Capítulo 2

MICHAEL subió las escaleras de la Casa Bramshaw a las ocho menos diez aquella noche. Catten, el mayordomo, lo conocía bien; lo condujo al salón y dando un paso hacías atrás con deferencia lo anunció. Michael entró al amplio salón, donde se produjo una mínima pausa en la conversación, sonriendo con facilidad mientras que los ojos, y luego las sonrisas de la concurrencia, se volvían hacia él.

Conversando con un grupo de personas al lado de la chimenea, Caro lo vio. Michael avanzó unos pocos pasos y se detuvo, aguardó a que ella viniera a saludarlo, con un suave crujido de su traje de seda color ostra.

—¡Mi salvador! —Sonriendo, le tendió la mano; cuando él la soltó, ella se la puso con confianza en el brazo, volviéndose para estar a su lado, mientras miraba a los invitados—. Sospecho que conoces a la mayoría de ellos, pero debo presentarte al contingente de portugueses. —Le lanzó una mirada de lado—. ¿Vamos?

—Desde luego. —Michael le permitió que lo condujera hacia el grupo que acababa de dejar.

Ella se inclinó y murmuró:

—El embajador y su esposa están en un baile en Brighton, pero estas dos parejas son, si es posible, aún más influyentes. —Caro sonrió cuando se unieron al grupo—. El duque y la duquesa de Oporto. —Con un gesto, indicó a un caballero moreno con un rostro cadavérico y a una matrona alta, igualmente morena y altiva—. El conde y la condesa de Albufeira. —Otro caballero de cabello oscuro, pero bastante diferente del primero, un hombre corpulento de ojos brillantes y con el color subido de las personas amigas del vino, y una dama de cabellos castaños, bella pero seria—. Y este es Ferdinand Leponte, el sobrino del conde. Permítanme presentarles al señor Michael Anstruther-Wetherby. Michael es nuestro Miembro local del Parlamento.

Todos intercambiaron reverencias, murmuraron corteses saludos. Soltando el brazo de Michael, Caro puso una mano sobre el brazo del duque.

—Creo que sería conveniente que ustedes dos se conocieran. —Con los ojos brillantes, miró a Michael—. He oído el rumor de que, en un futuro, el señor Anstruther-Wetherby pasará más tiempo en nuestros círculos diplomáticos que en los puramente políticos.

Él encontró su mirada, arqueó una ceja, sin sorprenderse tanto de que ella hubiese escuchado los rumores. Sin embargo, no le había revelado ese conocimiento antes en la tarde.

Interpretando su intercambio como confirmación, el conde pronto empezó a conversar con él; unos minutos más tarde, el duque se les había unido. Sus esposas se mostraban igualmente interesadas; con unas pocas preguntas bien dirigidas, pronto establecieron sus antecedentes y conexiones.

Él se contentó con alentarlos, escuchar sus opiniones sobre lo que consideraban los aspectos más importantes de las relaciones entre sus dos países. Ellos se mostraban ansiosos por sembrar las semillas adecuadas, por influenciar sus opiniones antes de que se las hubiera formado realmente, o más bien, antes de que escuchara las opiniones de los mandarines de la Oficina de Relaciones Exteriores.

Caro tocó su brazo suavemente y se disculpó. Aun cuando él continuó prestando atención al duque y al conde, era consciente de que Ferdinand Leponte la había seguido, reclamando la posición de estar a su lado.

Además de intercambiar saludos, Ferdinand, a diferencia de sus compatriotas, no había mostrado el menor interés en él. Ferdinand parecía tener cerca de treinta años; tenía el cabello negro, la piel oliva y era extraordinariamente apuesto, con una sonrisa brillante y grandes ojos oscuros.

Seguramente era un mujeriego, había algo en él que dejaba poca duda. Era el típico «asistente» de muchas embajadas extranjeras; parientes de aquellos como el conde, sus cargos eran poco más que pasaportes de entrada a los círculos diplomáticos. Ferdinand era decididamente un parásito, pero no era del conde de quien se proponía colgarse.

Cuando Caro regresó diez minutos después, y se interpuso ingeniosamente para sacarlo de allí y llevar a Michael a conocer a sus otros invitados, Ferdinand aún continuaba siguiéndola.

Disculpándose ante el resto de los portugueses, Michael encontró los ojos de Ferdinand. Se inclinó como si se despidiera. Ferdinand sonrió ingenuamente. Cuando Caro lo tomó del brazo y lo condujo al siguiente grupo, Ferdinand se puso al otro lado de ella.

—No debes burlarte del General, —susurró Caro.

Él la miró y advirtió que le hablaba a Ferdinand.

Ferdinand sonrió, lleno del encanto latino.

—Pero es tan difícil resistirme.

Caro le lanzó una mirada de reproche. Cuando se aproximaron al grupo que se encontraba al lado de las largas ventanas, ella comenzó a hacer las presentaciones.

Michael le estrechó la mano al General Kleber, de Prusia; luego al embajador de los Habsburgos y a su esposa, a quienes conocía.

El General era un caballero mayor, ostentoso y severo.

