LA mente de Caro volaba. Estaba habituada a las emergencias, pero no de este tipo. Miró el reloj, tenía menos de una hora para regresar con el objeto solicitado.
—Muy bien. —No tenía tiempo para discutir, y por la luz que veía en los ojos de Muriel, la expresión de su rostro, sería inútil hacerlo—. Número 31 de Horseferry Road, el señor Atkins.
—Eso es correcto. —Muriel indicó la puerta con la segunda pistola. Dejó caer la que había usado; llevaba la otra en la mano, como lo había sospechado Caro—. Vete.
Lanzando una última mirada a los hombres desplomados a sus pies, rezó en silencio y se marchó.
—¡Apresúrate a regresar! —le gritó Muriel y rio.
Conteniendo un estremecimiento, Caro salió corriendo por la puerta principal. La cerró y miró la calle. ¿Dónde estaban los coches de alquiler cuando más los necesitaba?
Bajó las escaleras. ¿Debía correr hasta Picadilly, donde había muchos coches, o dirigirse en la dirección a dónde quería ir? Se detuvo en la calle, giró hacia el norte y comenzó a correr hacia la plaza Grosvenor.
Había pasado tres casas cuando un carruaje negro sin marca se detuvo a su lado.
Un hombrecillo enjuto abrió la puerta y se inclinó hacia fuera.
—¿La señora Sutcliffe? Soy Sligo, señora, estoy empleado por Su Señoría de St. Ives.
Caro se detuvo, lo miró y luego saltó al coche.
—¡Gracias al cielo! ¡Llévame a casa de tu amo inmediatamente!
—Ciertamente, señora. Jeffers, a casa, tan rápido como puedas.
Por el camino, Sligo le explicó que Michael le había pedido que vigilara; Caro agradeció y rezó con más devoción. Entraron a la plaza Grosvenor minutos después, justo en el momento en que Diablo y Honoria, vestidos para una velada, bajaban por la escalera.
Caro casi se cae del coche. Diablo la sostuvo.
Ella narró su desesperada historia. Honoria conocía a Muriel; palideció.
—¡Santo Dios!
Diablo miró a Honoria.
—Manda un mensaje a Gabriel y a Lucifer para que se encuentren con nosotros en el extremo sur de la calle de la Media Luna.
—De inmediato. —Honoria encontró la mirada de Caro, oprimió su mano—. Cuídate. —Volviéndose, subió corriendo la escalera.
Diablo ayudó a Caro a subir de nuevo al coche y gritó al cochero:
—Horseferry Road, Número 31. Tan rápido como pueda. —Saltó en el coche, aceptó la inclinación de Sligo. Sentándose al lado de Caro, tomó su mano—. Ahora, dime exactamente qué dijo Muriel acerca de este testamento.
Regresaron al extremo sur de la calle de la Media Luna menos de treinta minutos más tarde. El viaje de ida y vuelta había sido frenético, el incidente en la oficina del abogado manejado con inexorable rapidez.
Por sugerencia de Diablo, ella hizo el papel de la mujer idiota; no había sido difícil. Apoyada por Sligo, entró a la oficina del abogado; Diablo se había ocultado en las sombras afuera de la ventana de la oficina. El abogado era un grasiento individuo, con un asistente tan grasiento como él; y tenía su nuevo testamento preparado. Ella lo firmó; el asistente y Sligo actuaron como testigos; luego el abogado, frotándose las manos con empalagoso deleite, le entregó la «señal»: una pluma de arrendajo.
Con ella aferrada en la mano, se volvió hacia la ventana. Diablo había entrado como con oscuro dramatismo envuelto en una capa negra, había arrancado el testamento de los dedos al atónito abogado, y lo había hecho trizas.
Habían regresado al coche en un minuto, ella con la pluma aferrada entre los dedos.
Se asomó por la ventana del coche; la luz desaparecía con rapidez, el cielo se revestía de lila y azul profundo. Aún en Picadilly, el coche aminoró la marcha antes de la esquina. Diablo abrió la puerta y se inclinó hacia fuera; dos grandes sombras se desprendieron de un muro cercano y se acercaron.
En voz baja, conferenciaron. Los tres se oponían a que entregara la pluma a Muriel.
—Tiene que haber otra manera, —insistía Gabriel.
A solicitud de Diablo, Caro describió la escena en el salón. Lucifer sacudió la cabeza.
—Es demasiado arriesgado entrar sin más. Debemos asegurarnos que aún esté en esa habitación.
—Yo tengo las llaves de la puerta de atrás.
Los tres hombres la miraron, intercambiaron una silenciosa mirada; luego Diablo la ayudó a apearse del coche.
—Quédate con Jeffers, —le dijo a Sligo. Sacando su reloj, lo miró—. Pasa delante de la casa exactamente dentro de quince minutos.
Sligo miró su propio reloj y asintió.
Diablo cerró la puerta del coche, la tomó del brazo; Gabriel y Lucifer los seguían. Caminaron rápidamente por las estrechas caballerizas que había detrás de las casas de la calle de la Media Luna.
—Esta es. —Caro se detuvo delante de la puerta del jardín y abrió su bolso para sacar las llaves.
Lucifer se adelantó y levantó el pestillo, la puerta se abrió.
Todos la miraron; ella miraba fijamente la puerta.
—Es posible que el ama de llaves la haya dejado sin seguro.
—Era posible, pero ¿era probable?
