él la miraba con lo que parecía un interés vagamente divertido.

—Estoy seguro de que estarás ya bastante organizada. ¿Cómo puedo ayudar?

—Me preguntaba si estarías dispuesto a alojar a algunos de los invitados la noche del baile. —Ella no aguardó una respuesta, sino que continuó ingeniosamente—. Y también quería preguntarte tu opinión sobre la lista de los invitados, ¿crees que la pequeña dificultad entre los rusos y los prusianos ha desaparecido? Y, desde luego…

Asiendo firmemente las riendas de la conversación, se dispuso a crear su campo de batalla.

Michael dejó que conversara como quisiera, cada vez más segura de que su discurso peripatético no carecía de dirección como parecía. A pesar de su objetivo final, sus observaciones eran acertadas, a menudo, extraordinariamente acertadas; cuando ella le dirigió una pregunta específica, e hizo una pausa para darle la oportunidad de responder, fue sobre un tema que constituía un campo minado en la diplomacia. Los comentarios consiguientes se desarrollaron en una discusión de alguna profundidad.

Después de un rato, ella se puso de pie. Se paseaba alrededor de la silla mientras continuaba hablando; luego se sumió en ella de nuevo. Él no se movió, sino que la observaba, consciente del reto intelectual de manejarla en más de un nivel a la vez. De hecho, en más de dos. Él era perfectamente consciente de que sucedía algo más de lo que parecía, y estaba convencido de que ella ignoraba deliberadamente al menos un hilo de la conversación.

Por fin, relajada de nuevo en el diván, extendió las manos y preguntó directamente:

—Bien, ¿cuento con tu ayuda?

La miró fijamente a los ojos.

—Con dos condiciones.

Un súbito recelo cayó sobre sus bellos ojos; parpadeó y le dio una mirada risueña.

—Condiciones. ¡Santo cielo! ¿Cuáles?

—La primera, es un día demasiado agradable para pasarlo aquí dentro. Continuemos esta discusión mientras damos un paseo en los jardines. Segundo —sostuvo su mirada— que te quedarás a almorzar.

Ella parpadeó lentamente; Michael estaba seguro de que desconfiaba de él físicamente. Temía acercarse físicamente a él.

—Muy bien, si insistes —respondió.

Luchó por contener una sonrisa.

—Sí, insisto.

Ella se puso de pie. Él también lo hizo, pero se volvió para tocar la campana y llamar a Carter para instruirlo sobre el almuerzo, dando la oportunidad a Caro de escapar a la terraza.

Cuando la siguió, ella se encontraba en lo alto de las escaleras, de frente al jardín principal. Apretaba sus manos delante de sí; sus hombros se elevaron al suspirar profundamente.

Él se acercó y ella casi salta. Él encontró sus ojos y le ofreció su brazo.

—Vamos al otro lado del jardín a través del seto, y podrás decirme cuántos invitados y a quiénes crees que debo alojar aquí.

Inclinando la cabeza, ella tomó su brazo; resistió el impulso de tomarle la mano, de atraerla hacia sí. Bajaron los escalones y comenzaron a pasearse.

Levantando la cabeza, Caro se centró en los árboles que bordeaban el sendero y obligó a su mente a concentrarse en los múltiples detalles de la organización del baile, a apartarse de la presencia a su lado que la distraía tanto. Le faltaba de nuevo la respiración; era un milagro que pudiera hablar.

—Los suecos definitivamente. —Le lanzó una mirada—. No te impondré al General Kleber, alojaremos a los prusianos en Bramshaw. La gran duquesa seguramente asistirá, y esperará alojarse en mi casa.

Continuó con la lista de los invitados; concentrarse en la logística ciertamente le ayudaba a manejar la cercanía de Michael. Él no le dio motivos para atemorizarse aún más, sino que le hizo preguntas inteligentes que ella podía responder. Él había conocido o sabía de la mayoría de las personas que ella se proponía invitar; era consciente del trasfondo de las relaciones entre los diferentes grupos.

Caminaron por el sendero entre los árboles, y luego rodearon el amplio macizo de arbustos, saliendo al sendero principal cerca de la terraza de la que habían partido.

—Tengo que hacerte una confesión —dijo Michael mientras subían las escaleras de la terraza.

Ella lo miró.

—¿Ah sí?

Él sostuvo su mirada, y ella tuvo la horrible sospecha de que él podía penetrar su escudo social. Permaneció sin aliento; sus nervios se tensaron. La mirada de Michael recorrió su rostro, pero luego sonrió con un gesto fácil, cómodo y consolador para ella.

