—¿QUÉ dijo Diablo acerca del testamento de Camden? —Caro giró en el asiento del coche para poder ver el rostro de Michael.
Él la miró, sonrió débilmente.
—La casa te la dejó a ti directamente, a tu nombre, y no regresa a la fortuna de Camden ni a nadie más cuando tú mueras, pasaría a tus herederos.
Ella se reclinó.
—Mis herederos… o sea Geoffrey, Augusta y Ángela, quienes definitivamente no están tratando de matarme. Así que no hay una razón sepultada en el testamento de Camden para que alguien quiera verme muerta.
—No directamente. Sin embargo, hay un número inusual de legados a personas que no están relacionadas. Diablo preguntó si te importaría que dos de sus primos indagaran discretamente sobre los legatarios.
Ella frunció el ceño.
—¿Cuáles primos? Y ¿por qué?
—Gabriel y Lucifer.
—¿Quiénes?
Michael se detuvo para pensar.
—Rupert y Alasdair Cynster.
Caro levantó los ojos al cielo.
—¡Qué apodos!
—Apropiados, o eso he oído.
—¿En verdad? ¿Y cómo se supone que nos ayuden estos dos primos?
—Gabriel es el experto en inversiones de los Cynster, nadie dentro de la alta sociedad tiene mejores contactos en las finanzas, los negocios y la banca. El interés de Lucifer son las antigüedades, principalmente la plata y las joyas, pero su conocimiento y pericia son grandes.
Un momento después, ella inclinó la cabeza.
—Puedo ver que, en este caso, tales talentos pueden ser útiles.
Michael observó su expresión.
—No pensé que tuvieras objeciones, así que acepté por ti. Dada la formación de Gabriel y de Lucifer, su discreción está asegurada. —Encontró su mirada—. ¿Te parece bien?
Caro estudió sus ojos, y pensó que se trataba más bien de si tal investigación lo hacía sentir a él más cómodo. Había aceptado que alguien —en su mente, una persona nebulosa a quien nunca había conocido— quería que muriera, presumiblemente para que no hablara de algo que ella pensaba que sabía; no podía considerar que la casa, ni nada de lo que había en ella, fuese una razón probable para un asesinato.
Sin embargo, él se había ofrecido voluntariamente y sin vacilar a enfrentar los terrores de Bond Street. Lo que había motivado su solicitud de que no saliera de la casa de su abuelo sin él no era difícil de adivinar. Nunca antes se había alguien centrado tan intensamente en su seguridad; no podía dejar de conmoverse y de sentirse agradecida, aun cuando averiguar sobre los legados le parecía algo completamente ajeno a los propósitos que perseguían.
Sonriendo, se reclinó en el asiento.
—Si desean investigar discretamente, no puedo ver nada malo en ello.
Esa noche, entró al salón de Harriet Jennet del brazo de Michael. No habían sido invitados; sin embargo, como miembro de la familia, Michael tenía entrada permanente a esa casa y como una famosa anfitriona diplomática, Caro podía reclamar el mismo privilegio.
Había esperado detectar al menos una leve sorpresa en los ojos de Harriet. Por el contrario, Harriet la saludó con su habitual aplomo, teñido, tal vez, por una comprensión levemente divertida. Ver que Caro llegaba del brazo de su sobrino había sido precisamente lo que estaba esperando.
—¿Le mandaste un recado? —Caro pellizcó el brazo de Michael cuando, después de saludar a Harriet, pasaron al salón donde se mezclaba la créme de la créme de la sociedad política.
Él la miró.
—No fui yo.
Ella suspiró.
—Entonces fue Magnus. ¡Tenía tanta ilusión de sorprender a Harriet! Creo que nadie lo ha logrado en años.
Pasaron una agradable velada circulando dentro de la élite política, un medio al cual se adaptaban con facilidad. El mostrarse con Michael seguramente habría suscitado preguntas, pero dentro de aquel círculo, nadie llegaría precipitadamente a ninguna conclusión; eran quienes eran porque sabían que era mejor no hacer suposiciones injustificadas.
A las doce, regresaron a Upper Grosvenor, contentos de haber establecido con tal facilidad su presencia en Londres dentro de los círculos políticos. Los círculos diplomáticos eran más variados; al subir las escaleras al lado de Michael, Caro reflexionó acerca de cuál sería la manera más eficaz de hacerlo allí.
Más tarde, como se estaba convirtiendo rápidamente en un hábito, Michael se reunió con ella en su recámara, y en su cama. Ella encontraba que su continuo deseo, su hambre continua de ella, era algo glorioso y embelesador, pero también asombroso. No podía forzarse a considerar, y menos aún a creer, que perduraría.
Entonces lo disfrutaba mientras podía; tomó todo lo que él le ofrecía y lo devolvió multiplicado. La relación seguía siendo para ella una fuente de asombro; había sucedido tan rápido; su confianza inicial, inesperada, en entregarse a él, y todo lo que había seguido, tan fácil, tan naturalmente, de ello. Aún no lo comprendía, no comprendía lo que significaba, lo que sentía y por qué… le parecía ser otra persona, otra mujer, en sus brazos.
A la mañana siguiente, Honoria la llevó en su carruaje a visitar a Lady Obaldestone en casa de su hija, en Chelsea.
