SI Michael había estado silencioso camino a casa de los Osterley, Caro estuvo callada, sumida en sus pensamientos, todo el camino de regreso a casa. Michael también parecía absorto, aparentemente pensando en su inminente nombramiento; esta posibilidad hizo que sus pensamientos se agitaran aún más.
Al llegar a Upper Grosvenor, subieron las escaleras. Magnus había partido de casa de los Osterley una hora antes que ellos; todo estaba en silencio. Con un leve toque en su mano, Michael se separó de ella en la puerta de su recámara y se dirigió a su habitación para desvestirse.
Caro entró a su recámara. Fenella saltó de la silla donde había estado dormitando y acudió a ayudarla. Por primera vez desde que había llegado a Upper Grosvenor, Caro se aferraba a los momentos, dejaba que transcurrieran lentamente; Michael no vendría a reunirse con ella hasta que no escuchara los pasos de Fenella dirigiéndose a la escalera de servicio.
Caro tenía tanto en qué pensar; todo parecía abrumarla a la vez; sin embargo, sabía en realidad que no era así. Había estado evaluando de nuevo durante días, incluso semanas, desde que Michael tan definitivamente había dejado en sus manos la decisión acerca de si debían casarse. No había abandonado su objetivo, sino que había reconocido el derecho que ella tenía de elegir su propia vida. Había puesto deliberadamente las riendas de su relación en sus manos, y cerrado sus dedos sobre ellas.
Ella no había apreciado plenamente hasta unas pocas horas antes que, con plena conciencia y ciertamente, hasta entonces con inmutable decisión, le había entregado también las riendas de su carrera.
Vestida con una camisa de dormir diáfana cubierta por una bata de seda apenas lo suficientemente opaca para ser decente, caminó hasta la ventana, mirando hacia el jardín de atrás mientras Fenella ponía sus cosas en orden.
Deliberadamente, miró hacia el futuro; consideró si debía sencillamente aceptar y dejar que la marea la arrastrara. Imaginó, sopesó, recordó todo lo que Theresa Obaldestone le había dicho, todo lo que había visto y comprendido aquella noche, antes de suspirar y rechazar ese rumbo. Su resistencia era demasiado arraigada, las cicatrices demasiado profundas para seguir ese camino… no quería pasar por eso otra vez.
Había sido tan equivocado la última vez.
Sin embargo, ya no se oponía al matrimonio, al menos con Michael. Si tenían tiempo, tiempo suficiente para que ella estuviese segura de que lo que los unía era lo que ella creía, que aquel algo indefinible era tan fuerte; y más importante aún, tan perdurable como ella creía que podría serlo, entonces sí, podía verse felizmente convertida en su esposa.
No había ningún otro impedimento, sólo ella y las lecciones que el destino le había enseñado.
Sólo sus recuerdos y sus efectos imposibles de erradicar.
No podía, de nuevo, aceptar un matrimonio irreflexivamente. No podía permitir ser arrastrada a hacerlo con nada más que una esperanza como garantía. La primera vez se había sumido en ello alegremente y había dejado que la marea la llevara consigo; la había dejado en una playa que no sentía deseos de visitar otra vez.
No que su vida con Camden hubiera sido dura; nunca le faltaron riquezas materiales. Sin embargo, había estado tan sola. Su matrimonio había sido una concha vacía, al igual que la casa de la Media Luna. Era por eso que continuamente evitaba su regreso a ella; porque, a pesar de su belleza, de estar llena de objetos costosos, sencillamente no había nada allí.
Nada de importancia. Nada sobre lo cual pudiera construirse una vida.
Apenas advirtió que Fenella le hacía una reverencia; despidió a la mucama con un gesto distraído.
No sabía aún si podía tener fe y avanzar. Si el amor —y sí, pensaba que era amor— que había crecido entre ella y Michael perduraba, vivía y crecía hasta ser lo suficientemente fuerte como para convertirse en la piedra angular de su futuro, en lugar de disiparse como niebla en un mes, como había sucedido con Camden.
