CARO deslizó la llave en la cerradura de la puerta principal de la casa de la Media Luna.
—Nuestra antigua ama de llaves, la señora Simms, viene dos veces a la semana para airear y limpiar el polvo, para que todo esté preparado en caso de que yo desee regresar.
Michael la siguió a un recibo amplio de baldosas negras, blancas y ocre, con destellos dorados en el mármol. Al regresar a Londres, Caro no había elegido llegar a esa casa; al parecer, no lo había contemplado siquiera. Cerrando la puerta principal, Michael miró a su alrededor mientras ella se detenía en un arco que él supuso conducía al salón. Las doble puertas estaban abiertas; ella miró en su interior, luego se dirigió a la puerta siguiente e inspeccionó la habitación.
Admirando el revestimiento en madera, las consolas y el enorme espejo que adornaba el recibo, se detuvo y miró sobre la cabeza de Caro y sintió una gran sorpresa. Era el comedor; tenía una larga mesa de caoba con el más maravilloso brillo, un conjunto de asientos que incluso su conocimiento, que no era el de un experto, consideró como antigüedades francesas: no podía adivinar el periodo, pero su valor era evidente.
Siguió a Caro que pasaba de habitación en habitación; cada objeto que veía era como para un museo, incluso los adornos. Sin embargo, la casa no lucía atiborrada ni fría y poco acogedora. Era como si hubiera sido arreglada con increíble amor, cuidado, y un ojo soberbio para la belleza y luego, por alguna razón, apenas la habían usado.
Mientras subía por la enorme escalinata detrás de Caro, advirtió que Edward estaba en lo cierto; la casa y sus contenidos eran extremadamente valiosos, algo por lo que alguien podría matar. Alcanzó a Caro en lo alto de la escalera.
—Primero el testamento.
Ella lo miró, y luego avanzó por uno de los pasillos.
La habitación a la que llegaron había sido, evidentemente, el estudio de Camden. Mientras ella se dirigía a una pared detrás del escritorio y hacía a un lado un cuadro, que se asemejaba sospechosamente al de un antiguo maestro, para descubrir una caja fuerte, y se dedicaba a abrirla, él aguardó en el umbral y miró a su alrededor. Intentó imaginar a Camden allí. Con Caro.
Menos abiertamente masculino que la mayoría de los estudios, la habitación mostraba un sentido de equilibrio y buen gusto; como en las otras habitaciones, todos los muebles eran antiguos, las telas suntuosas. Examinó, consideró, consciente otra vez de no ser capaz de tener una imagen clara de la relación entre Camden y Caro.
Los había visto juntos en una serie de ocasiones, veladas diplomáticas y eventos similares. Nunca había sospechado que su matrimonio no fuese más que una fachada. Ahora sabía que lo había sido; aún allí, en la casa que Caro le había dicho que había arreglado Camden durante sus años de matrimonio, esencialmente para ella…
Con un pergamino doblado en la mano, cerró la caja fuerte, la aseguró y puso de nuevo el cuadro en su lugar; al observarla atravesando la habitación, Michael sacudió la cabeza mentalmente. Es posible que Camden hubiese arreglado la casa, pero era de Caro, se adaptaba esencialmente a ella, era la vitrina perfecta para ella y sus múltiples talentos.
En cuanto formuló este pensamiento, supo que era verdad; sin embargo, si Camden la había querido lo suficiente como para entregar tanto de sí, no sólo dinero, sino mucho más, para crear aquella obra de arte para ella, ¿por qué no la había tocado? ¿Por qué no la había amado, al menos físicamente?
¿Y había entregado sus atenciones más bien a una amante?
Irguiéndose, tomó el grueso legajo que Caro le entregaba.
—No cabe en mi bolso.
Él consiguió guardarlo en el bolsillo interior de su saco.
—No soy un experto en cosas jurídicas, ¿te preocuparía que lo hiciera examinar de alguno, sólo para asegurarnos que no haya algún giro extraño que no podamos detectar?
Ella arqueó las cejas, pero asintió.
—Eso podría ser conveniente. Ahora —señaló de nuevo al pasillo— los papeles de Camden se encuentran allí.
Para su sorpresa, no lo condujo hacia otra habitación, sino que se detuvo delante de un par de puertas dobles, un armario empotrado en la pared del pasillo.
Caro abrió las puertas, revelando repisas llenas de ropa de cama y toallas, todo apilado ordenadamente. Las dos mitades del armario eran conjuntos separados de repisas, como dos bibliotecas adosadas. Inclinándose sobre una de las repisas, Caro oprimió un pasador que las soltaba, se abrieron un poco.
—Retírate.
