Capítulo 3

AL día siguiente amaneció claro y brillante. Por sugerencia de Caro, Michael se les unió en la Casa Bramshaw. Ella, Elizabeth y Geoffrey subieron al coche; Michael y Edward seguían el paso en sus cabalgaduras durante el corto viaje hacia el muelle al sur de Totton.

Sonriendo a Michael mientras el coche avanzaba, Caro revisó sus planes para el día, el orden de la batalla. Ferdinand, ansioso por agradar después de su imprudencia del día anterior, había accedido a llevar su yate a la parte del norte de Southampton Water, acortando así el tiempo que ellos, y todos los demás, necesitaban para viajar antes de embarcarse.

Reducir el tiempo que pasaban en el coche parecía una sabia medida. Si Elizabeth pasaba demasiado tiempo a la vista de Michael en situaciones ordinarias, podría inadvertidamente comenzar a corregir la imagen que intentaban proyectar.

Tenían que andar con cuidado. Mientras estaba a solas con Michael o sólo estaban ella o Edward presentes, Elizabeth podía comportarse de una manera diferente que cuando había otras personas; la única restricción era lo que Michael creyera. Sin embargo, si en última instancia se casara con Edward y lo apoyara en su carrera, no podía mostrarse en público como una cabeza hueca; quienes se encontraban en los círculos diplomáticos tenían buena memoria. Cuando se encontraba con otras personas, lo único que podía hacer era equivocarse en detalles insignificantes, como el vestido blanco con los diamantes, o atorarse en la mesa, que serían perdonados por su juventud o disculpados por su falta de experiencia.

Hasta el momento se habían desempeñado extremadamente bien. Caro estaba complacida, pero sabía que no podía dormirse en sus laureles. Aún no.

Pasaron por Totton y luego se desviaron del camino principal y se dirigieron cuesta abajo hacia la orilla del agua. Los mástiles gemelos del yate de Ferdinand aparecieron a su vista, luego rodearon la última colina y apareció el yate ante ellos, meciéndose suavemente en el embarcadero.

Casi todos habían llegado ya; el embajador y su esposa abordaban cuando el grupo de la Casa Bramshaw llegaba al malecón, una plataforma de madera construida desde la ribera. Al estar situado en la orilla occidental del estuario, lejos del bullicioso puerto en la orilla opuesta, el embarcadero era usado casi exclusivamente por yates privados.

Michael desmontó, dejó su caballo al cuidado del palafrenero contratado en la taberna de Totton por el día, y luego se acercó a abrir la puerta del coche. Sonriendo con auténtica anticipación, Caro le tendió la mano; momentáneamente consciente de su fuerza, dejó que la ayudara a apearse.

Él encontró su mirada y luego contempló el yate.

—Es maravilloso, ¿verdad? —dijo Caro.

Él le devolvió la mirada, hizo una pausa y admitió:

—No esperaba algo tan grande. La mayoría de los yates son más pequeños.

Ella acomodó su chal alrededor de sus hombros.

—Entiendo que Ferdinand lo usa para navegar por la costa portuguesa, así que debe soportar los vientos del Atlántico. Son incluso más feroces que el Canal durante una tempestad.

El carruaje que se movía detrás de ellos le recordó a Michael sus deberes. Se volvió y ayudó a bajar a Elizabeth.

Caro caminó hacia la estrecha plancha que llevaba al yate. Mientras aguardaba a que Edward y Geoffrey se le unieran, revisó a quienes se encontraban ya a bordo. Se sintió muy complacida al ver a la señora Driscoll con sus hijas. Había sugerido que Ferdinand las invitara a ellas también; evidentemente, le había obedecido.

Todavía no podía ver si los Driscolls satisfacían sus expectativas. Mirando hacia atrás, vio la deliciosa imagen de Elizabeth en su traje veraniego de muselina, con arandelas en el cuello, las mangas y el dobladillo. Llevaba una sombrilla plegada del mismo material. El traje era perfecto para una fiesta en el jardín, o para impresionar caballeros impresionables en cualquier evento al aire libre.

Desde luego, ninguna mujer con una pizca de sentido común llevaría un traje semejante a bordo de un yate que navegara por el océano.

Advirtiendo la aprobación silenciosa pero evidente de Michael ante la presencia de Elizabeth, Caro sonrió para sus adentros; él no mostraría igual aprobación para cuando regresaran a casa. Convocó a Edward con una mirada; dejando a Elizabeth al cuidado de Michael, él se aproximó para ofrecerle su brazo y ayudarla a pasar por la plancha de madera.

