Capítulo 4

A la mañana siguiente, a las once, Michael se dispuso a cabalgar hasta la Casa Bramshaw. Atlas, ansioso por cabalgar de nuevo todos los días, estaba retozón; Michael dejó que el poderoso percherón sacudiera sus inquietudes en un ligero galope por el sendero.

No había hecho ningún arreglo para visitar a los habitantes de la Casa Bramshaw. El regreso a casa desde Totton el día anterior había sido calmado; Elizabeth, inusualmente pálida, había permanecido callada y retraída. Él y Edward se habían retrasado, dejando que el coche avanzara, para dar a Elizabeth cierta privacidad.

Se separaron al comienzo del sendero de Bramshaw; sin embargo, él continuaba reflexionando sobre la actitud de Caro. Había crecido en él la sospecha de que lo había manipulado, que lo había dirigido sutilmente en la dirección que ella deseaba, mientras él imaginaba que ambos se proponían lo mismo, una sospecha que ahora lo punzaba y lo irritaba. Había pasado la tarde pensando en ella, reviviendo sus conversaciones.

Por lo general, en un ambiente político o diplomático él habría estado en guardia, pero con Caro sencillamente no se le había ocurrido que debía protegerse de ella.

Traición era una palabra demasiado fuerte para lo que sentía. Irritación, sí, aguzada por el decidido golpe a su orgullo que ella le había propinado. Dado que ahora estaba seguro, independientemente de cualquier manipulación, de que decididamente no necesitaba ni quería a Elizabeth por esposa, tal respuesta era quizás un poco irracional; sin embargo era, sin lugar a dudas, como se sentía.

Desde luego, no sabía con certeza absoluta que Caro hubiera ejercido sus tretas manipuladoras sobre él.

No obstante, había una manera de averiguarlo.

Encontró a Caro, Elizabeth y Edward en el salón. Caro levantó la mirada; su sorpresa al verlo se transformó inmediatamente en transparente placer. Sonriendo, se puso de pie.

Él tomó la mano que le ofrecía.

—Cabalgué hasta aquí para decir a Geoffrey que hemos desbloqueado el arroyo que pasa por el bosque.

—Qué pena. Geoffrey salió.

—Eso me ha dicho Catten. Le he dejado un mensaje. —Se volvió para saludar a Elizabeth y a Edward, y luego encontró los ojos de Caro—. Yo…

—Es un día tan maravilloso. —Ella señaló con un gesto las amplias ventanas, la brillante luz del sol que bañaba los prados. Le sonrió, asombrosamente segura de sí misma.

—Tienes razón, es una mañana perfecta para cabalgar. Podríamos visitar la Piedra Rufus, hace años no la veo, y Edward no la conoce.

Hubo una pequeña pausa, luego Elizabeth sugirió.

—Podríamos llevar un picnic.

Caro asintió ansiosamente.

—Desde luego, ¿por qué no? —Volviéndose sobre sí misma, se dirigió al timbre.

—Yo organizaré los caballos mientras ustedes se cambian de traje —ofreció Edward.

—Gracias. —Caro le sonrió apliamente y luego miró a Michael. Su expresión se hizo más seria, como si un súbito pensamiento la asaltara—. Esto es, si quieres pasar el día paseando por el campo.

Él encontró sus ojos grandes y sinceros, advirtió de nuevo qué ingenuamente abierta parecía su mirada azul plateado, y cómo, si se miraba más profundamente, aparecían capas que refractaban, difractaban, en aquellos ojos fascinantes. Quien tomara a Caro según su primera impresión, una mujer pasablemente bonita sin ningún poder particular, cometería un grave error.

No había tenido la intención de salir a cabalgar y ciertamente no era él quien lo había sugerido; sin embargo… sonrió, tan encantadoramente cautivador como ella.

—Nada me agradaría más. —Dejó que continuara pensando que era ella quien estaba en la silla, con las riendas firmemente entre sus manos.