—Es bueno que ahora haya paz entre nosotros, pero aún falta mucho por hacer. Mi país está muy interesado en la construcción de navíos. ¿Conoce usted bien los astilleros?

Negando todo conocimiento de esta industria, Michael se movió para incluir al embajador en la conversación. El General señaló que Austria no tenía puertos y, por lo tanto, no tenía armada. Michael desvió la conversación hacia la agricultura, y no se sorprendió cuando Caro aprovechó el momento para conducir a Ferdinand hacia otro lugar.

Regresó sola unos minutos más tarde. Rescatando a Michael, lo presentó a los otros invitados: tres diplomáticos ingleses con sus esposas; un Miembro del Parlamento escocés, el señor Driscoll, su esposa y sus dos hijas; y un colega suyo irlandés, extraordinariamente atractivo, Lord Sommerby, a quien la señora Driscoll observaba de reojo.

Finalmente, con una suave sonrisa, Caro se volvió hacia el último grupo del salón. Saludó con la mano a su hermano con un afectuoso gesto; intercambiando sonrisas, Michael le estrechó la mano a Geoffrey. Era un hombre corpulento, de hombros caídos que acentuaban su aire descuidado. Aunque había sido el representante local ante el Parlamento durante años, una reunión de este calibre era, de alguna manera, algo que lo sobrepasaba.

—Entiendo que tú y Elizabeth se conocieron en Londres. —Con una sonrisa afectuosa, Caro indicó a la esbelta joven que se encontraba al lado de Geoffrey.

«Al fin».

—Efectivamente. —Michael tomó la fina mano que le extendía Elizabeth—. Señorita Mollison. —Él la había visto cuando entró, pero había tenido buen cuidado de no mostrar un interés particular. Ahora intentaba captar su mirada, se esforzaba por calibrar su reacción ante él, pero aun cuando ella le sonreía alegremente y sus miradas se encontraron, no pudo detectar una verdadera atención detrás de sus ojos azules.

Se desviaron casi instantáneamente cuando Caro le presentó al hombre más joven, algo tímido, que se encontraba al lado de Elizabeth.

—Mi secretario, Edward Campbell. Era el asistente de Camden, pero me acostumbré de tal manera a confiar en él que decidí que era demasiado valioso para dejarlo ir.

Campbell le lanzó una mirada como si quisiera recordarle que era únicamente su secretario. Le extendió la mano; Michael la estrechó, invadido por la urgencia de recomendar a Campbell que se mantuviera atento a Ferdinand. Reprimiendo esta urgencia, se volvió al asunto más urgente que ahora lo ocupaba: Elizabeth Mollison.

—Escuché que estás en fila para la promoción —dijo Geoffrey.

Michael sonrió con facilidad.

—Eso lo decide el Primer Ministro, y no lo hará hasta el otoño.

—Siempre juega con las cartas escondidas. Entonces, ¿cuál es la situación de los irlandeses últimamente? ¿Crees que te encaminarás en esa dirección?

Intercambiar noticias políticas con Geoffrey era la pantalla perfecta para observar a su hija. Elizabeth se encontraba al lado de su padre y supervisaba ociosamente el salón; no mostró ningún interés en su conversación, más aún, parecía ignorarla. Caro tomó a Campbell del brazo y se dirigió hacia sus invitados. Michael se movió para observar mejor a Elizabeth.

Había algo que no parecía encajar…

Miró a Caro, luego a Elizabeth y después, subrepticiamente, advirtió los trajes de las otras dos jóvenes, las hijas de Driscoll. Uno era rosa suave, el otro amarillo pálido.

Elizabeth había elegido el blanco.

Muchas jóvenes solteras lo hacían, especialmente durante su primera temporada en Londres. Elizabeth la había completado poco antes y sin embargo… el blanco era un color que no la favorecía. Era demasiado blanca y, con su cabello rubio pálido, el resultado no era atractivo. Especialmente porque había elegido complementar su traje de gasa con diamantes.

Considerando el resultado, Michael frunció el ceño en su interior. Nunca se atrevería a sugerirle a una dama qué debía llevar; no obstante, era consciente de la diferencia entre una dama bien vestida y una que no lo estaba. En los círculos políticos, era poco frecuente ver una dama mal vestida.

Ver a Elizabeth como era le produjo cierta sorpresa. Además de que el blanco la hacía ver desteñida, la combinación de su traje virginal con el evidente fuego de los diamantes producía una impresión decididamente poco apropiada.

Miró de nuevo a Caro. La seda color ostra, plegada a la perfección, delineaba las seductoras curvas de su cuerpo; el color complementaba sutilmente su piel blanca pero cálida, su masa gloriosamente indómita de finos cabellos brillaba a la luz de las velas en una mezcla de marrones y dorados. Llevaba plata y perlas que hacían eco a sus ojos y a su curiosa tonalidad azul plateada.

Al mirar a Elizabeth, no pudo imaginar que Caro no le hubiese aconsejado una vestimenta diferente. Concluyó que, detrás del aire inocente de Elizabeth, había una voluntad bastante fuerte, o al menos lo suficientemente obstinada como para desconocer las recomendaciones de Caro.