—A pesar de haberme hecho prometer que inauguraría la fiesta, Muriel se olvidó de decirme cuándo tendrá lugar el evento. —Sus ojos regresaron a los de Caro, llenos de ironía—. Rescátame, ¿cuándo es?

Ella se rio, sintió que la tensión que la atenazaba se disolvía. Encontró que podía mirarlo a los ojos con auténtica comodidad.

—Es dentro de una semana.

—Entonces… —al llegar a la terraza, Michael hizo un gesto indicándole la mesa de hierro forjado que estaba ahora puesta con los platos del almuerzo— tu baile será la noche anterior.

—Sí. —Ella se instaló en la silla que él retiró para ella y luego aguardó a que él se sentara al frente antes de entrar en los detalles del baile. Había evitado este tema para poder mantenerlo ocupado luego—. Todavía no estoy segura del tema.

Michael vaciló y luego sugirió.

—Será mejor algo sencillo. —Cuando ella lo miró, explicó más—. Debe ser más informal que un baile en Londres. Todos habrán asistido a un exceso de bailes durante la temporada, pero en el campo, en el verano, no hay razón para que te atengas a todas las formalidades.

Si lo hiciera, él tendría grandes dificultades para atraer su atención aquella noche.

—Hmmm… ¿aunque se trate del cuerpo diplomático? —Arqueó las cejas aún más—. Quizás tengas razón. —Hizo una pausa para comer algunos de los bizcochos preparados por la señora Entwhistle y luego, con la mirada distante, agitó el tenedor—. ¿Qué te parece llamarlo Festividad de Verano en lugar de baile?

Él sabía cuándo le hacían una pregunta retórica; no respondió.

—Hay un grupo maravilloso de músicos en Lyndhurst que sería perfecto para la ocasión. Son muy buenos para las tonadas estivales más ligeras y las danzas campesinas. —Sus ojos se habían iluminado; evidentemente, imaginaba el evento—. Ciertamente, sería algo diferente…

Él bebió su vino, y luego levantó la copa.

—Un vino estival para tentar el hastiado paladar.

Ella lo miró y sonrió.

—Precisamente, eso es lo que haremos.

Pasaron la siguiente media hora discutiendo posibles problemas y la mejor forma de manejarlos. Conociendo la importancia de prever tales complicaciones y de tener planes para evitarlas antes de que se presentaran, Caro había elaborado la lista de invitados pensando en resaltar la necesidad de Michael de contar con una anfitriona que comprendiera asuntos tales como las disputas esotéricas como aquella que enfrentaba entonces a los rusos con sus vecinos de Prusia.

—Entonces, —concluyó ella—, ¿puedo contar contigo para que mantengas vigilados a los rusos y te asegures de que no reñirán? Quiero que Edward supervise las cosas de manera más general y, desde luego, estaré en todas partes.

Michael asintió.

—Me atrevo a decir que el encargado de negocios de Polonia será de gran ayuda.

—¿En verdad? —Ella arqueó las cejas—. Siempre me ha parecido una persona bastante suave, más bien inútil.

Los labios de Michael se curvaron en una sonrisa; la miró a los ojos.

—Las apariencias engañan.

Internamente, se paralizó; externamente, abrió los ojos sorprendida y luego se encogió de hombros.

—Si estás seguro. —Retirando la silla hacia atrás, puso la servilleta sobre la mesa—. Ahora debo irme y comenzar con las invitaciones.

Michael se levantó y se acercó para retirar la silla.

—Te acompañaré al establo.

Ella tomó el pañuelo de gasa que había dejado al respaldo de la silla; se disponía a ponerlo sobre sus cabellos, pero se detuvo. En lugar de hacerlo, cuando bajaron las escaleras y rodeaban la casa, lo mantuvo entre las manos, jugando ociosamente con la larga tira, evitando así que él le ofreciera su brazo.

No que él intentara hacerlo. Caminaba a su lado con largas zancadas… casi perezosamente.

Atravesaron el huerto bañado por el sol y ella sintió que sus nervios se relajaban. A pesar de aquel extraño pánico que sentía cuando él estaba cerca, su última estrategia se había desarrollado muy bien. Había conseguido sobrevivir a todo con bastante éxito. Seguramente, él podía ver que una joven dama inocente y relativamente inexperta como lo era Elizabeth nunca podría manejar las exigencias de eventos sociales como aquellos que su esposa debería organizar.

