Capítulo 21

MICHAEL dejó la casa al día siguiente sintiéndose, por primera vez en varias semanas, como si caminara bajo el sol mentalmente y no entre la niebla. Como si un miasma se hubiese disipado y finalmente pudiera ver con claridad.

Caro era lo único que realmente le importaba. No sólo era razonable, sino perfectamente justificable, que se dedicara exclusivamente a protegerla. Que hiciera a un lado todas las otras preocupaciones y se concentrara únicamente en eso, pues ella era la llave de su futuro.

Cuando se marchó ella aún dormía, saciada y cálida en su cama, segura en la casa de su abuelo. Se dirigió a los clubes y exploró sus contactos; ninguno tenía nada que reportar. Después de almorzar en Brooks con Jamieson, quien aún estaba desconcertado e incómodo por el robo, no tanto por el hecho de que sucediera, sino porque no entendía por qué, Michael se dirigió a la plaza Grosvenor, confiado en que no había descuidado ninguna información que pudiera obtener.

Diablo lo había citado a una reunión a las tres de la tarde; Gabriel había hallado algo extraño entre los legatarios que, en opinión de Lucifer también, debía ser investigado. La reunión era oportuna; Michael podía reportar sus hallazgos, o la falta de ellos, y Diablo tendría noticias acerca de Ferdinand y sus actividades.

Webster, el mayordomo de Diablo, lo aguardaba; Michael supuso que Honoria no habría sido informada que se llevaría a cabo una reunión. Su cuñado tenía prejuicios profundamente arraigados que le impedían involucrar a su esposa en cualquier juego potencialmente peligroso. Michael ahora compartía, plenamente, aquellos mismos prejuicios, y otras reacciones y emociones similares de las que nunca creyó ser presa. Al pensar en Caro y en todo lo que le hacía sentir, se preguntó cómo había podido ser tan ciego respecto de sí mismo.

Diablo y Lucifer aguardaban en el estudio; Gabriel llegó mientras él se instalaba en uno de los cuatro sillones colocados en torno a la chimenea. Cuando Gabriel tomó asiento en el último, Michael miró a su alrededor; había llegado a tenerle un gran afecto a todos los Cynster. Desde el matrimonio de Honoria, lo trataban como a uno de ellos; había llegado a considerarlos de la misma manera. Ayudarse mutuamente era un código tácito de los Cynster; no le parecía extraño, ni siquiera a él, que dejaran de lado otras cosas y dedicaran tiempo y esfuerzo a ayudarlo.

Gabriel lo miró.

—Escuchemos primero tus noticias.

Michael hizo una mueca; no tomaba largo tiempo resumir nada.

—Leponte se ha mantenido inadvertido, —dijo Diablo—. Sligo está seguro de que contrató a alguien para que vigilara los edificios del Ministerio de Relaciones Exteriores, pero tiene el cuidado de trabajar a través de intermediarios. Sin embargo, la noche en cuestión, no pudimos ubicar a Leponte en ninguna parte. Es posible que haya permanecido dentro de la embajada toda la noche, pero también es posible que no lo haya hecho.

—Si está buscando algo que lo incrimina, —dijo Michael, podemos suponer que no querrá que nadie más lo lea. Mientras se encontraba en Sutcliffe House, habría podido pedir a otros que le llevaran cualquier cosa que hallaran, llevarse un archivo entero…

Diablo asintió.

—Tuvo que haberlo revisado. Probablemente lo hizo, pero dado que no sale mucho, su ausencia de eventos sociales aquella noche no puede considerarse como evidencia.

Todos sonrieron de manera bastante sombría y se volvieron hacia Gabriel.

—Si esto significa algo o no, no lo sé, —dijo—, pero, definitivamente, es extrañísimo. Verifiqué la lista de legados, todos los que se referían a objetos de valor. Había nueve legados de este tipo, todos de antigüedades, piezas especificas que Camden había coleccionado durante la última década.

—Todas las piezas eran de un gran valor. Ocho de ellas fueron legadas a personas a quienes Camden había conocido durante largos años, la mayor parte de ellos durante sus primeros años en la diplomacia. Esas ocho personas se ajustan al molde de un viejo y valorado amigo. Leí la lista con Lucifer…

—Todos son coleccionistas conocidos, —dijo Lucifer—. Las piezas que recibieron se ajustan perfectamente a sus colecciones. Por lo que vi en la casa de la Media Luna, aquellos legados no dejaron vacíos en la colección de Camden. Es evidente que consideró las piezas como obsequios desde un principio, así que no es de sorprender que aparezcan en su testamento.

—Luego, —prosiguió Gabriel—, pregunté discretamente y confirmé que ninguna de estas ocho personas está necesitada de dinero.

—Ninguna tiene tampoco la reputación de aquellos a los que llamo «coleccionistas furibundos» —agregó Lucifer.

—Entonces, ocho de los legados tienen sentido y no suscitan ninguna suspicacia —dijo Michael—. ¿Qué pasa con el noveno?

—Allí es donde las cosas se ponen interesantes. —Gabriel encontró los ojos de Michael—. En la primera lectura, no aprecié su importancia. El noveno legado se describe como un conjunto de escritorio de la época de Luis XIV: era el conjunto de escritorio de Luis XIV. Vale una fortuna considerable.

—¿Quién es el noveno legatario? —preguntó Diablo.

Gabriel lo miró.

—Aparece como T. M. C. Danvers.

—¿Breckenridge? —preguntó Michael asombrado—. ¿También es un coleccionista?