Gabriel y Lucifer se adelantaron por el sendero del jardín; a pesar de su tamaño, los tres Cynster se movían con silenciosa elegancia. El jardín estaba descuidado; Caro advirtió que hacía una nota mental para llamar al jardinero, para hacer habitable el lugar ahora que…
Interrumpió el pensamiento, miró hacia el frente. Gabriel desapareció de la vista. Lucifer se agachó; luego miró hacia atrás y les hizo señas. Diablo la sacó del sendero hacia la sombra de un enorme rododendro.
—¿Qué? —susurró Caro.
—Hay alguien allí, —murmuró Diablo—. Ellos se encargarán.
Al escuchar estas palabras, escuchó un débil golpe, una silenciosa escaramuza; luego los otros regresaron, empujando a un hombre casi tan alto como ellos, con una mano tapándole la boca, sus brazos doblados en su espalda.
Los ojos del hombre encontraron los de Caro, y ardieron.
Saliendo del matorral, lo miró indignada.
—¡Ferdinand! ¿Qué demonios haces aquí?
Lucía obstinado; retirando la mano de su boca, Gabriel lo miró a la cara; luego hizo algo que le hizo perder el aliento.
Caro contuvo un estremecimiento, pero, Ferdinand rodeado por tres Cynster dispuestos a asesinarlo, esta era la oportunidad perfecta para obtener una respuesta sincera.
—No tenemos tiempo que perder, Ferdinand. Dime qué buscas, ¡ahora!
Miró a Lucifer y luego, en la penumbra, encontró la mirada de Diablo. Palideció y miró a Caro.
—Cartas, un intercambio de cartas entre el duque y Sutcliffe de hace muchos años. El duque ha sido perdonado y desea regresar a Portugal, pero si esas cartas aparecen algún día… será exilado otra vez. —Se detuvo, luego prosiguió con más ahínco—. Tú sabes como es esa Corte, Caro. Tú sabes…
Ella levantó una mano.
—Sí, lo sé. Y sí, te daré las cartas. Tenemos que hallarlas, si existen… —Su mirada se dirigía a la casa, su mente a Michael y a Timothy—. Llámame mañana y lo arreglaremos. No tenemos tiempo para esto ahora, algo ha sucedido en la casa de lo que debemos ocuparnos. Márchate, te veré mañana.
Ferdinand habría tomado su mano y vertido sus más sinceros agradecimientos, pero Lucifer lo empujó, de manera poco cortés, hacia la puerta.
Volvieron su atención hacia la casa. El cerrojo de la puerta de atrás estaba aceitado; giró sin un ruido. La puerta se abrió con facilidad; Caro los condujo a través de la cocina, al segundo piso, al estrecho pasillo. Deteniéndose ante la puerta que llevaba al recibo, miró hacia atrás y advirtió que Ferdinand los había seguido, pero se mantenía a cierta distancia y, más importante aún, guardaba silencio.
—El salón es la tercera habitación a la derecha, la más cercana a la puerta principal —susurró.
Todos asintieron. Silenciosamente, abrió la puerta. Diablo la sostuvo mientras ella se adelantaba. Él la acompaño; los otros se mantuvieron atrás. No se escuchaba nada en el salón.
Justo ante de la doble puerta, Diablo cerró sus manos sobre sus hombros y la detuvo; se adelantó silenciosamente, miró por un instante, luego se reunió con ella de nuevo y les hizo señas a todos para que retrocedieran a la puerta del servicio. Una vez allí, dijo quedamente.
—Esta sentada en una silla delante de la chimenea. Tiene una pistola en la mano, hay otra en el suelo, al lado de la silla. Michael parece estar inconsciente todavía. —Miró a Caro—. Breckenridge ha perdido mucha sangre.
Ella asintió. Sólo a la distancia escuchaba conferenciar a los tres Cynster; suspirando, forzó sus oídos a escuchar, luchó por ignorar el vacío en su estómago, el escalofrío que le recorría las venas.
—Tienes razón, —concedió con reticencia Gabriel—. Si irrumpimos en la habitación, lo más probable es que dispare, y no sabemos a quién apuntará.
—Necesitamos distraerla, —murmuró Diablo.
Se miraron; no se les ocurría nada. En cualquier momento, el coche se detendría frente a la casa y Muriel esperaría que Caro entrara.
Ferdinand se inclinó y tocó a Gabriel en el hombro. Gabriel lo miró, retrocedió mientras Ferdinand se reunía con ellos, y susurró.
—Tengo una sugerencia. La dama con la pistola, es Muriel Hedderwick, ¿verdad? —Caro asintió. Ferdinand prosiguió—. ¿Conoce a estos tres? —Caro negó con la cabeza—. A mí me conoce, me reconocerá. Puedo entrar y actuar como «el portugués loco», ¿sí? Dejará que me acerque, no me verá como un peligro. Puedo quitarle la pistola.
Caro comprendió de inmediato, no sólo lo que proponía, sino por qué. Si hacía esto y salvaba a Michael y a Timothy, ella estaría en deuda con él, podía reclamar las cartas como recompensa.
Los Cynster no estaban convencidos, pero finalmente la miraron. Ella asintió. Decididamente.
—Sí. Dejen que lo intente. Es posible que lo consiga, y nosotros no podemos hacerlo.
Ferdinand miró a Diablo. Diablo asintió.
—Toma la pistola que tiene en la mano, estaremos contigo en cuanto la tengas.