—Sinceramente espero que sepas lo que haces —murmuró, sosteniéndola cuando se tambaleó.

Aferrándose con más fuerza a su brazo, Caro se rio.

—Ay, hombre de poca fe. ¿Cuándo te he fallado?

—Nunca, pero no es de ti de quien desconfío.

—¿Oh? —Lo miró y luego miró a Elizabeth, que tropezaba graciosamente camino a la plancha del brazo de Michael.

—No, tampoco de Elizabeth. Sólo me pregunto si estás interpretando bien a él.

Caro retrocedió un poco para mirar a Edward de frente.

—¿A Michael?

Mirando al frente, el rostro de Edward se endureció.

—Y no sólo a Anstruther-Wetherby.

Mirando hacia adelante, Caro vio a Ferdinand, el anfitrión cordial y sonriente, que aguardaba al final de la plancha. Lucía como un lobo apuesto, mostraba un exceso de dientes. Sonriendo a su vez, dio unos pocos pasos y le extendió su mano; él se inclinó para acogerla a bordo con gracia cortesana.

Irguiéndose, levantó su mano hasta sus labios.

—Eres la última, como corresponde a los más importantes, querida Caro. Ahora podemos zarpar.

Con un giro de su muñeca, liberó sus dedos.

—Por favor aguarda a que mi hermano, mi sobrina y el señor Anstruther-Wetherby suban a bordo.

Con una mirada divertida, atrajo la atención de Ferdinand hacia el lugar donde Elizabeth luchaba por no perder el equilibrio en la estrecha plancha.

—Es la primera vez que Elizabeth sube a un yate. Estoy segura de que será una experiencia maravillosa para ella. —Dio unas palmaditas en el brazo a Ferdinand—. Te dejo para que los saludes.

Fue consciente de la mirada de irritación que le lanzó mientras ella continuaba hacia adelante. Edward la seguía de cerca; ambos eran excelentes marineros y se sentían a gusto en la cubierta que se mecía suavemente.

—Condesa. Duquesa. —Intercambiaron inclinaciones y luego Caro saludó a los caballeros antes de volverse hacia la señora Driscoll—. Me alegra tanto que usted y sus hijas hayan podido acompañarnos.

Como lo había predicho, era una satisfacción haber estado en lo cierto, ambas chicas estaban vestidas razonablemente en trajes de sarga apropiados para caminar, sencillos y sin adornos. Su propio traje de sarga de seda color bronce subía en el cuello, con largas mangas estrechas y una falda de poco vuelo. Su chal era sencillo, sin flecos. Con excepción de una tira de encaje alrededor del cuello y en el borde de su corpiño, lo suficientemente seguras, no tenía volantes ni adornos que pudieran engancharse en algo.

A diferencia de las arandelas del traje de Elizabeth.

—¡Ay!

Como si alguien les hubiera dado la entrada, una exclamación de las damas hizo que todos se volvieran. El borde del vestido de Elizabeth se había enganchado en el hueco que había entre la plancha y la cubierta. Ferdinand la sostenía con esfuerzo, mientras Michael inclinado precariamente sobre la plancha intentaba liberar la fina tela.

Controlando su sonrisa para que pareciera sólo alegre, Caro se volvió hacia los demás. Con un amplio gesto, dirigió su atención a la brillante faja azul de agua que había antes ellos, con la superficie agitada por una suave brisa.

—¡Será un día magnífico!

Ciertamente comenzó así.

Una vez que Elizabeth, Michael y Geoffrey se encontraron a salvo en la cubierta, retiraron la plancha y deshicieron las cuerdas; un trío de robustos marineros arrió las jarcias; luego extendió las velas y el yate saltó delante del viento.

Con exclamaciones y ojos brillantes, todos los invitados se aferraron a las barandas curvas y observaron cómo las olas se levantaban para saludarlos. Una fina lluvia surgió cuando el yate ganó velocidad, enviando a las damas a las sillas agrupadas al frente del castillo de proa. Dejando que Elizabeth se las arreglara sola —tenía estrictas instrucciones sobre qué hacer— Caro tomó a Geoffrey del brazo y comenzó a pasearse, decidida a mantenerse alejada tanto de Michael como de Ferdinand.

Cuando pasaba al otro lado de la embarcación donde se habían reunido Michael, Elizabeth y las chicas Driscoll, Caro escuchó su conversación.

Elizabeth, con los ojos brillantes, soltaba una larga perorata.