La casa era antigua; la terraza daba sobre el río. Las damas de la alta sociedad que se habían congregado allí —todas matronas o viudas— estaban sentadas al sol, bebiendo té y hablando de su mundo.
Tuvo que admitir que era otra vía perfecta para propagar la noticia de que había regresado a Londres. Mientras comían emparedados delgados como hostias y galletas, le informó a las muchas señoras que se lo preguntaron, que actualmente residía con los Anstruther-Wetherby en Upper Grosvenor.
El único momento difícil fue, como era de esperarse, cuando Theresa Obaldestone la arrinconó.
—Honoria me dice que te estás quedando donde aquel viejo tonto, Magnus Anstruther-Wetherby. —Theresa fijó una mirada interrogante en ella—. ¿Por qué?
Nadie más se atrevería a hacer una pregunta semejante de manera tan directa. Pero tampoco, nadie se referiría a Magnus Anstruther-Wetherby como «un viejo tonto». Caro hizo un gesto alegre.
—Estaba en Hampshire en casa de mi hermano, y tuve que viajar a Londres, para unos asuntos relacionados con el legado de Camden. Michael Anstruther-Wetherby es nuestro vecino, y como debía venir a Londres por sus negocios, me acompañó. —Caro rezaba porque su expresión fuese tan inocente como tenía que serlo—. Como no he abierto aún la casa de la Media Luna, y Ángela todavía no ha regresado del campo, Michael sugirió que podía alojarme en Upper Grosvenor.
Theresa Obaldestone la observó durante un largo momento y arqueó ambas cejas.
—¿Realmente? Entonces, ¿no había nada especial en que llegaras del brazo de Michael a la velada de Harriet anoche?
Caro se encogió de hombros.
—Ambos teníamos interés en asistir.
Una de las cejas se alzó aún más.
—Veo.
Caro temió que lo hiciera.
Sin embargo, después de otra cargada pausa, se limitó a decir:
—¿El legado de Camden? Pensé que esos asuntos de habían resuelto hace largo tiempo.
—Había un asunto referente a los legados individuales. —Caro no estaba interesada en discutir el asunto; su tono lo dejó claro.
Theresa pareció aceptarlo; suavemente, dijo:
—Me alegré de verte esta última temporada, me alegré de que no te dispusieras a encerrarte. Creo —sus negros ojos atraparon los de Caro— que no tienes excusa para no usar tus talentos y experiencia donde son más necesitados.
La seguridad residía en el silencio; Caro permaneció muda.
Theresa frunció los labios.
—Ahora dime, ¿quiénes de los diplomáticos estaban merodeando en Hampshire?
Caro se lo dijo, mencionando su baile y el contratiempo cada vez menor entre prusianos y rusos. En su época, Theresa Obaldestone había sido una de las principales anfitrionas de los círculos diplomáticos; su esposo había sido Ministro, embajador y un estadista mayor. Había fallecido hacía más de diez años, pero Theresa continuaba estrechamente relacionada con los círculos políticos y diplomáticos, tan influyente en ellos como lo era en la alta sociedad en general.
Le tenía afecto a Caro, y Caro a ella. Siempre se habían comprendido bien, comprendido los retos de la vida diplomática como no podían hacerlo quienes no estaban en ella.
—Y los portugueses también estaban allí, sólo una parte de la delegación. El embajador se encuentra en Brighton, creo.
Theresa asintió.
—Sólo lo conozco vagamente, pero tú debes conocerlos a todos muy bien. —Ella sonrió desdeñosamente, recordando—. Los portugueses fueron siempre la especialidad de Camden, aun antes de ocupar el cargo de embajador allí.
—¿Oh? —Caro escuchó con atención. Theresa había sido contemporánea de Camden.
—No creo que te lo hayan dicho, pero Camden era muy amigo de una verdadera multitud de cortesanos portugueses. Siempre sospeché que lo habían nombrado embajador para obligarlo a tener alguna restricción a ese respecto, antes de que se involucrara en algo que pudiera lamentar.
—¿Qué pudiera lamentar? —Caro le lanzó una mirada de interés no fingido.
Theresa sacudió la cabeza.
—Nunca conocí los detalles; era una de aquellas cosas, una comprensión que subyacía a una decisión que se capta sin explicación ni prueba.
Caro asintió; entendía lo que Theresa quería decir. Pero el recuerdo de Theresa era el primer indicio que habían encontrado de que efectivamente podría haber algo en el pasado de Camden, en sus papeles, que podría llevar a un portugués a matar para eliminarlo.
Caro sintió un frío glacial; se estremeció.
—Se está levantando la brisa, entremos.
Theresa se adelantó, seguida por Caro. Sería inútil interrogar más a Theresa; si supiera algo más, lo habría dicho.
Después de regresar a Upper Grosvenor y almorzar con Magnus y Evelyn —Michael aún estaba haciendo las rondas de los clubes políticos y diplomáticos—. Caro se retiró al salón de arriba y se dedicó a la tarea de revisar los diarios de Camden.
Las palabras de Theresa habían renovado su propósito, haciendo más real la probabilidad de que alguna nota sepultada en aquellos papeles acumulados fuese la razón que motivaba los ataques contra su vida. Su lento progreso a través de los diarios se hacía cada vez más frustrante.
