Capítulo 19

REGRESÓ a la casa de Upper Grosvenor antes de las tres de la tarde, sin haber avanzado mucho, ni en sus investigaciones ni en sus reflexiones sobre las necesidades de Caro. Dejándolas a ambas a un lado, subió las escaleras corriendo; abriendo la puerta del salón, contempló a Caro, instalada en un sillón, absorta en uno de los diarios de Camden.

Ella levantó la mirada. Sus finos cabellos formaban un halo alrededor de su cabeza; el sol que brillaba por la ventana doraba cada mechón, haciendo una filigrana temblorosamente viva en torno a su rostro en forma de corazón con sus delicadas facciones y rasgados ojos plateados.

Aquellos ojos se iluminaron cuando lo vieron.

—¡Gracias al cielo! —Cerró el diario y lo puso en la pila; extendió las manos—. Sinceramente espero que hayas venido a rescatarme.

Sonriendo, Michael entró, tomó sus manos y la ayudó a levantarse; luego la abrazó. Cerrando sus brazos a su alrededor, se inclinó; ella le tendió sus labios.

Se besaron. Larga y lentamente, profundamente; sin embargo, ambos eran conscientes de que debían refrenar su pasión, suprimir las llamas.

Sus labios se separaron sólo para encontrarse otra vez, para saborear, tomar, dar.

Por fin, él levantó la cabeza. Ella suspiró. Abrió los ojos.

—Supongo que debemos marcharnos.

Su evidente reticencia lo deleitó. No obstante…

—Desafortunadamente, debemos hacerlo. —Soltándola, retrocedió—. Lucifer nos aguarda.

Había acordado enseñar a Lucifer la casa de la Media Luna aquella tarde a las tres. Cuando llegaron, se paseaba alto, oscuro y desenfadadamente apuesto, frente a la balaustrada.

Sonriendo, se enderezó y avanzó a ayudar a Caro a bajar del coche de alquiler; luego se inclinó graciosamente.

—Su sirviente, señora Sutcliffe. Es un placer conocerla.

Ella sonrió.

—Gracias, pero, por favor, llámame Caro.

Lucifer hizo una inclinación a Michael, luego señaló hacia las escaleras.

—Debo confesar que me muero por ver la colección.

Caro abrió la puerta y los condujo al recibo principal.

—No sabía que Camden fuese un coleccionista tan conocido.

—No lo era, pero cuando comencé a indagar, era muy conocido, especialmente por su excentricidad en coleccionar como lo hizo. —Lucifer estudió un aparador y el florero que había sobre él—. La mayoría de la gente colecciona un tipo de cosa. Sutcliffe coleccionaba todo tipo de cosas, pero sólo para una casa, esta casa. —Señaló con un gesto la mesa redonda del recibo, el espejo que colgaba en la pared—. Todo fue seleccionado específicamente para ocupar un lugar particular o desempeñar una función en esta casa. Todo es único, el mismo coleccionista es único.

—Ya veo. —Conduciéndolos al salón, se dirigió a la ventana y abrió las pesadas cortinas, permitiendo que la luz se vertiera sobre el maravilloso mobiliario, que se refractara a través del cristal, destellara sobre los dorados y la plata martillada—. No lo había considerado como algo extraño. —Se volvió—. Entonces, ¿qué necesita ver?

—La mayor parte de las habitaciones más grandes, creo. Pero, dígame, ¿sabe usted con quién trataba? Tengo algunos nombres, pero me preguntaba si había tratado con otros comerciantes.

—Wainwright, Cantor, Jofleur y Hastings. Nadie más.

Lucifer levantó la vista.

—¿Está segura?

—Sí. Camden se negaba a tratar con otras personas; una vez me dijo que no estaba interesado en que lo estafaran, y era por ello que insistía en tratar sólo con personas en quienes confiaba.

Lucifer asintió.

—Tenía razón acerca de estos cuatro; lo cual significa que podemos olvidarnos de cualquier posibilidad de falsificación. Si cualquiera de ellos hubiera descubierto que le habían vendido una imitación, le habrían devuelto su dinero. Si trataba únicamente con ellos, es un negocio ilícito que no podemos suponer que haya ocurrido aquí.

—Un negocio ilícito. —Michael arqueó las cejas—. ¿Hay otra posibilidad?

—Una que parece cada vez más probable cada minuto. —Lucifer miró a su alrededor—. Aguarden a que vea un poco más; luego se los explicaré.

Caro, diligentemente, lo hizo recorrer todo el primer piso, respondiendo a sus preguntas, confirmando que Camden había guardado cuidadosamente los registros de todas sus adquisiciones. En el comedor, mientras esperaban a que Lucifer estudiara los contenidos de una vitrina, Caro advirtió que un candelabro que habitualmente se encontraba en el centro del aparador ahora estaba a la izquierda. Lo puso en el centro de nuevo; recordando la ocasión en que ella y Michael habían ido a buscar los papeles de Camden, estaba segura de que el candelabro se encontraba en el lugar acostumbrado.

La señora Simms debió haber ido a la casa; el ama de llaves debió haber estado distraída para colocar el candelabro en otro lugar. Nada faltaba, no se había movido nada más. Tomó nota mentalmente de enviar un recado a la señora Simms para anunciarle que estaba de regreso en Londres; se volvió mientras Lucifer se incorporaba.

—Venga, le mostraré el segundo piso.

Michael los seguía, escuchando a medias, mirando a su alrededor. No como lo hacía Lucifer, quien examinaba objetos individuales, no como lo había hecho él mismo la primera vez que estuvo allí, sino tratando de descubrir qué podía decirle la casa acerca de Caro, qué pistas podía ofrecerle sobre sus necesidades, qué pudiera anhelar que no tuviera ya. ¿Qué faltaba en esta casa aparentemente maravillosa?

Pensó en niños, pero, mientras miraba, contemplaba y comparaba, no era sólo niñitos de dedos ansiosos que corrieran por los pasillos, que se deslizaran por la baranda elegantemente tallada, lo que se echaba de menos.