Asintiendo, Ferdinand avanzó. Se detuvo delante de la puerta para ajustarse el saco; luego levantó la cabeza, se enderezó y abrió la puerta, caminando confiado, haciendo sonar sus botas sobre las baldosas.
—¿Caro? —llamó—. ¿Dónde estás?
Silenciosamente, lo siguieron hasta el recibo principal.
Él llegó al salón, luego sonrió y entró.
—Ah, señora Hedderwick. Qué agradable sorpresa. Veo que también usted ha venido del campo…
La última palabra cambió, revelando su acerada intención. Escucharon el gemido ahogado de una mujer, luego ruidos que indicaban una lucha.
Como los ángeles de la muerte, Gabriel y Lucifer irrumpieron en el salón. Caro los siguió. Diablo la tomó por la cintura y la detuvo.
Furiosa, luchó.
—Maldición, St. Ives… ¡suéltame!
—Todo a su debido tiempo, —fue la imperturbable respuesta.
Se escuchó un disparo, que resonó por toda la casa.
Diablo la soltó. Ella se lanzó hacia la puerta; él, de todas maneras, llegó antes que ella, obstaculizando momentáneamente su paso mientras observaba la habitación; luego la dejó entrar, mientras ella cruzaba el salón a toda velocidad hacia los hombres caídos.
Vio que Muriel luchaba como un demonio; los tres hombres se esforzaban por someterla. La segunda pistola había sido lanzada de un puntapié a un lado de la habitación; Diablo la tomó. Aquella que había sido disparada se encontraba a los pies de Muriel.
Caro cayó de rodillas al lado de Michael y Timothy. Frenéticamente, verificó el pulso de Michael, lo sintió regular y fuerte, pero él no respondió a su roce ni a su voz.
El pulso de Timothy, cuando lo encontró, estaba débil y alterado. La sangre había empapado su camisa y su saco y se había aposado debajo de él. En la parte de arriba de su pecho, parecía que la herida hubiera dejado de sangrar. Se inclinó para levantar la manchada corbata, Diablo la detuvo.
—Será mejor que no lo muevas. —Le gritó a Lucifer que enviara a Sligo por un médico.
Al mirar hacia el otro lado del salón, vio que los hombres habían sentado a Muriel en un asiento y usaban las cuerdas de las cortinas para atarla.
Desde allí, sus ojos se fijaron en los de Caro. Durante un largo momento, Muriel la contempló fijamente, luego dio un alarido.
Los cuatro hombres se estremecieron. Cuando se detuvo para recuperar el aliento, Gabriel maldijo, sacó un pañuelo de su bolsillo y lo introdujo en su boca. Reducida a sonidos entrecortados y furiosos, con los ojos muy abiertos, Muriel se agitó contra las ligaduras, pero estas permanecieron firmes.
La tensión que invadía el salón se relajó; los hombres retrocedieron. Acomodándose el saco, Ferdinand se acercó a Caro. Miró a Michael y a Timothy, luego a Diablo.
—¿Vivirán?
Diablo había observado la cabeza de Michael, levantado sus párpados; Caro había aprovechado el momento para mover los hombros de Michael y acunar su cabeza en su regazo. Mirando a Timothy, Diablo asintió sombríamente.
—Ambos deberían hacerlo. Por fortuna, la bala no entró al pulmón.
Ferdinand vaciló, luego dijo.
—Será mejor que me marche antes de que llegue el médico.
Desde la posición en que se encontraba en el suelo, Caro levantó la mirada a Ferdinand.
—Probablemente. Visítame mañana; la casa de los Anstruther-Wetherby está en la calle Upper Grosvenor. —Sonrió—. Fuiste muy valiente al actuar como lo hiciste.
La sonrisa habitual de Ferdinand relumbró. Se encogió de hombros.
—Una mujer con una pistola, no es un gran problema.
Ella sostuvo su mirada.
—Excepto cuando la mujer es campeona de tiro.
La miró, su sonrisa se desvaneció.
—Es una broma, ¿verdad?
Caro sacudió la cabeza.
—Desafortunadamente, no.
Ferdinand murmuró una maldición en portugués. Miró a Muriel, quien aún se debatía inútilmente con los nudos de Gabriel.
—¿Por qué lo hizo?
Caro encontró la mirada de Diablo por encima de Michael y Timothy. Dijo quedamente:
—Creo que nunca lo sabremos, está completamente loca.
Ferdinand asintió y se marchó. Diablo permaneció en el suelo al lado de Timothy y Michael; Gabriel se instaló en el diván para vigilar a Muriel. Caro estudió el rostro de Michael, recorrió con sus ojos las líneas que se habían convertido en algo tan familiar para ella, acarició sus cabellos.
Luego regresó Lucifer con el médico; ella se movió y, agradeciendo a los dioses, se dedicó a cuidar a los dos hombres que más quería en la vida.
La escena final del drama se desarrolló en la biblioteca de Magnus. Toda la familia se reunió allí tarde en la noche para escuchar el relato completo, para comprender, para tranquilizarse y, finalmente, para ayudar a proteger.
Michael se acomodó en un sillón con su cabeza, que aún latía, sobre una almohada de seda. Un chichón del tamaño de un huevo latía en la parte de atrás de su cráneo; levantó el vaso y bebió… un tónico. Caro, sentada en el brazo de la silla, muy cerca de él, había insistido en él. Todos los otros hombres bebían brandy, pero con Caro tan cerca y Honoria en el diván, con los ojos fijos en él, no tuvo más remedio que beber aquella poción.