A lo anterior se agregaba la sensación cada vez más fuerte de que todo el asunto de los ataques contra ella era una mera distracción, una circunstancia irritante que la desviaba de asuntos más importantes, tales como qué estaba pasando entre ella y Michael. Tales como lo que había intuido y sentido durante su visita a Honoria, si debía seguir la idea que la había golpeado con tal fuerza mientras sostenía a Louisa.
Todas aquellas cosas —ideas, conceptos, sentimientos— eran nuevos para ella. Quería explorarlos, reflexionar sobre ellos y comprenderlos, pero resolver el misterio de quién trataba de matarla tenía, lógicamente, prioridad.
Poniendo uno de los diarios en la pila que se encontraba a su lado en la silla, suspiró; miró la hilera de cajas apiladas contra la pared. Había terminado dos.
Necesitaba ayuda. ¿Se atrevería a llamar a Edward? Él vendría de inmediato; podía confiar en él para que leyera la correspondencia de Camden.
Pero Elizabeth lo seguiría, de eso no tenía duda, y esto no podía permitirlo.
Haciendo una mueca, calculó cuánto tiempo le tomaría revisar todas aquellas cajas. La respuesta fue un número deprimente de semanas. De nuevo, se devanó los sesos pensando quién podría ayudarla, alguien en que pudiera confiar para revisar los escritos personales de Camden. No parecía haber nadie…
—Sí, ¡si lo hay! —Se enderezó, entusiasmada por la posibilidad que había surgido en su mente. La examinó, la desarrolló. No lo diarios, contenían comentarios y notas altamente personales, pero las cartas… podía confiárselas a él—. Conociéndolo, probablemente está en Londres… —Vaciló; luego, afirmando la barbilla, se levantó y tocó la campana.
—Buenas tardes. ¿Está el Vizconde Breckenridge en casa?
El mayordomo, nunca lo había conocido antes y no sabía su nombre, parpadeó. Vaciló.
—¿Señora?
Caro le entregó la tarjeta que tenía ya preparada en la mano y entró; el mayordomo cedió.
—Llévele esto de inmediato, me recibirá.
Mirando a su alrededor, espió el salón a través de una puerta abierta.
—Aguardaré en el salón, pero antes de llevar mi tarjeta, por favor diga a mis lacayos dónde pueden poner estas cajas.
—¿Cajas? —El mayordomo se volvió para mirar la puerta principal; miró sorprendido a los dos lacayos que se encontraban en el umbral, con pesadas cajas en los brazos.
—Las cajas son para Breckenridge. Él comprenderá cuando haya hablado conmigo. —Caro les indicó a los lacayos que entraran—. Hay bastantes cajas, si tiene un estudio o una biblioteca, ese sería el lugar más adecuado.
El mayordomo parpadeó, luego se irguió y aceptó.
—El estudio de su Señoría es por este lado.
Se dirigió a indicarle a los lacayos el lugar; sonriendo, Caro entró al salón. Miró a su alrededor y luego, quitándose los guantes, se acomodó en un sillón y aguardó a que Timothy llegara.
Cinco minutos más tarde, se abrió la puerta y entró Timothy Danvers, Vizconde Breckenridge.
—¿Caro? ¿Qué ha ocurrido?
Hizo una pausa, absorbiendo la forma en que ella miraba, sorprendida, su cabello en desorden y la llamativa bata de seda que evidentemente se había puesto apresuradamente sobre sus pantalones.
Caro luchó por no sonreír mientras miraba sus ojos color avellana.
—Ay, cielos, parece que llegué en un momento inoportuno.
Apretando los labios, seguramente para evitar una maldición, se volvió y cerró la puerta sobre su interesado mayordomo. Luego se volvió hacia ella.
—¿Qué demonios haces aquí?
Ella sonrió con el propósito de tranquilizarlo, pero con los ojos brillantes. Timothy tenía treinta y un años, era tres años mayor que ella, y un hombre extraordinariamente apuesto, alto, de anchos hombros, corpulento pero delgado, con las facciones de un dios griego y la gracia correspondiente; había oído decir que era excesivamente peligroso para cualquier mujer menor de setenta años. Sin embargo, no era peligroso para ella.
—Debo pedirte un favor, si me lo permites.
Frunció el ceño.
—¿Qué favor? —Avanzó, luego se detuvo abruptamente y levantó una mano—. Primero, dime que llegaste cubierta por una capa y con un grueso velo, y que tuviste el buen sentido de usar un carruaje sin marca.
De nuevo, Caro tuvo que luchar por no sonreír.
—No traje una capa ni un velo, pero sí dos lacayos. Los necesitaba para que cargaran las cajas.
—¿Qué cajas?
—La correspondencia de Camden. —Se reclinó, observándolo mientras él la miraba. Luego sacudió la cabeza, como si se deshiciera de una distracción.
—¿Es tu coche?
—No es mío, es el de Magnus Anstruther-Wetherby, pero no está marcado.
—¿Dónde está?
Ella arqueó las cejas, sorprendida.
—Aguardando en la calle, desde luego.
Timothy la miró fijamente, como si tuviese dos cabezas, luego maldijo y tocó la campana. Cuando apareció su mayordomo, gruñó:
—Envíe el coche de la señora Sutcliffe a aguardarla en la caballeriza.
En cuanto salió el mayordomo, Timothy la miró directamente.
—Es muy bueno que nunca hayas tratado de engañar a Camden.
Ella arqueó las cejas altivamente; tuvo la tentación de preguntarle cómo sabía que no lo había hecho.