Su preocupación interior se hizo más profunda. Una voluntad obstinada y terca… ¿sería algo bueno? ¿O no tan bueno? ¿Una incapacidad de recibir consejo de personas evidentemente bien calificadas para ofrecérselo…?

Una serie de invitados había llegado tarde; Caro los acompañó, presentándolos a los demás. Mientras dos de los recién llegados conversaban con Geoffrey, Michael se volvió hacia Elizabeth.

—Si lo recuerdo bien, nos conocimos en el baile de Lady Hannaford en mayo. ¿Disfrutaste el resto de tu primera temporada en Londres?

—¡Oh, sí! —Los ojos de Elizabeth se encendieron; volvió un rostro brillante hacia Michael—. Los bailes fueron tan divertidos, me fascina bailar. Y todas las otras actividades también… bueno, con excepción de las cenas. A menudo eran tediosas. Pero hice muchísimos amigos. —Sonrió ingenuamente—. ¿Conoces a los Hartfords? ¿A Melissa Hartford y a su hermano, Derek?

Se interrumpió, claramente esperando una respuesta. Él se movió.

—Ah… no. —Tenía la sospecha de que Derek Hartford resultaría tener veinte años y que Melissa sería aún más joven.

—Ah. Pues bien, se han convertido en mis mejores amigos. Recorremos juntos toda la ciudad, exploramos y paseamos. Y Jennifer Rickards a menudo nos acompaña también, así como sus primos Eustace y Brian Hollings. —Elizabeth se detuvo en medio de su animada conversación y luego frunció el ceño, mirando hacia el otro extremo del salón—. Aquellas chicas parecen un poco perdidas, ¿no lo crees? Será mejor que me acerque y converse con ellas.

Con estas palabras, le lanzó una brillante sonrisa y se alejó, sin disculparse correctamente.

Michael la vio partir, sintiéndose algo… desorientado. Lo había tratado como a un amigo de la familia, alguien con quien no es necesario tener tantas ceremonias; sin embargo… La seda crujía a su lado; el aroma de madreselva, débil y elusivo, atraía sus sentidos.

Miró a Caro mientras ella deslizaba su mano en su brazo. Caro siguió su mirada hacia Elizabeth; levantó la vista e hizo una mueca.

—Lo sé, pero no debes creer que haya sido idea mía.

Él sonrió también.

—No lo creí.

Mirando de nuevo a Elizabeth, suspiró.

—Infortunadamente, se obstinó en lucir el blanco y, a la vez, estaba desesperada por llevar los diamantes, para infundirse valor. Eran de Alice, ¿entiendes?

Alice era, había sido, la madre de Elizabeth, la esposa de Geoffrey. Michael parpadeó.

—¿Valor?

—No está acostumbrada a reuniones de este estilo, así que supongo que sintió la necesidad de animarse. —Caro lo miró, su rostro expresivo y brillantes ojos a la vez burlones y comunicadores—. Es sólo una fase pasajera, parte de aprender cómo manejar este tipo de reunión. Pronto se sentirá confiada.

Desvió la mirada. Él contempló su perfil. ¿Había adivinado Caro sus pensamientos respecto a Elizabeth? ¿Debería hablarle, conseguir su ayuda…?

Se levantó en puntillas, estirándose para ver por encima de la concurrencia.

—¿Es ese…?

Él siguió su mirada y vio a Catten en el umbral de la puerta.

—¡Por fin! —Caro le lanzó una brillante sonrisa, retirando su mano de su brazo—. Por favor discúlpame mientras organizo las cosas.

La vio deslizarse hacia la entrada, desempeñando sin dificultad el ritual de la anfitriona de reunir a sus invitados de acuerdo con el orden reconocido de precedencia. Dada la abundancia de dignatarios ingleses, irlandeses y extranjeros, no era una hazaña fácil y, sin embargo, los organizó a todos sin una falla.

Mientras él se dirigía a ofrecer su brazo a la señora Driscoll, se preguntó cómo lo habría manejado Elizabeth.

—Bien, esperamos verlo en Edimburgo el año próximo. —La señora Driscoll se sirvió unas judías verdes de la bandeja que sostenía Michael, luego la tomó y la pasó a los otros invitados.

—Me agradaría visitar Edimburgo de nuevo, pero me temo que el Primer Ministro tiene otros planes. —Tomando el tenedor y el cuchillo, se aplicó a comer las carnes del quinto plato—. Cuando el deber llama…

—Sí, bien, todos los que estamos aquí lo comprendemos.

La mirada de la señora Driscoll rodeó brevemente la mesa. Inclinando la cabeza, él también miró a su alrededor. Aun cuando lo veía como una oportunidad potencial para una de sus hijas, la señora Driscoll no se había mostrado abiertamente insistente; su conversación no había tomado un giro incómodo.

De hecho, su comentario era oportuno. Todos los invitados sabían cómo se hacían las cosas, cómo comportarse en este círculo selecto y algo esotérico, tan fuertemente influenciado por las vicisitudes de la política, tanto local como internacional. Se sintió más en casa, ciertamente más interesado de lo que se sentía en reuniones similares puramente sociales.