—¡Excelente! —Se volvió cuando apareció Catten en la puerta.

Rápidamente dio órdenes para que prepararan un picnic. Elizabeth subió para cambiarse de traje; cuando Caro se volvió hacia Michael, él sonrió sin dificultad.

—Anda a cambiarte, ayudaré a Campbell a traer los caballos. Nos encontraremos en la entrada.

Él vio cómo se alejaba, confiada y segura, y luego siguió a Edward.

Caro se puso rápidamente su traje de montar, y luego suspiró aliviada cuando Elizabeth, correctamente ataviada, entró a su habitación.

—Bien, me disponía a enviar a Fenella a detenerte. Recuerda, es importante que no exageres; no trates de lucir excesivamente torpe o tonta. De hecho…

Frunciendo el ceño, enderezó el estrecho corpiño de su traje granate.

—Realmente creo que será mejor para todos si sólo te comportas hoy como eres en cuanto sea posible. Cabalgar e ir a un picnic sin que haya otras personas presentes es un asunto tan fácil, tan informal. Si realmente pareces imbécil, eso lucirá demasiado extraño, no habrá ningún camuflaje.

Elizabeth parecía confundida.

—Pensé que habías sugerido esta cabalgata para que tuviera otra oportunidad de demostrarle que no le convengo. Todavía no ha cambiado de idea, ¿verdad?

—No lo creo. —Caro tomó sus guantes y su fusta—. Sugerí una cabalgata porque no quería que él te propusiera dar un paseo por los jardines.

—Ah. —Elizabeth la siguió al pasillo; bajó la voz—. ¿Era eso lo que se proponía?

—Eso, o algo así. ¿Por qué otra razón habría venido? —Caro enfundó sus guantes—. Apostaría mis perlas a que habría pedido hablar contigo o conmigo a solas, y ninguna de esas dos cosas habría sido una buena idea. Lo último que necesitamos es que nos comprometa en una conversación privada.

Comenzó a bajar las escaleras.

Michael y Edward las aguardaban en la entrada principal, cada uno con su caballo y sosteniendo otro. Josh, el mozo de cuadra, ataba a las sillas las bolsas en las que habían empacado el picnic. Para sorpresa de Caro, Michael sostenía las riendas de su yegua rucia, Calista, no las de Orion, el caballo de Elizabeth.

Esta imagen la preocupó aún más; si Michael se disponía a hablar con ella, en lugar de pasar más tiempo con Elizabeth seguro que… los únicos puntos que probablemente discutiría con ella eran la experiencia diplomática de Elizabeth y cómo creía que reaccionaría si él le propusiera matrimonio.

Ocultando sus especulaciones y decidida a desviarlo de proceder de esta manera, bajó las escaleras sonriendo.

Michael la vio acercarse. Dejando las riendas de Atlas, colocó las de la yegua rucia sobre la cabeza de la montura mientras se movía hacia el lado. Aguardó y se inclinó hacia Caro cuando llegó allí. Cerrando sus manos sobre su cintura, la sostuvo, la atrajo un poco hacia sí, preparándose para alzarla hasta la silla; su mano enguantada descansaba sobre su brazo. Levantó la mirada.

Súbitamente, inconfundible, ardió el deseo, como una seda caliente que acariciara su piel desnuda. Simultáneamente, él sintió el estremecimiento que la recorrió, que le hizo perder el aliento, que hizo que sus ojos plateados, por un instante, ardieran.

Ella parpadeó, se centró de nuevo en su rostro, dejó que sus labios sonrieran como si nada hubiera sucedido.

Pero todavía no podía respirar.

Con sus ojos fijos en los de ella, Michael la apretó aún más… y de nuevo la sintió perder el control.

La levantó hasta la silla y sostuvo su estribo. Después de un instante de vacilación —de desorientación, él lo sabía— deslizó su bota en el estribo. Sin levantar la mirada, sin encontrar sus ojos, se dirigió hacia Atlas, tomó sus riendas y salto a su montura.