Como novia de Camden, Caro había sido sumergida en los círculos diplomáticos más altos incluso con menos preparación de la que tenía ahora Elizabeth; aún podía recordar el pánico que la paralizaba, el temor que sentía en el estómago. No le deseaba aquello a ninguna joven, mucho menos a su propia sobrina.

Sin duda, con todos los detalles del baile y su organización, él advertiría…

Ella suspiró profundamente y levantó su barbilla.

—Elizabeth se ha ido a un picnic con los Driscolls y Lord Sommerby. —Sonrió a Michael—. Ella odia escribir las invitaciones, repetir las mismas palabras una y otra vez, pero…

Michael advirtió la tensión en su voz mientras ella buscaba la manera de atraer su atención a la juventud de Elizabeth y a su falta de experiencia sin ser demasiado obvia. Michael no dudaba que aquel había sido el propósito principal de su visita, quizás incluso del propio baile; estaba seguro de que ella actuaba de manera que él se arrepintiera de ofrecer matrimonio a Elizabeth. Sin embargo, su manipulación ya no le inquietaba. Lo que la había llevado a ella, sus actitudes, sus silencios, ante todo la vulnerabilidad y el pánico ocasional y transitorio que él detectaba detrás de su máscara de suprema confianza y capacidad, eran lo que lo inquietaba.

El rostro de Elizabeth y también el de Edward pasaron por su mente como un relámpago; sin embargo fue la necesidad de evitar todo pesar a Caro lo que hizo que buscara su mano.

Ella estaba gesticulando mientras hablaba; él atrapó sus dedos en el aire, sin sorprenderse cuando calló abruptamente.

Deteniéndose, lo miró de frente, con los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas y apenas respirando. Él sostuvo su mirada, atrapó sus ojos plateados; era agudamente consciente de que no los veían desde la casa, protegidos por los árboles del huerto, todos llenos de un frondoso follaje.

—No necesitas preocuparte tanto por Elizabeth.

Moviéndose, encerró sus dedos en los suyos y se acercó. Advirtió, por la manera en que ella parpadeó y luego frunció el ceño, mirándolo, que no estaba seguro de lo que él quería decir.

—Y no es necesario que me instruyas sobre Elizabeth. —Sus labios se fruncieron irónicamente—. Me has convencido.

Caro lo contempló fijamente. Nunca antes había perdido de tal manera el equilibrio. Él estaba demasiado cerca, ella era tan consciente…

¿Cuánto tiempo lo había sabido?

Este pensamiento la liberó del efecto hipnótico que él tenía sobre ella. Entrecerró los ojos, se concentró. ¿Quería él decir lo que ella se imaginaba?

—¿Has cambiado de opinión? ¿No le propondrás matrimonio a Elizabeth?

Él sonrió.

—He cambiado de opinión. No le propondré matrimonio a Elizabeth. —Hizo una pausa y luego llevó sus dedos a sus labios, besándolos suavemente—. Elizabeth no es mi novia ideal.

El roce de sus labios hizo que un cosquilleo recorriera su brazo, pero esto fue superado y luego sumergido por el increíble alivio que surgió en ella y la invadió.

Sólo entonces advirtió que no había estado segura de su capacidad de salvar a Elizabeth; no había apreciado hasta entonces cuán importante era para ella salvar a Elizabeth de un matrimonio político desdichado.

Sonrió libremente, sin ninguna restricción, sin tratar de ocultar su felicidad.

—Me alegro tanto. —Su sonrisa se hizo más profunda—. No habría funcionado, sabes.

—Sí, me di cuenta de ello.

—Bien. —No podía dejar de sonreír; si fuese más joven, habría bailado—. Será mejor que me vaya.

«Para darle a Elizabeth las buenas noticias».

Él sostuvo su mirada por un momento; luego inclinó la cabeza y soltó su mano. Le indicó con un gesto que prosiguieran hacia el establo.

Michael caminó a su lado, aguardó con ella mientras Hardacre traía su calesa. Su sonrisa era radiante. Se sintió satisfecho de sí mismo de haber podido elegir las palabras correctas para decírselo directamente. Era una alegría que valía la pena contemplar; su calidez lo contagió. Permaneció allí, deleitándose en su brillo, con las manos apretadas con fuerza detrás de la espalda para evitar acercarse a ella y malograr el momento.

La calesa llegó; él la ayudó a subir. Ella continuaba platicándole de los planes para el baile; sin embargo, sus palabras estaban libres ahora de cualquier segunda intención; eran la expresión directa de sus pensamientos. Había escuchado en su voz el tono de la transparencia y advirtió que había dado un paso significativo para acercarse a Caro, un paso para ganarse más profundamente su confianza.