Entre la señora Driscoll a su derecha y la condesa a su izquierda, no le faltaba conversación. Toda la mesa estaba inmersa en un agradable murmullo. Mirando la mesa cubierta de damasco blanco, plata y cristal, advirtió a las chicas más jóvenes, Elizabeth y las dos hermanas Driscoll, junto a dos caballeros jóvenes y acompañadas por Edward Campbell, sentados en un grupo en el medio de la mesa.

Ubicada del lado opuesto de la mesa, Elizabeth estaba enfrascada en una discusión, describiendo animadamente algo, con las manos en el aire.

Michael se volvió para responder a una pregunta de la condesa.

Se volvía de nuevo hacia la señora Driscoll cuando una súbita carcajada atrajo todas las miradas hacia Elizabeth.

La risa se interrumpió abruptamente; con los dedos apretados contra sus labios, la mirada de Elizabeth recorrió rápidamente la mesa de arriba abajo. El rubor invadió sus pálidas mejillas.

Una de las chicas Driscoll se inclinó hacia adelante e hizo un comentario Edward Campbell respondió y el momento incómodo pasó. Los otros comensales regresaron a sus conversaciones. Uno de los últimos en hacerlo fue Michael; vio cómo Elizabeth, quien estaba ahora con la cabeza inclinada, buscaba su copa de vino.

La tomó, sorbió un poco, se atoró, intentó poner la copa de nuevo en su lugar y casi la vuelca. El ruido y la tos atrajeron de nuevo todas las miradas. Con la copa finalmente a salvo sobre la mesa, tomó la servilleta y ocultó su rostro en ella.

A su lado, Campbell le daba golpecitos en la espalda; su tos cedió. Él le preguntó algo, presumiblemente si se encontraba bien. Su rubia cabeza asintió. Luego se irguió, levantó la cabeza y suspiró profundamente. Sonriendo débilmente, dijo sin aliento:

—Lo siento muchísimo, por favor discúlpenme. El vino me bajó por el camino equivocado.

Todos sonrieron con facilidad y regresaron a sus conversaciones.

Mientras hablaba con la condesa, Michael encontró que su mente divagaba. El incidente había sido insignificante y, sin embargo…

Su mirada recorrió la mesa hasta encontrar a Caro en la cabecera, enfrascada en lo que parecía una brillante discusión con el duque y el general. Si ella se hubiese atorado… ciertamente algo poco probable, pero si lo hubiese hecho, estaba seguro de que habría superado el incidente de una manera mucho más encantadora.

No obstante, como lo había dicho Caro, Elizabeth era joven.

Sonrió a la condesa.

—Espero visitar su país en un futuro no muy distante.

Cuando los invitados se reunieron de nuevo en el salón, Michael continuó observando a Elizabeth, pero a cierta distancia. Seguía rodeada de las personas más jóvenes, dejando todas las tareas de anfitriones a su tía y a su padre, sin darle oportunidad de evaluar sus habilidades en este campo.

Se sintió extrañamente frustrado. Unirse al grupo de jóvenes… él sencillamente no era uno de ellos. Había pasado mucho tiempo desde que eventos tales como las carreras de carruajes dominaban su mente. Sin embargo, estaba decidido a descubrir más sobre Elizabeth. Se encontraba a un lado del salón, momentáneamente solo, preguntándose cuál sería la mejor manera de realizar su objetivo, cuando Caro se apareció a su lado.

Supo que estaba cerca un instante antes de que llegara y lo tomara del brazo. Lo hizo con naturalidad, como si fuesen viejos amigos, sin barreras sociales entre ellos; se encontró respondiendo a ella de la misma manera.

—Hmmm. —Su mirada se fijó en Elizabeth—. Creo que necesito un poco de aire fresco y me atrevo a decir que Elizabeth también. —Levantando la vista, sonrió cálidamente, pero había un brillo decidido en sus ojos—. Además, quiero separarla de ese grupo. Realmente debería circular un poco y ampliar su círculo de conocidos. —Apretando la mano en su brazo, arqueó una ceja—. ¿Te agradaría pasear un poco por la terraza?

Él sonrió, ocultando con cuidado la profundidad de su aprobación.

—Vamos.

Ella lo hizo, conduciéndolo hacia el otro lado del salón, sacando a Elizabeth de su círculo de amigos con unas pocas palabras suaves. Sin soltar su brazo, los condujo por las puertas de vidrio hacia la terraza inundada por la luna.

—¡Ahora! —Caminando rápidamente con Elizabeth por la terraza, Caro la observó—. ¿Te encuentras bien? ¿Te duele la garganta?

—No. Realmente está bastante…

—¿Caro?

El suave llamado hizo que todos se volvieran. Edward Campbell se asomaba por la puerta de vidrio.

—Creo que deberías… —Hizo un gesto hacia el interior del salón.

—¡Qué inoportuno! —Caro miró a Edward por un momento; luego miró a Michael y después a Elizabeth. Soltando el brazo de Michael, encontró la mano de Elizabeth y la puso en su brazo—. Caminen. Hasta el final de la terraza al menos. Luego puedes regresar y practicar encantando al general para mí.

Elizabeth parpadeó.

—Ah, pero…

—Sin peros. —Caro ya regresaba apresuradamente hacia el salón. Les hizo un gesto con la mano, sus anillos brillando—. Vayan, caminen.