—Las cenas no son realmente algo que merezca un comentario, pero el baile, especialmente al lado de la rotonda, es muy emocionante. ¡Nunca se puede estar segura con quién nos estamos codeando!

Vauxhall. Caro sonrió. Estos jardines no eran apreciados dentro de los grupos políticos y diplomáticos. Mientras avanzaba al lado de Geoffrey, vio que Elizabeth se apoyaba contra una cuerda para guardar el equilibrio; cuando intentó enderezarse, el volante de su vestido se engarzó en el basto cáñamo. Una de las chicas Driscoll vino a ayudarla.

Elizabeth ya había intentado abrir su sombrilla. Michael había tenido que asirla, luchar por cerrarla y explicarle por qué no podía usarla en aquel lugar.

Caro arriesgó una rápida mirada a su rostro; se veía un poco abrumado, incluso deprimido. Reprimiendo una sonrisa, continuó con su paseo.

Puesto que Ferdinand estaba obligado a asumir el papel de anfitrión, pasaría algún tiempo antes de que estuviera libre para perseguirla. Era consciente de sus intenciones, pero confiaba en su capacidad para mantenerlo alejado. Siendo la esposa mucho más joven de Camden Sutcliffe, había sido blanco de seductores mucho más experimentados —vividores, libertinos y nobles licenciosos— durante más de una década. Ferdinand no tenía ninguna oportunidad con ella. De hecho, ningún hombre tenía una oportunidad con ella; Caro no tenía absolutamente ningún interés en lo que ellos tan ávidamente le ofrecían. Más aún, no se mostrarían tan ávidos de ofrecer si supieran…

A su lado, Geoffrey se aclaró la voz.

—Sabes, querida, estaba por preguntarte. —Bajo sus pesadas cejas, estudió el rostro de su hermana—. ¿Eres feliz, Caro?

Ella parpadeó.

—Quiero decir, —se apresuró a continuar Geoffrey—, no eres tan mayor, y aún no has abierto la casa de Londres y, bien… —Se encogió de hombros—. Sólo me preguntaba.

Ella también se preguntaba. Sonriendo levemente, le dio unas palmaditas en el brazo.

—No he abierto la casa porque no estoy segura acerca de qué quiero hacer con ella, si realmente quiero vivir allí. —Era todo lo que podía explicar. Ciertamente, expresar sus sentimientos concretó la extraña ambigüedad que sentía acerca de la casa en la calle de la Media Luna. Ella y Camden la habían utilizado como su residencia en Londres; ubicada en el sector más exclusivo de la ciudad, no era excesivamente grande ni demasiado pequeña, tenía un agradable jardín en la parte de atrás, estaba llena de antigüedades exquisitas y, sin embargo…—. Honestamente no estoy segura.

Le agradaba la casa, pero ahora, cuando iba… sencillamente, algo no estaba bien.

—Yo, eh…, me preguntaba si pensabas casarte otra vez.

Ella encontró la mirada de Geoffrey.

—No, no tengo ninguna intención de casarme de nuevo.

Él se ruborizó levemente y le apretó la mano mientras miraba hacia el frente.

—Es sólo que… bien, si lo haces, espero que esta vez estés más cerca. —Su voz se tornó malhumorada—. Tienes familia aquí…

Sus palabras se desvanecieron; su mirada permaneció fija al frente. Caro la siguió y vio a Ferdinand, al lado del timón, dando órdenes al capitán.

Geoffrey suspiró impaciente.

—Es sólo que no quiero que te cases con algún sinvergüenza extranjero.

Ella se rio y le abrazó el brazo tranquilizándolo.

—En verdad, no tienes por qué preocuparte. Ferdinand está jugando a algo, pero no es algo que me interese. —Encontró la mirada de Geoffrey—. No voy a lanzar mi capa en este ruedo.

Él leyó sus ojos y luego suspiró.

—¡Bien!

Media hora más tarde, ella le agradecía a los dioses que Geoffrey hubiese expresado sus inquietudes antes y le hubiera dado así la oportunidad de tranquilizarlo antes de que Ferdinand hiciera su jugada. En cuanto terminó de hablar con el capitán, desplazó a Geoffrey a su lado y luego la apartó del grupo reunido detrás del castillo de proa. Ella le permitió que la llevara a caminar por la cubierta, por la sencilla razón de que era una cubierta abierta; había un límite a lo que podía pensar en hacer a plena vista de los demás.