Esta casa estaba vacía. Realmente vacía. Camden la había creado para Caro —Michael ya no tenía duda alguna sobre esto— sin embargo, era fría sin corazón, sin vida, sin aquel indefinible pulso de una familia, que debía haberla vitalizado y llenado de alegría. En aquel momento era una concha exquisitamente bella, nada más.

Lo único que se necesitaba para darle vida a la casa era el único obsequio que no le había dado Camden a Caro. Porque se había olvidado de hacerlo, o porque no estaba en él darlo.

¿Qué era lo que animaba una casa, que no sólo creaba una residencia, sino que la transformaba en un hogar?

Michael estaba en el pasillo del segundo piso cuando Caro y Lucifer salieron del estudio.

Lucifer indicó la escalera con un gesto.

—Bajemos. —Lucía un poco sombrío. En el recibo, los miró de frente—. Hay un peligro aquí que podría explicar los ataques contra Caro. La colección como un todo no representa una tentación, pero las piezas individuales sí. Sutcliffe tenía buen ojo para la más alta calidad, muchas de las piezas que hay aquí son más que soberbias. Hay más que suficiente para tentar a un coleccionista furibundo, a uno de aquellos que, una vez que ha visto algo, debe tenerlo a toda costa.

Lucifer miró a Caro.

—Dadas las razones de Sutcliffe para reunir una colección semejante, dudo que alguien habría podido inducirlo a vender una de sus piezas. ¿Estoy en lo cierto?

Caro asintió.

—Fue abordado en numerosas ocasiones en relación con diferentes piezas pero, como usted lo dice, una vez que tenía la pieza perfecta cada determinado lugar, no estaba interesado en venderla. Para él, eso no tenía sentido.

—Ciertamente. Y ese es mi punto. —Lucifer miró a Michael—. Entre esos voraces coleccionistas, hay quienes, en aras de conseguir una pieza en particular, ignorarán todas las reglas y las leyes. Se obsesionan y, sencillamente, deben tener esa pieza sin importar qué tengan que hacer para conseguirla.

Michael frunció el ceño.

—¿Por qué no comprársela simplemente a Caro?

Lucifer la miró.

—¿La vendería usted?

Ella sostuvo su mirada. Después de un largo momento, dijo:

—No. Esta era la creación de Camden, no podría sacar cosas de ella.

Lucifer miró a Michael.

—Es por eso; suponen que ella no vendería, que está tan obsesionada con aquel objeto como ellos.

—¿Y por qué no entrar a la fuerza y robarlo? —Michael señaló con un gesto lo que los rodeaba—. Es posible que los cerrojos sean fuertes, pero un ladrón decidido…

—Lograría poco en términos de lo que el furibundo coleccionista desea. Quiere también tener la proveniencia del objeto, y eso sólo lo puede reclamar legítimamente a través de su adquisición.

Caro lo contempló fijamente.

—¿Están tratando de matarme para forzar una venta?

—Quienquiera que la herede cuando muera, ¿sentirá lo mismo que usted por este lugar? O, si se los aborda discreta y honorablemente, después de haber transcurrido cierto tiempo razonable, ¿no sentirán que pueden vender al menos parte de los contenidos de la casa?

Caro parpadeó, luego miró a Michael. Él no necesitaba leer sus ojos.

—Geoffrey, Augusta y Ángela venderían. No inmediatamente, pero sí un tiempo después.

Ella asintió.

—Sí, lo harían.

—Cuando indagué un poco, me sorprendió ver cuánta gente sabía de este lugar, y de los objetos individuales que contiene. —Lucifer miró de nuevo a su alrededor—. Aquí hay definitivamente motivo suficiente para un asesinato.

En lugar de estrecharse, su red parecía ampliarse; las razones para asesinar a Caro se acumulaban en lugar de disminuir. Después de acompañarlos a tomar el té en Upper Grosvenor, Lucifer partió para investigar más, primero la lista de delegatarios, y luego de manera más general a través de sus contactos en el mundo clandestino de los anticuarios, respecto a cualquier indicio de lo que llamaba el «coleccionista furibundo» interesado en alguna de las piezas más valiosas de la casa de la Media Luna.

Durante la cena, discutieron la situación con Magnus y Evelyn; Magnus gruñó, evidentemente disgustado por no poder hacer nada más para ayudarlos; en este caso, sus contactos, que para entonces eran todos políticos, no servían de nada. Fue Evelyn quien sugirió que Magnus y ella podían visitar a la anciana Lady Claypoole.

—Su esposo fue embajador en Portugal antes de Camden, Lord Claypoole falleció hace tiempo, pero Ernestine puede recordar algo útil. Está en Londres en este momento, visitando a su hermana. No hay razón para no verla y ver qué puede decirnos.

Todos estuvieron de acuerdo en que era una excelente idea; dejando a Magnus y a Evelyn a sus planes, Michael y Caro salieron para sus rondas nocturnas; dos veladas pequeñas, la primera en la embajada de Bélgica, la segunda en casa de Lady Castlereagh.

Al llegar al salón de la embajada de Bélgica, Caro atisbo una cabeza oscura a través de los invitados. Inclinándose hacia Michael, le dijo:

—¿No es ese Ferdinand, al lado de la ventana?

Michael miró. Apretó los labios.

—Sí. —La miró—. ¿Le preguntamos qué hace en Londres?

Ella sonrió, con los labios mas no con los ojos.

—Sí, hagámoslo.

Pero para cuando se abrieron camino entre la muchedumbre, conversando y saludando, y finalmente llegaron a la ventana, Ferdinand había partido. Levantando la cabeza, Michael registró el salón.

—No está aquí.

—Nos vio y salió apresuradamente. —En tal compañía, Caro tuvo el cuidado de no fruncir el ceño, pero su mirada, cuando encontró la de Michael, era severa—. ¿Me pregunto qué dice esto de su conciencia?