Llegó al lugar donde se encontraba Edward. Tomando su brazo, entró de nuevo al salón. Dejando a Michael a solas con Elizabeth, Caro suprimió una sonrisa. Era asombrosa.

Michael miró a Elizabeth.

—Sospecho que será mejor que hagamos lo que se nos ordenó. —Volviéndola, comenzó a pasearse lentamente—. ¿Estás disfrutando el verano?

Elizabeth le lanzó una mirada resignada.

—No es tan emocionante como Londres, pero ahora que la tía Caro está acá, habrá mucho más que hacer. Más gente para conocer, más eventos que asistir.

—Entonces, ¿te agrada conocer gente nueva? —Una actitud sana para la esposa de un político.

—Ah, sí… bien, mientras sea gente joven, desde luego. —Elizabeth hizo un mohín—. Encuentro que conversar con ancianos o con personas con quienes no tengo nada en común es un fastidio, pero Caro me asegura que aprenderé. —Hizo una pausa y luego agregó—: Aunque debo decir que preferiría no aprender en absoluto. —Le lanzó una brillante sonrisa—. Prefiero disfrutar las fiestas, los bailes, las excursiones y no tener que preocuparme por tener que hablar con este o el otro. Quiero disfrutar mi juventud, bailar, cabalgar, conducir y todo lo demás.

Él parpadeó.

Apoyándose en su brazo, ella hizo un amplio gesto.

—Debes recordar cómo era toda la diversión que ofrece la capital.

Lo miró, esperando que sonriera y asintiera. Después de dejar Oxford, había pasado la mayor parte del tiempo como secretario de hombres importantes; había vivido en la capital y, sin embargo, sospechaba que había habitado un universo paralelo al que ella describía.

—Ah… sí, desde luego.

Se contuvo de decir que esto había sucedido hacía largo tiempo.

Ella rio, como si él estuviera bromeando. Al llegar al final de la terraza, se volvieron y regresaron. Ella continuó hablando de los maravillosos meses que había pasado en Londres, de acontecimientos y personas que él no conocía y por los que sentía poco interés.

Cuando se aproximaron a las puertas del salón, advirtió que ella no había mostrado ningún interés por él, por sus gustos, sus conocidos, su vida.

Frunciendo el ceño en su interior, la miró. Ella lo estaba tratando no sólo como a un amigo de la familia, sino peor, como a un tío. No se le había ocurrido…

—¡Por fin! —Caro salió, los vio y sonrió. Se deslizó hacia ellos—. Es tan cálido aquí afuera, perfecto para un placentero interludio.

—Ah, mi querida Caro, me lees los pensamientos…

Caro se volvió de inmediato. Ferdinand la había seguido a la terraza; él se interrumpió al ver que había otras personas presentes.

Ella cambió de dirección, interceptándolo.

—El señor Anstruther-Wetherby y Elizabeth han estado disfrutando de un paseo. Ahora mismo regresábamos al salón.

Ferdinand mostró su blanca sonrisa.

—¡Excelente! Ellos pueden entrar y nosotros pasear.

Ella se proponía que él regresara al salón. En lugar de hacerlo, él la volvió hábilmente. Ella tomó su brazo y se disponía a cambiar de dirección cuando sintió que Michael se aproximaba.

—En realidad, Leponte, creo que no fue eso lo que quiso decir la señora Sutcliffe.

Su expresión era educada, su tono irreprochable y, sin embargo, el acero sonaba bajo las palabras.

Poniendo los ojos en blanco en su mente, resistiendo la urgencia de dar unas palmaditas en el brazo a Michael y asegurarle que ella podía manejar perfectamente posibles gigolós como Ferdinand, sacudió el brazo de Ferdinand atrayendo su mirada, fija beligerantemente en la de Michael.

—El señor Anstruther-Wetherby tiene razón, no tengo tiempo para dar un paseo. Debo regresar a mis invitados.

Ferdinand frunció los labios, pero se vio forzado a acceder.

Sabiendo que estaría malhumorado y percibiendo súbitamente una oportunidad inesperada, ella se volvió hacia Elizabeth; su rostro estaba momentáneamente oculto a ambos caballeros, le hizo señas con los ojos, dirigiendo a Elizabeth hacia Ferdinand.

—Tú luces refrescada, querida. ¿Quizás podrías ayudar?

Elizabeth parpadeó, luego consiguió esbozar una ingenua sonrisa.

—Sí, desde luego. —Retirando su mano del brazo de Michael, volvió su sonrisa hacia Ferdinand—. ¿Quizás puede conducirme al lado de su tía, señor? He tenido pocas oportunidades de hablar con ella.

Ferdinand tenía demasiada experiencia como para dejar que se notara su disgusto. Después de la más breve vacilación, le lanzó su encantadora sonrisa y con una cortés inclinación, murmuró que lo haría con mucho gusto.

Ferdinand se inclinó para tomar la mano de Elizabeth; detrás de Caro, Michael se movió. Era un movimiento mínimo, pero tanto ella como Ferdinand lo advirtieron. La sonrisa de Ferdinand se desvaneció un poco. Tomó la mano de Elizabeth y la atrajo más hacia sí, poniéndola sobre su brazo.