—No, —respondió Lucifer un poco sombrío—. No es un coleccionista en absoluto.

—Pero sabes de él, —dijo Gabriel—. Busqué en todas partes, pero no pude hallar ninguna conexión entre Camden Sutcliffe y Breckenridge, aparte de que, por alguna razón, se conocían.

—Caro dijo que se habían conocido por más de treinta años, toda la vida de Breckenridge. —Michael frunció el ceño—. Le ha dado a Breckenridge las cartas de Camden para que las lea, le ha explicado qué buscamos. —Miró a los otros—. Confía en él completamente.

La forma en que fruncieron el ceño afirmó que, al igual que él, ellos pensaban que Caro no debía confiar en una persona de la clase de Breckenridge.

—¿Explicó cuál era la conexión entre Sutcliffe y Breckenridge? —preguntó Diablo.

—No, pero no es a través de los círculos políticos o diplomáticos, yo lo sabría si Breckenridge fuese una persona asociada con en ellos, y no lo está. —Michael sintió que sus facciones se endurecían—. Se lo preguntaré. —Miró a Gabriel—. Si no es un coleccionista, ¿podría ser el dinero la motivación?

Gabriel hizo una mueca.

—Me agradaría poder decir que sí, pero todas las respuestas que he obtenido dicen lo contrario. Breckenridge es el heredero de Brunswick, y Brunswick es tan sólido financieramente como la roca del proverbio. En lo que se refiere al dinero, Breckenridge es hijo de su padre; sus inversiones son sólidas, incluso algo conservadoras para mi gusto, y sus ingresos exceden por mucho sus gastos. Breckenridge ciertamente tiene un vicio, pero no son las mesas de juego, sino las mujeres; e incluso en ese caso, tiene cuidado. No pude encontrar el más mínimo indicio de que alguna arpía lo tenga atrapado, mucho menos hasta el punto de chantajearlo.

Diablo murmuró.

—Por lo que he escuchado, Breckenridge es considerado como un hombre a quien no se debe irritar. No parece haber razón alguna para considerarlo un chantajista, pero tampoco lo puedo imaginar como víctima de un chantaje.

—¿Obligado a actuar como un peón para chantajear a Sutcliffe? —preguntó Lucifer.

Diablo asintió.

—Muy poco probable, creo.

—Entonces, lo que tenemos es a un noble que no tiene ninguna conexión explicable con Sutcliffe, a quien este lega una fortuna disfrazada pero apreciable en su testamento. —Michael hizo una pausa, luego agregó—. Tiene que haber una razón.

—Seguramente, —dijo Diablo—. Aun cuando sabemos que los portugueses intentan eliminar algo del pasado de Camden, y podemos presumir que intentan silenciar de manera permanente a Caro, existe la posibilidad de que los ataques contra su vida provengan de algo completamente diferente.

—Como los tesoros de Sutcliffe. —Lucifer se puso de pie—. Debemos averiguar cuál es la conexión entre Sutcliffe y Breckenridge lo más rápidamente posible.

—Caro sabe cual es. —Michael se levantó, al igual que los otros; los miró—. Iré a preguntárselo.

Diablo le palmoteo la espalda cuando se volvieron hacia la puerta.

—Si hay algo potencialmente peligroso, háznoslo saber.

Michael asintió.

Lucifer abrió la puerta, en el momento en que se acercaba Honoria. Se detuvo en el pasillo, mirando a cada uno con sus ojos de avellana.

—Buenas tardes, caballeros. —Su tono era el de una gran dama—. ¿Qué tenemos aquí?

Diablo sonrió.

—Oh, aquí estás. —Subrepticiamente, golpeó ligeramente a Michael en la espalda.

Michael avanzó; Honoria retrocedió, para darle paso.

Diablo eficientemente sacó a Gabriel y a Lucifer por la puerta, hacia la libertad.

—Te iba a buscar para contarte las noticias que tenemos.

Michael miró hacia atrás mientras él, Gabriel y Lucifer se retiraban por el pasillo; la mirada de su hermana era de extrema incredulidad. Lo mostraba la forma como dijo:

—¿Ciertamente?

Mientras giraban hacia el recibo principal, escucharon responder a Diablo mansamente.

—Ven, te lo diré.

Podían imaginar la sonrisa desdeñosa de Honoria, pero un instante después, escucharon que se cerraba la puerta del estudio.

Deteniéndose a la entrada, intercambiaron miradas.

—Me pregunto cuánto le dirá —dijo Lucifer.

Gabriel sacudió la cabeza.

—Es algo sobre lo que no quisiera apostar.

Michael estuvo de acuerdo; con una sonrisa, se despidió de ellos, bajó las escaleras y se dirigió a la casa de Upper Grosvenor. Al reflexionar de nuevo en su misión, su sonrisa desapareció.

—Breckenridge. —Michael estaba delante de Caro, con una expresión impasible mientras la miraba.

Ella levantó la vista. Estaba instalada en una silla en el salón, con uno de los diarios de Camden en la mano. La casa estaba en silencio, deleitándose en el sol de la tarde.

Él leyó la sorpresa en sus ojos, ella no trató de ocultarla. Michael había entrado, se había inclinado para saludarla, había cerrado la puerta y dicho llanamente: «Breckenridge».

La tensión se adivinaba en sus hombros. Mirando a su alrededor, se acomodó en una silla frente a ella.

La última vez que había visto su rostro había sido al amanecer, y su expresión estaba relajada por la pasión saciada. Cerrando con calma el diario, preguntó:

—¿Qué pasa con Timothy?