Incluyendo a su tía, quien para sorpresa de Caro, parecía mantener una estrecha vigilancia sobre su sobrino, aun cuando no podía decir si su mirada era severamente desaprobadora o meramente severa.

—Quizás, mi querida Caro, puesto que estás disfrutando tanto del viaje, podrías regresar mañana y saldríamos a navegar de nuevo. Un crucero privado sólo para dos.

Ella asumió una expresión reflexiva, sintió que él contenía el aliento y luego negó decididamente con la cabeza.

—El bazar de la iglesia se realizará pronto. Si no hago un esfuerzo, Muriel Hedderwick se pondrá insoportable.

Ferdinand frunció el ceño.

—¿Quién es Muriel Hedderwick?

Caro sonrió.

—En realidad, es mi sobrina política, pero eso no describe adecuadamente nuestra relación.

Ferdinand continuó frunciendo el ceño y luego se aventuró a decir:

—Sobrina política… ¿esto significa que es la sobrina de Sutcliffe, tu difunto esposo?

Ella asintió.

—Así es. Se casó con un caballero de apellido Hedderwick y vive… —Prosiguió, utilizando a Muriel y su historia hábilmente, distrayendo completamente a Ferdinand, quien sólo quería saber quién era para poder contrarrestar la presunta influencia de Muriel y persuadir a Caro de que partiera con él en su yate.

El pobre Ferdinand estaba destinado al desencanto, en ese aspecto y en todos los demás. Para cuando advirtió cómo lo había distraído, se acercaban de nuevo al grupo.

Mirando hacia el frente, donde Michael y las chicas se encontraban antes, Caro vio que el grupo se apiñaba cerca de la baranda. Podía ver la espalda de Michael, los trajes de las chicas Driscoll y a Edward, todos muy cerca los unos de los otros.

Edward miró a su alrededor y la vio. La llamó con urgencia.

Tanto ella como Ferdinand se apresuraron a llegar.

—Está bien, está bien —murmuraba una de las chicas Driscoll—. Toma mi pañuelo.

—Pobrecita, qué terrible. —Viendo que Caro se acercaba, la otra hermana retrocedió.

Edward lucía malhumorado mientras avanzó con rapidez, tomando del brazo a la mustia figura desplomada contra la baranda.

—Aaayyyy. —Gemía Elizabeth, con un tono de abyecto dolor. Michael, al otro lado de ella, sostenía casi todo su peso.

Edward le lanzó una diciente mirada a Caro; ella le devolvió la mirada. No habían pensado… Parpadeó. Se volvió hacia Ferdinand.

—¿Tienes una cabina, algún lugar donde pueda acostarse?

—Desde luego. —Ferdinand le apretó el hombro—. Haré que la preparen.

—¡Aguarda! —Michael se volvió y le habló a Ferdinand—. Dile a tu capitán que regrese. Ahora estamos en el Solent, debe regresar a aguas más tranquilas, y más cerca de la orilla.

Caro advirtió que el mar estaba considerablemente más picado; habituada a cubiertas que se movían, esto era suave comparado con el Atlántico, no había notado realmente cuando habían salido de las aguas relativamente protegidas de Southampton Water y se habían dirigido al sudeste hasta el Solent.

Contemplando la blanda figura que Michael sostenía erguida, Ferdinand asintió y se marchó. Camino al timón, gritó unas órdenes a uno de sus tripulantes; el marinero se apresuró a abrir las puertas de la escalera que llevaba a la cubierta inferior.

—Ven, ven. —Mirando a Caro, llamó en portugués, y luego desapareció por las empinadas escaleras.

Caro intercambió miradas con Michael y Edward, y luego se dirigió a la baranda, tomando el lugar de Edward. Acariciando la espalda de Elizabeth, intentó mirar su rostro.

—No te preocupes, querida. Te llevaremos a la parte de abajo. Cuando te acuestes, no te sentirás tan mal.

Elizabeth respiró ahogadamente, intentó hablar pero sólo sacudió débilmente la cabeza y gimió de nuevo. Se desplomó aún más. Michael la sostuvo con más fuerza.

—Está a punto de desmayarse. Retírate.

Se inclinó y luego levantó a Elizabeth en sus brazos. La acomodó y luego miró a Caro.

—Condúcenos. Tienes razón, necesita acostarse.

Llevar a Elizabeth, quien realmente estaba casi inconsciente, por las estrechas escaleras no fue nada fácil, pero con la ayuda de Caro y de Edward, Michael lo logró; una vez que llegó a la cubierta inferior, Caro le dijo a Edward, quien le ayudaba desde atrás:

—Agua fría, un cuenco y algunas toallas.