—Haré más que eso, mi bella. Permaneceré a tu lado y…

El resto de sus planes no fue escuchado por Caro, pues se inclinó aún más hacia Elizabeth y bajó la voz.

Caro conocía a Elizabeth —y a Edward— demasiado bien como para imaginar que Ferdinand pudiera atraer a su sobrina, pero Elizabeth tuvo el sentido suficiente como para reír con placer mientras ella y Ferdinand entraban al salón.

Sintiéndose bastante complacida con el desempeño de su sobrina, Caro se volvió hacia Michael, ignorando la irritación que había detrás de su educada máscara. Era razonablemente adepto a ocultar sus emociones, pero ella era una anfitriona diplomática de larga data, ergo, una experta en adivinar las verdaderas reacciones de la gente.

Él estaba, como ella lo había esperado, no sólo frustrado sino desconcertado, y comenzaba a recelar. Ella —ellos— necesitaban que él evaluara de nuevo la situación; casi cruza los dedos al tomar su brazo de nuevo.

—El duque mencionó que desearía hablar un poco más contigo.

El deber lo llamaba; la acompañó de regreso al salón.

Ella se aseguró de mantenerlo ocupado, lejos de Elizabeth.

Caro no podía estar segura de si advirtió cómo Ferdinand coqueteaba con Elizabeth, quien sabiamente jugaba a la inocente, alentando así a Ferdinand a hacer mayores esfuerzos; el duque realmente quería hablar con él. Michael le había causado una buena impresión; permanecieron enfrascados en una seria discusión durante un buen rato. Mientras continuaba vigilando a sus invitados —nunca había un momento durante las reuniones diplomáticas en el que la anfitriona pudiera relajarse— intentó mantener su vigilancia. Sin embargo, hacia el final de la velada, descubrió súbitamente que se había marchado.

Una rápida mirada al salón le hizo saber que Geoffrey también había desaparecido.

—¡Maldición! —Forzando una sonrisa, se aproximó a Edward—. Estás de guardia durante la próxima media hora. —Bajó la voz—. Debo ir a resolver otros asuntos.

Edward parpadeó, pero había sido su representante en crisis mucho más graves; asintió y ella continuó su camino.

Lanzando una última mirada por el salón, asegurándose de que no amenazaran otros desastres inminentes, se dirigió al recibo principal. Catten estaba de guardia allí; le dijo que Geoffrey había llevado a Michael a su estudio.

Su corazón se hundió. Seguramente, después de lo que había visto de Elizabeth aquella noche, de todas las graves inquietudes que el desempeño de Elizabeth debía haber suscitado en su mente, ¿Michael no sería tan obstinado como para persistir en su propuesta?

No podía creer que fuese tan estúpido.

Casi corriendo, se apresuró a llegar al estudio. Golpeando apenas, abrió la puerta e irrumpió en la habitación.

—Geoffrey, qué…

Con una mirada, asimiló la escena: ambos hombres estaban inclinados sobre el escritorio, estudiando unos mapas extendidos sobre él. El alivio la invadió; lo ocultó detrás de un gesto de desaprobación.

—Sé que no estás habituado a estas cosas pero, realmente, este no es el momento para —mostró los mapas— asuntos electorales.

Geoffrey sonrió disculpándose.

—Ni siquiera para la política, me temo. Hay un bloqueo en uno de los afluentes del río. Es en los bosques de Eyeworth, sólo se lo estaba mostrando a Michael.

Con una magnífica representación de fraternal exasperación, tomó el brazo de Geoffrey.

—¿Qué voy a hacer contigo? —Frunció el ceño en broma a Michael—. Tú, al menos, debieras saber cómo comportarte.

Él sonrió y la siguió mientras conducía a Geoffrey hacia el salón.

—Pero los bosques son míos, después de todo.

El corazón había dejado de latirle en la garganta; los llevó de regreso al salón. Elizabeth los vio entrar y sus ojos ardieron. Caro le sonrió serenamente y se aseguró que Michael no tuviera otra oportunidad de hablar con Geoffrey al mantenerlo asido por el brazo y llevarlo a que conversara con el General Kleber.

Se aproximaba el final de la velada. Los invitados se despidieron poco a poco. El contingente diplomático, más habituado a trasnochar, era el último que quedaba. Se reunieron en un grupo en la mitad del salón, donde estaba hablando Ferdinand.

—Quisiera invitar a todos los que deseen hacerlo a unírseme para pasar un día en mi yate. —Miró alrededor del círculo; su mirada se detuvo en el rostro de Caro—. Está anclado en Southampton Water, cerca de aquí. Podríamos navegar durante algunas horas y luego encontrar un bello lugar para almorzar.

El ofrecimiento era generoso. Todos los presentes se vieron tentados. Con unas pocas preguntas, Caro se aseguró que el yate fuese bastante grande, lo suficiente para acomodarlos a todos con facilidad. Ferdinand le aseguró que su tripulación podía organizar un almuerzo; era una perspectiva demasiado buena como para rechazarla, por más de una razón.