El uso de su nombre lo enervó, pero Michael contuvo su reacción. Afirmó sombríamente.

—Dijiste que Breckenridge era un viejo amigo de Camden y que Camden confiaba en él, que su relación se remontaba a la época en que Breckenridge era un niño. —Encontró su mirada—. ¿Cuál era la base de esta relación?

Ella arqueó las cejas, aguardó…

Era como un escudo que se baja con reticencia; casi podía ver su deliberación, la subsiguiente sumisión consciente.

—Estábamos verificando los legados del testamento de Camden. —Le explicó la información que habían recolectado Gabriel y Lucifer, el informe de Diablo sobre los movimientos de Ferdinand, y su propia falta de éxito en averiguar qué era lo que buscaban los portugueses y por qué.

Ella lo escuchó sin hacer comentarios, pero cuando él explicó sus razonamientos, según los cuales los ataques contra su vida podrían provenir de la colección de Camden, se disponía a sacudir la cabeza, pero se detuvo.

Él vio, aguardó y luego arqueó una ceja.

Ella lo miró a los ojos, luego inclinó la cabeza.

—Aun cuando no puedo descartar la idea de que alguien pueda estar motivado por una de las piezas de la colección de Camden, puedo asegurarte y puedo estar absolutamente segura de que Breckenridge no está involucrado de ninguna manera, ni en algo ilícito relacionado con la colección de Camden, ni en los ataques contra mi vida.

Él estudió su rostro, buscó en sus ojos, luego, algo débilmente, preguntó:

—¿Tanto confías en él?

Ella sostuvo su mirada, luego extendió la mano, entrelazó sus dedos con los suyos, y los oprimió.

—Sé que no es fácil para ti aceptarlo o comprenderlo pero sí, sé que puedo confiar totalmente en Breckenridge.

Pasó un largo momento. Ella vio en sus ojos la decisión de aceptar sus palabras.

—¿Cuál —preguntó—, es o era la naturaleza de la relación entre Camden y Breckenridge?

—Es… la conexión continúa. Y aunque sé cuál es, me temo que, a pesar de lo mucho que lo deseo —dejó que sus ojos mostraran cuánto lo deseaba, que no era porque no confiara en él que se veía obligada a decir— no puedo decírtelo. Como lo has descubierto, la relación es un secreto, oculto del mundo por una multitud de buenas razones. No es mi secreto y por eso no lo puedo compartir.

Ella lo observó mientras él digería la respuesta… y decidió que tenía que aceptarla. Tenía que respetar la confianza que ella no estaba dispuesta a romper, ni siquiera por él. Tenía que confiar en que ella tuviera razón.

Centrando los ojos en ella, asintió.

—Está bien, entonces no es Breckenridge.

Su corazón se estremeció; no había advertido que su sencilla aceptación significara tanto, pero lo hacía. Sonrió.

Él se reclinó en la silla, sonrió lentamente también.

—¿Adónde hemos llegado con los diarios?

Ella no podía simplemente cambiar de idea y decir que se casaría con él. No después de la noche anterior, y de todo lo que ahora comprendía tanto de ella misma como de él.

Permanecieron en el salón y leyeron los diarios; aunque una parte de su mente seguía las descripciones que hacía Camden de las reuniones sociales, otra parte de ella seguía por otro rumbo.

Desde que se había despertado aquella mañana, lánguida y exhausta en el desastre de su cama, había estado evaluando de nuevo; cosa que no era de sorprender, dado el movimiento tectónico en el paisaje entre ellos ocasionado por la noche anterior. Causado por Michael. De manera deliberada.

Ella trató de decirse a sí misma que él no se proponía hacerlo. Que no le importaba realmente.

Una mirada a los moretones que tenía en las piernas, la evidencia perdurable de la intensidad que se había apoderado de él, le había traído a la mente el poder que lo animaba, que la atrapaba y la dominaba a ella también cuando estaban juntos.

Lo había sentido, experimentado, reconocido; sabía que no era inventado ni falso. En efecto, cuando se encontraba en su poder, era imposible ser falso, actuar falsamente, al menos entre ellos. Creían en él, creía que, entre ellos, ese poder existía, sencillamente era. Al recordar sus palabras, el fervor, la certeza con la que había hecho sus declaraciones, ella había llegado a creer también en ellas.

Él no hizo ninguna referencia a su decisión. Parecía haberse convertido en parte de él; evidentemente, no necesitaba tratar de persuadirla. Le había dicho todo lo que necesitaba decirle.

Todo lo que ella necesitaba saber.

Levantando la mirada, vio que Michael volvía una página y continuaba leyendo. Durante un largo momento, estudió su rostro, absorbió su fuerza, la confiabilidad y la firmeza que eran parte de él al punto que apenas se advertía, y luego bajó la mirada.

Aún faltaba algo en su ecuación. Ambos estaban en territorio desconocido; ninguno de ellos había recorrido antes este camino. No sabía qué era lo que aún faltaba por manifestarse entre ellos, pero sus instintos, instintos que tenía demasiada experiencia como para desconocer, le aseguraban que había algo más. Algo que aún les hacía falta y que necesitaban tener, hallar, asegurar, si su relación, la relación que ambos querían y necesitaba, había de florecer.

Esto último era ahora su objetivo. Al dejarla en libertad de tomar su propia decisión, le había dado la oportunidad de hacer todo bien. Más aún, le había revelado la importancia que tenía para él el que su relación fuese sólida y bien fundamentada.