Y, esta vez, el riesgo era mucho más grande. La fascinación de jovencita que había sentido por Camden, aun cuando hubiera podido crecer hasta convertirse en algo más con el transcurso del tiempo, no era nada, comparada con lo que ahora, a los veintiocho años, sentía por Michael. La comparación era ridícula.
Si dejaba que la marea la llevara esta vez, y el navío de su amor naufragaba, el naufragio la devastaría. Le dejaría cicatrices mucho más profundas de las que había dejado el hecho de que Camden se apartara de ella pocos días después de su matrimonio.
Escuchó el picaporte. Volviéndose, a través de las sombras vio que Michael entraba y cerraba la puerta. Vio como avanzaba fácil y confiado, hacia ella.
Sólo podía hacer una cosa.
Se enderezó, levantó la cabeza. Fijó su mirada en sus ojos.
—Debo hablar contigo.
Michael aminoró el paso. Una única vela ardía al lado de la cama, demasiado lejos como para iluminar sus ojos; sin embargo, su actitud lo previno; ella no esperaba que le agradara lo que tenía que decirle. Deteniéndose delante de ella, examinó su rostro, no pudo encontrar en su expresión nada más que una implacable decisión. Arqueó las cejas.
—¿Acerca de qué?
—De nosotros. —Con su mirada en sus ojos, inhaló profundamente, vaciló. Luego habló, con un tono implacablemente monótono—. Cuando nos acercamos por primera vez, me dijiste que si nos casábamos o no era exclusivamente decisión mía. Acepté que lo decías con sinceridad. Sabía que te habían urgido a casarte para permitir tu nombramiento en el Ministerio, supuse que eso significaba, como usualmente lo haría, que anunciarías tu compromiso en octubre.
Suspirando profundamente, cruzando los brazos, miró hacia abajo.
—Esta noche, escuché que la renuncia de Canning es inminente, lo cual hace urgente su reemplazo. —Ella levantó la vista—. Sabes que debes casarte a mediados de septiembre a más tardar.
Él sostuvo su mirada por un momento, luego replicó.
—Yo tampoco lo supe hasta esta noche.
Para alivio suyo, ella inclinó la cabeza.
—Sí, bien… con independencia de ello, ahora tenemos un problema. —Antes de que él pudiera preguntarle cuál, ella suspiró profundamente, se volvió hacia la ventana, y dijo—. No sé si yo puedo.
No tuvo que preguntarle qué quería decir. Una mano de hierro había aferrado sus entrañas… sin embargo, parecía que ella no había descartado un compromiso para octubre… La fría tensión se disolvió; renació la esperanza, pero… no estaba seguro de qué sucedía.
Moviéndose, se reclinó contra el marco de la ventana para poder ver mejor su rostro iluminado por la débil luz de la luna que se filtraba a la habitación.
Ella estaba tensa, sí, pero no alterada. Fruncía el ceño, apretaba los labios; parecía luchar con un problema insuperable. Esta comprensión lo hizo reflexionar. Con un tono calmado, sin agresividad, preguntó:
—¿Por qué no?
Ella lo miró por un instante, luego miró al frente. Luego dijo:
—Te dije que Camden —hizo un gesto— me hizo perder la cabeza. Sin embargo, incluso entonces, yo no era una completa idiota, tenía mis reservas. Quería más tiempo para estar segura de mis sentimientos y de los de él, pero él tenía que casarse en menos de dos meses y regresar a su cargo. Yo dejé que me persuadiera… permití que me llevara. Y ahora, once años más tarde, estoy considerando casarme con otro político; y, de nuevo, debido a la presión de los acontecimientos políticos, tengo que aceptar sencillamente que todo es perfecto, tan bueno como parece.
Suspiró de nuevo; esta vez, tembló.