Ella sonrió.

—¿Cuándo iríamos?

Todos coincidieron en que en dos días sería perfecto. El clima era agradable en ese momento y no se esperaba que cambiara; tener un día para recuperarse antes de reunirse de nuevo para disfrutar de la compañía de los demás sería una buena idea.

—Excelente, —declaró la condesa. Se volvió hacia Caro—. Aparte de todo lo demás, le dará un mejor uso a ese bote del que sospecho ha tenido hasta ahora.

Caro ocultó una sonrisa. Pronto hicieron los arreglos. Michael aceptó; ella estaba segura de que lo haría.

Cuando todos se volvieron para salir, Elizabeth la haló de la manga.

Se hizo a un lado y bajó la voz.

—¿Qué sucede?

Elizabeth miró a Michael.

—¿Crees que hemos hecho lo suficiente?

—Por esta noche, hemos hecho todo lo que razonablemente podíamos hacer. De hecho, hemos estado genial. —Miró hacia el grupo que desfilaba por la puerta—. En cuanto al crucero, no hubiera podido planearlo mejor yo misma. Será la oportunidad perfecta para desarrollar nuestro tema.

—Pero… —Sin dejar de mirar a Michael, quien conversaba con el General Kleber, Elizabeth se mordió los labios—. ¿Crees que está funcionando?

—No te ha propuesto matrimonio todavía, y eso es lo más importante. —Caro hizo una pausa, evaluando la situación, y luego le dio unas palmaditas en el brazo a Elizabeth—. Sin embargo, mañana será otro día y debemos asegurarnos de mantenerlo ocupado.

Con un crujir de sus faldas, regresó al grupo.

Una rápida frase al oído de la condesa, un momento a solas con la duquesa y la esposa del embajador y todo fue arreglado. O casi todo.

Mientras seguía a los invitados que salían, Michael encontró a Caro a su lado.

Ella lo tomó del brazo. Aproximándose, murmuró:

—Me preguntó si querrás unirte a nosotros: a mí, Elizabeth, Edward y unos pocos más, en un viaje a Southampton mañana. Pensaba que podríamos reunirnos a fines de la mañana, dar una vuelta, almorzar en el Dolphin antes de hacer una rápida visita a la muralla y luego regresar con tranquilidad a casa.

Subiendo la mirada, arqueó una ceja.

—¿Podemos contar contigo para que nos acompañes?

Otra oportunidad, más calmada, para evaluar a Elizabeth. Michael sonrió a los ojos plateados de Caro.

—Me complacerá mucho acompañarlos.

No había advertido que Caro se proponía una expedición de compras. Como tampoco que Ferdinand Leponte sería uno de los invitados. Al llegar a la Casa Bramshaw a las once de la mañana, se le pidió que se uniera a Caro, Elizabeth y Campbell en el carruaje. El día era agradable, la brisa ligera, el sol cálido… todo parecía perfecto para una placentera salida.

Los otros se les unieron en Totton, camino a Southampton. La duquesa, la condesa, la esposa del embajador y Ferdinand Leponte. Como era de prever, Ferdinand intentó cambiar de lugar, sugiriendo que Michael se uniera a las damas mayores en el landó de la duquesa, pero Caro ignoró la sugerencia.

—Son sólo unas pocas millas, Ferdinand. Estamos demasiado cerca para molestarnos en cambiar las cosas. —Con el extremo de su sombrilla plegada, dio un golpecito en el hombro a su cochero; él comenzó a andar—. Sólo di a tu cochero que nos siga y llegaremos en un momento; luego podemos caminar todos juntos.

Se reclinó en el asiento y miró a Michael, sentado a su lado. Él sonrió y mostró su gratitud. Caro torció los labios y miró hacia el frente.

Habían pasado la media hora que tardaba el viaje discutiendo acontecimientos locales. Caro, él y Edward estaban menos informados sobre los asuntos locales que Elizabeth; alentada, les comunicó las últimas noticias.

A Michael le agradó descubrir que estaba al tanto de los asuntos locales.

—El bazar de la iglesia es el próximo acontecimiento importante —dijo Elizabeth con una mueca—. Supongo que tendremos que asistir; de lo contrario, Muriel no nos dejará en paz.

—Siempre es algo entretenido —señaló Caro.

—Es cierto, pero odio la sensación de verme obligada a estar allí.

Caro se encogió de hombros y desvió la mirada. Frunciendo el ceño de nuevo en su interior, Michael siguió su mirada sobre Southampton Water.

Dejaron los carruajes en el Dolphin y pasearon por la calle principal. Luego las damas decididamente se volvieron hacia las tiendas situadas a lo largo de la Calle Francesa y Camino del Castillo.

Los caballeros, los tres, comenzaron a aburrirse. Comenzaron a advertir que habían sido inducidos a ser caballos de carga bajo falsas pretensiones, o sea, al serles agitadas elusivas zanahorias frente a sus narices.

Edward, sin duda más acostumbrado a pruebas semejantes, se limitó a suspirar y a tomar lo paquetes que Caro y la esposa del embajador depositaban en sus brazos. Michael se encontró cargando una caja de sombreros atada con una ancha cinta rosada, que le entregó Elizabeth con una dulce sonrisa.