Diablo estaba allí, junto con Gabriel y Lucifer y sus esposas, Alathea y Phyllida. Magnus se encontraba en su silla predilecta, escuchando intensamente mientras le narraban los hechos, reunían las piezas. Evelyn también seguía su relato con la mayor atención.
—No lo creí realmente hasta que recordé que Muriel era una campeona de tiro. —Caro miró a Michael—. Es excelente en aquellas actividades en las que las mujeres habitualmente son desastrosas, conducir, el arco y las pistolas.
—Y, —agregó melancólicamente Michael—, la honda.
Ella asintió.
—También en eso.
—Entonces, —dijo Honoria—, cuando regresaste a Bramshaw, Muriel te habló de la reunión de la Asociación de Damas, insistió en que asistieras; luego, cuando lo hiciste y las damas locales te trataron como una celebridad, cosa que no es de sorprender, ella ¿se enfureció?
Caro encontró la mirada de Michael.
—Creo que fue más bien la gota que desbordó la copa. —Miró a los demás—. Muriel siempre se consideró a sí misma como la legítima heredera de la mansión Sutcliffe. Ella era una verdadera Sutcliffe, la primera hija de Camden, la heredera de sus talentos, si se quiere; pero entonces, al casarse conmigo y hacer de mí su anfitriona, él me eligió a mí sobre ella. Eso ya era malo. Luego se esforzó por convertirse en la primera dama del distrito, aquella posición era toda suya. Sin embargo, a pesar de mis largas ausencias, lo único que tuve que hacer fue aparecer y las otras damas locales me pusieron en un pedestal, desplazándola a ella. Camden la hirió, pero cada vez que yo regresaba a casa, era como frotar su herida con sal.
Michael oprimió su mano.
—Eso no era tu culpa.
—No. —Bajó la mirada; luego, después de un momento, levantó la cabeza y continuó—, pero en cuanto comenzó a tratar de deshacerse de mí, con su obstinación habitual, siguió intentándolo. Luego vio la casa, y también la oportunidad de arreglar sus viejas cuentas con Timothy, y…
—Sin embargo, —dijo Magnus, mirándola bajo sus espesas cejas—, su verdadero objetivo, la persona a quien deseaba castigar era a Camden. Pero Camden está muerto. Tú y Breckenridge eran tan sólo las dos personas con quienes podía desahogar su rencor. —Adustamente, sostuvo la mirada de Caro—. Todo esto, en realidad, se refiere más a los cabos sueltos que dejó la vida de Camden Sutcliffe que a ti o a Breckenridge.
Caro miró sus ancianos ojos; luego inclinó la cabeza.
—Como quiera que sea, —dijo Diablo—, ahora nos corresponde atar esos cabos sueltos. —Miró a Gabriel y a Lucifer, quienes habían llevado a Muriel, aún atada y amordazada, a su casa de Londres—. ¿Cómo lo tomó Hedderwick?
Gabriel hizo una mueca.
—No discutió; incluso no se sorprendió en absoluto.
—Sí se sorprendió por lo que ella había hecho, —corrigió Lucifer—. Pero no le sorprendió que finalmente hubiese hecho algo.
—Debía saber que ella estaba completamente obsesionada, —dijo Gabriel—. Comprendió lo que le decíamos rápidamente. Es un hombre sereno, pero parece bastante competente y decidido, y no dejamos ninguna duda acerca de lo que debe hacer para garantizar nuestro silencio.
—¿Entonces entiende que debe mantenerla restringida?
Gabriel asintió.
—Ella es terriblemente fuerte y, dadas sus habilidades, siempre será peligrosa. Hedderwick tiene una cabaña aislada en la costa de Cornualles a donde piensa llevarla; estará vigilada día y noche.
Diablo miró a Caro.
—El médico se quedará con Breckenridge esta noche, sólo por precaución, pero está seguro de que, con el tiempo, se recuperará completamente. —Miró a Michael, arqueó las cejas.
Michael asintió, se estremeció, acomodó cuidadosamente su cabeza.
—Bajo estas circunstancias, debemos consultar con Breckenridge, y también con George Sutcliffe, pero dejar que esto se haga público es inútil. Además de manchar la memoria de Camden Sutcliffe, y, a pesar de sus deficiencias personales, su servicio público fue ejemplar, cualquier acusación formal causará una considerable angustia y dificultades a los otros miembros de la familia Sutcliffe, y más aún a los Danverses.
Miró a su alrededor; nadie discutió. Asintió.
—Es una historia suficientemente triste, será mejor que la terminemos aquí.
Todos estuvieron de acuerdo, vaciaron sus vasos y luego, seguros de que todo estaba tan bien como era posible, se despidieron.
Michael se despertó en la noche, en aquel momento en que el mundo estaba cobijado y dormía. A su alrededor, la enorme casa estaba silenciosa e inmóvil; descansaba entre suaves cobertores, con Caro enroscada a su lado.
Sonrió, sintió que el alivio y un sereno júbilo lo invadían. Advirtió que su cabeza había dejado de latir. Extendió la mano para tocar el chichón, confirmó que aún le dolía si lo tocaba, pero si no lo hacía se sentía bien.
A su lado, Caro se movió. Pareció darse cuenta de que estaba despierto; levantando la cabeza, lo miró; luego abrió los ojos.
—¿Cómo te sientes?
Apenas había podido llegar a su recámara antes de desplomarse; ella lo había ayudado a desvestirse y a deslizarse debajo del cobertor, se había quedado dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada.