Él se hundió en otro sillón y la contempló fijamente.
—Ahora dímelo. ¿Por qué has traído la correspondencia de Camden?
Ella se lo dijo; el rostro de Timothy se ensombrecía cada vez más a medida que ella hablaba.
—Debe haber alguien a quien le pueda sacar información …
A Caro no le agradó la mirada de sus ojos, la forma en que apretaba los labios.
—No, no puedes hacer eso. —La afirmación inequívoca hizo que él la mirara; ella sostuvo la mirada—. Yo, o Michael, o alguno de los Anstruther-Wetherby, o Theresa Obaldestone podría, pero no tú. Tú no tienes ninguna conexión con los círculos diplomáticos. Si entras en ellos, todos sospecharían de inmediato.
Le dio un momento para digerir lo que le decía y luego dijo:
—Vine a pedir tu ayuda, pero necesito de ti algo que sólo tú puedes hacer. —Aguardó un instante y luego prosiguió—. Los papeles de Camden. La respuesta debe estar ahí, pero no puedo confiarlos a nadie más. Tú, mejor que nadie, sabes por qué.
Hizo otra pausa; sin dejar de mirarlo, continuó:
—Yo leeré los diarios, están llenos de referencias que sólo yo, o tal vez Edward o uno de los asistentes anteriores de Camden, podemos comprender. Las cartas son diferentes, más específicas, más formales, más claras. Tú eres la única persona a quien puedo dárselas a leer. Si quieres ayudarme, entonces lee.
Él era, definitivamente, un hombre de acción; sin embargo, ella sabía que era también un hombre altamente educado e inteligente. Después de un momento, suspiró, no muy contento, pero resignado.
—Estamos buscando referencias a algún asunto ilícito con los portugueses, ¿es correcto?
—Sí. Y por lo que me dijo Theresa Obaldestone, es probable que haya sido cuando recién fue nombrado embajador, o posiblemente, justo antes.
Él asintió.
—Comenzaré de inmediato. —Levantó la mirada.
Ella hizo un gesto.
—Lo siento, no pensé. He interrumpido …
—No. Eso no tiene importancia. Tú y esto sí la tienen. —Hizo una mueca—. Y puedo privarme de que pienses sobre lo que has interrumpido. —Apretó los labios; la miró severamente—. Tengo una condición.
Ella arqueó las cejas.
—¿Cuál?
—Que, bajo ninguna circunstancia, vendrás otra vez aquí. Si quieres verme, manda un recado, yo iré a verte.
Ella hizo un gesto.
—¡Tonterías! —Se levantó y comenzó a ponerse los guantes—. Soy La Viuda Alegre, ¿recuerdas? Toda la sociedad sabe que no me seducen tan fácilmente.
Lo miró. Por un momento, él permaneció en la silla, mirándola; luego se puso de pie. Rápidamente, en un movimiento tan lleno de poder masculino que, para su enorme sorpresa, hizo que perdiera el aliento.
Terminó muy cerca de ella, mirándola a los ojos. Sus labios sonrieron evidentemente predatorios.
—Toda la sociedad sabe… —susurró, con una voz seductoramente baja—, que yo no renuncio con tanta facilidad.
Ella lo miró a los ojos durante un instante, luego le dio unas palmaditas en el brazo.
—Seguramente que no. Eso, sin embargo, no tiene nada que ver conmigo.
Volviéndose hacia la puerta, lo escuchó maldecir en voz baja. Sonrió.
—Ahora puedes acompañarme al coche.
Él murmuró algo ininteligible, pero la siguió y abrió la puerta para que pasara. Cuando ella se volvió hacia la puerta principal, la tomó del brazo y la hizo girar en dirección opuesta.
—Si insistes en visitar a uno de los vividores más conocidos de la sociedad, debes conocer el procedimiento correcto. Tu coche aguarda en la caballeriza, para que nadie te vea salir ni sepa cuándo lo haces.
Ella arqueó las cejas, luchando de nuevo por no sonreír
—Ya veo.
La condujo por un pasillo, luego por un salón hacia la terraza y de allí, por el sendero del jardín, hasta una puerta en el alto muro de piedra que cerraba la parte de atrás de su casa. Abriéndola, miró hacia fuera; luego la llevó directamente a su carruaje, que aguardaba con la puerta abierta delante de la puerta.
Se disponía a retroceder y cerrar la puerta del coche cuando ella se inclinó y dijo:
—A propósito, sí me agradan los pavos reales.
Él parpadeó y miró su bata. Maldijo suavemente. La miró, con ojos de fuego.
—La próxima vez —dijo enojado—, ¡avísame!
La puerta del coche se cerró con un sonido ominoso, la puerta de un golpe. Reclinándose sobre los cojines, dio rienda suelta a su risa mientras el coche se alejaba.
Ella y Michael debían asistir a una velada aquella noche, una reunión pequeña en el consulado de Córcega donde estarían las delegaciones de Italia y de España.
—¿Crees que los españoles puedan saber algo? —preguntó mientras el carruaje avanzaba sobre los adoquines—. ¿Podría haber sido algún incidente durante las guerras?
Michael se encogió de hombros.
—Es imposible saberlo. Lo único que podemos hacer es mantenernos atentos. Si alguien está tan desesperado por sepultar irremediablemente su secreto, debe haber alguna razón por la cual se han decidido a actuar, tanto tiempo después de lo ocurrido.