Sólo entonces consiguió respirar con tranquilidad.

Elizabeth y Edward ya habían montado; el caos reinó por un momento mientras todos volvieron sus caballos hacia la portada. Se disponía a volverse hacia Caro, para encontrar su mirada, para ver…

—¡Vamos! ¡Salgamos! —Con una risa y un gesto de su mano, avanzó delante de él.

Sonriendo a su vez, Elizabeth y Edward partieron detrás de ella.

Durante un instante vaciló, suprimiendo el deseo de mirar de nuevo las escaleras… pero sabía que no lo había imaginado.

Entrecerrando los ojos, enterró sus talones en el costado de Atlas y los siguió.

Caro. Ya no tenía el más leve interés en Elizabeth. Sin embargo, cuando al llegar al camino principal, Caro aminoró el paso, la alcanzaron y siguieron en grupo; era evidente que ella se proponía olvidar aquel momento inesperado.

Y su reacción a ese momento.

Y aún más su reacción a él.

Caro se reía, sonreía e hizo la mejor actuación de su vida, disfrutando alegremente del día de verano, deleitándose en el cielo despejado, en las alondras que volaban muy arriba, en el penetrante olor de la hierba cortada que salía de los campos vecinos inundados por el sol. Nunca antes se había alegrado tanto de la disciplina que le habían inculcado los años; se sintió mecida hasta su alma, como por un terremoto, debía protegerse de manera rápida y absoluta.

Galoparon por el camino hacia Cadnam y luego cruzaron hacia el sur por el frondoso sendero que conducía al lugar donde Guillermo II había sido abatido por una flecha mientras cazaba en el bosque. El corazón de Caro gradualmente comenzó a latir con menos fuerza, hasta llegar a su ritmo normal; la tenaza que cerraba sus pulmones cedió lentamente.

Era consciente de la mirada de Michael que tocaba su rostro, no una sino muchas veces. Consciente de que, detrás de su expresión despreocupada, dispuesta, preparada para disfrutar las bellezas del día, estaba desconcertado. Y no enteramente complacido.

Esto último era bueno. Ella tampoco se sentía en la gloria con aquel desarrollo imprevisto. No estaba segura en absoluto de qué había ocasionado una reacción tan potente e inquietante, pero su instinto le advirtió que ella y, por consiguiente, él, era algo que sería conveniente evitar.

Dado que estaba interesado en Elizabeth, esto no sería difícil.

Edward estaba a su izquierda, Elizabeth a su derecha; justo al frente, el sendero se hacía más estrecho.

—Edward. —Mirando a Calista, encontró la mirada de Edward y se retrasó un poco—. ¿Tuviste oportunidad de preguntar a la condesa acerca del señor Rodríguez?

Había elegido un tema por el que Michael no tenía ningún interés; sin embargo, antes de que Edward pudiera reaccionar y retrasarse para unirse a ella, Michael ya lo había hecho.

—¿Supongo que la condesa es una vieja conocida tuya?

Lo miró y asintió.

—La conozco desde hace años. Es un miembro cercano de la corte, tiene una enorme influencia.

—¿Estuviste en Lisboa cuánto tiempo? ¿Diez años?

—Más o menos. —Decidida a poner de nuevo las cosas en su sitio, miró al frente y sonrió a Elizabeth—. Elizabeth nos visitó en varias ocasiones.

La mirada de Michael se dirigió a Edward.

—¿Durante los últimos años?

—Sí. —Caro vio la dirección de su mirada; antes de que pudiera decidir si realmente quería decir algo con su comentario, si había deducido algo que ella preferiría que él no supiera. La miró y captó su mirada.

—Supongo que la vida de la esposa de un embajador será de constante y alocada disipación. Debes sentirte bastante perdida.

Ella apretó la brida; sintió que sus ojos centellaban.

—Te aseguro que la vida de la esposa de un embajador no es una serie de entretenimientos relajantes. —Levantó la barbilla, sintió que se ruborizaba al tiempo con su enojo—. Una serie constante de eventos, sí, pero… —Se interrumpió y luego lo miró.