Así que no perdería la cabeza, aprovecharía la oportunidad que él había creado. Aguardaría y seguiría buscando hasta encontrar aquella pieza fundamental; él le había dado la fuerza necesaria para mantenerse firme frente a la marea.

Habían ido a reportarse con Magnus y subían la escalera para cambiarse para la cena cuando entró Hammer al recibo. Levantando la vista, los vio.

—Señora Sutcliffe.

Se detuvieron en el rellano de la escalera. Con paso majestuoso. Hammer subió y luego, inclinándose, extendió su bandeja.

—Un muchacho ha entregado esto por la puerta de atrás. Supongo que no desea una respuesta, pues desapareció sin decir palabra.

—Gracias, Hammer. —Caro tomó la nota; tenía su nombre escrito en el frente. Mientras Hammer se retiraba, desdobló la hoja.

Miró los contenidos, y luego la alzó para que Michael pudiera leerla por encima de su hombro. Miró las palabras con más detenimiento, luego suspiró.

—¿Crees que sea alguien de la embajada portuguesa?

Michael consideró la escritura cuidadosa y la redacción, formal y diplomática.

Si la señora Sutcliffe desea saber la razón que ha motivado los extraños acontecimientos recientes, es invitada a reunirse con el autor de esta nota en su casa de la Media Luna esta noche a las ocho de la noche. Siempre y cuando la señora Sutcliffe venga sola o únicamente con el señor Anstruther-Wetherby como escolta, el autor está dispuesto a revelar todo lo que sabe. No obstante, si hay otras personas presentes, el autor no podrá correr el riesgo de presentarse y hablar.

La nota concluía con el habitual, Atentamente, etc., pero, como era de esperarse, no estaba firmada.

Caro bajó la nota y lo miró.

Él la dobló y la puso en su bolsillo.

—Sí, estoy de acuerdo parece como un asistente. —Encontró sus ojos—. Sligo, el mayordomo de Diablo, ha estado discretamente regando la voz de que buscamos información.

—Y aquí está. —Sostuvo su mirada—. ¿Iremos, verdad? Un asistente de embajada en mi casa, ¿ciertamente no es un gran riesgo?

Impasible, Michael señalo lo alto de la escalera. Caro se volvió y subió; él aprovechó el momento para reflexionar sobre su respuesta.

El instinto lo halaba hacia un lado, la experiencia y la evaluación de sentido común de Caro lo halaba en dirección opuesta. Aparte de todo lo demás, ya eran más de las siete; si alertaba a alguno de los Cynster, era poco probable que pudiera ocultarse cerca de la casa antes de las ocho.

Y si, por el contrario, eran vistos… no creía, al igual que no lo hacía Caro, que el presunto informante se presentara. Los juegos diplomáticos tenían reglas, como todos los otros; una muestra de confianza era esencial.

Habían llegado a lo alto de la escalera. Caro se detuvo y se volvió hacia él. Él la miró, leyó la pregunta en sus ojos, se inclinó brevemente.

—Iremos. Sólo tú y yo.

—Bien. —Ella miró su ligero traje de día—. Debo cambiarme.

Consultando su reloj, él asintió.

—Le diré a Magnus lo que ha sucedido y lo que haremos. Estaré en la biblioteca cuando estés preparada.

Veinte minutos antes de las ocho, un coche de alquiler los depositó ante la casa de la Media Luna. Subiendo las escaleras, Michael miró hacia ambos lados de la calle. Era bastante larga, el sector lo suficientemente a la moda para que, incluso en el verano a aquella hora, se detuvieran los coches frente a las casas y otros pasaran por la calle.

Había caballeros paseando, conversando, otros caminando, otros solos. Cualquier coche, cualquier transeúnte, podía ser el hombre que buscaban: era imposible saberlo.

Caro abrió la puerta principal; Michael la siguió al recibo, recordándose controlar su instinto de protección. Quien quiera que llegara probablemente no sería una amenaza, a menos que esto fuese una especie de trampa.

Al reconocer esta posibilidad, había aprovechado los pocos minutos que pasó con Magnus para refinar un plan y ponerlo en acción. Sligo, el antiguo ordenanza de Diablo y ahora su mayordomo, tenía maneras, medios y experiencia que superaban los de la mayor parte de los sirvientes; Michael no vaciló en mandarlo a buscar. Llegaría alrededor de las ocho y vigilaría desde afuera; incluso si lo vieran, nadie imaginaría que el delgado e inconspicuo hombre tuviera ninguna importancia.

En cuanto al interior de la casa… Michael asió con fuerza la cabeza de su bastón; la espada oculta en él era afilada como un estoque.

Caro abrió las dobles puertas que llevaban al salón.

Él la siguió, vio que se aproximaba a las ventanas.

—Deja las cortinas cerradas. —Aún había luz afuera—. Quienquiera que sea, no querrá correr el riesgo de que lo vean.

Caro lo miró, asintió. Dirigiéndose entonces a la consola, encendió dos candelabros de tres brazos. Las llamas ardieron, iluminando cálidamente la habitación. Dejando un candelabro sobre la consola, llevó el otro a la repisa de la chimenea.

—Así está bien, al menos podremos ver.

No estaba tan oscuro, pero la luz de las velas los reconfortaba.

Michael miró a su alrededor, y tuvo de nuevo la sensación de que la casa era una concha, preparada y aguardando a convertirse en un hogar. Miró a Caro…

Un ruido, como de madera contra piedra, llegó hasta ellos.

Los ojos de Caro ardieron. El desconcierto invadió su rostro.