Michael arqueó las cejas.

—¿Crees que tiene conciencia?

Encogiéndose de hombros elocuentemente, Caro se volvió para saludar a Lady Winston, la esposa del gobernador de Jamaica, quien se acercaba a conversar con ellos.

Le presentó a Michael, permaneció a su lado; luego, más tarde, circularon por el salón. Hecho esto, se dirigieron a casa de Lady Castlereagh; de nuevo, pasearon juntos por el salón. Caro no estaba segura de si su tácita decisión de actuar como un equipo se debía más a su reacción a la necesidad de Michael —una necesidad que percibía cada vez con mayor claridad, una necesidad que ella instintivamente satisfacía— o al deseo de Michael de mantenerla cerca, protegida y dentro de su alcance; su mano cubría la de Caro con fuerza en su brazo, comunicándole este deseo sin palabras.

La velada no reveló nada acerca de un secreto largamente sepultado que los portugueses pudieran tratar de sepultar aún más profundamente; pero ella se hizo consciente, más intensamente, de otras cosas.

Más tarde, cuando regresaron a la casa de Upper Grosvenor, cuando Michael se había reunido con ella en su cama, donde compartieron y se complacieron, bañados en un océano de placer mutuo, hasta que finalmente se desplomaron, con las piernas entrelazadas, saciados y relajados en su cama, con los latidos de sus corazones cada vez menos acelerados y cercanos al sueño, Caro comenzó a pensar en todo lo que había visto, en todo aquello de lo que era consciente, en todo lo que ahora sabía.

De Michael. De su necesidad de ella, no sólo de la necesidad física que tan recientemente habían satisfecho, ni de su necesidad profesional, aun cuando había llegado a comprender que era mucho más aguda de lo que había pensado inicialmente, sino en aquella otra necesidad que residía en la manera en que sus brazos se cerraban sobre ella, en la manera en que, en ocasiones, sus labios tocaban su cabello. En la manera como descansaba su brazo, pesadamente, sobre su cintura, incluso cuando estaba dormido. En la manera como se tensaba y se alertaba, preparado para dar un paso adelante y protegerla del peligro, físico o de cualquier tipo.

La necesidad que revelaba a través de su compulsión por protegerla.

Le había dicho que quería casarse con ella, y que esta propuesta seguía en pie; lo único que ella tenía que hacer era aceptarla y sucedería. Caro no había creído que algo le hiciera cambiar de idea, reconsiderar su aversión al matrimonio, especialmente con otro político; sin embargo, la elusiva necesidad de Michael había conseguido que lo hiciera. Poseía un poder contra el cual incluso su corazón endurecido, el corazón que ella había endurecido deliberadamente, no era inmune. Aun cuando ya no era tan joven, tan inocente e ingenua como para dejarse engañar por las apariencias, los años, a la vez, le habían enseñado que no era prudente rechazar sin pensar los obsequios del destino.

Tales obsequios no se ofrecían a menudo. Cuando se ofrecían…

¿Estaba preparada para enfrentar de nuevo el riesgo de amar a un político? ¿A un hombre para quien el encanto era algo intrínseco, para quien la facilidad de persuadir era una habilidad indispensable?

Sin embargo, no eran las palabras de Michael lo que la estaba persuadiendo. Eran sus acciones, sus reacciones. Y las emociones que las motivaban.

El sueño se apoderó de ella pesadamente, borrando sus pensamientos. Llamando sus sueños.

El último susurro de consciencia del que se dio cuenta fue la sensación del cuerpo de Michael, caliente, desnudo, pesado por la languidez de la saciedad, enroscado protectoramente alrededor del suyo, una afirmación tácita… él no era Camden.

Hundido a su lado en la cama, Michael sintió que el sueño la invadía; él intentaba evadir el suyo, luchar con su problema, tratar de ver con más claridad, identificar lo que el corazón de Caro más deseaba, cuáles eran sus más secretos sueños.

Un hogar, una familia, un marido, la posición de una anfitriona política y diplomática, la esposa de un Ministro, un escenario en el que sus brillantes habilidades serían altamente estimadas y apreciadas… podía darle todo aquello, pero ¿cuál era la clave, cuál era aquella cosa que la persuadiría de casarse con él?

El sueño se negaba a dejarlo; inmisericordemente, lo atrapó y lo dejó buscando su respuesta.

Durante los días siguientes, Caro se dedicó asiduamente a los diarios de Camden. Además de asistir a las veladas más selectas con Michael cada noche, permanecía en casa, en el salón, leyendo.

Si la clave de lo que motivaba la amenaza que pesaba sobre ella estaba en los papeles de Camden, claramente le correspondía aplicarse a descubrirla.

Magnus y Evelyn disfrutaron plenamente su excursión a interrogar a Lady Claypoole, aun cuando además de confirmar, a través de vagos recuerdos que, en efecto, había habido una perturbación política en Lisboa poco antes de dejar su esposo el cargo como embajador, la dama no había sido de gran ayuda. Sin embargo, la salida mejoró el ánimo de Evelyn y de Magnus, así que al menos eso se había ganado.

Michael continuó desempeñando el papel de un futuro Ministro, de la persona que probablemente dirigiría en el Ministerio de Relaciones Exteriores, explotando la disposición de otros a impresionarlo para recolectar todo lo que podía acerca de los asuntos que por entonces se desarrollaban en Portugal. No sólo sitió las oficinas del gobierno británico que se ocupaban del tema, sino a los españoles, franceses, corsos, sardos, belgas e italianos también. Todos tenían sus fuentes, alguien debía saber algo útil.

Y además estaba Ferdinand.

Michael no lo había olvidado, como tampoco al personal de la embajada de Portugal. Pero no podía actuar directamente allí; con la ayuda de Diablo, organizó a otras personas para que se infiltraran y vieran qué podían descubrir, pero tales operaciones necesariamente tomaban tiempo.

Un tiempo que cada vez le preocupaba más.