—Te quiero… muchísimo. Sabes que te quiero. Pero ni siquiera por ti, ni siquiera por lo que podría ser, cometeré la misma locura otra vez.
Él vio el problema; ella lo confirmó.
—No permitiré que mi decisión sea un resultado de las circunstancias. Esta vez, soy yo quien debe tomarla, tengo que estar segura.
—¿Qué te dijo Harriet?
Ella lo miró.
—Sólo que Canning se retiraba, el tiempo. —Frunció el ceño, siguiendo sus pensamientos—. No me presionó; ni ella, ni nadie más. —Mirando hacia el jardín, suspiró—. No es la gente la que me ha estado persuadiendo esta vez; es todo lo demás. Todas las cosas tangibles y no tan tangibles: la posición, el papel, las posibilidades. Puedo ver que todo encaja… pero la última vez también parecía hacerlo.
Él estaba tanteando su camino. Mirándola, consideró que estaba lo suficientemente calmada como para preguntar:
—¿No estarás imaginando, no me sugerirás, que busque a otra persona como esposa?
Ella apretó los labios. Durante un largo momento, no respondió; luego dijo:
—Debería hacerlo.
—¿Pero no lo harás?
Ella exhaló. Aún sin mirarlo, dijo quedamente:
—No quiero que te cases con nadie más.
El alivio lo invadió. Hasta ahí, las cosas iban bien…
—¡Pero ese no es el punto! —Abruptamente, se pasó los dedos por los cabellos, luego se apartó de la ventana—. ¡Tú tienes que casarte dentro de unas pocas semanas, así que yo tengo que decidirme, y no puedo hacerlo! ¡No así!
Él tomó su mano antes de que pudiera atravesar corriendo la habitación. En el momento en que la tocó, advirtió que estaba más tensa de lo que parecía, sus nervios estaban mucho más tirantes.
—Lo que quieres decir es que aún no.
Sus ojos, límpidos como la plata, se fijaron en los suyos.
—¡Lo que quiero decir es que no puedo prometer que en unas pocas semanas aceptaré alegremente ser tu novia! —Sostuvo su mirada, sin velos, sin escudos, si nada que ocultara la perturbación, próxima a la angustia, de su mente—. No puedo decir que sí —sacudió la cabeza, casi susurrando—, y no quiero decir que no.
Súbitamente la vio, la respuesta a su pregunta más urgente. Qué era la cosa realmente más importante para ella. Esta revelación lo cegó por un instante, pero luego parpadeó, se concentró otra vez. En ella. Con los ojos fijos en los de Caro, con la mano en la suya, la atrajo hacia sí.
—No tendrás que decir que no. —Antes de que ella pudiera discutir, prosiguió—. No tendrás que declarar tu decisión hasta que estés preparada para hacerlo, hasta que la hayas tomado.
La acercó más; reticente, con el ceño fruncido, ella se aproximó.
—Pero…
—Te lo dije desde el principio: sin presiones, sin persuasiones. Es tu decisión, y es sólo tuya. —Finalmente vio la verdad, lo vio todo; suspirando, la miró a los ojos—. Quiero que tú tomes esa decisión, entre nosotros no hay un reloj de arena que se consume. —Levantó su mano a sus labios, la besó—. Es importante esta vez, para ti, para mí, para nosotros, que seas tú quien tome esa decisión.
Acaba de comprender qué vital, qué esencial era aquello, no sólo para ella, sino también para él. Podía ser su compromiso lo que ella ponía en duda pero, a menos que ella tomara la decisión, activamente y no en razón de las circunstancias, él nunca estaría seguro tampoco de su compromiso.
—Haré cualquier cosa, daré cualquier cosa, para permitirte decidir. —Su voz se hizo más profunda, cada palabra más intensa—. Quiero saber que has aceptado a sabiendas, que has elegido activamente ser mi esposa, unir tu vida a la mía.
Ella estudió sus ojos; la confusión inundó los de ella.