—El ruido viene del primer piso, —susurró.

Con el rostro vacío de expresión, Michael se volvió y regresó al recibo. Abriendo la puerta giratoria al final, consideró por un instante ordenar a Caro que regresara y lo aguardara en el salón. Reconoció la futilidad de hacerlo; permanecer allí discutiendo no serviría de nada. Además, es posible que estuviera más segura a su lado.

El pasillo que había más allá de la puerta era estrecho y oscuro; era relativamente corto y terminaba en un ángulo de noventa grados. Un débil ruido venía del otro lado. Caminando con cuidado, en silencio, prosiguió.

La mano de Caro le tocaba la espalda; avanzando al frente de él, señaló hacia la derecha, luego caminó con los dedos hacia abajo: una escalera salía al otro lado de la esquina. Él asintió. Consideró sacar su espada, pero el sonido resonaría en el espacio cerrado y, si la cocina estaba debajo de la escalera… un estoque desnudo en un espacio limitado podía ser más peligroso que útil.

Apretando el bastón, se detuvo en la esquina; los sonidos que escuchaban abajo se habían convertido definitivamente en pasos.

Extendiendo la mano hacia atrás, encontró a Caro; al pasar al rellano al otro lado de la esquina, simultáneamente la detuvo.

El hombre que se encontraba en la parte de debajo de la escalera miró hacia arriba. La poca luz que entraba por sobre la claraboya encima de la puerta de atrás no llegaba a su rostro. Lo único que pudo saber Michael es que era alto, delgado y de anchos hombros, de cabello castaño, levemente rizado. No era Ferdinand, pero tampoco nadie que él conociera.

Por un tenso momento, se contemplaron fijamente.

Luego el intruso subió corriendo la escalera; con una maldición, Michael bajó entonces.

El hombre no había visto su bastón; Michael lo atravesó sobre su cuerpo, tratando de detener la asesina carrera del hombre con él y empujarlo de nuevo escaleras abajo. Ciertamente detuvo la embestida del hombre, pero tomó el bastón. Lucharon y luego ambos perdieron el equilibrio, cayendo por las escaleras.

Aterrizaron trenzados sobre las losas; ambos verificaron, cada uno supo instantáneamente que el otro no estaba incapacitado. Ambos se pusieron de pie de un salto. Michael lanzó un puñetazo, pero el otro lo detuvo; debió agacharse rápidamente para evitar un puño dirigido a su mandíbula.

Agarró al hombre; una furiosa lucha se siguió, ambos tratando de dar un golpe contundente. Débilmente, escuchó a Caro gritar algo; evitando otro golpe, estaba demasiado ocupado para prestarle atención.

Tanto él como su atacante pensaron en hacer tropezar al otro al mismo tiempo; se abalanzaron, pero la forma como se aferraban el uno al otro los mantuvo a ambos de pie…

El agua helada los golpeó. Lo empapó.

Con el aliento entrecortado, escupiendo, se separaron, sacándose furiosamente el agua de los ojos.

—¡Basta! ¡Ambos! ¡No se atrevan a golpearse!

Atónitos, miraron a Caro.

Con el balde de la señora Simms, ahora vacío en sus manos, los miró enojada.

—Permítanme presentarlos. Michael Anstruther-Wetherby… Timothy, Vizconde Breckenridge.

Se miraron con desconfianza.

Ella susurró, llena de frustración:

—¡Santo cielo! Estréchense la mano… ¡ahora!

Ambos la miraron, luego, con reticencia, Michael extendió la mano. Con igual reticencia, Timothy la tomó. Brevemente.

Michael lo miró fríamente.

—¿Qué hace usted aquí? —Habló suavemente, pero había una amenaza inequívoca en sus palabras.

Timothy lo estudió, luego la miró.

—Recibí una nota. Decía que estabas en peligro y que, si quería saber más acerca de ello, debía encontrarme con su autor aquí, a las ocho de la noche.

Era evidente que Michael no lo creía.

Con sus infalibles instintos comenzando a actuar de nuevo, Timothy la miró a ella y luego a Michael, luego entrecerró los ojos.

—¿Qué se proponen? ¿De qué se trata esto?

Su tono hubiera debido acabar con las sospechas de Michael; resonaba con la típica enojada preocupación masculina. Ella levantó la barbilla.

—Yo también recibí una nota, muy similar. Vinimos a encontrarnos con el autor. —Miró al otro lado de la cocina, al reloj que la señora Simms mantenía andando—. Faltan diez minutos para las ocho, y estamos aquí, discutiendo.

—Y ahora estamos mojados. —Inclinado la cabeza, Timothy se pasó las manos por los cabellos, sacudiéndolos.

Michael sacando el agua de sus hombros, no le quitaba los ojos de encima.

—¿Cómo entró?

Timothy lo miró. Aun cuando Caro no podía verlo, pudo imaginar su desdeñosa sonrisa mientras respondía suavemente.

—Tengo una llave, desde luego.

—¡Basta! —Lo miró furiosa; él intentó lucir inocente y, como de costumbre, no lo consiguió. Transfiriendo su mirada al rostro de piedra de Michael, explicó—. Hay una razón perfectamente adecuada.

Michael se mordió la lengua. El más famoso vividor de Londres tenía una llave de la casa de su futura esposa, y ella insistía en que esto tenía una explicación aceptable. Consiguió no sonreír con desdén. Con un gesto exagerado, indicó a Breckenridge que lo precediera por la escalera.

Con una expresión levemente divertida, Breckenridge subió y Michael lo siguió.