Cuando regresó a Upper Grosvenor una tarde, sin haber avanzado y con pocos caminos útiles por explorar, subió las escaleras y se detuvo en la puerta del salón para mirar a Caro. Cuando ella levantó la mirada de su lectura, se acercó a ella.

Con un suspiro, se sumió en el sillón compañero del que ella estaba usando.

Ella arqueó las cejas.

—¿Nada?

Sacudió la cabeza.

—Sé que la paciencia es una virtud, pero…

Ella sonrió; mirando hacia abajo, regresó a su lectura.

Él la contemplaba, extrañamente complacido de que ella no sintiera la necesidad de entretenerlo como la habría sentido cualquier otra dama. Era una sensación agradable la de ser aceptado con tal facilidad, el estar juntos sencillamente sin ninguna de las acostumbradas barreras sociales entre ellos.

La sola compañía de Caro alivió su irritación, hizo desaparecer su impaciente enojo.

En la distancia, escucharon la campana de la puerta. Los pasos silenciosos de Hammer atravesaron las baldosas; pasó un momento, luego se cerró la puerta principal. Un instante después, escucharon que Hammer subía las escaleras, dirigiéndose hacia ellos.

Hammer apareció en el umbral. Se inclinó, luego avanzó, presentando una bandeja.

—Una nota para usted, señora. El muchacho no aguardó ninguna respuesta.

Caro tomó la hoja doblada.

—Gracias, Hammer.

Con una inclinación, Hammer salió. Michael observó el rostro de Caro mientras ella abría la misiva y la leía. Luego sonrió y lo miró, poniéndola a un lado.

—Es de Breckenridge.

Michael la miró fijamente.

—¿Breckenridge? —¿Había escuchado bien?—. ¿El Vizconde de Breckenridge, el heredero de Brunswick?

—El mismo. Te dije que le había pedido a un viejo amigo de Camden, en quien confío, que leyera su correspondencia. Timothy me ha escrito para decirme que aún no ha encontrado nada. —Su mirada en la nota, su expresión se llenó de afecto—. Me atrevo a pensar que estaba preocupado de que fuera a preguntárselo personalmente, así que mandó la nota.

«¿Timothy?».

«¿Que se lo preguntara personalmente?».

Michael se quedó de una pieza.

—Ah… tú lo harías, ¿verdad? —Caro lo miró desconcertada. Él se aclaró la voz—. Irías a visitar a Breckenridge personalmente. —Su voz se hizo más débil cuando advirtió su perplejidad. Ella parpadeó.

—Bien, tenía que llevarle las cartas. O, más bien, hice que dos lacayos las llevaran a su casa. Luego tuve que explicarle qué necesitaba que hiciera, qué debía buscar.

Por un momento, él se limitó a mirarla fijamente.

—Entraste a casa de Breckenridge sola… —Su voz sonaba extraña; estaba luchando por asimilarlo.

Ella frunció el ceño. Severamente.

—Conozco a Timothy hace más de diez años, bailamos juntos en mi matrimonio. Camden lo conoció casi por treinta años.

Él parpadeó.

—Beckenridge tiene apenas treinta años.

—Treinta y uno, —le informó ella secamente.

—Y es uno de los vividores más famosos de la alta sociedad, ¡si no el más famoso! —Abruptamente, se puso de pie. Pasándose la mano por los cabellos, miró a Caro.

Ella lo contempló con una mirada plateada e irritada, y le advirtió:

—No comiences.

Él absorbió la forma en que apretaba los labios cada vez más obstinadamente, la luz militante en sus ojos; sintió que sus labios también se apretaban.

—¡Santo cielo! ¡No puedes simplemente… visitar a un hombre como Breckenridge como si fueses a un desayuno matutino!

—Desde luego que sí; aunque, ahora que lo mencionas, no me ofreció té.

—Puedo imaginarlo, —gruñó.

Caro arqueó las cejas.

—Realmente dudo que puedas hacerlo. Estás comenzando a asemejarte a él, cuando insistía en que debía salir por la caballeriza. Innecesariamente preocupado sin causa alguna. —Mirándolo directamente a los ojos, prosiguió—. Como se lo recordé a él, permíteme recordártelo a ti: yo soy La Viuda Alegre. Mi viudez está establecida; nadie, en la alta sociedad, imagina que sucumbiré fácilmente a los halagos de ningún vividor.

Michael sólo la miraba, intensamente.

Ella sintió que un débil rubor le cubría las mejillas. Se encogió de hombros.

—Sólo tú lo sabes; y, de cualquier manera, no eres un vividor.

Sus ojos se estrecharon junto con sus labios.

—Caro…

—¡No! —Levantó una mano—. Escúchame. Timothy es un viejo y querido amigo, en quien confío implícitamente, sin reservas. Lo conozco desde hace siglos; era socio, más bien una conexión de Camden y, aunque sé lo que es, sé cuál es su reputación, te aseguro que no corro peligro alguno con él. ¡Ahora! —Miró la pila de diarios—. Aunque estoy muy contenta de que Timothy haya enviado una nota, porque no tengo tiempo de visitarlo para saber cuánto ha avanzado, tampoco tengo tiempo que perder en discusiones tontas.

Tomando uno de los diarios, miró a Michael.

—Entonces, en lugar de sermonearme sin razón y sin ningún propósito, puedes ayudarme tú también. Mira, lee esto.

Le lanzó un libro. Michael lo tomó, frunció el ceño.

—¿Quieres que lo lea?

Ella había abierto el diario que estaba hojeando antes. Levantando la vista, arqueó las cejas.

—Estoy segura de que puedes leer tan bien como Timothy. Le di las cartas, pero los diarios están llenos de notas, y se tarda más en revisarlos. —Mirando hacia abajo otra vez, continuó, en un tono más suave—, y aun cuando confío en Timothy para las cartas, hay referencias en los diarios que preferiría que él no viera.