Preocupado, Edward asintió.

—Los traeré.

Caro se volvió y se apresuró para sostener la puerta a la austera cabina. Michael consiguió pasar su incómoda carga y luego avanzó hacia el camarote que el marinero había preparado apresuradamente, donde depositó a Elizabeth.

Ella gimió de nuevo. Estaba más pálida que la proverbial sábana, su fina piel lucía casi verde.

—Perdió su desayuno por la baranda. —Michael retrocedió y encontró los ojos preocupados de Caro—. ¿Necesitas alguna otra cosa?

Ella se mordió los labios y negó con la cabeza.

—En el momento no, sólo el agua.

Michael asintió y se volvió para salir.

—Llámame cuando ella quiera subir de nuevo, no podrá subir las escaleras sin ayuda.

Distraídamente, Caro murmuró sus agradecimientos. Inclinándose sobre Elizabeth, retiró guedejas de cabello húmedo de su frente. Escuchó cómo se cerraba suavemente la puerta; mirando a su alrededor, confirmó que el marinero también había salido. Suavemente, dobló los brazos de Elizabeth sobre su pecho.

Elizabeth gimió otra vez.

—Está bien, cariño, voy a aflojar un poco tus cintas.

Edward trajo el agua en una palangana con un cuenco; Caro lo recibió en la puerta y los tomó.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Edward.

—Estará bien. —Caro hizo una mueca—. Nunca se me ocurrió que podía marearse.

Con una mirada inquieta, Edward se marchó. Caro bañó el rostro y las manos de Elizabeth y luego la ayudó a erguirse un poco para que pudiera beber. Aún estaba muy pálida, pero su piel ya no se sentía tan húmeda.

Se reclinó sobre las almohadas con un suspiro y un pequeño temblor.

—Sólo duerme. —Extendiendo su chal, Caro envolvió en él los hombros y pecho de Elizabeth y luego retiró los pálidos bucles de su frente—. Estaré aquí.

No necesitó mirar por las claraboyas de popa para saber que el yate había girado. El mar picado de las aguas del Solent había desaparecido; el casco cabalgaba de nuevo suavemente, deslizándose con lentitud por el estuario.

Elizabeth se durmió. Caro se acomodó en la única silla de la cabina. Después de un tiempo, se levantó, se estiró y se acercó a la hilera de claraboyas. Estudió las cerraduras y luego abrió una. Entró una débil brisa, agitando el aire viciado de la cabina. Abrió dos más de las cinco ventanas redondas; luego escuchó el estrépito de algo que caía al agua.

Mirando hacia la estrecha litera, vio que Elizabeth no se había movido. Miró luego hacia afuera, vio la playa. El capitán había lanzado el ancla. Era de suponer que servirían pronto el almuerzo.

Se debatió sobre lo que debía hacer, pero decidió no dejar sola a Elizabeth. Con un suspiró, se sumió de nuevo en la silla.

Un poco más tarde, escuchó un suave golpe en la puerta. Elizabeth continuaba durmiendo; atravesando la cabina, Caro abrió la puerta. Michael se encontraba en el pasillo, con una bandeja en la mano.

—Campbell eligió lo que podría agradarles a ti y a Elizabeth. ¿Cómo se encuentra?

—Todavía está dormida. —Caro extendió los brazos para tomar la bandeja.

Michael hizo un gesto para detenerla.

—Está pesado.

Con el chal cubriéndola, Elizabeth estaba lo suficientemente decente; Caro retrocedió. Michael llevó la bandeja a la mesa; ella lo siguió, estudiando los platos cuando él lo depositó.

—Cuando despierte, deberías tratar de que coma algo.

Ella lo miró y luego hizo un gesto.

—Nunca me he mareado en el mar. ¿Tú?

Michael negó con la cabeza.

—Pero he visto a muchos que se marean. Se sentirá débil y atontada cuando despierte. Ahora que hemos regresado a aguas más tranquilas, comer algo la ayudará.

Caro asintió y miró a Elizabeth. Él vaciló y luego dijo:

—Geoffrey está también un poco mareado.

Caro se volvió hacia él, con una preocupación en los ojos.

—Es por eso que no ha bajado a preguntar por Elizabeth. No está tan afectado como ella, será mejor que permanezca al aire libre.

Caro frunció el ceño; él reprimió el deseo de recorrer su frente con el dedo para hacerlo desaparecer. En lugar de hacerlo, apretó suavemente su hombro.