Conversando juntas, las damas entraron a la tienda siguiente. Michael miró a Ferdinand. Sosteniendo dos paquetes envueltos en colores chillones, el portugués parecía tan descompuesto y disgustado como él mismo. Mirando a Edward, a los paquetes color café relativamente inocuos que Caro le había entregado, Michael arqueó las cejas. Encontró los ojos de Edward.

—¿Quieres cambiar?

Edward negó con la cabeza.

—La etiqueta que se aplica aquí es que cada uno lleva lo que se le entrega; de lo contrario, las damas se confunden.

Michael sostuvo su mirada.

—Lo estás inventando.

Edward sonrió.

Para cuando las damas finalmente consintieron a regresar al Dolphin, donde los aguardaba el almuerzo en un salón privado, Michael estaba cargado con la caja de sombreros y otros tres paquetes, dos de ellos atados con cintas. El único aspecto de la situación que le alegraba el ánimo era que Ferdinand parecía casi invisible detrás de los diez paquetes que su tía y la duquesa habían apilado en sus brazos.

Michael sintió algo peligrosamente parecido al compañerismo cuando, junto con Ferdinand, descargaron los paquetes en un arcón de madera en el salón de la taberna. Intercambiaron miradas y luego miraron a Edward, quien se había librado relativamente bien. Leyendo su expresión, Edward asintió.

—Me ocuparé de dejar estas cosas aquí.

—Bien. —Michael le hizo saber por su tono que cualquier otra opción precipitaría un motín.

Ferdinand sólo lo miraba enojado.

El almuerzo comenzó bastante bien. Michael se sentó en una banca al lado de Elizabeth y con Caro al otro lado; Ferdinand se sentó junto a Caro. Los demás se instalaron en la banca del frente. Quería preguntar a Elizabeth acerca de sus aspiraciones, intentando saber qué deseaba de un matrimonio, pero los dos comentarios que propuso en esa dirección terminaron, de alguna manera, otra vez en los bailes, fiestas y diversiones de Londres.

Además de eso, la condesa y la duquesa, que hablaban por encima de la mesa, lo distrajeron. Sus comentarios y preguntas eran excesivamente agudos como para ignorarlos. Es posible que no fuesen sus esposos, pero ciertamente lo estaban sondeando; debía prestarles la debida atención.

Edward vino en su ayuda en una o dos ocasiones; Michael encontró su mirada y asintió casi imperceptiblemente para mostrarle su aprecio. Elizabeth, sin embargo, parecía sumida en sus propios pensamientos y no contribuyó en nada a la conversación.

Luego llegaron los postres y las damas mayores desviaron su atención hacia la crema inglesa y las peras cocidas. Aprovechando la oportunidad, se volvió hacia Elizabeth sólo para sentir una súbita calidez al otro lado.

Volviéndose, advirtió que Caro se había desplazado en la banca y advirtió con una erupción de enojo que se había movido porque Ferdinand estaba prácticamente sobre ella.

Debió luchar contra una urgencia sorprendentemente fuerte de inclinarse detrás de Caro y golpear a Ferdinand en la oreja. Era lo que se merecía por comportarse como un patán; sin embargo… incidentes diplomáticos habían surgido por mucho menos.

Fijó sus ojos en el rostro de Ferdinand; el portugués ahora contemplaba fijamente a Caro, intentando leer su expresión.

—Entonces, Leponte, ¿qué clase de caballos tienes en Londres? ¿Árabes?

Ferdinand levantó la mirada, momentáneamente desconcertado. Luego se ruborizó levemente y respondió.

Michael continuó preguntando acerca de carruajes, incluso sobre el yate, centrando la atención de todos en Ferdinand hasta que terminó el almuerzo y todos se levantaron.

Mientras lo seguía al salir de la banca, Caro apretó su brazo levemente. Fue el único reconocimiento que hizo de que apreciaba su apoyo; sin embargo sintió una inesperada alegría, una sensación de satisfacción.

Habían planeado dar un paseo después de comer a lo largo de las viejas murallas. La vista que ofrecían sobre Southampton Water y hacia el sur a la Isla de Wight, incluyendo todos los barcos comerciales y privados que se esparcían sobre la extensión azul en el medio, era soberbia.

El viento azotaba las faldas de las damas y halaba sus sombreros; era difícil conversar. La esposa del embajador tomó el brazo de Elizabeth; con las cabezas juntas, hablaban de temas femeninos. La duquesa y la condesa caminaban una al lado de la otra, extasiadas con el paisaje. Detrás de las cuatro damas, venía Caro, Ferdinand cerca de ella. Michael tuvo la clara impresión de que Ferdinand estaba disculpándose, intentando recobrar los favores de Caro, sabiendo que había atravesado aquella línea invisible.

El portugués era extremadamente encantador; probablemente lo conseguiría.

Al final del grupo con Edward, observando la ingeniosa representación de Ferdinand, Michael no pudo dejar de preguntarse si el portugués había interpretado mal, o más bien, desconocido por completo, la ironía del apodo de Caro, y pensó que «Alegre» en «Viuda Alegre» significaba otra cosa.