¿Por qué estaba reaccionando a una pulla tan poco sutil?

¿Por qué le había dicho esto él, entre todos los hombres?

Continuó, de manera un poco más circunspecta:

—Como tú debes saberlo, la organización de la agenda social de un embajador le corresponde en gran parte a su esposa. Durante los años de nuestro matrimonio, ese fue mi papel.

—Yo hubiera pensado que Campbell manejaba buena parte de ella.

Sintió la mirada de Edward, ofreciéndose a intervenir, pero la ignoró.

—No. Edward era el asistente de Camden. Lo ayudaba con los detalles jurídicos, gubernamentales y diplomáticos. Sin embargo, el campo en el que se adoptan las decisiones más importantes, los lugares donde se influye más directamente sobre estos asuntos es, como siempre ha sido, los salones, salas de baile y tertulias de las embajadas. Es decir, mientras el embajador y sus asistentes ejecutan los planes de batalla, es la esposa del embajador quien les asegura el campo donde pueden maniobrar.

Mirando hacia el frente, suspiró profundamente para tranquilizarse, echó mano de su acostumbrada e inalterable desenvoltura social, sorprendida de que la hubiera abandonado transitoriamente. Había, después de todo, una razón obvia para las preguntas de Michael.

—Si el rumor es cierto y tú has de estar pronto en el servicio extranjero, debes recordar que, sin la esposa adecuada, un embajador, a pesar de cuán capaz sea, estará atado de pies y manos.

Fríamente, volvió la cabeza y encontró sus ojos azules.

Los labios de Michael sonrieron, pero esta sonrisa autocrítica no se reflejó en sus ojos.

—Me han dicho que lo mismo es cierto de los Ministros del Gobierno.

Ella parpadeó.

Michael miró al frente; su sonrisa se hizo más profunda cuando vio que Elizabeth y Edward habían avanzado; el sendero se hacía más estrecho y sólo permitía pasar a dos cabalgaduras a la vez.

—Todos saben —murmuró, tan bajo que sólo Caro podía escucharlo—, que Camden Sutcliffe era un excelente embajador.

Dirigió de nuevo su mirada al rostro de Caro.

—Sin duda, comprendía… —Se interrumpió, asombrado al ver que estaba dolida, que una expresión transitoria de un dolor intenso destellaba en sus ojos plateados; esto le cortó la respiración. Lo que se disponía a decir desapareció de su mente. Había estado lanzando un anzuelo; quería provocar una reacción y averiguar más.

—¿Caro? —Intentó tomar su mano—. ¿Te encuentras bien?

Ella se concentró de nuevo, alejó su montura, evitando su mano, y miró al frente.

—Sí, perfectamente bien.

Su voz era fría, distante; él no podía probarla de nuevo, no se sentía capaz de hacerlo. Aun cuando su tono era ecuánime, le había costado un gran esfuerzo mantenerlo así. Michael sintió que debía disculparse, pero no estaba seguro por qué. Antes de que pudiera pensar cómo arreglar lo que había salido mal, Edward y Elizabeth azuzaron sus caballos y avanzaron con rapidez cuando el sendero se abrió en un amplio claro.

Hundiendo sus talones en el costado de su yegua, Caro avanzó para unirse a ellos; cada vez más frustrado, Michael hizo que Atlas la siguiera.

El claro era tan ancho como un campo, puntuado aquí y allá de robles. Cerca del medio se encontraba la Piedra Rufus, un monumento erigido por el Conde De La Warr cerca de ocho años antes para señalar el lugar donde Guillermo II había caído el 2 de agosto de 1100. Aun cuando conmemoraba un punto decisivo de la historia, la piedra, inscrita con los meros hechos, estaba relativamente desprovista de adorno y de todo lo que representara una celebración, rodeada por el profundo silencio del bosque.