—No te preocupes por Geoffrey, Edward y yo lo vigilaremos. —Con una inclinación, señaló a Elizabeth—. Tienes suficiente por ahora.

Caro continuó mirando a Elizabeth. Él vaciló y luego se volvió para salir. Cuando abría la puerta, escuchó el suave «Gracias» de Caro. Despidiéndose, salió y cerró la puerta con cuidado.

Al regresar a la cubierta principal, se unió a los otros invitados en las mesas que la tripulación de Ferdinand había organizado para exhibir las delicias de una comida al aire libre. Conversó con el General Kleber, quien había pasado el día anterior visitando Bucklers Hard, el centro de la industria astillera local; luego pasó a hablar con el duque y el conde, profundizando su comprensión de las ideas que tenían en su país sobre una serie de asuntos comerciales de interés.

Una vez terminado el almuerzo y retiradas las mesas, las damas se reunieron detrás del castillo de proa para chismorrear. La mayoría de los hombres se acercaron a la baranda, encontrando sitios para relajarse y disfrutar del sol. La brisa, anteriormente fuerte, se había convertido en un agradable céfiro; el suave sonido de las olas estaba puntuado por los roncos gritos de las gaviotas.

Una paz se extendió sobre todo el yate.

Michael se encontró en el casco, solo por un momento. Ferdinand, privado de la compañía de Caro, se mostró inicialmente malhumorado. Ahora había atrapado a Campbell en un rincón; ambos holgazaneaban contra un cabrestante. Michael hubiera apostado una buena suma a que Ferdinand estaba tratando de descubrir más acerca de Caro a través de su secretario. Campbell parecía capaz de olérselo, tenía la suficiente experiencia y era tan apegado a Caro que no le revelaría nada útil.

Suspirando profundamente, llenó sus pulmones con el aire penetrante; luego dio la espalda al resto del yate y se apoyó sobre la baranda del casco. La unión de Southampton Water y del Solent estaba a cierta distancia de allí; más allá se veía la Isla de Wight, una silueta sobre el horizonte.

—Mira, prueba un poco de esto. Es bastante suave.

Era la voz de Caro. Miró hacia abajo y advirtió las claraboyas abiertas. Elizabeth debía haber despertado.

—No estoy segura…

—Prueba, no discutas. Michael dijo que deberías comer, y estoy segura de que tiene razón. No querrás desvanecerte otra vez.

—¡Ay, cielos! ¿Cómo podré enfrentarlo, a él o a los demás? Qué mortificación.

—¡Tonterías! —Caro habló como para animarla, pero sonó como si ella también estuviera comiendo—. Cuando ocurren cosas así, la manera correcta de manejarlas es no crear más escándalo. Fue algo imprevisto, no podíamos hacer nada para evitarlo, sucedió y ya pasó. Se lo maneja de la manera más directa posible y no debes darte aires; tampoco debe parecer que te haces la interesante por tu malestar.

Silencio, puntuado por el ruido de los cubiertos.

—Entonces… —La voz de Elizabeth parecía un poco más fuerte; sonaba casi normal—. Debería sencillamente sonreír, agradecerles y…

—Y olvidarlo. Sí, eso es.

—Oh.

Otra pausa; esta vez Caro habló:

—Sabes, marearse en el mar no es una buena recomendación para la esposa de un diplomático.

Su tono era reflexivo, como si lo considerara. Michael arqueó las cejas. Recordó su sospecha anterior de que Caro sabía de su interés por Elizabeth.

—Bien, entonces debemos asegurarnos que Edward fije sus metas en algo diferente de las Relaciones Exteriores.

Michael parpadeó. «¿Edward?».

—Quizás en Asuntos Internos. O tal vez en la Cancillería.

Escuchó que Caro se movía.

—Realmente debemos considerar este asunto seriamente.

Su voz se hizo más débil mientras se alejaba de las claraboyas; ella y Elizabeth continuaron hablando de una cosa y otra, pero no escuchó nada más acerca de las esposas de los diplomáticos y de los requisitos y criterios que se les aplicaban. Enderezándose, se dirigió hacia el rincón de estribor, se recostó contra la pared, fijó su mirada en la playa e intentó imaginar qué era lo que sucedía realmente. Había pensado que Caro sabía de su interés por Elizabeth y que había estado ayudándolo. Sin embargo, claramente reconocía y apoyaba una relación entre Elizabeth y Campbell.