Michael lo hizo y observó, maravillado, cómo hacía girar primero un conjunto de repisas y luego el otro, revelando una bodega en la que cajas de archivos bordeaban todas las paredes, ordenadamente dispuestas.
Retrocediendo, ella señaló con un gesto.
—Los papeles de Camden.
Michael los miró, luego a ella.
—Por suerte trajimos dos lacayos.
—Ciertamente. —Él no había comprendido por qué ella lo había pedido.
Volviéndose, bajó la escalera, a través de la parte de atrás de la casa, y atravesó el sendero del jardín para abrir el portal de atrás. El coche más grande de Magnus aguardaba allí.
Michael se encargó. Una hora más tarde, habiendo cerrado de nuevo la casa de la Media Luna, regresaron a Upper Grosvenor y comenzaron a desempacar los archivos acumulados durante la vida de Camden Sutcliffe.
Evelyn, una silenciosa pero temible dama que Caro había conocido durante la cena la noche anterior, había sugerido que almacenaran los papeles en un pequeño salón del primer piso, cerca de la escalera principal que ocupaba la parte central de la mansión.
—Es lo más seguro, —había opinado Evelyn—. Siempre hay una mucama o un lacayo que tiene a la vista esa puerta.
Magnus había refunfuñado, pero estuvo de acuerdo con ella. Por lo tanto, las cajas fueron transportadas y almacenadas ordenadamente a lo largo de una de las paredes del salón, aguardando a que Caro revisara su contenido. Cuando los lacayos finalmente se retiraron, terminado su trabajo, ella contempló la tarea que le esperaba y suspiró.
Michael, reclinado contra el marco de la puerta, la observó.
—Magnus te ayudaría con sólo sugerirlo.
Ella suspiró de nuevo.
—Lo sé, pero en deferencia a Camden, si alguien ha de leer sus diarios y su correspondencia privada, debo ser yo. Al menos hasta que sepamos si hay algo de interés en esos papeles.
Michael estudió su rostro, luego asintió y se enderezó. Abajo, sonó un gong.
Caro sonrió.
—Salvada, comenzaré después del almuerzo.
Retirando un mechón de su cara, se asió a su brazo, dejó que él la sacara de la habitación y cerró la puerta. Durante el almuerzo, estudiaron el testamento. Todos lo leyeron, incluso Evelyn, tan minuciosa como irascible podía ser Magnus, pero también astuta y experimentada a su manera. Ninguno de ellos estaba seguro de haber comprendido cabalmente el enredado lenguaje jurídico lo suficiente como para emitir un juicio.
—Será mejor contar con la opinión de un experto.
Caro repitió graciosamente su consentimiento; Michael puso el testamento de nuevo en su bolsillo.
Una vez terminado el almuerzo, la acompañó de regreso al salón. Pasaron la siguiente media hora reorganizando las cajas para establecer algún orden; luego, con la primera caja abierta a sus pies, Caro se sentó en un sillón, y lo miró. Arqueó levemente las cejas, divertida. Él sonrió.
—No, no me quedaré aquí viéndote leer. —Se golpeó el pecho, el testamento crujió—. Haré que lo examinen. Me aseguraré de que esto se haga con absoluta discreción.
Ella sonrió.
—Gracias.
Sin embargo, Michael vacilaba. Cuando ella arqueó de nuevo las cejas, le preguntó:
—¿Puedes hacer algo por mí?
Ella observó su rostro.
—¿Qué?
—Quédate aquí, prométeme que no saldrás de la casa hasta cuando regrese.
Su sonrisa era dulce; lo miró un momento con sus ojos plateados y luego inclinó la cabeza.
—Te lo prometo.
Él sostuvo su mirada un instante más, luego se despidió y partió.
No tuvo que ir lejos, sólo recorrió la calle Upper Grosvenor hasta que esta desembocó en la plaza Grosvenor. Caminó por el costado norte de la plaza, buscando entre las damas, los niños y las niñeras que paseaban y jugaban en los jardines centrales, esperando encontrar rostros conocidos. No tuvo suerte. Al llegar a la imponente mansión en el centro de la calle, subió las escalinatas, rogando porque sus propietarios estuviesen en casa.
La suerte le sonrió esta vez; estaban allí.
Preguntó si podía ver a Diablo.
Cómodamente instalado detrás del escritorio de su estudio, su cuñado lo saludó con las cejas arqueadas y una sonrisa diabólica, levemente incitadora.
—¡Eh! Pensé que estabas ocupado cazando una esposa. ¿Qué te trae por aquí?
—Un testamento. —Michael lanzó el testamento sobre el escritorio de Diablo y se sumió en una de las sillas delante de él.