Se despidió de ella con considerable satisfacción.

Cuando la calesa desapareció por la portada, se dirigió, sonriendo aún, de regreso a la casa.

Sus palabras le habían quitado a Caro un peso de encima; incluso si pudiera repetir el momento, no lo habría hecho de otra manera. Su felicidad había sido fascinante, un verdadero deleite, incluso si le había impedido a Caro advertir que, al retirar su atención de Elizabeth, la había fijado en alguien más.

Alguien mucho más experimentado que Elizabeth.

Con una sonrisa más profunda, levantó la vista hacia la casa y prosiguió su camino.

De hecho, le ilusionaba pensar en la cena de Muriel aquella noche.

—¡Vaya, ahí estás, Michael!

Severamente bella en un vestido de seda color ciruela, Muriel avanzó mientras él entraba al salón.

Él estrechó la mano que le ofrecía y luego recorrió el salón con la vista. Estaba bastante lleno, principalmente de damas, aun cuando había algunos otros caballeros esparcidos entre las faldas.

—Permíteme presentarte a nuestros nuevos miembros. —Muriel lo condujo a un grupo que se encontraba delante de las puertas de vidrio, abiertas sobre los jardines—. Permíteme presentarte a la señora Carlise. Ella y su esposo se han mudado recientemente a Minstead.

Con su sonrisa de político, estrechó la mano de la señora Carlise y se enteró de que ella y su esposo se habían mudado de Bradford. Siguió saludando al grupo, conociendo otras dos personas que habían llegado recientemente y renovando su amistad con las tres otras damas que lo conocían desde hacía largo tiempo.

Aun cuando no votaban, allí, como en cualquier distrito, eran las damas quienes se mostraban más activas en todos los niveles del servicio comunitario, organizando reuniones como el bazar de la iglesia, y apoyando instituciones tales como el orfanato y los refugios obreros. Michael consideraba su buena voluntad y su apoyo como un factor clave para respaldar su posición personal como Miembro local; sólo habiéndola asegurado podría dedicar su mente a los retos más importantes que el Primer Ministro se proponía entregarle. Por consiguiente, no lamentaba el tiempo que pasaba en veladas como esta; más aún, se alegraba de aprovechar la oportunidad que le había ofrecido Muriel para sacar el mejor partido de ella.

Se encontraba haciendo precisamente esto cuando entró Caro al salón. De frente a la chimenea, Michael conversaba con dos caballeros cuando su instinto lo llevó a mirar por el espejo que había sobre la chimenea.

Caro estaba enmarcada en la entrada, mirando a su alrededor. Vestida con un traje delicado de seda estampada y estilo sencillo, llamaba la atención y, sin embargo, parecía adaptarse perfectamente al contexto. Perlas adornaban su cuello y en su muñeca que colgaba una pulsera que hacía juego con el collar; no llevaba ninguna otra joya y no la necesitaba.

Ubicó a Muriel; sonriendo, se dirigió a saludarla.

Reparando su distracción, Michael continuó discutiendo el precio del maíz; luego se disculpó profusamente y avanzó hacia otro lado del salón, para interceptar a Caro.

Ella se sobresaltó levemente cuando apareció a su lado; nadie más lo habría notado, nadie más la observaba tan intensamente. Tomando su mano, logró impedirse llevarla a sus labios y se contentó con ponerla sobre su brazo.

—Me preguntaba cuándo llegarías.

Ella le devolvió la sonrisa con una que aún preservaba buena parte de su felicidad anterior.

—Hace una tarde tan bella que decidí caminar. —Miró a su alrededor—. ¿Has conocido a alguien?

Michael indicó con la cabeza un grupo que se encontraba a un lado del salón.

—Aún no he hablado con la señora Kendall. —Encontró la mirada de Caro y sonrió profundamente—. Quiere hablarme del hogar para jóvenes. Ven y me ayudas.

Se comportaba como si se propusiera proseguir; se preguntó cuánto tiempo le tomaría a Caro reconocer su nueva orientación.

Ella se tensó como si se protegiera del efecto que él tenía sobre ella, pero sin dejar de sonreír y aún destellando con su dicha interna, inclinó la cabeza.

—Si lo deseas, pero no veo qué ayuda puedas necesitar de mí.