Ella asintió.
—Es verdad. Podemos escuchar una pista de alguna fuente inesperada.
Con la mano cubriendo la suya, Michael sintió que su atención estaba literalmente dividida, como si fuese un espadachín que defendiera simultáneamente dos frentes. Los portugueses parecían ser los villanos más probables, sin embargo…
—Diablo me buscó hoy. Habló con Gabriel y Lucifer. Gabriel estuvo de acuerdo con que la larga lista de legados necesita mayor examen; ya está buscando a los legatarios, analizando si hay alguna razón para imaginar que puedan abrigar mayores pretensiones sobre las propiedades de Camden, que ahora son tuyas. Lucifer, al parecer, le dio una mirada a la lista de legados y dijo que necesita examinar los contenidos de la casa de la Media Luna.
Miró a Caro.
—Diablo sospechó en un principio que Lucifer sólo deseaba mirar la colección, pero Lucifer le explicó que las imitaciones, al menos de objetos tales como los que Camden legó, es un negocio floreciente. Pensó que quizás Camden no lo hubiese sabido, y que, sin darse cuenta, haya podido ser utilizado para hacer pasar falsificaciones por obras auténticas.
Ella frunció el ceño.
—Yo no prestaba mucha atención a la colección de Camden, él la había estado formando durante años antes de que yo lo conociera. Sencillamente, era algo que siempre hacía. Sé, sin embargo, que trataba con la misma gente constantemente, que esas relaciones se remontaban a muchos años atrás. Sólo trataba con personas en las que confiaba. —Ella encontró sus ojos—. Había aprendido a ser muy cuidadoso.
—Como quiera que sea, ¿tienes alguna objeción a que Lucifer mire los objetos de la casa?
Ella negó con la cabeza.
—No. Es más, creo que sería conveniente que lo hiciera. En cuanto más cosas haya que sepamos que no son el motivo…
Él le apretó la mano.
—Precisamente.
Recordando sus otras líneas de investigación, Caro dijo:
—Por cierto, recordé a un viejo amigo de Camden, en quien confiaba mucho; lo visité hoy para pedirle que leyera la correspondencia de Camden, y aceptó hacerlo.
El carruaje se detuvo ante la entrada del consulado de Córcega; un lacayo abrió la puerta. Michael asintió para indicar que la había escuchado, se apeó y la ayudó a bajar.
La anfitriona aguardaba en la entrada; ambos sonrieron y subieron las escaleras. Fueron acogidos con gran complacencia y camaradería por los corsos. El grupo era pequeño y selecto; aun cuando superficialmente las acostumbradas formalidades se imponían, debajo de ellas reinaba un ambiente más informal. Todos se conocían entre sí, lo que hacían, cuáles eran sus propósitos; se jugaban los juegos habituales, pero abiertamente.
Caro era la única persona allí que no tenía un papel definido. Aún cuando el escenario le era familiar, se sentía extraña al no desempeñar una parte clara. Esta falta la hizo más consciente de los papeles de los demás, especialmente del de Michael. Aún cuando la velada era un asunto diplomático, había varios funcionarios presentes, aquellos con quienes interactuaba el personal del consulado para promover los intereses de su país. Cada uno de ellos se aseguró de hablar con Michael, de que supiera quién era, su cargo y su papel en las relaciones exteriores.
En ningún otro ámbito, ni siquiera en la alta sociedad, se pasaba la voz de una manera más eficiente.
Su presencia al lado de Michael fue observada por todos, pero ninguno sabía cómo interpretarla. Se presentaron como viejos amigos de familia, y fueron aceptados como tales, al menos aparentemente. Sin embargo, a medida que avanzaba la velada, ella se encontró ayudándole tanto como lo había hecho durante la cena de Muriel; era un hábito tan arraigado, algo que le resultaba tan sencillo de hacer, que parecía poco cortés no ayudarlo. Especialmente cuando él estaba ayudándole con tal dedicación en tantos otros frentes.
Cuando un miembro de la delegación española se inclinó ante ellos, ella supo instintivamente que Michael no sabía quién era. Sonriendo, le tendió la mano al señor Fernández; mientras él se inclinaba y la felicitaba por su belleza, ella le dijo su nombre, su posición, y un poco de su pasado en la conversación. Sin parpadear, Michael siguió desde allí.
Más tarde, cuando la conversación los apartó, ella levantó la vista, alertada por su sexto sentido, y vio a la esposa de un alto mandarín del Ministerio de Relaciones Exteriores excluyendo a Michael del nudo de diplomáticos con quienes había estado hablando.
Eso era peligroso; el posible futuro Ministro de Relaciones Exteriores hablando de manera excesivamente privada con la esposa de alguien que estaría compitiendo por un cargo subalterno. Una manera rápida de crear rencor en las filas. Con una breve mirada, advirtió que Michael era consciente de la inconveniencia de ello, pero tenía dificultades en zafarse de las garras de la dama. Sonrió al cónsul de Córcega.
—Por favor discúlpeme. Debo decir algo al señor Anstruther-Wetherby.
El cónsul miró a Michael y no necesitó más explicaciones. Le devolvió la sonrisa y se inclinó.
—El señor Anstruther-Wetherby es un hombre afortunado.
Caro sonrió. Dejándolo, se deslizó para ponerse al otro lado de Michael.