—No comprendo.
Sus labios se fruncieron, irónicos.
—No me importa el nombramiento.
Los ojos de Caro ardieron; intentó retroceder, como si él estuviese bromeando. Él la tomó por la cintura, la sostuvo.
—No, sé lo que estoy diciendo. —Atrapó su mirada, sintió que sus labios se apretaban—. Lo digo en serio.
—Pero… —Sorprendida, buscó en sus ojos—. Eres un político, se trata de un puesto en el gabinete…
—Sí, está bien; sí me importa, pero… —Respiró profundamente, cerró los ojos un momento. Tenía que explicárselo, y hacerlo bien; de lo contrario, ella no lo comprendería, no lo creería. Abriendo los ojos, miró los de ella—. Soy un político… lo llevo en la sangre; entonces sí, el éxito en ese campo es importante para mí. Pero ser un político es sólo una parte de mi vida, y no es la parte más importante. La otra parte de mi vida, la otra mitad de ella, es…
Ella frunció el ceño. Él prosiguió:
—La otra parte, la parte más importante… piensa en Diablo. Pasa su vida manejando un ducado, pero la razón por la cual lo hace, lo que le da un propósito a su vida, es la otra parte de ella. Honoria, su familia, ambos inmediatos y más amplios. Es por eso que hace lo que hace, es allí de donde proviene el propósito, la razón de ser de su vida.
Caro parpadeó, estudió sus ojos.
—¿Y tú? —Por la tensión que sintió surgir en él, veía que no estaba disfrutando la conversación, pero estaba seriamente decidido a llevarla hasta el fin.
—Lo mismo vale para mí. Necesito… te necesito a ti, una familia, que me ancle, que me dé una base, un fundamento, el sentido de un propósito personal. Te quiero como esposa, quiero tener hijos contigo, hacer un hogar contigo, fundar una familia contigo. Eso es lo que necesito… y lo sé. —Apretó los labios, pero continuó—. Si debo renunciar a esta oportunidad que se me presenta en el Ministerio de Relaciones, si es el precio que debo pagar por tenerte como esposa, lo pagaré gustosamente. El puesto no me importa tanto como tú.
Ella lo miró a los ojos; a pesar de buscar intensamente, lo único que pudo ver fue una brutal honestidad.
—¿Realmente significo tanto para ti? —No fue sólo una sorpresa, sino algo que sobrepasaba sus más locos sueños.
Él sostuvo su mirada, y luego dijo quedamente.
—Mi carrera está en la periferia de mi vida… tú estás en el centro de ella. Sin ti, el resto no tiene sentido.
Esta admisión se suspendió entre ellos, desnuda y clara.
Ella se sintió obligada a preguntar:
—¿Tu abuelo… tu tía?
—Extrañamente, creo que comprenderán. Al menos Magnus lo hará.
Ella vaciló, pero tenía que preguntarlo:
—¿Realmente me quieres tanto?
Él apretó los dientes.
—Te necesito tanto. —La intensidad de las palabras lo sacudió a él tanto como a ella.
—Yo… —miró sus ojos azules—, no sé qué decir.
Él la soltó.
—No tienes que decir nada todavía. —Levantando las manos, enmarcó su rostro. Dejó que sus dedos recorrieran la fina piel de su barbilla, luego la miró a los ojos—. Sólo tienes que creer… y lo harás. —Levantó el rostro de Caro, se inclinó—. No importa cuánto tiempo tome, aguardaré hasta que lo hagas.
El juramento resonó entre ellos, los estremeció.
La besó.
Si fue el roce de su mano en el dorso de la suya, o el hecho de haber hablado tan abiertamente de sus necesidades, o si fue sencillamente el reconocimiento de Michael —de aquella fuerza que lo obligaba, que latía en su sangre, que se esparcía por sus venas; invadía su cuerpo— cualquier cosa que fuese, lo encendió. Redujo a cenizas los restos de su restricción, lo dejó con una voracidad evidente que lo azotaba. Un deseo potente, primitivo, de mostrarle más allá de toda duda, de toda confusión, lo que ella realmente significaba para él.