Caro había desaparecido. Cuando él y Breckenridge doblaron la esquina, ella salía, sin el cubo, de la habitación del ama de llaves; cerrando la puerta, los condujo de regreso al recibo principal.

—Espero que nuestro autor no haya llamado mientras estábamos en el primer piso. No estoy segura de que la campana aún funcione.

Miró a Timothy. Él sacudió la cabeza.

—Yo tampoco lo sé. No he pasado en mucho tiempo.

Michael digirió sus palabras mientras atravesaban el recibo y entraban al salón. Caro los condujo hacia la chimenea. Mientras la seguía, con Breckenridge a su lado, Michael era consciente de la mirada de Breckenridge que iba de Caro a él y otra vez a ella.

Se detuvieron en el borde de una alfombra exquisita delante de la chimenea; ambos aún goteaban.

Breckenridge estudiaba a Caro.

—No se lo has dicho, ¿verdad?

Ella arqueó las cejas, lo miró irritada.

—Desde luego que no. Es tu secreto. Si alguien lo dice, tendrás que ser tú.

Fue el turno de Michael de mirarlos; la interacción entre ellos se asemejaba más a la de él con Honoria que a la de dos amantes.

Arqueando las cejas, Breckenridge se puso frente a él, lo estudió serenamente y luego, pronunciando claramente, dijo:

—Como presumo que Caro tiene una razón para que lo sepa y como resulta difícil explicar mi presencia sin saberlo… Camden Sutcliffe fue quien me engendró. —La diversión destellaba en los ojos de Breckenridge; miró a Caro—. Lo cual hace de Caro mi… no estoy seguro. ¿Madrasta?

—Lo que sea, —dijo Caro con firmeza—. Eso explica tu relación con Camden, con esta casa y por qué te legó ese conjunto de escritorio.

Breckenridge arqueó las cejas. Miró a Michael con un poco más de respeto.

—Lo descubrió, ¿verdad?

Michael se negó a ceder.

—No había ninguna evidencia de una relación… —Se interrumpió cuando las cosas cayeron en su lugar.

Breckenridge sonrió.

—Ciertamente. No sólo se mantuvo en silencio, sino que fue completamente sepultada por ambas partes. Mi madre, que en paz descanse, estaba perfectamente satisfecha con su marido, pero en Camden encontró lo que siempre sostuvo que había sido el amor de su vida. Un amor que duró poco, pero… —Se encogió de hombros—. Mi madre siempre fue una persona pragmática. Camden era casado. La aventura ocurrió durante una breve visita a Lisboa. Mamá regresó a Inglaterra y dio a mi padre, quiero decir a Brunswick, su único hijo… Yo.

Pasando al lado de Michael, Breckenridge se dirigió a la consola, donde se encontraba una licorera. Miró a Michael, agitó los vasos. Michael negó con la cabeza. Breckenridge se sirvió un trago.

—Aparte de las consideraciones obvias, estaba el hecho de que, a no ser por mí, como heredero de Brunswick, el título y las propiedades revertirían a la Corona, lo cual no beneficiaría a nadie, salvo al tesoro real.

Hizo una pausa para beber el brandy.

—Mi padre, sin embargo, es muy estricto; si lo supiera, podría sentirse obligado a desconocerme, sacrificándose a sí mismo, a la familia y a mí. No, debo agregar, que la decisión fuese nunca mía, fue tomada por mí por mi madre. Ella, sin embargo, le informó a Camden de mi nacimiento. Como él no tenía más hijos, se mantuvo informado de mis progresos, aunque siempre a distancia. Hasta cuando cumplí dieciséis años.

Breckenridge bajó la vista, bebió y prosiguió:

—Mi madre me acompañó a una gira por Portugal. En Lisboa, nos encontramos a solas con Camden Sutcliffe, el famoso embajador. Ambos me dijeron que él era mi padre. —Una leve sonrisa apareció en sus labios—. Desde luego, yo nunca lo consideré como tal; para mí, Brunswick es y siempre será mi padre. No obstante, el saber que era Camden quien me había engendrado explicó muchas cosas que, hasta entonces, no eran fáciles de comprender. Y aun cuando Camden sabía que mi lealtad filial estaba con Brunswick, y debo reconocerle que nunca trató de cambiar esto, siempre se mostró interesado en mi bienestar. Nunca me incliné por la vida política o diplomática, me proponía suceder a Brunswick y continuar alimentando todo aquello por lo que él y sus antepasados habían trabajado. A pesar de eso, Camden era… tan dedicado como se lo permitía su forma de ser.

La mirada de Breckenridge se hizo distante.

—Visité Lisboa con frecuencia hasta la muerte de Camden. Llegar a conocerlo, aprender sobre él, me enseño mucho. —Vació su vaso, luego miró a Michael—. Acerca de mí mismo. —Se volvió para poner el vaso sobre la repisa de la chimenea cuando el reloj dio las ocho.

Era un reloj grande; sus campanadas resonaron por la habitación.

Se miraron.

Caro advirtió que la puerta del salón se cerraba.

Se enderezó, sorprendida. Ambos hombres lo notaron y giraron.

Muriel Hedderwick salió de las sombras; la puerta a medio cerrar la había mantenido oculta hasta entonces.

Caro la miró fijamente, literalmente sin saber qué pensar. Muriel avanzó lentamente, con una sonrisa en los labios. Al llegar a la mitad del salón, se detuvo y levantó el brazo. Sostenía una de las pistolas de duelo de Camden; la apuntó, firmemente, a Caro.