—¡Aquí estás! —Deslizó su mano en su brazo y lo hizo girar, al parecer sólo advirtiendo entonces a su compañera—. Lady Casey. —Sonrió—. Hace tiempo no tenía el placer.
Le tendió la mano; Lady Casey encontró su mirada, evidentemente deseaba que estuviese en otra parte, pero tuvo que tomarla, estrecharla y sonreír a su vez.
—Mi querida señora Sutcliffe. —Lady Casey se anudó su chal—. Pensé que se había retirado de la lucha.
—Quizás ya no sea la esposa de un embajador, pero usted sabe lo que dicen… Qué casualidad, —prosiguió ingenuamente—, ya se me ha dicho dos veces hoy que no debo permanecer escondida. Se me dio a entender que es mi deber continuar participando en actividades diplomáticas.
Lady Casey la miró como si quisiera rebatir esta idea; sin embargo, esposa de un embajador o no, Caro tenía una posición mucho más alta que la suya en muchos aspectos. Decidiendo que la retirada era la mejor parte del valor, Lady Casey inclinó la cabeza.
—Si me disculpan, debo regresar con mi esposo.
Se separaron amistosamente.
En cuanto se alejó Lady Casey, Michael suspiró.
—Gracias, estaba forzándome a aceptar una invitación a cenar.
—Muy fuera de lugar, —declaró Caro—. Ahora, ¿has hablado en privado con el Monsieur Hartinges?
Michael la miró.
—¿Quién es Monsieur Hartinges?
—Uno de los principales asistentes del embajador de Francia. Es inteligente, irá muy lejos, y está bien dispuesto.
—Ah. —Cerró su mano sobre la de Caro, poniéndola sobre su brazo, andándola a su lado—. Obviamente, es alguien a quien debería conocer.
—Ciertamente. Está al lado de la ventana. Te ha estado observando durante toda la noche, aguardando su oportunidad.
Michael sonrió.
—Vamos.
Lo hicieron; él pasó los siguientes veinte minutos hablando con el francés, más inclinado a olvidar el pasado y a manejar más eficientemente el comercio, uno de los asuntos más importantes que habría de enfrentar el próximo Ministro de Relaciones Exteriores.
Disculpándose de la manera más cordial con Monsieur Hartinges, circularon otra vez, en esta ocasión con miras a despedirse.
—Debo hablar con Jamieson antes de que nos marchemos, acaba de llegar. —Michael indicó a un desgarbado caballero, que lucía un poco abrumado, inclinado sobre la mano de la anfitriona, evidentemente presentando obsequiosas disculpas por su tardanza.
—Es extraño que haya llegado tan tarde, —murmuró Caro.
—Sí, lo es. —Michael se dirigió a interceptar a Jamieson, uno de los subsecretarios del Ministerio. Jamieson los vio cuando se apartó de la esposa del cónsul y se dirigió hacia ellos.
Se inclinó delante de Caro, a quien conocía de tiempo atrás, y saludó con deferencia a Michael.
—Señor.
Michael le tendió la mano; relajándose un poco, Jamieson la estrechó.
—¿Ocurre algo malo?
Jamieson hizo una mueca.
—La cosa más extraña. Ha habido un robo en la oficina; es por eso que llegué tarde. Registraron dos bodegas que sólo contenían viejos archivos. —Miró a Caro—. Lo más extraño es que se trataba de archivos de Lisboa.
Caro frunció el ceño.
—¿Por qué ha de ser especialmente extraño?
Jamieson lanzó una mirada a Michael, luego a ella.
—Porque acabábamos de recibir la noticia de que nuestra embajada en Lisboa había sido robada hace dos semanas. La noticia fue demorada por las tormentas, pero bien, ya llegó. Primero ellos, ahora nosotros. Nada semejante sucedió en la época de Camden. —Jamieson se centró en Caro—. ¿Tiene alguna idea acerca de quién podría estar detrás de esto?
Caro mantuvo su expresión de sorpresa y sacudió la cabeza.
—¿Qué buscaban? ¿Se llevaron algo, aquí o allá?
—No —Jamieson miró a Michael—. Todos los folios de nuestros archivos están numerados y no falta ninguno. Es claro que registraron los archivos, pero más allá de eso… —Se encogió de hombros—. No hay nada remotamente útil en esos archivos, desde el punto de vista diplomático. La embajada en Lisboa es mi sector, pero los archivos registrados son anteriores a mí. Sin embargo Roberts, mi predecesor, era extremadamente puntilloso, no puedo creer que se le haya escapado algo.
—¿Qué época, —preguntó Caro—, cubrían los archivos que fueron registrados?
—Se extienden desde poco antes de que Camden asumiera su cargo allí hasta pocos años después. Nos inclinamos a creer que alguien está buscando información acerca de alguna actividad a la que puso fin Camden. —Jamieson hizo una mueca—. Me alegra haberme tropezado con usted, la habría llamado en los próximos días para preguntarle si sabía algo. Si piensa en alguna posibilidad que explique estos robos, por favor hágamelo saber.
Caro asintió.
—Desde luego.
Se despidieron de Jamieson y poco después salieron del consulado.
—Sabes, —dijo Michael más tarde, cuando se reunió con Caro en su recámara y la tomó entre sus brazos—. Estoy comenzando a preguntarme si quizás alguien está aterrado sin razón. Si no hay nada en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores…
—Eso, —admitió Caro, entrelazando sus brazos en su cuello—, es muy posible.