Cuán elementalmente profunda era la necesidad que tenía de ella.
Caro sintió el cambio en él. Ya estaba a la deriva en un mar sin rumbo; sus palabras la habían arrancado de la roca a la que la había encadenado su pasado, y la sumieron en las crecientes olas de lo desconocido. En la marea.
Las corrientes agitadas la hundieron. La arrastraron a un oscuro infierno donde él la aguardaba, ávido y en llamas, con codiciosa necesidad.
Sus lenguas se entrelazaron, pero él era el agresor, abiertamente, dominante. La penetró, conduciéndola, luego oprimiéndola contra la pared al lado de la ventana; sus manos soltaron su rostro; una de ella se extendió para deslizarse por sus cabellos hasta que sus fuertes dedos envolvieron su cuello, sosteniéndola para poder saquear. Para poder darse un festín en la suavidad de su boca, para poder marcarla con el ardor que parecía emanar de él. Luego su otra mano encontró sus senos, y saltaron las llamas.
Ella levantó las manos, se aferró a sus hombros mientras su mundo, sus sentidos, giraban, mientras su mano se cerraba posesivamente, la acariciaba y ella se estremecía, y el deseo y la necesidad se vertían como un elixir por sus venas.
Las de él o las de ella, no sabría decirlo.
Luego sus dedos encontraron uno de sus pezones y ella gimió. Él se hundió en su boca, apretó los dedos, ella perdió el aliento. Enterró sus dedos en sus hombros, se puso en puntillas para alcanzarlo, para alentarlo a continuar.
El duelo que resultó de eso hizo que el calor y el fuego los invadieran a ambos; hambriento, voraz, rampante y creciente. La piel de Caro ardía; la de Michael estaba aún más caliente, extendida sobre sus tensos músculos, hirviendo, marcándola donde la tocaba. Su bata y su negligé no eran ninguna protección; oprimiéndola contra la pared, sus manos merodearon, buscaron, exploraron flagrantemente, poseyeron.
Abruptamente, sus duras manos se levantaron hasta sus hombros; le quitó su bata, que cayó al suelo. Su negligé de gasa estaba diseñado para ser una tentación erótica; cuando Michael se inclinó y, a través de la fina tela, lamió su pezón y luego cerró su boca sobre él para succionar ferozmente hasta que ella gritó, Caro ya no estaba segura de quién era el tentador, quién el blanco.
Michael utilizó la tela, cubriendo con ella sus pezones atrozmente tirantes, deslizándola sobre su piel ardiente, velando sus caricias, sensualmente distractor, desconcertante. Luego se acercó más, separando con uno de sus duros muslos el de ella, abriéndola para cabalgar contra ella. Oprimió, meció, la excitó hasta que ella perdió el aliento en su beso; se aferró a sus hombros, extendiendo los dedos entre sus cabellos.
La ancló contra el fuego y el anhelo; la sensación de doloroso vacío crecía en ella, la necesidad que se aposaba, floreciente, consumiéndolo todo.
Con una mano en su cadera, sosteniéndola contra la pared, retrocedió, puso una mano entre sus cuerpos, la extendió hacia abajo. Encontró sus rizos y los acarició a través de la gasa, luego avanzó más. A través de la seda vaporosa, la acarició, recorrió sus henchidos pliegues, los separó, exploró, oprimió un dedo, envuelto en gasa, dentro de ella, más profundamente, apretando la tela sobre ella.
La acarició, penetrando, saliendo, moviendo la ligera tela con cada movimiento sucesivo sobre el sensible capullo oculto entre sus pliegues. Una y otra vez. Rompiendo el beso, se reclinó contra ella, sosteniéndola contra la pared mientras la complacía. Su cabeza estaba al lado de la suya; ella sentía su mirada en su cara. Apenas podía pensar a través de la niebla de sus sensaciones cada vez más intensas.