Al fin. —Las palabras detentaban una riqueza de sentimiento; el odio que resonaba en ellas era tan intenso que los dejó en silencio.

Los oscuros ojos de Muriel brillaban con transparente satisfacción mientras los miraba.

—Finalmente, tengo a las dos personas que más odio en el mundo a mi merced.

Michael se movió para enfrentarla, acercándose simultáneamente a Caro.

—¿Por qué me odia?

—¡A usted no! —La expresión de Muriel era desdeñosa—. ¡A ellos! —Con la barbilla, indicó a Caro y a Breckenridge; la pistola no se movió—. A quienes se apoderaron de lo que, por derecho, ¡era mío!

Un fanatismo evangélico resonaba en su voz. Muriel miró a Breckenridge, captó su mirada igualmente atónita.

Caro dio un paso adelante.

—Muriel…

¡No! —El rugido estalló por toda la habitación. Muriel lanzó a Caro una mirada brillante de ira. Breckenridge aprovechó el momento para alejarse; Michael adivinó lo que se proponía hacer, no le agradaban las posibilidades, pero no podía pensar en un plan mejor.

—No me digas que lo he comprendido todo mal… ¡no trates de explicarlo! —La furia de Muriel se convertía en sarcasmo.

—Yo sólo la he conocido de pasada. —Breckenridge atrajo su atención—. Apenas la conozco. ¿Cómo habría podido hacerle daño?

Muriel le enseñó los dientes.

—Tu eras su hijo de ojos brillantes. —Escupió las palabras—. Él te quería… te hablaba. ¡Te reconoció!

Breckenridge frunció el ceño.

—¿Camden? ¿Qué tiene él que decir sobre esto?

—Nada, es demasiado tarde para que él repare el daño que hizo. Pero también era mi padre, y tendré lo que me pertenece.

Michael miró a Caro, vio su conmoción, su consternación.

—Muriel…

¡No! —Los ojos de Muriel brillaron de nuevo, esta vez con patente malicia—. ¿Crees que lo estoy inventando? ¿Que tu querido Camden no se acostó con su cuñada? —Lanzó una mirada a Breckenridge; sonrió—. Ves, él sabe que es verdad.

Caro miró a Timothy; él encontró por un instante sus ojos. Apretando los labios, miró de nuevo a Muriel.

—Así tendrían sentido las referencias que hay en las cartas de la esposa de George a Camden.

Muriel asintió.

—En efecto, mi madre le anunció a Camden mi nacimiento, nunca quiso a George; fue a Camden a quien adoró. Le dio dos hijos a George, luego Camden vino a casa a enterrar a su primera esposa. Era un momento perfecto, o al menos ella lo creyó así, pero él se caso con Helen y regresó a Lisboa, y yo nací en la mansión Sutcliffe. —Muriel gruño a Timothy—. ¡Yo! Soy la hija mayor de Camden, pero él nunca me prestó atención, nada. Nunca siquiera me habló como si fuese suya… ¡siempre me trató como la hija de George!

Sus ojos destellaban.

—Pero no lo era, ¿verdad? Era su hija.

—¿Cómo te enteraste de mí? —preguntó Timothy. Parecía sólo interesado, como si no le concerniera.

Caro miró la pistola que sostenía Muriel en la mano; permanecía perfectamente firme, apuntándole al corazón. Era una de un par. Esperaba que Timothy y Michael lo notaran; conocía a Muriel, era una tiradora excelente y lo había planeado todo con cuidado. Había hecho que se encontraran allí los tres; no los habría enfrentado con una sola pistola, y mantenía la otra mano fuera de la vista.

—Viniste a ofrecer tus condolencias cuando Helen murió. Te vi caminando con Camden por los jardines. No te parecías tanto a él —Muriel sonrió con desdén— excepto de perfil. Vi entonces la verdad. Si Camden podía acostarse con su cuñada, ¿por qué no con otras mujeres? Pero a mí no me importaba, no entonces; estaba convencida de que, finalmente, ahora que había perdido a Helen y era viejo, después de todo, finalmente Camden me abriría los brazos. No me importaba que me llamara su sobrina en lugar de su hija, pero me había preparado para asumir esa posición. —Muriel levantó la barbilla—. Estaba excelentemente preparada para desempeñarme como su anfitriona en la embajada.

Lentamente, su mirada se volvió hacia Caro; la intención asesina que contorsionaba sus facciones hizo que tanto Timothy como Michael se irguieran, luchando contra el instinto de acercarse más a ella para protegerla.

—Pero, en lugar de eso —las palabras eran profundas, ardían con una violencia apenas contenida; el pecho de Muriel se sacudía— atrajiste su mirada. Corría detrás de ti… ¡una joven menor que su propia hija, y sin ninguna experiencia! No me hablaba, se negó a hablar conmigo. Se casó contigo, y te hizo su anfitriona ¡en mi lugar!

La ira emanaba de Muriel, temblaba físicamente; sin embargo, la pistola seguía apuntando firmemente.

—Durante años… ¡años!, lo único que escucho es qué maravillosa eres, no sólo de parte de Camden, ¡sino de todos! Incluso ahora, llegas caída del cielo, y todas las damas de la Asociación de Damas caen a tus pies. De lo único que hablan es de tus maravillosas ideas, de qué hábil eres… se olvidan de mí, pero yo soy la única que hace todo el trabajo duro. Yo soy la que siempre hago todo bien, ¡pero tú siempre me robas mi gloria!

Su voz se había elevado a un chillido. Caro estaba tan afectada que apenas podía resistir el odio que destilaban las palabras de Muriel.