Ciñendo su cintura, se apartó de su abrazo y observó su rostro en la penumbra.
—Detecto un «pero»…
Ella sonrió, no tanto con humor sino resignada ante su perspicacia.
—Conociendo a Camden y su amor por las intrigas, así como sus profundas conexiones con la alta sociedad portuguesa, es igualmente posible que haya algo bastante explosivo oculto en algún lugar entre sus papeles.
Ella estudió sus ojos y luego prosiguió:
—Theresa Obaldestone me recordó que Camden estaba muy involucrado personalmente con los portugueses, incluso antes de ser nombrado embajador en Lisboa. Por lo tanto, es perfectamente posible que no haya nada en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores, es posible que Camden haya considerado este asunto como algo ajeno al Ministerio si el contacto se remontaba a la época anterior a su cargo.
—¿Quieres decir que ocultó toda mención de ello?
—Si no tenía consecuencias posteriores que afectaran el cargo del que era responsable, entonces sí, —asintió—, creo que lo habría hecho.
—Pero puede haberlo mencionado en sus papeles.
—Ciertamente. —Suspiró—. Será mejor que dedique más esfuerzos a leerlos, pero al menos ahora sé qué época debo investigar.
En aquel momento, sin embargo, en las sombras de la noche, en brazos de Michael, los papeles de Camden no eran lo que ocupaba su mente. Apretó los brazos, se estiró contra él.
—Bésame.
Michael sonrió, y lo hizo, aprovechando plenamente su invitación, tomando nota mentalmente para preguntarle luego cuál era el viejo amigo a quien le había confiado las cartas de Camden; pero luego su invitación se hizo más profunda, más extensa, expandiendo los horizontes sensuales… captándolo, sus pensamientos, su cuerpo, su mente.
Finalmente, su alma.
Con ninguna mujer había compartido una conexión semejante; no podía imaginar tampoco compartirla con otra. Cada noche que pasaba, cada día, cada velada, cada hora en su mundo compartido, parecía convertirse más definitivamente, cada vez más claramente, en las mitades compatibles de una poderosa unidad.
Este conocimiento lo estremeció y lo ilusionó. Lo invadió una impaciente exultación. No importaba que ella aún no se hubiera retractado de su oposición y hubiera aceptado casarse con él; no podía ver, ni tenía intenciones de hacerlo, ningún otro resultado. El sendero entre ahora y entonces podía estar envuelto en sombras impenetrables, incierto tanto en duración como en acontecimientos; no obstante, su destino eventual permanecía fijo e inmutable.
Más tarde, saciado y pleno, la atrajo, desmadejada y soñolienta, contra sí, acomodándose cómodamente en su cama. Quería preguntarte algo… no podía concentrarse bien…
—¿Quién te sermoneó sobre tus deberes? —Esperaba que no hubiese sido Magnus.
—Theresa Obaldestone. —Caro frotó su mejilla contra su brazo—. Está complacida de que yo no me esté ocultando.
Tomó nota mentalmente de vigilar a Lady Obaldestone. No necesitaba que ella debilitara su posición, presionando a Caro de alguna manera.
Si había albergado cualquier reserva acerca de su necesidad de ella —de ella específicamente— a su lado, las dos noches anteriores habrían puesto el asunto más allá de toda duda. Sin embargo, esa era su vida profesional; aun cuando consideraciones semejantes ofrecían un ímpetu importante, un motivo cada vez más imperioso para casarse con ella lo más rápidamente posible; estos mismos argumentos serían aquellos de los que ella más desconfiaría… y no podía culparla.
El matrimonio… cuanto más pensaba en él, considerado en su totalidad, más apreciaba el hecho de que debía basarse en algo más que un interés profesional, en mucho más que un sentido del deber. No sólo Caro no se inclinaría de nuevo ante el deber, él tampoco deseaba que llegara a él por este camino. Ni por esta razón.
Ante todo, no por esta razón.
Mientras descansaba en la calidez de la cama desordenada y se dejaba llevar por el sueño, escuchando la suave respiración de Caro, sintiendo su aliento sobre su pecho, su suave calidez, sus curvas femeninas, oprimidas contra él, una promesa más clara, más poderosa que cualquier palabra, fue consciente de su impaciencia y, a la vez, igualmente consciente de la conveniencia de esperar.
De dejar que ella se decidiera por sí misma, sin presiones, sin persuasiones…
Un pensamiento pasó por su mente cuando se entregaba al sueño. Quizás podía hacer algo.
Influenciar sutilmente a la gente era el trabajo de los políticos. Él era un excelente político; a la mañana siguiente, dejando a Caro en el salón del segundo piso, ocupada en leer los diarios de Camden, se recordó a sí mismo esto mientras caminaba por Upper Grosvenor Street camino a la plaza Grosvenor.
Ni la presión, ni la persuasión, pero había otros caminos, otros medios. Aparte de todo lo demás, las acciones eran más dicientes, eran siempre más convincentes.
Honoria estaba en casa; se reunió con él en el salón. Los niños llegaron tras ella; después de admirar el nuevo bate de Sebastian y de Michael, y de pasar algunos minutos haciendo cosquillas a Louisa, miró a Honoria. Ella comprendió y eficientemente sacó a su prole a la terraza para que jugaran en el jardín donde los aguardaban sus niñeras.