Abrió los ojos con dificultad, encontró sus ojos aguardando para atrapar los suyos. Se humedeció los labios. Halló el aliento suficiente para decir:
—Llévame a la cama.
—No. —Su voz era ronca, profunda—. Aún no.
Había algo en su tono, algo en su expresión que era más duro, más claro, más definido. Ella lo observó, comprendió más por instinto que por la razón, se estremeció y cerró los ojos.
Sintió que sus sentidos se cerraban, sintió que comenzaban la escalada vertiginosa que ahora le era conocida.
—Michael… —Empujó uno de sus hombros; él no se movió un milímetro.
Implacablemente continuó.
—Ahora, déjate llevar.
Ella tuvo que hacerlo. Él no le dejó otra opción, acariciándola una y otra vez, más profundamente, hasta que la gloria la invadió y se deshizo.
Desplomada contra la pared, ella sintió que su mano la abandonaba; esperaba que él retrocediera, la tomara en sus brazos y la llevara a la cama.
Pero en lugar de esto, sintió que levantaba su falda de gasa, recogiéndola sobre sus caderas; el aire de la noche, cálido y fragante con el aroma de las cepas, acarició su piel cliente y ruborizada.
Él se movió y su bata de seda se abrió; envolviendo sus muslos con sus manos, la levantó.
La apoyó contra la pared y la penetró.
Ella perdió el aliento, levantó la cabeza mientras él entraba más profundamente, mientras su piel resbalosa y aún latiendo se extendía y lo acogía. Sintió cada centímetro de su penetración mientras la llenaba.
Instintivamente, ella enroscó sus piernas en su cintura, desesperaba por aferrarse sólidamente a un mundo que súbitamente giraba.
Luego él se movió y las llamas ardieron otra vez. En segundos, la había llevado a una profunda conflagración.
Ella sollozó, puso sus brazos alrededor de sus hombros y se aferró fuertemente a él, mientras él la lanzaba a aquel mar de fuego; con cada poderoso impulso le transmitía la doble corriente de la pasión y el deseo a su interior.
Hasta que ella ardió.
Hasta que estuvo segura de que incluso las yemas de sus dedos latían con fuego.
Luego aminoró sus impulsos. Continuó moviéndose pesada, poderosamente, dentro de ella, pero no lo suficientemente duro, lo suficientemente rápido.
La cabeza de Michael, que hasta entonces se encontraba al lado de la suya, se levantó; retrocedió lo suficiente para mirarla a los ojos. Con un esfuerzo, los abrió, sabiendo que él esperaría…
Atrapó su mirada. Se movió una, otra vez, dentro de ella, se acercó. Sus alientos se mezclaron, entrecortados y ásperos. Su mirada bajó a sus labios; luego levantó las pestañas y sus ojos se fijaron de nuevo en los suyos.
—Nunca, nunca, me alejaré de ti. —Las palabras eran guturales, roncas, resonaban con el peso de un juramento—. Ni esta noche, ni mañana, ni dentro de cincuenta años. —Continuó moviéndose dentro de ella—. No me lo pidas. No esperes que suceda, no imagines que algún día pasará. No lo hará. No lo hará.
Su mirada cayó; los labios de Caro temblaban.
Él los cubrió.
Y la tempestad de fuego los arrastró. Los unió. Los fundió.
Sin embargo, cuando, más allá del mundo, ella se rompió en pedazos, destrozada por la gloria, él no la siguió. Se contuvo, anclándola, penetrándola rítmicamente, recuperándola.
Cuando ella finalmente respiró y levantó la cabeza, apoyando los brazos, enderezándose, abriendo los ojos, lo miró con una perplejidad desorientada. Michael había sujetado desesperadamente las pasiones que lo azotaban, sintió que ella se contraía en torno a él, confirmando que él aún debía buscar su alivio.