Mirando el rostro de Michael, Caro vio que pasaba por él una sonrisa como un relámpago. ¿Era su imaginación la que, por un instante, lo había visto como un depredador? Pero su expresión era tranquila cuando la miró a los ojos y murmuró:

—Eres la única persona de este salón con una formación similar, eres la única que realmente entiende mis bromas. —Ella se rio; como antes, el toque de humor sedaba sus nervios alterados. Lo acompañó de buena gana mientras él conversaba con la señora Kendall quien, en efecto, deseaba hablarle del hogar para jóvenes. Luego se dirigió a hablar con otras personas, algunas deseosas de atraer la atención de Caro, otras la suya.

Aquella tarde, al regresar de la mansión flotando en la nube de un alivio sin límites, se había dirigido directamente al salón y le había informado a Elizabeth y a Edward sobre su éxito. Celebraron durante el té, felicitándose y admitiendo, ahora que podían hacerlo, que engañar a Michael —así hubiese sido inocentemente y definitivamente por su propio bien— no era algo que les agradara.

Pero él había comprendido y había estado de acuerdo con ellos; esta coincidencia los absolvía. Ella se sentía tan feliz y vindicada; haber reprimido su tonta reacción el tiempo suficiente para permanecer a su lado le parecía ahora un precio muy modesto para su éxito.

Pasó una hora con sorprendente facilidad; luego Muriel anunció que la cena estaba servida en el comedor.

Al encontrarse al lado de Michael en el largo buffet, mientras él la ayudaba a servirse tortas de verdura y langostinos en áspic, rodeada por numerosas personas y, sin embargo, de alguna manera a solas con él, se detuvo y le lanzó una mirada de reojo.

Él la sintió y la miró. Buscó sus ojos y luego arqueó una ceja, sonriendo levemente.

—¿Qué pasa?

Ella bajó la vista a una bandeja de cogollos de cohombro.

—Debías mezclarte con la gente, no permanecer a mi lado.

Él aguardó a que lo mirara de nuevo y preguntó:

—¿Por qué?

Ella entrecerró los ojos.

—Como bien lo sabes, es una de aquellas ocasiones en las que los Miembros deben conversar con los demás.

La sonrisa de Michael era auténtica.

—Sí, lo sé.

Decidió que no deseaba cohombros y se apartó de la mesa.

Con el plato en una mano, la tomó por el brazo y la condujo hacia las ventanas que se abrían sobre el jardín.

—No entiendo por qué no podemos circular juntos.

Porque cada vez que la tocaba, sus nervios se alteraban y se olvidaba de respirar.

Mantuvo la lengua entre los dientes, con una expresión serena y relajada, y luchó por ignorar la manera en que sus sentidos se fijaban en él, cómo se extendían y ansiaban su sólida fortaleza cuando caminaba, lánguidamente confiado, a su lado. Ella sabía perfectamente cuán sólido era su cuerpo; había chocado con él ya en dos ocasiones. Por alguna razón ilógica, irracional, totalmente estúpida, sus sentidos estaban fijos morbosamente, esclavizados a la idea de cómo sería la tercera vez.

Deteniéndose delante de la ventana, la soltó; al frente de él, suspiró. Antes de que pudiera protestar, como seguramente lo haría, dijo:

—Piensa que estoy pidiendo tu protección.

—¿Protección? —Le lanzó una mirada que afirmaba con claridad que no estaba dispuesta a admitir tales razonamientos espúreos, como tampoco que apelara a sus emociones femeninas—. Tú, entre todos los que se encuentran aquí, no necesitas más protección que la de tu propia lengua dorada.

Él rio y ella se sintió más cómoda, sintió que detentaba un poco más el control.

Súbitamente advirtió que con él —y, en verdad, sólo con él, al menos dentro de los confines de su vida privada— no ejercía, como lo hacía con todos los demás, su nivel habitual de dominio. O, más bien, podría ejercerlo, y sin embargo, era posible que no funcionara. Su capacidad de manejarlo no estaba asegurada, no era algo que pudiera dar por descontado.

Habían estado comiendo; ella levantó la vista y lo miró. Él atrapó su mirada; había estado observándola. Estudió sus ojos y luego arqueó una ceja en una pregunta muda.

Ella apretó la mandíbula.

—¿Por qué te aferras a mí?

Sus cejas se levantaron; sus ojos se burlaron de ella.

—Pensaría que eso es evidente, eres una compañera mucho más entretenida que cualquiera de las otras personas que se encuentran aquí, especialmente comparada con nuestra dedicada anfitriona.

Ella tuvo que admitirlo. Los intentos de Muriel por ayudar podían en ocasiones ser desastrosos. Sin embargo, agitó uno de sus dedos riñéndolo.