Michael contempló su cabeza inclinada, pesó distraídamente el volumen que tenía en la mano. Era demasiado astuto como para no reconocer una evidente manipulación cuando se la practicaba tan descaradamente con él; ella confiaba en él para aquello en lo que no confiaba en Breckenridge —¡Timothy!— sin embargo…

Un momento después, regresó al sillón, se instaló en él lentamente. Abrió el diario, hojeó algunas páginas.

—¿Qué debo buscar?

Ella respondió sin mirarlo.

—Cualquier mención de la corte portuguesa, o de los apellidos Leponte, Oporto o Albufeiras. Si encuentras cualquier cosa, enséñamela, yo sabré si es lo que estamos buscando.

Descubrir que la dama a quien uno ha decidido hacer su esposa se trataba, al parecer sin ninguna precaución, con el vividor más peligroso de la alta sociedad, irritaría, pensó Michael, a cualquier hombre. Ciertamente lo irritaba a él hasta el punto de hacer que considerara activamente protegerla con guardias, un acción que sabía llevaría sencillamente a otra discusión, a otra discusión que tampoco ganaría.

Sabía, mejor que nadie, que, como ella lo había sugerido, Caro nunca había tenido nada en el sentido físico con Breckenridge ni con ninguno de sus compañeros. A la luz de tal conocimiento, era posible que estuviese reaccionando exageradamente; no obstante…

Mientras Caro se preparaba para cenar en casa de Lady Osterley, él aguardó en la biblioteca, leyendo el libro de linajes de Burke: Timothy Martin Claude Danvers, Vizconde Breckenridge. Hijo único del Conde de Brunswick.

La formación habitual: Eton, Oxford; y los clubes habituales. Distraídamente, Michael avanzó en la lectura, haciendo referencias cruzadas entre los Danverses, los Elliot, la familia de la madre de Breckenridge, y los Sutcliffe. No pudo hallar indicio alguno de la conexión a la que había aludido Caro.

Al escuchar sus pasos en las escaleras, cerró el libro y lo colocó de nuevo en su lugar en el estante. Añadiendo mentalmente a Breckenridge a la lista de cosas que se proponía investigar al día siguiente, se dirigió al recibo principal.

Caro no estaba segura acerca de cómo se sentía respecto a los celos de Michael por su amistad con Timothy. Con base en sus observaciones, sabía que los hombres celosos tendían a dictaminar, a restringir, a tratar de encerrar a las mujeres; ella era, en su propia opinión, razonablemente cautelosa frente a los hombres celosos. No obstante…

Nunca antes un hombre la había celado; aun cuando era irritante en algunos aspectos, era también, debía admitirlo, algo intrigante. Sutilmente revelador. Lo suficientemente interesante para soportar el silencio de Michael durante todo el camino a casa de los Osterley. No estaba malhumorado; estaba pensativo, reflexionaba, acerca de ella más que acerca de Timothy.

Sin embargo, cuando llegaron a casa de los Osterley y él la ayudó a bajar del coche, ella fue consciente de que su atención se centraba en ella intensamente. Mientras subían las escaleras, saludaban a sus anfitriones y luego pasaban al salón a unirse a los otros invitados, independientemente de su ocupación, fue en ella que permaneció fija su atención. Fija, directamente en ella.

Lejos de irritarla, encontró que ser el centro de su atención era bastante agradable. Que un hombre estuviera celoso por ella no era tan terrible.

El salón de los Osterley estaba colmado de políticos. Aparte de todos los sospechosos habituales, la reunión incluía a Magnus, quien había llegado antes que ellos, la tía de Michael, Harriet Jennet y Theresa Obaldestone. Diablo y Honoria también habían sido invitados.

—Lord Osterley está emparentado con los Cynster, —le dijo Honoria mientras se saludaban.

Había pocas personas dentro de la concurrencia a las que Caro no conociera; ella y Michael pasaron algunos momentos con Honoria y Diablo; luego ambas parejas se separaron, como era de esperarse, para conversar, renovar y fortalecer vínculos. Este grupo conformaba la élite política, el mayor poder del país. Todos los bandos políticos estaban representados; aun cuando los hombres del gobierno detentaban entonces el poder, todos aceptaban que esto podría cambiar en las elecciones futuras.

Renovar amistades, hacer nuevos contactos, intercambiar nombres, recordar caras, advertir a qué club pertenecía cada uno de los caballeros, su cargo actual y, aun cuando nunca se afirmara en voz alta, su ambición última… aquel era el propósito evidente de la reunión. Tales congregaciones de los poderosos tenían lugar dos o tres veces al año, rara vez se necesitaban más; quienes asistían a ellas tenían buena memoria.

Al llegar al extremo del salón, Caro miró hacia atrás evaluando, reflexionando.

—¿Qué? —le preguntó Michael, acercándose a ella.

—Estaba pensando que es una reunión muy concurrida, pero los invitados han sido cuidadosamente seleccionados. —Encontró sus ojos—. Ni siquiera están presentes todos los Ministros.

—Algunos —tomándola del brazo, avanzaron— han manchado sus cuadernos. Otros, a pesar de cuánto me apena admitirlo, son excesivamente conservadores, no son favorables al cambio; y el cambio, definitivamente, está en el ambiente.

Ella asintió. Durante los dos últimos años, liberada de la necesidad de concentrarse en los asuntos de los portugueses, había estado vigilando las vicisitudes políticas más cercanas a ella. La reforma plebiscitaria era sólo uno de los múltiples retos que enfrentaba directamente el gobierno.

Ya no sería posible, en lo sucesivo, gobernar sin esfuerzo; la época, el futuro inmediato, exigía acción.

La diplomacia y la política eran antiguos compañeros de cama; su experiencia en uno de estos ámbitos le servía muchísimo en el otro. No tenía dificultad alguna en moverse por entre la muchedumbre, encantadora, y en permitir que la encantaran, interactuando y absorbiendo todo lo que sus preguntas y comentarios suscitaban.