Interrumpió sus pensamientos. Se concentró en lo que sentía acerca de que Elizabeth fuese la esposa de Campbell en lugar de su esposa. Lo único que pudo pensar fue la modesta observación de que Elizabeth y Edward ciertamente podrían entenderse.

Haciendo una mueca, cruzó los brazos y se apoyó contra una cuerda. Ciertamente, eso no era lo que sentiría si hubiese estado seriamente decidido a ganarse a Elizabeth como esposa, si estuviese persuadido de que era la esposa que necesitaba. Es posible que no fuera un Cynster; no obstante, si hubiera estado realmente comprometido con el deseo de asegurarse de que Elizabeth fuese su esposa, su reacción habría sido considerablemente más profunda.

Tal como estaban las cosas, se sentía mucho más afectado por la forma como Ferdinand perseguía a Caro que por el aparente éxito de Campbell con su sobrina. Sin embargo, esto no era lo que lo inquietaba.

Considerando los últimos tres días, desde que había regresado a casa y se había dispuesto a evaluar a Elizabeth —o, más específicamente, desde el momento en que Caro había entrado de nuevo en su vida de una forma tan dramática— las cosas habían progresado con facilidad, sin un verdadero esfuerzo de su parte; las situaciones y las oportunidades que necesitaba y quería sencillamente habían aparecido. En retrospectiva… se sintió cada vez más seguro de que Caro había estado desempeñando el papel de hada madrina, agitando su varita mágica y controlando el escenario. No obstante, su toque era tan leve, tan magistral, que era imposible estar absolutamente seguro. No tenía duda alguna de que era una jugadora consumada en juegos políticos y diplomáticos.

La pregunta era, ¿qué clase de juego había estado jugando con él?

No era un Cynster, pero era un Anstruther-Wetherby. Ser manipulado nunca le había agradado.

Una vez levada el ancla, el yate se deslizó lentamente a lo largo de la orilla occidental. A instancias de Elizabeth, Caro dejó su descanso y subió por la estrecha escalera hacia la cubierta principal.

Al salir al aire libre, levantó la cabeza y llenó sus pulmones; con los labios curvados, los ojos entrecerrados contra el sol poniente, se volvió… y tropezó con un duro cuerpo masculino.

Uno con el que se había conectado antes; incluso cuando registró la certidumbre de quién era, se preguntó por un momento por qué, con él, sus sentidos sencillamente parecían saberlo. Más aún, por qué saltaban, ávidos de experimentar su fuerza sólida, poderosa, ávidos de su cercanía. Había estado deslizando su mano en su brazo y caminando a su lado durante varios días… se dijo a sí misma que necesitaba la cercanía para captar su atención y dirigirla. Pero ¿era esta su única razón? Sin duda alguna nunca antes había deseado un contacto cercano con ningún hombre.

Levantado la vista, sonrió para disculparse. Hubiera retrocedido, pero su brazo súbitamente se cerró sobre su cintura, sosteniéndola, atrayéndola hacia sí, como si hubiese estado en peligro de caer.

Ella se aferró a sus brazos; su corazón latió fuertemente, su pulso se aceleró.

Con los ojos muy abiertos, miró el azul de los suyos, y por un momento no pudo pensar, no estaba realmente segura de qué sucedía…

Eran intensos, aquellos ojos azul cielo de Michael; buscaban en los suyos… y ella hacía lo mismo. Para su sorpresa, no pudo imaginar qué pasaba por su mente.

Luego los labios de Michael sonrieron; la soltó y dijo:

—¿Te encuentras bien?

—Sí, desde luego. —Apenas podía respirar, pero sonrió y le agradeció—. No te vi, tenía el sol en los ojos.

—Me disponía a preguntar cómo seguía Elizabeth. —Hizo un gesto hacia la cubierta—. Geoffrey está un poco ansioso.

—En ese caso, será mejor que lo tranquilice. —Resistiendo al deseo de tomarlo del brazo, se volvió.

Sólo para que él se lo ofreciera. Encogiéndose de hombros en su interior, lo tomó de la manera habitual, confiada, cercana y amistosa, de la manera como lo había tratado durante los últimos días. A pesar de sus susceptibilidades, hasta cuando perdiera definitivamente su interés por Elizabeth, sería conveniente mantener ese nivel de interacción, para poder dirigir mejor sus percepciones.

—¿Ya se recuperó?

Caminaron por la cubierta.

—Se siente mucho mejor, pero sospecho que será mejor que permanezca en la cabina hasta que desembarquemos. —Encontró su mirada y no pudo leer en ella una abierta preocupación, nada más que una pregunta cortés—. Si pudieras acompañarla en ese momento, sé que te lo agradecería.