Reclinándose, Diablo consideró el pergamino doblado, pero no hizo ningún movimiento para tomarlo.
—¿De quién?
—De Camden Sutcliffe.
Al escucharlo, Diablo levantó la mirada, encontró sus ojos. Después de estudiar su rostro por un momento, preguntó:
—¿Porqué?
Michael se lo dijo; como lo había esperado, relatar los ataques contra Caro fue lo único que necesitó para atraer la atención de su poderoso cuñado.
Diablo tomó el testamento.
—Entonces, la respuesta podría estar aquí.
—Ahí, o bien en los papeles de Camden. Caro los está revisando, me pregunto si puedes hacer que tus empleados lo examinen —con un gesto, indicó el testamento— con muchísimo cuidado.
Podía haberse dirigido a la firma de abogados cuyos servicios utilizaba Magnus, pero aquellos abogados eran tan viejos como su abuelo. Diablo, por otra parte, Duque de St. Ives y cabeza del poderoso clan de los Cynster y, por lo tanto, constantemente envuelto en todo tipo de asuntos jurídicos, utilizaba a los mejores abogados de la fraternidad jurídica que se destacaban en ese momento. Si alguien podía identificar una amenaza potencial para Caro sepultada en el testamento de Camden, los de Diablo lo harían.
Hojeando el documento, Diablo asintió.
—Lo pondré a trabajar en ello de inmediato. —Hizo un gesto, luego dobló el testamento de nuevo—. Nos pone a pensar qué sucedió con el idioma. —Dejando el testamento a un lado, tomó una hoja de papel en blanco—. Agregaré una nota diciendo que deseamos la respuesta a la mayor brevedad posible.
—Gracias. —Michael se puso de pie—. ¿Está Honoria en casa?
Una leve sonrisa iluminó la expresión de Diablo.
—Sí está, y estoy seguro de que tu presencia dentro de sus inmediaciones ya ha sido reportada. —Miró a Michael y sonrió—. Probablemente, está preparada para abalanzarse sobre ti en cuanto salgas de esta habitación.
Michael levantó las cejas.
—Me sorprende que no haya entrado. —No era típico de Honoria aguardar, y Diablo no tenía secretos para ella.
La sonrisa de Diablo sólo se hizo más profunda; bajó la vista y escribió.
—Creo que intenta contenerse para no inmiscuirse en tu vida amorosa, el esfuerzo probablemente la está matando.
Riendo, Michael se volvió hacia la puerta.
—Será mejor que vaya a aliviarla.
Diablo levantó su mano para despedirse.
—Te enviaré un recado en cuanto tenga alguna noticia.
Michael salió. Cerrando la puerta del estudio, se dirigió por el pasillo hacia el recibo principal.
—Espero realmente —el tono agudo, incuestionablemente de duquesa, de su hermana, llegó hasta él en el instante en que llegó al recibo— ¿que hayas tenido la intención de venir a visitarme?
Michael giró sobre sí mismo, y levantó la vista hacia la enorme escalera; Honoria se encontraba en el rellano. Sonrió.
—Iba a buscarte.
Subió las escaleras de dos en dos, y luego la apretó en un abrazo que ella, sonriendo con deleite, le devolvió.
—Ahora —dijo, soltándolo y retrocediendo para mirar su rostro—. Cuéntame tus noticias. ¿Qué haces de regreso en Londres? ¿Ya hiciste alguna propuesta de matrimonio?
Él rio.
—Te lo diré, pero no aquí.
Ella lo tomó del brazo y lo condujo a su salón privado. Volviéndose, se acomodó en un sillón y apenas aguardó a que él se sentara antes de exigir:
—Ahora dímelo. Todo.
Michael lo hizo; no tenía sentido ocultárselo, cualquier indicio de evasión y ella habría saltado, y hubiera hecho que él lo confesara o se lo hubiera sonsacado a Diablo. La única información que omitió mencionar, lo mismo que con Diablo, fue la verdad del matrimonio de Camden y Caro. No afirmó específicamente que Caro Sutcliffe era la mujer que deseaba su corazón; no tuvo que hacerlo, Honoria hizo la conexión fácilmente.
Las noticias sobre los ataques a Caro la hicieron reflexionar —Caro y ella habían sido grandes amigas alguna vez— pero cuando le explicó cómo se proponían enfrentar el problema, ella se limitó a asentir. Con tres hijos cuyo bienestar ella supervisaba muy de cerca, Honoria tenía demasiadas ocupaciones en aquella época para interferir. Sin embargo…
—Tráela a tomar el té en la tarde. —Honoria reflexionó, y luego dijo—. Hoy es demasiado tarde, pero ven con ella mañana.