Michael no necesitaba ninguna ayuda en este campo, no necesitaba que lo alentara, ni su asistencia directa; se sentía más a gusto en este ambiente que ella misma. Podía, sin embargo, aprovechar un complemento; alguien que comprendiera, no sólo las palabras sino los matices, que pudiera ingeniosamente extender un tema o introducir uno nuevo, buscando más, revelando más.

Cuando se alejaron de Lord Colebatch y del señor Harris, del Ministerio de Guerra, Caro encontró la mirada de Michael. La sonrisa que intercambiaron fue breve y privada. Él se acercó más a ella.

—Formamos un equipo excepcional.

—Colebatch no quería hablarte de su relación con el nuevo ferrocarril.

—No lo habría hecho si tú no se lo hubieses preguntado. ¿Cómo lo supiste?

—Se sintió incómodo en cuanto Harris mencionó el tema, tenía que haber una razón. —Levantó la vista, encontró sus ojos—. Y la había.

Él reconoció su astucia con una inclinación, y la condujo hacia otros grupos.

Como sucedía habitualmente en aquellas reuniones, el tiempo que pasaban en el salón antes de la cena era prolongado; e incluso después de estar todos sentados en la larga mesa, la conversación seguía siendo brillante y aguda. En una cena semejante, la comida no era el plato principal. La información lo era.

Ideas, sugerencias, observaciones… todas tenían su lugar; en esta compañía, todas se trataban con respeto. Visualmente, el escenario era brillante, magnífico, sutil y generalmente elegante, extravagante sólo en su innegable valor, los cubiertos de oro, la vajilla de Sévres, el cristal que destellaba imitando deficientemente los diamantes que rodeaban el cuello de las damas.

Todos notaban, pero apenas eran conscientes de ello. Para una persona, su atención permanecía fija en la conversación, era la razón por la que estaban allí.

Caro lo encontraba agotador y, sin embargo, estimulante. Habían pasado más de dos años desde la última vez que asistió a un evento semejante. Para su sorpresa, su entusiasmo, la manera en que disfrutaba los comentarios agudos como estocadas y el diálogo, de ingeniosas respuestas, todo girando, penetrando y conectando, no había muerto; por el contrario, su deleite en participar y tener éxito en estas circunstancias había aumentado.

Hacia el final de la cena, se detuvo por un momento a beber el vino y a tomar aliento después de una conversación extensa y bastante divertida con George Canning. Vio que Lady Osterley la miraba. Sentada en el extremo de la mesa, su señoría, una de las grandes anfitrionas, sonrió, inclinó la cabeza, y levantó su copa en un silencioso brindis de patente aprobación.

Caro le devolvió la sonrisa, y luego dejó que su mirada recorriera la mesa. Advirtió y confirmó que cada anfitriona reconocida, cada poder reconocido, estaba dispersa entre los invitados, de manera que cada una pudiera dominar una sección de la mesa, asegurándose de que ningún grupo hiciera lo impensable: dejar morir la conversación.

Ella había sido incluida entre las mujeres poderosas.

Su corazón saltó de júbilo, de verdadera satisfacción.

Cinco minutos más tarde, Lady Osterley se levantó y condujo a las damas de regreso al salón, dejando a los hombres para que discutieran asuntos del parlamento mientras bebían oporto.

Las damas tenían otros temas que tratar, igualmente pertinentes.

Al entrar al salón hacia el final de la muchedumbre de mujeres, Caro encontró que Theresa Obaldestone la estaba aguardando. Tomándola del brazo, indicó las largas ventanas que se abrían sobre la terraza.

—Necesito un poco de aire, acompáñame a caminar un poco.

Intrigada, Caro ajustó su paso al paso más lento de Theresa mientras atravesaban el salón. Theresa estaba supremamente bien vestida, en un traje de seda granate de cuello alto. Los anillos destellaban en sus dedos cuando movía su bastón; lo usaba poco.

Satisfecha con su propia apariencia, con un traje de seda eau de nil hábilmente drapeado y el conjunto de ámbar verde engastado en plata que adornaba su cuello y muñecas, Caro siguió a Theresa hacia el estrecho balcón. Tenían todo el lugar para ellas solas, como, estaba segura, se lo había propuesto Theresa.

Poniendo la decorada cabeza de plata de su bastón en un brazo. Theresa se aferró a la baranda del balcón y la observó. Reflexionó.

Caro encontró aquella mirada negra, que desconcertaba a otras personas, y que, en efecto, se proponía desconcertar, con gran serenidad.

Theresa sonrió; miró hacia los jardines envueltos en la oscuridad.

—La mayoría de la gente se mostraría aprensiva; tú, desde luego, no. Deseaba felicitarte por tu buen sentido.

«¿Buen sentido para qué?».

Antes de que Caro pudiera formular la pregunta, Theresa prosiguió:

—Creo que, con excesiva frecuencia, olvidamos decir a otros cuando creemos que han tomado el camino correcto. Luego, cuando aparecen los obstáculos y tropiezan, los criticamos, olvidando que no nos tomamos el tiempo de alentarlos cuando, quizás, habríamos debido hacerlo. Puedes considerar mis comentarios bajo esa luz, por favor; aun cuando no tengo deseo alguno de manejar tu vida, en tu caso —mirándola, Theresa encontró sus ojos— sospecho que unas pocas palabras de aliento no se perderán.

Caro aguardó.

—Quizás no lo recuerdes, pero yo no fui una de las personas que celebraron tu matrimonio con Camden. —Theresa miró de nuevo hacia el jardín—. Para mí, fue un caso de asalta-cunas socialmente sancionado. Pero luego, con el transcurso del tiempo, cambié de opinión. No porque creyera que Camden era un marido apropiado para ti, sino porque advertí que era, decididamente, un mentor muy apropiado para ti.

Caro dejó vagar su mirada por los jardines, oscuros en la noche. Sintió la mirada de Theresa en su cara, pero no se volvió.