—Sabes perfectamente que te agrada que ella haya organizado esta velada, has podido comunicarte con las personas de la localidad sin mover un dedo.

—Nunca dije que no estuviera agradecido, es sólo que mi gratitud tiene sus límites.

—¡Hmmm! Si ella no hubiese organizado esto, ¿qué habrías hecho?

Su sonrisa era devastadora.

—Te habría pedido que la organizaras tú, desde luego.

Ignorando el efecto de aquella sonrisa, renegó de nuevo.

Su expresión simulaba estar herido.

—¿No me habrías ayudado?

Ella lo miró e intentó lucir severa.

—Es posible. Si estuviese aburrida. Sólo que ahora no lo estoy, así que debes estar especialmente agradecido con Muriel.

Antes de que ella terminara de hablar, su mirada se había tornado reflexiva, como si contemplara algún proyecto diferente.

—En realidad, probablemente debería hacer algo acerca de la zona al sur de Lyndhurst…

—No. —Al advertir el rumbo que tomaba, su respuesta fue instantánea.

Él se centró de nuevo en su rostro y luego ladeó la cabeza, con un leve enojo en los ojos; parecía más intrigado que rechazado. Luego su expresión se relajó; irguiéndose, tomó el plato vacío de sus manos.

—Podemos hablar de ello más tarde.

—No, no podemos. —No estaba dispuesta a actuar como anfitriona política o diplomática para él ni para ningún otro hombre nunca más. Por derecho propio, podía disfrutar del ejercicio de sus verdaderos talentos, pero no desempeñaría aquel papel por ningún hombre otra vez.

Él se volvió para dejar los platos sobre una mesa auxiliar; cuando se volvió, ella se sorprendió al descubrir en él una expresión seria, sus ojos azules inhabitualmente duros; sin embargo, cuando habló, su tono era tranquilizador.

—Podemos, y lo haremos, pero no aquí, no ahora.

Durante un instante, sostuvo su mirada; ella estaba viendo al verdadero hombre, no al político. Luego Michael sonrió y su máscara social se sobrepuso a su mirada, excesivamente decidida; levantando la cabeza, la tomó del brazo.

—Ven, ayúdame con la señora Harris. ¿Cuántos hijos tiene ya?

Recordando que, a pesar de sus recaídas ocasionales en lo que ella clasificaba como un comportamiento «masculinamente presuntuoso», estaba de buen humor con él, consintió en acompañarlo a hablarle a la señora Harris. Y luego a otra serie de personas.

Cuando, por cortesía de una mirada especulativa de parte de la vieja señora Tricket, advirtió que el gusto de Michael por su compañía estaba suscitando suspicacias, en lugar de discutir —lo cual era, de acuerdo con su experiencia, un ejercicio inútil con un macho presuntuoso— aprovechó la oportunidad de que Muriel se encontraba en su mismo grupo para acercarse a ella y murmurar.

—Gracias por una velada tan agradable.

Muriel, al advertir que estaba al lado de Michael, quien entonces conversaba con la señora Ellingham, la miró sorprendida.

—¿Te marchas?

Ella sonrió.

—Así es. Quería mencionártelo… he decidido ofrecer un baile la noche antes al bazar. Hay una serie de diplomáticos que actualmente se alojan en la región, pensé que si permanecían acá, podrían asistir al bazar al día siguiente, con lo cual se aumentaría la participación.

—Ah. —Muriel parpadeó—. Ya veo.

No parecía entusiasmada con la idea, pero esto seguramente se debía a que no era a ella a quien se le había ocurrido primero. Dándole unos golpecitos en el brazo, Caro prosiguió.

—Dejé a Elizabeth y a Edward luchando con las invitaciones, debo ir a hacer mi parte. De nuevo, mil gracias. Mañana te enviaré la invitación.

—Gracias. —Muriel asintió; su mirada se dirigió a otro lugar—. Discúlpame, hay algo que debo atender.

Se separaron. Caro se volvió hacia Michael, quien había terminado de hablar con la señora Ellingham. Dejó que se ampliara su sonrisa.

—Me marcho a casa.

Se disponía a retirar su mano de su brazo y a alejarse, pero él la siguió. Ella se detuvo cuando se apartaron del grupo, pero él seguía guiándola hacia el recibo principal.

Cuando ella lo miró desconcertada, él le ofreció una sonrisa que ella sabía no era auténtica.

—Te llevaré a casa.

Era una afirmación, no un ofrecimiento; su tono decidido era más real que su sonrisa.