—Mucho mejor. —Estudió su rostro, extendió la mano para acariciar sus cabellos, sonrió—. Tu tónico funcionó.
Su mirada le dijo.
—Te lo dije, —pero se contuvo de decir las palabras. En lugar de hacerlo, buscó sus ojos; luego, acercándose más, cruzó los brazos sobre su pecho y se instaló a mirar su cara—. Si estás bien despierto y en plenas facultades, quiero hacerte una pregunta.
Él ocultó un fruncimiento de cejas; ella parecía terriblemente seria.
—Estoy despierto. ¿Cuál es la pregunta?
Ella vaciló, luego suspiró profundamente, sintió que sus senos se oprimían contra su pecho.
—¿Qué tan pronto podemos casarnos? —Lo dijo con bastante calma; y luego continuó—. He tomado una decisión. Sé lo que quiero, no necesito esperar más. Esto es, —sostuvo su mirada, arqueó una ceja—, suponiendo que aún quieras casarte conmigo.
—No tienes que preguntar. —Cerró una mano sobre su cintura, sobre su última confección de seda. No la había visto todavía; pronto lo haría—. Pero… —Intentó detenerse antes de poner en duda el destino; sin embargo, tenía que saberlo—. ¿Qué te convenció, qué te hizo decidir?
—Tú. Yo. —Buscó en sus ojos—. Y ver a Muriel apuntando una pistola a tu cabeza. Eso… me abrió los ojos, de repente vi todo con una gran claridad. —Hizo una pausa, con los ojos rijos en los suyos, y prosiguió—. Me habías convencido de que debía casarme contigo, de que ser tu esposa era la posición adecuada para mí, pero yo sentía que faltaba un elemento, una última cosa fundamental. —Sus labios se fruncieron irónicamente—. Advertí que lo que faltaba era yo, o, más bien, mi propia decisión. Tenía que, en palabras de Theresa Obaldestone, «armarme de valor y aprovechar el día». Hasta que lo hiciera, hasta que aceptara a sabiendas el riesgo y avanzara, lo que había crecido entre nosotros no podía desarrollarse más.
Se movió, entrelazando sus piernas con las de Michael.
—Muriel y sus amenazas me hicieron comprender todo lo que arriesgaba por no decidirme, por no arriesgarme. La vida es para vivirla, no para odiar, pero tampoco para desperdiciar. Tú y yo, ambos hemos despreciado muchos años, pero ahora tenemos la oportunidad de seguir adelante. —Ella encontró su mirada abiertamente, sin velo o escudo—. Juntos podemos construir una familia, llenar la casa de niños y felicidad. Y la casa de la Media Luna también; puedo imaginar vivir allí contigo, ser tu anfitriona, tu ayudante en un grado mucho mayor de lo que fui para Camden.
Sus ojos brillaban como la plata pura en la noche.
—Juntos tenemos la oportunidad de crear nuestro futuro como lo deseamos. Si lo que sentimos nos llevará adelante… —Ella ladeó la cabeza—. Es un riesgo, sí, pero uno que vale la pena. —Ella sonrió mientras se centró de nuevo en sus ojos—. Es un riesgo que quiero correr contigo.
Él sonrió, sintió que el último vestigio de preocupación desaparecía.
—Gracias. —La abrazó, la estrechó contra sí, sintió que su calidez le penetraba hasta los huesos—. Nos casaremos cuando quieras, tengo una licencia especial.
Antes de que ella pudiera pensar en esto último, se inclinó y la besó; un beso que pronto salió de su control, y del de ella.
Varios ardientes minutos después, ella retrocedió, suspiró ahogadamente.
—¿Y tu cabeza?
—Estará bien, —gimió—. Si sólo tú —levantando el cobertor, tomó sus rodillas, las puso a sus costados, se acomodó debajo de ella, suspiró y cerró los ojos— te reclinas.
Caro lo hizo, sonriendo feliz, exhalando lentamente mientras lo acogía.
Todo esta bien. Muy bien.
Manejaron aquel último cabo suelto de la vida de Camden Sutcliffe a la mañana siguiente. Después de llevar a Timothy a casa el día anterior, Caro había recuperado las cartas de Camden. Ferdinand llegó a las once de la mañana, armado con una lista de fechas; fue muy sencillo encontrar las cartas que buscaba.
Caro las leyó, confirmó que no sólo eran lo que deseaba Ferdinand, sino que también eran altamente peligrosas; se referían a un golpe de estado liderado por el duque muchos años atrás, unos pocos meses antes de que Camden fuese nombrado embajador en Portugal. Satisfecha de que nada en las cartas se refería al actual gobierno británico, las entregó a Ferdinand.
—¿Por qué no me las pediste simplemente?
Él bajó la vista, luego sonrió encantadoramente.
—Querida Caro, tú eres demasiado conocida para eso. Si te las hubiera pedido, las habrías buscado y luego quizás te habrías sentido obligada a decírselo a alguien en el Ministerio de Relaciones Exteriores… —Se encogió de hombros—. Podría haber terminado mal.
Considerando lo que acababa de leer, tuvo que admitirlo; para el duque, lo que estaba en juego había sido de gran importancia, y aún lo era.
Sonriendo, Ferdinand le estrechó la mano y partió.
Ella se volvió hacia Michael, arqueó las cejas.
—Si te sientes con ánimo para hacerlo, me agradaría visitar a Timothy. Dado lo que piensas acerca de mis visitas a su casa, ¿supongo que preferirías acompañarme?