—Si no me equivoco —Theresa continuó, en voz baja, con un tono seco—, el concepto de tutor y discípulo es lo que describe mejor tu relación con Camden. Por lo tanto, deseaba felicitarte con entusiasmo por tu regreso a la lucha. —Su voz se hizo más fuerte—. Tienes una gran habilidad, afinados talentos y experiencia… y, créeme, este país los necesita. Se avecinan tiempos turbulentos, necesitaremos hombres de integridad, compromiso y valor para capotearlos; y esos hombres necesitarán el apoyo de…

Theresa hizo una pausa. Cuando Caro la miró a los ojos, ella sonrió débilmente.

—Damas como nosotras.

Caro dejó que sus ojos brillaran de sorpresa; ser clasificada al lado de Theresa Obaldestone —por Theresa Obaldestone— era algo asombroso. Y un honor.

La misma Theresa era plenamente consciente de ello; inclinó la cabeza, sonriendo con desdén a sí misma.

—Así es, pero tú sabes que soy sincera en lo que digo. Tu «camino correcto», querida Caro, está en veladas como esta. Hay sólo unas pocas de nosotras que podemos manejar las cosas a este nivel, y tú eres una de ellas. Es importante para todos nosotros y, sí, hablo por la demás también, que continúes en nuestro círculo. Sinceramente deseamos que te cases de nuevo, y que estés presente para apoyar específicamente a uno de los hombres que ahora se destacan; pero, con independencia de ello, este «nuestro círculo» es el lugar al que perteneces definitivamente.

Caro tuvo dificultades para respirar. Theresa sostuvo su mirada; no había duda alguna de la sinceridad con la que hablaba, como tampoco del poder que aún detentaba.

—Esta, querida, es tu verdadera vida: el círculo, la posición que te dará más satisfacciones, que te permitirá la mayor realización —Theresa frunció los labios—. Si fuese dada a lo melodramático, diría que este es tu destino.

Los ojos negros de Theresa eran imposibles de leer; su expresión, como lo sabía Caro, sólo mostraba lo que ella deseara mostrar. Sin embargo, la impresión que tuvo cuando Teresa la miró fue de afectuosa bondad.

Como para confirmar su interpretación, Theresa sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo. Tomando de nuevo su bastón, regresó al salón. Caro caminó a su lado mientras avanzaban lentamente hacia la luz.

Justo después de las ventanas, Theresa se detuvo. Caro siguió su mirada hasta Michael. Acababa de entrar al salón en compañía del Primer Ministro y del Ministro de Relaciones Exteriores, George Canning.

—A menos que me equivoque, —murmuró Theresa—, tu «pléyade», como lo dijo el Bardo tan acertadamente, está llegando. Deseaba asegurarte que estás en el camino correcto, que cuando se presente la oportunidad, no debes dejarla pasar sino, por el contrario, animarte, armarte de valor y aprovechar el día.

Con esto, Theresa inclinó majestuosamente la cabeza y se fue. Caro permaneció allí un momento, grabando sus palabras en su memoria, dejándolas a un lado para examinarlas más tarde, y luego se unió al grupo más cercano. Para asumir el papel para el que la habían ungido.

Michael vio que Caro se unía a un grupo de invitados en el extremo del salón. Distraídamente, la siguió con la mirada, mientras mantenía su atención en la conversación que se desarrollaba entre los tres caballeros que lo acompañaban: Liverpool, Canning y Martinbury. No intentó participar; sabía que Liverpool y Canning deseaban hablar con él, pero aguardaban a que Martinbury se alejara.

Caro avanzó, uniéndose a un grupo en el que estaba Honoria. Él captó la mirada que intercambiaron su amante y su hermana; complacido, la guardó en su corazón; otro ejemplo de lo perfectamente que encajaba Caro en su vida.

Un movimiento en otro grupo llamó su atención. Con una seguridad arrogante, Diablo se apartó de dos grandes damas y se dirigió a reunirse con su esposa. Honoria le daba la espalda a Diablo; sin embargo, cuando se acercó, ella se volvió.

Al otro lado del salón, Michael vio la expresión de su hermana, vio su radiante sonrisa, vio que sus facciones se suavizaban, que casi brillaban. Al mirar a Diablo, vio, no la misma sino la respuesta correspondiente, la expresión externa de una conexión tan profunda, tan poderosa, que era casi aterradora.

Era aterradora, dado el hombre en quien había dejado su impronta.

Las palabras de Honoria resonaron en sus oídos. «La cosa… que me dio todo lo que era realmente importante para mí».

Él pensó que quería decir en el plano físico y había buscado qué era importante para Caro a ese nivel. Sin embargo, quizás Honoria había querido decir otra cosa… algo más sencillo, más etéreo, y mucho más poderoso.

Aquello de lo cual dependía todo lo demás.

—¡Ah, Harriet! Bien hecho, querida.

Michael se concentró de nuevo para ver que Liverpool saludaba a su tía Harriet. Martinbury se inclinó y se alejó. Canning se inclinó sobre la mano de Harriet mientras Liverpool se volvía hacia Michael.

—Oportuna como siempre, Harriet; me disponía a intercambiar unas palabras con Michael.

Los tres, Liverpool, Harriet y Canning, todos se volvieron hacia él y se acercaron; durante un momento de fantasía, Michael sintió que lo habían acorralado. Luego Liverpool sonrió y ya no estaba seguro de que su impresión fuese tan fantástica.

—Quería decirte, hijo mío, que George se dispone a pasar a otra cosa, más pronto de lo previsto. —Liverpool señaló a Canning, quien continuó.

—Las extensas negociaciones con los americanos realmente me agotaron. —Canning se ajustó su chaleco—. Es el momento de tener sangre nueva, nuevas energías. He hecho cuanto estaba de mi parte, pero ha llegado el momento de pasar la batuta.

Harriet los observaba con ojos de águila, preparada para intervenir si algo parecía salir mal. Liverpool suspiró y miró a su alrededor.

—Entonces tendremos un cargo vacante en la mesa del gabinete, y en el Ministerio de Relaciones Exteriores en cuestión de semanas. Quería que lo supieras.