Edward y Elizabeth habían detenido sus cabalgaduras bajo las frondosas ramas de un antiguo roble. Edward desmontó y ató las riendas a una rama. Se volvió, pero antes de poder dirigirse a donde Elizabeth lo esperaba para que la ayudara a apearse. Caro los alcanzó; con un gesto imperioso, extraño a su carácter, llamó a Edward a su lado.

Sin vacilar. Edward acudió.

Deteniendo a Atlas, Michael se desmontó, vio cómo Edward levantaba a Caro y la depositaba en el suelo. Asegurando las riendas de Atlas, se dirigió hacia Elizabeth y la ayudó a desmontarse.

Sonriendo. Caro señaló la piedra y le hizo un comentario a Edward; ambos atravesaron el césped dirigiéndose hacia ella. Con una fácil sonrisa para Elizabeth, Michael se puso a su lado y siguieron a la pareja para ver el monumento.

Aquel momento estableció el modelo para la hora siguiente. Caro parecía decidida a divertirse; sonreía, reía y los alentaba a todos a hacer lo mismo. Tan sutil era su actuación —nunca exagerada, totalmente plausible, sin una sola palabra que despertara las sospechas de nadie— que Michael se vio obligado a admitir que era sólo su instinto el que insistía en que era una actuación, un espectáculo.

Después de admirar el monumento y evocar la leyenda de cómo William había muerto por una flecha disparada por Walter Tyrrell, uno de sus compañeros de cacería, y cómo esto había llevado a que su hermano menor, Henry, se apoderara del trono por encima de su hermano mayor, Robert, y de maravillarse acerca de cómo el desvío de una sola flecha había resonado a través de los siglos, se retiraron para extender una frazada e investigar los avíos empacados en las bolsas del picnic.

Caro los dirigía a su antojo. Él se comportó como ella lo deseaba, más para aplacarla, para calmarla, que por cualquier otra razón. Desplegando su propia máscara, sonrió y encantó a Elizabeth, se instaló a su lado —al frente de Caro— y le habló de lo que ella deseaba. Ese día Elizabeth no intentó convencerlo de que era una cabeza hueca, interesada únicamente en los bailes. Sin embargo, aun cuando Michael sentía que estaba siendo auténtica, y que era mucho más atractiva sin sus rasgos fingidos, era agudamente consciente de que no poseía la profundidad ni la complejidad suficientes en su carácter como para atraer su interés, en ningún nivel.

Durante todo el interludio que pasó detrás de su máscara, su atención permaneció fija en Caro.

Al otro lado de la frazada, separada de él y de Elizabeth por el festín que habían traído, ella y Edward conversaban con facilidad, intercambiando comentarios con anécdotas sobre viejos amigos. Michael consideró que Edward debía ser unos cuatro años menor que Caro; aun cuando los observó detenidamente, no pudo advertir el menor indicio de una relación amorosa. Campbell evidentemente admiraba y respetaba las habilidades de Caro; más que cualquier otra persona, tenía evidencia sobre la cual basar tal juicio. Según la experiencia de Michael, los asistentes políticos y diplomáticos eran los jueces más astutos y precisos de los talentos de sus amos.

La actitud de Edward frente a Caro, y la impresión que recibió Michael de que la consideraba como su mentora y de que se alegraba, más aún, se sentía agradecido, de la oportunidad de aprender de ella, encajaba con la imagen que el propio Michael se estaba formando de Caro.

Esto, sin embargo, no era lo que esperaba averiguar, como tampoco la razón por la cual había permanecido tan intensamente concentrado en ella.

Algo que él había dicho la había herido, y ella se había retirado detrás de la máscara altamente cuidada que mostraba al mundo.

Era, como se lo recordó a sí mismo, como si buscara grietas y no hubiera encontrado ninguna, una máscara que ella había perfeccionado durante más de una década bajo las circunstancias más exigentes. Como una máscara de metal perfectamente lustrada, aquella fachada era impenetrable; no revelaba nada.