Antes de que ella pudiera hablar, se retiró de ella, lentamente la apoyó en el suelo.
—Primer acto. —Su voz era tan ronca que no sabía si ella entendería sus palabras. Aguardó a que ella retirara sus piernas, y luego la tomó en sus brazos. Llevándola a la cama, capturó su mirada—. Esta noche, quiero más.
Mucho más.
Los ojos de Caro, que se abrieron sorprendidos, sugirieron que ella había comprendido su significado… primitivo, básico, menos que civilizado. Él no se sentía como la persona sofisticada que era habitualmente cuando se tendió a su lado en la cama. Mientras la siguió y la colocó como lo deseaba, inclinada sobre sus rodillas delante de él.
Su fachada, su máscara, había desaparecido hacía largo rato cuando levantó su camisa de dormir hasta su cintura, acarició su trasero, luego la abrió y penetró el ardiente puerto entre sus muslos.
La escuchó sollozar, respirar, sintió su silencioso gemido cuando ella se apretó instintivamente y luego se abandonó y lo acogió. Él la penetró aún más profundamente; ella se extendió, acogiéndolo, y luego se contrajo en torno a él en una ardiente caricia amorosa. Cerrando sus manos sobre sus caderas, anclándola delante de él, él ajustó su posición mientras la llenaba.
Luego la cabalgó.
Como se lo había dicho, exigió más, quería más, necesitaba más. Y ella se lo dio sin reservas. Sus nervios, ya excesivamente sensibles, saltaban ante cada caricia explícita; su camisa de dormir sólo agregaba otra capa de incitación sensual.
Sus caderas se mecían rítmicamente con sus impulsos, que la penetraban tanto como era posible, y ella le respondía. Se movía sensualmente, abandonada a su pasión, cabalgando cada movimiento, acogiéndolo dentro de sí, oprimiendo su trasero contra su vientre cuando él se le unió.
Él escuchó sus sollozos, los suaves gemidos que ella trataba de suprimir, y que luego, al abandonarse, liberó. El sonido del abandono femenino agregó aún más ímpetu a la pasión primitiva que lo impulsaba. Ya no podía pensar. No necesitaba hacerlo. El instinto lo había arrebatado, decisivo, urgente e imperioso.
Inclinándose hacia delante, tomó sus senos con sus manos, maduros y suntuosos, con los pezones duros como guijarros; la acarició y la incitó, luego apretó. Ella gritó, se levantó, y sintió sus manos en su espalda, manteniéndola abajo; sólo entonces advirtió su indefensión inherente.
Con un gemido comprendió, luego se abandonó a ella.
Se dejó ir como él lo pedía, se entregó a la ola turbulenta, dejó que ella y él la arrastraran donde quisieran. Dejó que él tomara todo lo que deseara de ella, que él diera todo lo que quisiera. Se lo enseñara todo.
Él no utilizó ninguna limitación, ninguna fineza; sencillamente, abandonó toda simulación y la dejó sentir lo que era para él, sentir los instintos primitivos que lo azotaban, que ella y sólo ella evocaba.
Dejó que sintiera a través de él, a través del poder que lo impulsaba, todo lo que significaba para él, todo lo que ella hacía surgir en él. Todo lo que ella controlaba en él. Si ella reconocía esto último o no, no le importaba. La necesidad que tenía de ella trascendía toda lógica, toda consideración de autoprotección. Ya no concebía su existencia sino con ella.
El ritmo había escalado más allá de su control o del de ella. El deseo rugía, la pasión arremetía y los atrapaba en su abrazo de fuego.
Y ellos ardían.
Cuando ella cayó de la cima, lo llevó consigo; esta vez, él la siguió gustoso. Abandonándose a la gloria. Abandonándose a ella. Abandonándose al poder que los unía, ahora y para siempre.
Él la excitó otra vez en lo profundo de la noche.