—Al regresar de la reunión en Fordingham, me harté. Advertí que tenía que deshacerme de ti. Confisqué la honda de Jimmy Bings y su bolsa de petardos el día anterior; estaban en el suelo de mi calesa cuando te seguí a casa. No pensé en ella hasta que giraste hacia la casa de Michael; era la oportunidad perfecta, obviamente, algo que debía suceder.

La mirada de Muriel se movió hacia Michael.

—Pero tú la salvaste. No pensé que importara, había otras maneras, probablemente mejores. Contraté a dos pescadores para que la secuestraran y se deshicieran de ella, pero tú la demoraste y tomaron a la señorita Trice en su lugar. Después de esto, ya no confié en nadie más. La habría matado en el bazar, pero otra vez, la salvaste justo a tiempo.

Muriel lo miró furiosa; con una expresión de piedra, Michael sostuvo su mirada, consciente de que, a su derecha, Breckenridge se alejaba un poco más.

—Y luego aserré la balaustrada sobre la presa. Debió haberse ahogado, pero otra vez, ¡la salvaste! —Sus ojos destellaban—. ¡Eres un fastidio! —Miró a Caro—. ¿Y por qué no viniste a la reunión que había organizado para ti? Desde luego, no habrías encontrado al comité de promoción, sino a otras personas que yo había contratado, pero nunca llegaste.

Extrañamente, Muriel parecía calmarse; sus labios se fruncieron en una parodia de sonrisa.

—Pero te perdono por eso. Gracias a eso, vine aquí y miré todo. Había hecho una copia de las llaves hace años, pero nunca la había usado. —Sus oscuros ojos ardían; se enderezó—. En cuanto vi este lugar, decidí que debía ser mío. Yo lo merecía, yo merecía su amor, pero él te lo dio a ti. Ahora lo quiero.

Breckenridge avanzó un paso más.

Muriel lo advirtió. Comprendió lo que estaba haciendo.

Todo se hizo más lento. Michael vio que parpadeaba. Vio su decisión de disparar a sangre fría, sabía que Muriel era una excelente tiradora.

Sabía, con certeza, que en segundos Breckenridge estaría muerto. Breckenridge, por quien Caro sentía tanto afecto, que, sin culpa alguna de su parte, se había convertido en el blanco del odio de Muriel. Y su muerte no cambiaría nada; Muriel seguramente tendría la segunda pistola cargada y preparada.

No fue consciente de tomar una decisión; se lanzó sobre Breckenridge. Lo derribó por tierra cuando Muriel descargó la pistola.

Caro gritó.

Cayeron al suelo. Michael notó el estremecimiento de Breckenridge, la bala lo había alcanzado; pero luego su propia cabeza golpeó contra la pesada pata de hierro de un diván elegante. La luz explotó en su cráneo.

El dolor le siguió, bañándolo en una ola nauseabunda.

Sombríamente, se aferró a su conciencia; no había planeado esto, no se proponía dejar que Caro enfrentara a Muriel y a aquella segunda pistola sola…

Sintió que Caro se inclinaba sobre ellos; se había lanzado a su lado de rodillas. Sus dedos tocaban su rostro, palpaban debajo de la corbata, tratando de oír su pulso. Luego deshizo su corbata.

A través de una fría niebla, la escuchó decir:

—Muriel, por amor de Dios, ¡ayúdame! Está sangrando.

Por un momento dudó, pero era a Breckenridge a quien Caro se refería. Se movió para ayudarlo, para tratar de contener una herida, dónde no lo sabía. Intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. El dolor azotaba sus sentidos; la inconsciencia negra se acercaba, abatiendo su voluntad.

—Detente. —La voz de Muriel era más fría que el hielo—. Ahora mismo, Caro, te lo digo en serio.

Caro se detuvo, se paralizó. Luego dijo quedamente.

—No tiene sentido matar a Michael.

—No, tienes razón. Sólo mataré a Michael si no haces lo que te diga.

Siguió una pausa. Caro preguntó:

—¿Qué quieres que haga?

—Te dije que quería esta casa, así que debes hacer un nuevo testamento. Aguarda con un abogado en su oficina, en el número 31 de Horseferry Road. El señor Atkins, no te molestes en pedirle ayuda. No te ayudará. Una vez que firmes el testamento que él ha redactado para ti, él y su ayudante serán testigos, te dará un objeto para indicarme que todo se ha hecho como yo lo deseaba. Si deseas que Michael viva, debes traerme ese objeto —Muriel hizo una pausa—, antes de las nueve y media.

Michael quería asegurarse de que Caro supiera que Muriel nunca le permitiría vivir, pero la ola negra lo estaba arrastrando.

Pero Muriel había pensado en eso también.

—No debes preocuparte de que mate a Michael si haces lo que digo, sólo quiero lo que es mío por derecho, y cuando todo termine, cuando estés muerta, no será una amenaza para mí; te sepultará a ti y a Breckenridge y me dejará partir, porque si no lo hace dañará y herirá a muchas otras personas. A Brunswick y a su familia, a George y a mis hermanos, a sus familias; si Michael me delata, las víctimas del legado de Camden sólo aumentarán.

La memoria regresó por un segundo; tenían una oportunidad, aunque no muy buena; sin embargo, lo único que pudo hacer fue desear con todo su corazón que Caro tomara el camino correcto. Ella tocó su mejilla; él sintió que se incorporaba. Luego la ola negra penetró su escudo, se vertió sobre él y lo arrastró consigo.