Para cuando guardaron los restos de su festín y sacudieron la frazada, él había aceptado que la única manera de saber algo más sobre Caro sería que ella consintiera en decírselo. O consintiera en dejar que la viera como era realmente.

Hizo una pausa mental, preguntándose por qué el saber más sobre ella, conocer a la verdadera Caro que se ocultaba detrás de la máscara, se había convertido súbitamente en algo tan vitalmente importante. No obtuvo ninguna respuesta, sin embargo…

Llegaron al lugar donde se encontraban los caballos y se pararon un poco, atando de nuevo las bolsas. Caro tenía dificultades, él se acercó, con el propósito de ayudarla. La yegua se movió, haciendo que Caro retrocediera contra él.

La espalda de Caro encontró su pecho, su trasero las piernas de Michael.

Él llevó instintivamente sus manos a la cintura de Caro para evitar que perdiera el equilibrio y la oprimió contra sí. Ella se tensó; perdió el aliento. Él la soltó y retrocedió, agudamente consciente de su propia reacción.

—¡Ay! Lo siento. —Ella le sonrió ingenuamente, pero no encontró sus ojos; acercándose a su lado, se inclinó para tomar las cuerdas que ella luchaba por anudar.

Ella retiró sus manos con excesiva rapidez, pero él tomó las cuerdas antes de que se soltaran.

—Gracias.

Michael mantuvo los ojos fijos en las cuerdas mientras las anudaba.

—Eso debería sostenerlas.

Con una expresión fácil, retrocedió. Y se volvió para ayudar a Elizabeth a montar en su caballo, dejando que Edward ayudara a Caro.

Dirigiéndose hacia donde esperaba Atlas, lanzó una mirada a los demás.

—Todavía tenemos algunas horas de sol. —Sonrió a Elizabeth—. ¿Por qué no cabalgamos por el bosque, rodeamos Fritham y nos detenemos en la casa para tomar el té?

Intercambiaron miradas, levantando las cejas.

—Sí, hagámoslo. —Elizabeth lo miró de frente, con un sencillo placer en su sonrisa—. Sería un final muy agradable para un día placentero.

Michael miró a Caro. Con una de sus encantadoras sonrisas en los labios, asintió.

—Es una idea excelente.

Se subió a la silla de un salto y todos se dirigieron hacia el bosque. Él, Caro y Elizabeth conocían ya el camino. Cabalgaron por los claros, galopando de vez en cuando, y luego aminorando la marcha por el sendero hasta llegar a otro claro. Quien se encontrara a la cabeza los guiaba. El sol se filtraba por los densos follajes, cubriendo de manchas la trocha; los ricos aromas del bosque los rodeaban. El silencio sólo se veía interrumpido por el canto de los pájaros y el ruido ocasional de animales más grandes.

Nadie intentaba conversar; Michael se contentaba con dejar que el agradable silencio se prolongara y se arraigara. Sólo entre amigos no sentía Caro la necesidad de conversar; el que no intentara hacerlo era alentador.

Se acercaron a la mansión desde el sur, saliendo de los alrededores de los bosques de Eyeworth para entrar en los establos. Hardacre se hizo cargo de sus monturas; ellos caminaron por el viejo huerto hacia la casa.

Adelantándose por el pasillo hacia el recibo de la entrada, Caro le lanzó una mirada.

—¿En la terraza? Será maravilloso allí.

Él asintió.

—Sigan. Haré que traigan el té.

La señora Entwhistle los había escuchado llegar; la perspectiva de ofrecer té y algo de comer a la pequeña comitiva le encantaba, recordando a Michael qué poco tenía que hacer en general el ama de llaves.

Encontró a los otros instalados alrededor de la mesa de hierro forjado. El sol, que aún se encontraba sobre las copas de los árboles hacia el occidente, bañaba el lugar de una luz dorada. Con su mirada en el rostro de Caro, retiró la última silla y se sentó, de nuevo al frente de ella. Ella parecía haberse relajado, aunque no podía estar seguro de ello.