Sus tacos golpearon las baldosas del recibo como ella lo había imaginado; ir a casa en su carruaje, con la noche oscura y sensual a su alrededor, su cuerpo sólido y duro tan cerca del suyo…

—No, gracias. Prefiero caminar.

Él se detuvo; estaban fuera de la vista de los invitados que se encontraban en el salón.

—En caso de que no lo hayas notado, ya está completamente oscuro.

Ella se encogió de hombros.

—Conozco el camino.

—Son qué… ¿cerca de cien yardas hasta tu portada y luego cuatrocientas o más hasta la casa?

—Estamos en Hampshire, no en Londres. No hay ningún peligro.

Michael miró al lacayo de Muriel, que aguardaba al lado de la puerta.

—Haz que traigan mi carruaje.

—Sí, señor.

El lacayo se apresuró a complacerlo. Cuando Michael miró de nuevo a Caro, vio que tenía los ojos entrecerrados.

—No quiero…

—¿Por qué discutes?

Ella abrió la boca, se detuvo y levantó la barbilla.

—No te has despedido de Muriel. Ya estaré llegando a casa para cuando lo hagas.

Él frunció el ceño, recordando.

—Ella entró al comedor.

Caro sonrió.

—Tendrás que ir a buscarla.

Un sonido detrás de ellos hizo que él se volviera. Hedderwick, el esposo de Muriel, salía de la biblioteca. Sin duda había estado bebiendo algo más fuerte que jerez, pero ahora regresaba a la fiesta de su esposa.

«Perfecto», dijo Michael para sus adentros. Levantó la voz:

—¡Hedderwick! Eres el hombre que necesito. Debo marcharme, pero Muriel ha desaparecido. Por favor dale mis agradecimientos por una velada excelente, y mis disculpas por partir sin agradecérselo personalmente.

Hedderwick, un hombre corpulento, rotundo, calvo, levantó la mano para despedirse.

—Le daré tus disculpas. Fue un placer verte de nuevo. —Inclinó la cabeza para despedirse de Caro, y se dirigió hacia el salón.

Michael se volvió hacia Caro. Arqueó una ceja.

—¿Puedes ver algún otro obstáculo social?

Con ojos que parecían pedernales plateados, abrió la boca…

—Ah, ahí estás, Hedderwick. Por favor dile a Muriel que disfruté muchísimo de la velada, pero debo regresar al lado de Reginald. Se preocupará si no regreso pronto.

Hedderwick murmuró algo tranquilizador, de espaldas, mientras la señorita Trice salía del salón y se dirigía directamente hacia Michael y Caro. Una dama demacrada pero de buen corazón, hermana del vicario local, se había ocupado de la casa de su hermano durante muchos años y era un miembro activo de la Asociación de Damas. Sus ojos brillaban mientras se acercaba.

—Gracias, Caro, por dar el primer paso. Es muy amable de parte de Muriel ofrecer estas pequeñas cenas, pero algunos de nosotros tenemos otras obligaciones que atender.

Caro sonrió. La señora Trice sonrió a Michael y se despidió de ambos, casi sin detenerse en su marcha hacia la puerta. El lacayo la abrió; mientras la señorita Trice salía, llegó hasta ellos el ruido de cascos y de las ruedas sobre la gravilla.

—Bien. —Michael tomó a Caro del brazo—. Puedes dejar de discutir. Está oscuro. Yo también me voy. Puedo llevarte a casa, Geoffrey esperaría que lo hiciera.

Ella lo miró. A pesar de su serena expresión, él podía ver la exasperación en sus ojos. Luego sacudió la cabeza e hizo un gesto mientras se volvía hacia la puerta.

—¡Está bien!

Sintiéndose enteramente justificado, la escoltó hasta el porche. Su carruaje aguardaba. Cuando bajaron las escaleras, ella murmuró algo; él pensó que decía:

—¡Maldito macho presuntuoso!

Habiendo obtenido lo que deseaba, lo ignoró. Tomándola de la mano, la ayudó a subir al carruaje; luego tomó las riendas y la siguió. Ella se deslizó por la silla, recogiendo sus faldas para que pudiera sentarse a su lado. Él se acomodó y luego hizo que su pareja de rucios trotaran por el sendero.

Con la barbilla en el aire, Caro preguntó:

—¿Y qué hay de la señorita Trice? Ella también camina a casa en la oscuridad.

—Y, ¿dónde queda la vicaría? Cincuenta yardas camino abajo, con la puerta a diez pasos de la portada.

Escuchó un sonido que se asemejaba sospechosamente a un resoplido.