Impasible. Michael se inclinó.

—Gracias, señor.

—Y Caro Sutcliffe, ¿eh? —La mirada de Liverpool encontró a Caro; sus ojos se iluminaron con deleite—. Todo un hallazgo, hijo; una dama supremamente capaz. —Volviendo la mirada a Michael, Liverpool se mostraba tan jovial como llegaba a serlo—. Me alegra que hayas tomado mis insinuaciones en serio. Algo difícil en esta época, promover a un hombre soltero. El partido ahora no está para eso. Y no habrías podido elegir mejor. Estaré aguardando una invitación a tu boda en las próximas semanas, ¿no lo crees?

Michael sonrió, dio una respuesta adecuada y poco comprometedora; sospechó que sólo Harriet había comprendido su juego de palabras, la sutil evasiva. No obstante cuando, con los comentarios habituales, el grupo se dispersó, Harriet se limitó a sonreír y se marchó del brazo de Canning.

Aliviado. Michael escapó, uniéndose a otro grupo, circulando para llegar por fin al lado de Caro.

Caro levantó la mirada y sonrió cuando él se acercó. Con una palabra y una mirada, lo integró a la conversación que sostenía con el señor Collins, del Ministerio del Interior.

Se alegraba de que Michael hubiese venido a acompañarla, había una serie de personas con las que creía que él deba hablar antes de que terminara la velada. Con una sonrisa se alejaron del señor Collins. Tomando a Michael del brazo, lo guio hábilmente.

Como solía suceder en tales eventos, el tiempo transcurría sin que se debilitaran las conversaciones. Continuaron circulando. Caro atraía más de una mirada intrigada, más de una mirada interesada. Poco a poco, advirtió que la realidad de su conexión entre ella y Michael debía ser aparente; Theresa Obaldestone claramente no era la única que había penetrado su fachada.

Las palabras de Theresa, que resonaban con innegable sabiduría, venían a su mente… lentamente se sumían más profundamente y entraban en su corazón. Mientras conversaba al lado de Michael y desempeñaba su papel, una parte de ella estudiaba la perspectiva, de manera desprendida, impasiblemente… evaluándola casi sin emoción.

Era la vida, la posición, el propósito que deseaba, que necesitaba. En funciones como esta, la verdad relucía con claridad; era el lugar al que pertenecía.

Miró a Michael, su fuerte perfil mientras hablaba con otras personas. Se preguntaba sí lo sabía, si él también había visto aquella realidad.

En cierto sentido, se trataba del poder, del poder femenino; una vez lo había tenido en su vida, y se había acostumbrado a detentarlo, a obtener satisfacción de todo lo que podía lograr con él. Eso era lo que Camden le había enseñado, su mayor y más perdurable legado a ella. Estar involucrada en el juego diplomático y político ahora era parte esencial de su felicidad, de su realización. Theresa Obaldestone tenía razón.

Miró a Michael de nuevo y reconoció que Theresa había tenido razón también en eso. Con Camden, ella siempre había estado a la sombra, él había sido el gran hombre, el celebrado embajador. Michael era una proposición diferente, un hombre completamente diferente. Una relación entre ellos sería una plena sociedad, una unión de iguales en la que cada uno necesitaba del otro, y sería reconocida como tal.

Ah, sí. Theresa tenía razón. Caro sintió una oleada de reconocimiento, el deseo de asumir la posición que estaba allí ante ella. El llamado de la marea. Podría ser tan diferente esta vez.

Miró a Michael; cuando él le devolvió la mirada, ella se limitó a sonreír y apretó su brazo. Sintió, un instante más tarde, que su mano cubría la suya con más fuerza, mientras se disculpaban y avanzaban hacia otro grupo.

Se disponían a integrarse a él cuando vieron que Liverpool los llamaba.

Michael retrocedió, intentó llevarla consigo, pero ella se mantuvo firme.

—No, —dijo quedamente—. Ve tú. Puede ser algo confidencial.

Él vaciló, luego asintió y la dejó.

Dos minutos más tarde, mientras ella seguía la discusión del grupo, sintió que la tocaban en el brazo y se volvió, para ver a Harriet que le sonreía.

—Debo decirte algo, Caro, luego debo partir. —Harriet miró a Michael al otro lado del salón—. Ha sido una larga velada.

Aceptando con un murmullo, Caro se hizo a un lado, reuniéndose con Harriet cerca de la pared.

Harriet habló apresuradamente; había felicidad en su voz.

—Sólo quería que supieras lo emocionada que estoy; bien, que todos estamos, no sólo de que hayas regresado, sino de que lo hayas hecho del brazo de Michael. —Harriet puso una mano en su brazo, tranquilizándola—. Es un alivio tan grande, no sabes qué preocupada estaba de que él no se moviera.

La suposición de Harriet era obvia. Una mirada le aseguró a Caro que Harriet no intentaba presionarla; sus ojos brillantes y su expresión abierta dejaban suficientemente en claro que había dado por hecho que Michael y Caro se casarían, una decisión ya tomada aunque no hubiese sido anunciada.

Harriet continuó.

—Mi mayor preocupación, desde luego, ¡era el tiempo!

Caro parpadeó.

Harriet prosiguió:

—Ahora que Canning prácticamente ha renunciado al Ministerio de Relaciones Exteriores, el nombramiento deberá hacerse en septiembre, y ya es agosto. —Suspiró, mirando a Michael—. Siempre fue de los que dejan todo para el último momento, pero ¡francamente! —Luego sonrió, y miró a Caro—. Al menos, de ahora en adelante, será tu trabajo conseguir que haga las cosas a tiempo.

Agradeciendo en silencio los años de entrenamiento que tenía, Caro consiguió sonreír.

Harriet continuó conversando; una parte de la mente de Caro seguía sus palabras. La mayor parte de ella, sin embargo, estaba fija en un hecho: faltaban sólo unas pocas semanas para septiembre.