Él inclinó la cabeza.

—Desde luego.

Michael la condujo hacia el grupo instalado a sotavento del castillo de proa. Para la mayor parte de ellos, el día había sido agradable, incluso Geoffrey había disfrutado de la salida, siendo su única preocupación el bienestar de Elizabeth. Caro les aseguró a todos que Elizabeth ya estaba prácticamente recuperada; con su tacto habitual, minimizó el incidente y luego desvió la conversación para alejarla de la indisposición de Elizabeth.

Reclinado contra el lado del yate, Michael la observaba. Se preguntaba. Ella había rechazado la invitación de Ferdinand para pasear por la cubierta, instalándose más bien entre la tía de él y la duquesa para intercambiar reminiscencias de la corte portuguesa.

Una hora más tarde, el yate estaba amarrado en el embarcadero. Los invitados desembarcaron. Con expresiones de buena voluntad y agradecimiento, se apilaron en los carruajes que los aguardaban.

Elizabeth y Caro fueron las últimas damas en pasar por la plancha. Junto con Caro y Edward, Michael bajó y ayudó a subir a Elizabeth. Todavía débil, pero decidida a mantener alguna dignidad, subió hasta la cubierta.

Al final de la plancha, Elizabeth se detuvo y muy cortesmente agradeció a Ferdinand, disculpándose por el inconveniente que había causado. Caro estaba a su lado; aguardando detrás de Caro, Michael advirtió que las palabras adecuadas le venían con facilidad a Elizabeth. Caro no estaba tensa ni ansiosa; no preveía la necesidad de intervenir para ayudarla.

Ferdinand se inclinó y lo tomó de la mejor manera, sonriendo y haciendo a un lado las disculpas de Elizabeth galantemente; su oscura mirada se movió al rostro de Caro mientras lo hacía.

Luego Edward tomó a Elizabeth de la mano y avanzó por la plancha; Elizabeth lo siguió insegura. Caro se hizo a un lado y dejó que Michael siguiera adelante; Michael seguía de cerca de Elizabeth, con una mano cerca de su cintura, preparado para sostenerla si perdía el equilibrio. La marea estaba entrando; el movimiento de las olas en el embarcadero era más fuerte de lo que había sido en la mañana. Avanzando lentamente detrás de Elizabeth, Michael veía sobre su hombro el rostro de Edward cada vez que la miraba. Aun cuando no podía ver su expresión, Michael sentía que se aferraba al apoyo de Edward mucho más que al suyo.

Cualquier idea de que había interpretado mal y que no había una comprensión entre ellos dos desapareció.

Y si él podía verlo, Caro seguramente lo habría visto.

La necesidad de que ayudara a Elizabeth había dejado a Caro al cuidado de Ferdinand. Cuando Edward, y luego Elizabeth, pasaron de la plancha al desembarcadero, dejó que Edward acompañara a Elizabeth al carruaje; Geoffrey ya se encontraba dentro. Volviéndose, aguardó al final de la plancha y le ofreció su mano a Caro cuando ella llegó allí.

Ella la tomó con firmeza, apoyándose en él cuando bajó a su lado; él no aguardó a que tomara su brazo, sino que puso la mano de ella sobre su manga y la cubrió con la suya mientras ella se volvía para despedirse de Ferdinand, quien estaba claramente irritado al ver que se le negaba este momento a solas con Caro.

Sus ojos encontraron los de Michael, duros, retadores. Pero debía mantener una máscara de cortesía, es más, no tuvo más opción que aceptar la definición que había dado Caro de él, como un conocido divertido, nada más.

Exactamente cómo lo hizo, Michael no podría decirlo; sin embargo el decreto de ella estaba allí, en el tono de su voz, en la leve sonrisa que le deparó junto con la graciosa inclinación de despedida. Ni él ni Ferdinand tuvieron ninguna dificultad en interpretar el mensaje de Caro. Ferdinand se vio obligado a fingir que lo aceptaba; sin embargo, no le agradó.

Michael, por su parte, aprobó de todo corazón.

Mientras caminaba al lado de Caro hacia el lugar donde se encontraba su coche, el último que quedaba, se preguntó si, quizás, una palabra al oído del apuesto portugués —una sencilla explicación de caballero a caballero sobre la verdad que se ocultaba detrás del apodo de Caro— no sería conveniente.

A pesar de la consumada actuación de Caro, Ferdinand no se había dado por vencido.