Caro se despertó cuando él se movió detrás de ella. Ella estaba reclinada de costado; él debió acomodarla sobre las almohadas y debió cubrirla con las frazadas. El poder de su extensa unión latía como un débil eco en sus huesos.
Debieron transcurrir varias horas, pero ella aún se sentía envuelta en el momento, en la pasión, el hambre primitiva, el deseo urgente.
No sólo el de Michael, sino el de ella.
A pesar de las muchas veces que se habían unido, disfrutado, complacido y compartido, ella no había comprendido, no había entendido realmente de qué fuente provenía el poder que lo sometía, que lo obligaba y lo impulsaba. Sin embargo, aquella última vez… aun cuando ella no podía ver su rostro, había sentido ese poder, tan fuerte que era casi tangible, rodeándolos, sosteniéndolos, fundiéndolos. Hasta que sólo quedaron ellos… ni él ni ella, sino una sola entidad.
Ella sintió sus manos en su muslo, sintió que levantaba su camisa de dormir, enrollando la tela en su cintura. Le acarició el trasero; ella reaccionó instantáneamente; su piel se humedeció, se calentó. La mano de Michael se deslizó aún más, oprimió entre sus muslos, la encontró. La acarició, exploró; luego alzando más la parte de arriba de sus muslos, la abrió y se deslizó dentro de ella.
Ella se preguntó si sabía que estaba despierta; ciertamente lo supo cuando la penetró y ella se arqueó, gimiendo suavemente, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, y saboreó aquel momento increíble.
Él permanecía quieto, dejando que ella lo disfrutara plenamente.
Luego, cuando se relajó, la meció muy suavemente.
Dentro de ella, en torno a ella, con ella.
Deslizó su mano extendida sobre su estómago, sosteniéndola contra él. Ella extendió su mano sobre la suya, murmuró y perdió el aliento cuando él la penetró más profundamente.
El calor conocido surgió dentro de ellos, los invadió. La marea subió y ella se dejó arrastrar, girando suavemente, con todos sus sentidos abiertos, a su mar de sensualidad.
No había urgencia esta vez, sólo un amarse lento, prolongado, que ninguno de los dos quería apresurar.
Por su parte, el sólo sentirlo, duro, caliente, inmisericordemente rígido, entrando y saliendo de su cuerpo, era la mayor felicidad. Mientras transcurrían los minutos y el ritmo seguía severamente restringido, ella estuvo segura de que él sabía.
Pero el ritmo lento le permitía funcionar a su mente, vagar, detenerse en la pregunta.
—¿Por qué? —Estaba segura de que no necesitaba elaborarla más.
Apoyado en un codo detrás de ella, él se inclinó y besó la curva de su garganta.
—Por esto. —Su voz era ronca, profunda, una promesa masculina en la oscuridad de la noche—. Porque, de todas las mujeres que podía tener, te quiero a ti… así.
Se detuvo, le dejó sentir cuánto la deseaba, dejó que sus vientres se unieran y la penetró.
—Así. Desnuda a mi lado en mi cama, mía cuando lo desee. —Su voz se hizo más profunda, oscura—. Mía para tenerte, para llenarte con mi semilla. Quiero que tengas mis hijos. Te quiero a mi lado cuando envejezca. Porque, al final de todas las explicaciones, todo se reduce a esto: que tú eres la única esposa que quiero, y por ti, por eso, aguardaré por siempre…
Ella sintió que su corazón se hinchaba, se alegró de que él no pudiera ver su rostro, ver cómo sus ojos se llenaban de lágrimas que caían silenciosamente.
Luego aumentó su ritmo, escaló y no hubo más palabras, sino una comunión inefable. Una fusión antigua; él la sostuvo apretada contra sí, con el pecho contra su espalda mientras ella pasó la cima y cayó entre las estrellas. Él la siguió de inmediato, con ella —como él lo deseaba, como ella lo deseaba— cuando encontraron su distante orilla.