Michael encontró sus ojos.
—Supones bien.
Encontraron a Breckenridge en cama, interesantemente pálido, muy débil, pero completamente consciente, y poco receptivo a las atenciones de Caro, y menos aún al tónico que ella quería que bebiera. Michael vio la súplica desesperada en los ojos de Breckenridge y se apiadó. Se quejó como si le doliera la cabeza y, cuando Caro lo advirtió, le sugirió que quizás necesitaba ir a casa a descansar.
Ella reaccionó como lo esperaba, con instantánea solicitud. A sus espaldas, Breckenridge levantó los ojos al cielo, pero permaneció mudo.
Más tarde, camino al club para encontrarse con Jamieson, Michael pasó otra vez por casa de Breckenridge. Para entonces, Timothy estaba sentado en la cama; Michael se detuvo en el umbral.
Timothy lo miró, luego sonrió débilmente.
—Supongo que debo darte las gracias. No tenía idea de que fuese campeona de tiro.
—Eso supuse. Pero puedes evitar hacer violencia a tus sentimientos, te salvé por Caro. Por extraño que parezca, ella parece valorarte.
Dejando que su cabeza descansara sobre la almohada, Timothy sonrió.
—En efecto. Recuérdalo para el futuro. —Miró a Michael detenidamente, luego agregó—. Desde luego, no me habrías salvado si hubieras sabido que al hacerlo te incapacitarías.
Michael no sonrió.
—Nunca dejaría a Caro desprotegida sabiéndolo.
Los ojos de Timothy brillaron bajo sus pesados párpados.
—Exactamente. —Esbozó una sonrisa.
Michael estaba seguro de que se entendían perfectamente.
—Entonces —Timothy levantó un vaso y bebió del tónico de Caro—, ¿por qué has venido?
—Para aprovecharme de tu gratitud, —replicó Michael—. Esta puede ser mi única oportunidad.
Arqueando las cejas, Timothy lo observó, luego le indicó una silla.
—¿Qué quieres?
Apartándose del marco de la puerta, Michael cerró. Avanzó hasta la silla, la volvió y se sentó a horcajadas sobre ella; cruzando los brazos sobre el espaldar, encontró los ojos de Timothy.
—Quiero saber cómo era la relación entre Camden y Caro.
Los ojos de Timothy se abrieron sorprendidos.
—Ah… —Parpadeó, centró su atención en Michael. Vaciló, luego dijo—. Presumo que sabes…
Sonriendo, Michael salió de la casa, abandonando a Timothy a los tiernos cuidados de Lady Constance.
Más tarde aquella noche, cuando se reunió con Caro en su recámara y la abrazó, sonrió y mencionó su visita a Timothy y la llegada de Lady Constance.
—Parecía más fuerte. Estoy seguro de que, entre tú y sus hermanas, se recuperará muy pronto.
Caro lo miró enojada.
—¿Estaba bebiendo el tónico que le di?
—Lo presencié con mis propios ojos.
—Ojalá sea así. —Se reclinó contra él, pasó su mano extendida por sus cabellos, exploró suavemente la parte de atrás de su cabeza—. Aún duele, —dijo, cuando él se estremeció.
—Nada como antes. —La atrajo hacia sí, la moldeó a su cuerpo—. Y mi cabeza no gira en absoluto.
Buscó sus ojos; la sonrisa de Caro era lenta, llena de sensual promesa.
—Quizás yo deba arreglar eso.
—En efecto. Estoy seguro de que está incluido en la lista de los deberes de una esposa. —Utilizó el término deliberadamente; sus pestañas se habían cerrado, pero ahora se abrían y lo miró a los ojos.
Leyó en ellos, suspiró profundamente.
—No hemos discutido los detalles.
—Los detalles, —le informó—, los decidirás tú. Lo que quieras, lo que desees. Cuando lo desees.
Ella lo observó, sonrió.
—¿Creo que mencionaste una licencia especial?
Ella lo había recordado; él no creyó que lo hiciera. Asintió.
—Tengo una.
Suavemente, dentro de sus brazos, movió las caderas de Caro de un lado a otro, hacia delante y hacia atrás; la exquisitamente decorada seda de su traje hizo un susurro tentador escudando sus esbeltas curvas. Sus ojos seguían fijos en los suyos.
—Quizás deberíamos casarnos tan pronto como sea posible… —La mirada de Caro bajó a sus labios; lamió los suyos y lo miró de nuevo a los ojos—. ¿Puedes ver alguna razón para esperar?
Él podía ver todas las razones para apresurarse.
—Tres días. —La oprimió contra sí, anclando sus distraídas caderas, casi gimiendo cuando advirtió cómo lo había excitado—. ¿Pronto?
Ella rio con aquel sonido leve, verdaderamente despreocupado que él había escuchado con tan poca frecuencia hasta entonces.
—Es la parte más caliente del verano, casi nadie está en Londres. Y nunca nos lo perdonarán si escapamos y anudamos esta relación sin ellos.
Michael pensó en Honoria y gimió fuertemente.
—Invitaciones, organización. —Más demoras.
—No te preocupes, yo me encargaré. —Caro sonrió—. Digamos que, al final de la próxima semana…
Su sonrisa desapareció; sus ojos permanecieron fijos en los suyos, sin embargo…
—¿Podríamos organizar el desayuno de la boda en tu casa de campo?
—Desde luego. —No preguntó por qué, dejó que ella decidiera.