Decidió responder.

—¿Podrías explicarme por qué te muestras tan difícil por el hecho de llevarte a casa?

Caro se aferró a la parte delantera del coche cuando él volvió sus caballos hacia la calle. Era una noche sin luna, negra y sensual; él podía ver que los nudillos de sus manos palidecían. Como ella lo había previsto, su peso se desplazó con el giro: su duro muslo se apretó contra ella. El calor se encendió y se hundió en su piel, en ella. El coche se enderezó; la presión cedió. Sin embargo, ella permanecía intensamente consciente de él, del duro calor masculino tan cerca de ella.

Como era de esperarse, sus nervios estaban hechos un nudo, le faltaba el aire. Nunca en su vida había estado afligida de esta manera.

¿Cómo podía explicar lo que ella misma no comprendía?

Respiró profundamente y se dispuso a mentir.

—Es sólo que…

Parpadeó, miró hacia el frente.

Había figuras que danzaban en la oscuridad delante de ellos al lado del camino. Ella miró con más intensidad.

—¡Santo cielo! —Asió el brazo de Michael, sintió que se convertía en acero bajo sus dedos—. ¡Mira! —Señaló hacia delante—. ¡La señorita Trice!

Dos corpulentas figuras luchaban con la delgada mujer; un grito ahogado llegó hasta ellos.

Michael vio lo que ocurría. Con una exclamación, agitó las riendas y sus caballos partieron a gran velocidad.

Caro se aferró del costado del carruaje, con los ojos fijos en la escena que se desarrollaba ante ella. El súbito tronar de los cascos que surgía de la negra noche hizo que los dos hombres levantaran la mirada. Ella sólo captó un atisbo de sus pálidos rostros. Uno de ellos gritó; soltaron a la señorita Trice y se internaron por un estrecho sendero entre la vicaría y la cabaña vecina.

El sendero conducía directamente al bosque.

Michael frenó el carruaje, que se mecía salvajemente sobre sus resortes, al lado de la temblorosa señorita Trice.

Caro saltó sin aguardar a que el coche se estabilizara. Escucho maldecir a Michael cuando pasó corriendo delante de sus caballos. Al llegar al lado de la señorita Trice, advirtió que tiraba del freno, halando rápidamente las riendas.

Inclinándose, rodeó a la señorita Trice con sus brazos; esta intentaba enderezarse.

—¿Se encuentra bien? ¿Le hicieron daño?

—No… Yo… ¡ay! —La señorita Trice aún luchaba por tomar aire. Se reclinó contra el brazo de Caro, pero ella no tenía la fuerza suficiente para levantarla. Luego llegó Michael; rodeó a la señorita Trice con sus brazos, la tomó de la mano y la ayudó a sentarse—. Está bien. Ya se marcharon.

Todos sabían que era inútil perseguirlos; de noche, sería fácil ocultar a un regimiento entero en el bosque.

La señorita Trice asintió.

—Me recuperaré en un momento. Sólo necesito recobrar el aliento. —No la apresuraron; finalmente, asintió otra vez—. Está bien. Ya puedo ponerme de pie.

Caro retrocedió para dejar que Michael ayudara a la señorita Trice a levantarse. Se tambaleó, pero recuperó el equilibrio.

—La acompañaremos hasta la puerta. —Michael mantuvo sus brazos alrededor de la señorita Trice; Caro advirtió que la mujer mayor parecía hallar consuelo en este apoyo.

El ataque había tenido lugar a unas pocas yardas de la portada de la vicaría. Una vez que la pasaron y caminaban por el sendero pavimentado, Michael preguntó:

—¿Supongo que no tiene idea de quiénes eran esos nombres?

La señorita Trice negó con la cabeza.

—No son de esta región, eso puedo jurarlo. Creo que eran marineros, olían a pescado, tenían los brazos fuertes, y sus voces eran terriblemente rudas.

Estaban a poca distancia a caballo de Southampton. Aun cuando era poco habitual que los marineros se internaran en el bucólico campo, dos de ellos lo habían hecho aquella noche, decididos a atacar a alguna mujer.

Michael miró a Caro cuando llegaron a la escalera que conducía a la vicaría; la atención de ella estaba fija en la señorita Trice. Se preguntó si se le ocurriría pensar que, de no haber él insistido en conducirla a casa, y persistido hasta que ella se dio por vencida, habría sido ella la primera persona que pasara por aquella calle de la aldea.

Sola, en la oscuridad.

Sin nadie cerca para rescatarla.