Elizabeth se volvió hacia él.

—Caro me estaba diciendo que escuchó el rumor de que Lord Jeffries pensaba renunciar. ¿Es verdad?

Lionel, Lord Jeffries, había sido nombrado en la Junta de Comercio sólo un año antes, pero su cargo había estado marcado por un incidente diplomático tras otro.

—Sí. —Encontró la mirada de Caro al otro lado de la mesa—. Es inevitable después de su última imprudencia.

—¿Entonces es cierto que llamó al embajador de Bélgica extorsionista en su cara? —Los ojos de Caro brillaban.

Michael asintió.

—Quemó las naves al hacerlo, pero supongo que casi valía la pena, sólo por ver la cara de Rochefoucauld.

Ella abrió los ojos sorprendida.

—¿La viste? ¿Viste su cara?

Él sonrió.

—Sí, estaba allí.

—¡Santo cielo! —silbó Edward entre dientes—. Escuché que los asistentes de Jeffries estaban muy enojados. Debió ser una situación imposible.

—Desde el momento en que Jeffries conoció a Rochefoucaurd la suerte estaba echada. Nada, ni siquiera el propio Primer Ministro, hubiera podido detenerlo.

Aún continuaban discutiendo el último escándalo político cuando llegó Jeb Carter con el carrito del té.

De inmediato, Caro miró a Michael; él estaba aguardando aquella mirada, para ver su comprensión en sus ojos de azogue, para deleitarse en su aprobación.

Poco a poco, paso a paso; estaba decidido a acercarse a ella, y estaba dispuesto a aprovechar cualquier herramienta que se le presentara.

—¿Sirves el té, por favor? —preguntó.

Ella se inclinó para tomar la tetera, lanzando una sonrisa complacida a Carter; le preguntó por su madre antes de dejar que escapara, sonrojado por el hecho de que ella lo recordara.

Elizabeth tomó su taza y bebió un poco de té, frunciendo el ceño, luego su expresión se aclaró.

—Desde luego, es el último mayordomo de Muriel, aquel que despidió hace poco. —Su perplejidad regresó—. ¿Cómo lo conociste?

Caro sonrió y se lo explicó; Jeb había pasado tanto tiempo en Londres entrenándose que Elizabeth no lo recordaba.

Desde luego, Caro había estado ausente aún más tiempo. Bebía su té, observando, mientras le recordaba a Elizabeth otras personas del distrito, trabajadores y sus familias, y dónde se encontraban ahora, quién se había casado con quién, quiénes habían muerto o se habían mudado. Michael se preguntó si alguna vez se habría olvidado de alguien. Una memoria semejante para la gente y los detalles personales era una bendición en los círculos políticos.

El tiempo pasó agradablemente; la tarde caía. La tetera se había enfriado y los pasteles de la señora Entwhistle habían desaparecido cuando, a solicitud de Caro, él pidió que trajeran los caballos. Se había levantado y caminaban hacia la escalera de la terraza para aguardar en el patio delantero cuando el ruido y el golpe de cascos de una calesa que se aproximaba llegaron hasta ellos.

Caro se había detenido en los escalones; levantado una mano para proteger sus ojos del sol, miró para ver quién llegaba. Los efectos posteriores de su momentánea debilidad cuando se aproximaban a la Piedra Rufus se habían desvanecido poco a poco; sus nervios se habían tranquilizado, de nuevo se sentía razonablemente serena. Más tarde, cuando estuviese segura en su habitación y muy lejos de Michael, se criticaría por reaccionar como lo había hecho.

Aparte de este incidente, el día había transcurrido más o menos como ella lo había deseado; dudaba que hubiesen promovido su causa, pero tampoco le habían hecho daño, y Michael no había tenido oportunidad de hacer su propuesta de matrimonio y ni siquiera hablarle a ella al respecto.

Había sido un día positivo por defecto; se contentaba con eso.