Su mirada plateada seguía fija en la suya.
—Cuando me casé con Camden, el desayuno tuvo lugar en la Casa Bramshaw. Pero ese es el pasado, el pasado que he dejado atrás. Quiero que nuestra boda sea un comienzo, para mí, esto es. Es un nuevo comienzo, caminar por un nuevo camino, contigo.
Él miró sus ojos plateados, claros, decididos, resueltos. Había estado vacilando sobre si debía decirle lo que Timothy le había revelado, para ayudarle a comprender que el fracaso sexual de su primer matrimonio nunca había sido culpa suya; o si debía, sencillamente, dejar que el pasado muriera.
Ella acababa de tomar la decisión por él, había dejado atrás el pasado; había cerrado la puerta y se había alejado. Y ahora estaba comprometida con el futuro, tomada de su mano, y haciendo lo mejor que podían de él entre ambos.
Él sonrió.
—Te amo.
Sus cejas se arquearon levemente; sus ojos brillaban con suavidad.
—Lo sé. Yo también te amo, al menos, creo que te amo. —Buscó sus ojos y luego dijo—. Tiene que ser eso, ¿verdad?… este sentimiento.
Él supo que no se refería al ardor que se extendía entre ellos, calentando su piel, deslizándose por sus venas, sino la fuerza que lo motivaba; aquel poder que se manifestaba más tangiblemente cuando se unían, cuando cada uno se entregaba al otro, el poder que en ocasiones era tan fuerte que podían sentirlo, casi podían tocarlo. El poder que, días tras día, los unía cada vez más.
—Sí, —dijo él, inclinó la cabeza, encontró sus labios, aceptó su invitación y se hundió en su boca. Y se dedicó a mostrarle que, para él, ella era la mujer más deseable del mundo.
A entregarse a aquel poder.
Se casaron en la iglesia de la aldea de Bramshaw. Toda la alta sociedad asistió; la élite diplomática de Londres también. Habría podido ser una pesadilla política y diplomática, pero con Caro al mando y Honoria asistiéndola, con capaces lugartenientes entre las muchas damas Cynster y sus conexiones, nadie se atrevió a irritarse por nada, y el evento se desarrolló sin un solo inconveniente.
Desde la iglesia atiborrada, bajo una guirnalda de flores y una lluvia de arroz, Caro y Michael avanzaron por entre la muchedumbre que no había conseguido entrar y luego se subieron a una calesa abierta para regresar a casa de Michael.
Allí, se había organizado un enorme festín; todos eran bienvenidos, todos asistieron. Los asistentes eran muchísimos, los buenos deseos sinceros; el sol brilló bendiciéndolos gloriosamente mientras, tomados de la mano, circularon entre sus invitados saludando, agradeciendo, hablando.
La muchedumbre sólo comenzó a partir al caer de la tarde. Aún con su traje de boda de encaje color marfil, adornado con diminutas perlas, Caro vio a Timothy, con un vaso en la mano, sentado en el muro del huerto, sonriendo mientras observaba a los más jóvenes jugando en el jardín. Se acercó a Michael, lo besó en la mejilla, lo miró a los ojos. Sonrió serenamente.
—Voy a hablar con Timothy.
Michael la miró y asintió.
—Yo acompañaré a Magnus a la casa. Te buscaré cuando salga.
Alejándose de su lado, consciente, sin embargo, de que una parte de ella nunca se alejaría realmente, avanzó por el prado que bordeaba el sendero y se acercó a Timothy.
Él levantó la mirada cuando ella se acomodó en una piedra a su lado. Sonrió y brindó con su vaso.
—Un evento excepcional. —Sostuvo su mirada, luego tomó su mano y la llevó a sus labios—. Me alegra que estés tan feliz. —Oprimiendo suavemente su mano, la soltó.
Aprovecharon el sol y miraron el juego; luego ella recordó algo y murmuró.
—Hedderwick te manda sus felicitaciones. Está en Cornualles con Muriel. Es un hombre silencioso, pero firme; creo que realmente la ama, pero ella nunca pareció verlo.
—O no se contentó con eso. —Timothy se encogió de hombros—. Esa fue la decisión de Muriel. —Mirándola, sonrió—. Tú, al menos, tuviste el buen sentido de lanzarte a la vida y vivirla.
Caro arqueó una ceja.
—¿Y tú?
Timothy rio.
—Como bien lo sabes, ese siempre ha sido mi credo.
Miró por encima de Caro; se levantó cuando Michael se unió a ellos. Intercambiaron saludos.
—¿Cómo está el hombro? —preguntó Michael.
Caro escuchó mientras intercambiaban bromas, sonrió para sus adentros. No se asemejaban en nada, pero parecían haber establecido una fácil camaradería basada en mutuo respeto. Luego Timothy la miró; ella se levantó y deslizó su mano en el brazo de Michael.
—Debo marcharme, —dijo Timothy—. Viajo al norte para pasar las próximas semanas con Brunswick. —Miró a Michael; luego se inclinó y besó a Caro en la mejilla—. Les deseo a ambos mucha felicidad.
Con una sonrisa casi infantil, retrocedió, luego se volvió y avanzó por el sendero. Tres pasos más adelante, se detuvo y miró atrás. Frunció el ceño a Caro.
—Cuando vengas a Londres, no me visites… envíame un mensaje. Ya has perjudicado mi reputación lo suficiente.
Ella rio; con la mano en el corazón, se lo prometió. Timothy hizo una mueca, se despidió de Michael y se marchó.