—¡Bien! —De pie en el umbral, ella lo miró—. ¿Qué pasa?
Él se dirigió hacia ella, permitiéndole mantener una distante vigilancia sobre las actividades de sus hijos mientras conversaban.
—Quiero casarme con Caro, pero… —Mirando hacia los jardines, prosiguió—, su matrimonio con Camden estaba basado en la necesidad que él tenía de sus talentos, en lo que él correctamente percibía como sus habilidades de anfitriona. Esas, desde luego, son precisamente las mismas habilidades que yo necesito en una esposa, pero tal necesidad es lo último que llevaría a Caro a contraer matrimonio por segunda vez.
Honoria sonrió.
—Puedo entenderla. Camden era mucho mayor que ella.
—Así es. Pero aún, fue un matrimonio acordado, principalmente para beneficio de Camden. Caro, sin embargo, no fue consciente de ello inicialmente.
Honoria hizo un gesto de dolor.
—Ay, cielos. —Lo miró fugazmente—. Entonces, si te acercas a ella y le ofreces la posición de esposa…
Él asintió, un poco melancólico.
—Si fuese todo lo que le ofreciera, no tendría la más mínima oportunidad de ganarla. —Suspiró, afirmó su decisión—. Para ganarme a Caro, necesito ofrecerle más… mucho más que eso. —Miró a Honoria, encontró sus ojos—. Lo cual es la razón por la que estoy aquí. Quería preguntarte por qué, cuando inicialmente estabas tan opuesta a ello, cambiaste de idea y aceptaste la propuesta de Diablo. ¿Qué hizo ladear la balanza?
Honoria observó su expresión, sus ojos; comprendía exactamente qué le estaba preguntando. Su mente se remontó siete años atrás, a aquel verano pasado hacía tanto tiempo. Recordó… evocó. Mirando al jardín, buscó las palabras adecuadas para explicar qué la había persuadido de aceptar la propuesta de Diablo, aprovechar la oportunidad, aceptar el reto, recoger el guante que el destino había lanzado en su camino de manera tan inesperada.
¿Cómo podía explicar la atracción, la terrible tentación del amor? De un corazón ofrecido, así fuese con reticencia, a contrapelo. Que esa misma reticencia podía, en ciertas circunstancias, hacer el obsequio aún más precioso, porque nunca podría verse como algo entregado a la ligera.
Suspiró, pensó cómo formular su respuesta. Al rato dijo:
—Cambié de idea porque me ofreció la única cosa que yo más necesitaba realmente, aquello que convertiría mi vida en lo que había soñado que podía ser, e incluso en más que eso. Porque estaba dispuesto a darme eso y, a través de eso, todo lo que era más importante para mí.
Su mirada se dirigió a sus hijos. ¿Debía mencionar que Caro quería tener hijos, que anhelaba tenerlos tanto como ella lo había anhelado? Un anhelo oculto, muy privado, que sólo otra persona que lo hubiera sentido podía adivinarlo. Ella lo había adivinado y había aprovechado la oportunidad de dejar que Louisa lo confirmara, alentando a aquel anhelo a vivir.
Pero si se lo decía a Michael… él era un hombre, ¿comprendería cómo hacer un uso efectivo de ese conocimiento? Podría creer que la promesa de hijos, por sí misma, sería suficiente, y no verla como el resultado, la consecuencia de aquel obsequio más precioso.
Aparte de su deseo fraternal de verlo feliz e instalado, casado con una dama del tipo que él merecía, sentía también la necesidad de hacer lo que estuviera en su mano por ver a Caro feliz también. Por hacer que su amiga de infancia experimentara la misma felicidad que ella había encontrado.
Lo último que deseaba era que el primer matrimonio desgraciado de Caro oscureciera sus oportunidades de lograr esta felicidad.
Miró a Michael y advirtió que, a pesar de su expresión impasible, estaba luchando con sus palabras, intentando interpretarlas.
—No puedo explicártelo mejor. Para cada mujer, la expresión externa de lo que es más importante para ella será diferente; sin embargo, darle esa cosa fundamental que permite todo lo demás, estar dispuesto a hacerlo, esa es la clave.
Él la miró a los ojos. Sonrió con un poco de tristeza.
—Gracias.
Ella suspiró.
—Espero que eso te ayude.
Michael tomó su mano, la oprimió levemente.
—Sí, lo hará.
Lanzando una última mirada a sus sobrinos que retozaban, gritando, en el césped, soltó la mano de Honoria e hizo un gesto de despedida.
—Te dejo a tu sueño.
Ella sonrió, pero cuando él llegó a la puerta, ella ya había salido a la terraza.
Michael se detuvo a hablar con Diablo, quien no tenía nada nuevo que informarle, y luego se dirigió a los clubes. Mientras caminaba, reflexionaba sobre las palabras de Honoria.
Mientras hablaba, había estado mirando a sus hijos. Dados sus antecedentes, la trágica pérdida del resto de su familia, no le resultaba difícil entender que para Honoria un hogar, una familia y, por lo tanto, tener hijos, era de la mayor importancia, que aquellas cosas eran tan importantes para ella como lo eran para él.
¿Había querido decir que también eran importantes para Caro?
Si eso era lo que había querido decir, ¿adónde lo llevaba eso?
¿Cuál era, en efecto, la necesidad más profunda de Caro?