La calesa apareció; el caballo trotaba rápidamente por la vereda con Muriel en el asiento. Era una excelente conductora; detuvo la calesa delante de la escalera con cierto estilo.

—Caro. Michael. —Muriel intercambió inclinaciones de cabeza con ellos y con Edward y Elizabeth; luego miró a Michael—. Ofreceré una de mis cenas para la Asociación de Damas mañana por la noche. Puesto que estás en casa, vine a invitarte. Sé que todas las damas apreciarán la oportunidad de conversar contigo.

Michael bajó para acercarse a Caro; ella sintió su mirada en su rostro. Adivinando lo que motivaba su vacilación, lo miró y sonrió.

—Debes venir. Nos conoces casi a todas.

A pesar de sus anteriores contratiempos —y ella tenía que perdonarlo, él no podía saberlo— estaba en buenos términos con él. Desde aquel penoso momento, él se había comportado con un tacto ejemplar.

Él leyó sus ojos y luego miró a Muriel: su máscara de político se adaptó perfectamente a su expresión.

—Me encantará cenar con las damas. Deben tener algunos miembros nuevos desde la última vez que asistí.

—Efectivamente. —Muriel sonrió graciosamente; la Asociación de Damas era su orgullo y su felicidad—. Nos hemos desempeñado bien este año, pero oirás acerca de nuestros éxitos mañana.

Su mirada se movió hacia Hardacre, quien conducía los tres caballos. Muriel miró a Caro.

—Si te diriges a tu casa, Caro, ¿quizás podrías cabalgar al lado de la calesa y podríamos revisar los planes para la fiesta?

Ella asintió.

—¿Por qué no? —Sintiendo que la mano de Michael se levantaba para tocarla en la espalda, miró rápidamente hacia abajo y descendió la escalera. Se dirigió hacia Calista, cuando advirtió que Muriel los observaba a todos como un halcón; lo único que no necesitaba ahora era que alguien se preguntara acerca de Michael y Elizabeth.

Suspirando profundamente, se volvió para ver como Michael le estrechaba la mano a Edward y se inclinaba cortésmente para despedir a Elizabeth. Dejando la mano de Edward, Michael le hizo un gesto.

—Vamos, te ayudaré a subir.

Su sonrisa era débil, pero no podía esperar a que Edward ayudara a Elizabeth y luego a ella también, cuando Michael se ofrecía a hacerlo. Tensando todos sus nervios, externamente serena, se aproximó al lado de Calista. Suspirando profundamente de nuevo, sostuvo las riendas y se volvió.

Y advirtió que estaba a un paso de ella.

Él se inclinó para ayudarla… y fue peor de lo que había anticipado. Sus nervios literalmente temblaron. Él era mucho más alto que ella; sus ojos le llegaban a la clavícula; sus hombros eran tan anchos que le ocultaban el mundo.

Michael la tomó por la cintura y ella se sintió débil, aturdida, como si de alguna manera su fuerza agotara la suya.

Él vaciló, sosteniéndola entre sus manos. Ella se sentía extrañamente pequeña, frágil, vulnerable. Capturada. Todo su mundo se condensó, se volcó a su interior. Podía sentir que el corazón le latía en la garganta.

Luego la levantó con facilidad y la acomodó en su silla. La soltó; sus manos se deslizaron lentamente. Inclinándose para buscar el estribo, lo sostuvo.

Ella consiguió darle las gracias; sus palabras sonaban lejanas a sus propios oídos. Acomodó su bota en el estribo y luego se arregló las faldas. Finalmente consiguió respirar, pasar saliva. Tomando las riendas, levantó la mirada. Sonrió a Muriel.

—Vamos, pues.

Michael retrocedió.

Caro agitó la mano para despedirse; luego condujo a Calista al lado de la calesa de Muriel. Edward y Elizabeth agitaron también la mano y luego avanzaron detrás de la calesa.

Michael observó la pequeña cabalgata hasta que desapareció de su vista. Permaneció algunos momentos contemplando la portada; luego se volvió y entró a la casa.