Michael frunció el ceño.
—¿Cómo exactamente perjudicaste su reputación?
Caro lo miró a los ojos y sonrió.
—La de él, no la mía. —Lo palmeó en el brazo—. Debemos hablar con la señora Pilkington.
Haciendo una nota para investigarlo después, Michael dejó que lo distrajera.
Circularon entre los invitados, conversaron, aceptaron buenos deseos y despedidas. Había muchísimos niños presentes, corriendo por los jardines y el seto, corriendo por el huerto, jugando en el sendero. Michael tomó un balón que se escapaba; dejando a Caro, lanzó el balón, deteniéndose por un momento para felicitar a los niños por su estilo.
Mirándolo sonreír a un muchacho y acariciar el cabello de otro, Caro se conmovió. Pensó que quizás estaría embarazada, pero… el pensamiento la emocionó tanto que fue una batalla mantenerse seria, contener las lágrimas de felicidad que brotaban de sus ojos. Aún no; hoy disfrutaría de las alegrías de ese día. Cuando estuviera segura, compartiría la noticia con Michael, una nueva felicidad para ambos, para compartirla en privado, una felicidad que pensó que nunca conocería.
Aguardó a que él regresara, con una sonrisa en la cara, con un vertiginoso júbilo en el corazón. Cuando llegó Michael, se mezclaron de nuevo con la muchedumbre, conversando aquí y allá hasta que Theresa Osbaldestone la llamó con un gesto imperioso.
—Aguardaré aquí, —dijo Michael. Levantando la mano de su brazo, besó sus dedos y la soltó.
Ella lo miró.
—Cobarde.
Él sonrió.
—Ciertamente.
Ella rio y se alejó. Michael la vio partir, vio la aguda mirada que le lanzó Lady Obaldestone, y fingió que no la había visto. Gerrard Debbington se acercó.
—Quería saber si Caro consentiría posar para mí algún día.
Michael lo miró sorprendido.
—Pensé que sólo pintabas paisajes. —Gerrard tenía una reputación espectacular como pintor de la campiña inglesa.
Gerrard sonrió. Con las manos en los bolsillos, miró a través de la gente hacia Caro, sentada al lado de Lady Obaldestone.
—Ese es mi fuerte; sin embargo, recientemente he advertido que hay un reto especial en pintar parejas, un reto que antes no había apreciado. Me di cuenta de ello cuando hice un retrato de familia para Patience y Vane. Para mí, es como una dimensión diferente, una dimensión que no existe en los paisajes.
Encontró la mirada de Michael.
—Me agradaría pintarte a ti y a Caro, juntos, ustedes tienen esta dimensión adicional. Como pintor, si puedo captarla, me enriquecerá de manera insospechada.
Michael miró a Caro, pensó en una pintura que captara lo que se había desarrollado entre ellos. Asintió.
—Se lo diré. —Miró a Gerrard—. ¿Quizás la próxima vez que viajemos a Londres?
Complacido, Gerrard estuvo de acuerdo. Se estrecharon las manos y se despidieron. Michael permaneció donde estaba, en el centro del patio delantero. Otras personas se acercaron a despedirse; unos minutos después, Caro se acercó.
El sol caía; la siguiente hora fue de despedidas. Sólo ellos, Magnus y Evelyn permanecerían en la casa; quienes se dirigían a Londres se marcharon casi todos a la vez; la muchedumbre local los siguió poco después.
Diablo y Honoria fueron los últimos en marcharse, se dirigían a Londres a buscar a sus hijos, y luego se retirarían a Somersham durante las semanas siguientes. Caro y Michael, desde luego, habían sido invitados a la celebración veraniega de la familia y, desde luego, asistirían.
Cuando el carruaje de los St. Ives salió por la portada, Caro exhaló un suspiro patentemente feliz, profundamente contenta. Igualmente contento de escucharlo, Michael la miró, miró el glorioso rizado de su cabello dorado, iluminado por el sol. Ella levantó la mirada; sus ojos plateados encontraron los suyos.
Luego ella sonrió y miró al otro lado de césped.
—Fue allí donde todo esto comenzó, ¿lo recuerdas?
Caminó unos pocos pasos hacia el lugar que se encontraba cerca de la piedra conmemorativa. Con sus manos entre las suyas, Michael caminó con ella. Levantando la mirada, sonrió.
—Me llamaste estúpida.
Mirando fijamente el césped, oprimió su mano.
—Me asustaste. Yo sabía, incluso entonces, que no podía darme el lujo de perderte.
Deliberadamente, desvió la mirada hacia la piedra. Aguardó… pero lo único que escuchó fue el canto de los pájaros en los árboles, el suave susurro de la brisa. Y lo único que sintió fue la calidez de Caro cuando ella se reclinó contra él.
No había caballos relinchado. No sentía un miedo frío y mortal.
El recuerdo no había desaparecido, pero sus efectos se desvanecían, habían sido opacado por otros.
Por algo mucho más poderoso.
Miró a Caro, atrapó su mirada plateada, sonrió. Levantando su mano, la besó, luego se volvió. Tomados de la mano, caminaron hacia la casa. Miró hacia arriba, a las ventanas, a los áticos bajo la línea del tejado, y sintió que una sensación de plenitud lo invadía. Una sensación de seguridad, de anticipación, de sencilla felicidad.
Su familia perdida era su pasado; Caro era su presente y su futuro.
Había encontrado su novia ideal… juntos, el futuro era suyo.