Michael sabía que podía contar con Honoria para que se pusiera de su lado, para orientar con tacto y discretamente a Caro de manera que aceptara su propuesta. No podía desear mejor apoyo, pero… era un apoyo que debía ser informado.
—Le he pedido que se case conmigo, no ha aceptado todavía.
Honoria arqueó las cejas. Parpadeó y luego sonrió, comprendiendo todo.
—Entonces veremos qué podemos hacer para ayudarla a decidirse. —Se levantó—. Ahora ven a hacer tu penitencia, tus sobrinos están en el salón de estudios.
Sonriendo, Michael se puso de pie, perfectamente dispuesto a pagar el precio de su ayuda.
A fines de julio, Londres es caliente y húmedo: sin embargo, está relativamente libre de compromisos sociales ineludibles. Por consiguiente, se reunieron para cenar en familia —Caro, Magnus, Evelyn y él—; durante la cena, revisaron los hechos y refinaron su estrategia.
—He comenzado a leer los diarios de Camden. —Caro hizo una mueca—. Era increíblemente detallado en sus observaciones, es perfectamente posible que haya visto y anotado algo que alguien ahora pueda considerar peligroso.
—¿Vas lentamente? —preguntó Michael.
—Mucho. Comencé desde la primera vez que asumió el cargo como embajador en Portugal, parecía el lugar más adecuado para empezar.
—¿Y qué hay de su correspondencia?
—La revisaré después, si no encuentro nada en los diarios.
Michael era consciente de que Magnus se estaba conteniendo para no decir que lo ayudaría con las cartas: describió brevemente su visita a Diablo Cynster y cómo este había aceptado que sus abogados analizaran el testamento.
—Debe haber algo más que puedas hacer. —Magnus miró a Michael por debajo de sus enormes cejas.
Sonriendo levemente, Michael miró a Caro.
—Los portugueses son sospechosos, parece probable que haya sido Leponte quien propició el robo en la mansión Sutcliffe. Sabemos que registró la Casa Bramshaw. Creo que sería conveniente descubrir si él, o alguien de su familia, ha venido a Londres.
—Y si no lo han hecho, —gruñó Magnus—, debemos establecer una vigilancia.
—Así es. —Michael miró de nuevo a Caro—. Debemos reunir nuestras fuente. ¿Cuál es la mejor manera de saber qué personas de la delegación portuguesa se encuentran en Londres?
Propusieron algunos nombres de asistentes y otros funcionarios en diferentes cargos. Michael redactó una corta lista.
—Haré mis rondas mañana en la mañana y veré qué pueden decirme.
—Se me ocurre —apoyándose en un codo, con la barbilla en la mano, Caro lo observó desde el otro lado de la mesa— que, entre ambos, tenemos numerosos contactos en los círculos diplomáticos y políticos que podríamos explotar; no tanto oficialmente, como socialmente. Podrían ayudarnos, no sólo a saber quién está en Londres, sino con recuerdos y también con cambios recientes, cualquier cambio de poder en Portugal o en otro lugar.
Miró a Magnus.
—No tenemos idea de cuándo se remonta la conexión con Camden, y tampoco sabemos por qué ha adquirido súbitamente tanta importancia. —Miró a Michael—. Alguien podría saber más, aun cuando no puedo ver aún cómo abordar el tema.
Magnus asentía.
—Un camino razonable, incluso si no puedes ver todavía cómo podría ayudarnos. Lo primero que debes hacer es anunciar que estás de regreso en Londres.
—Dado que estamos en la mitad del verano, los círculos son más pequeños y, por lo tanto, más selectos. —Caro golpeó la mesa—. No debe ser difícil agitar la bandera, salir, descubrir lo que podamos acerca de los portugueses y, a la vez, explorar cualquier otra pista promisoria.
Michael estudió su rostro, preguntándose si habría advertido por qué Magnus insistía tanto en que salieran juntos en sociedad. Sin embargo, fue ella quien lo sugirió.
—Por qué no nos reunimos de nuevo mañana para almorzar y vemos cuánto hemos progresado; luego podremos hacer planes más definidos para regresar a la escena.
Evelyn retiró su asiento; utilizando su bastón, se puso de pie.
—Mañana saldré a tomar el té en la mañana y en la tarde. —Sonrió—. Podemos ser viejos, pero sabemos qué es qué; y, más aún, qué sucede. Tomaré nota de qué anfitrionas ofrecen eventos durante los próximos días.
—Gracias. —Con una sonrisa, Caro se levantó también. Rodeando la mesa, entrelazó su brazo al de Evelyn—. Eso sería de gran ayuda.
Ambas se encaminaron al salón a tomar el té; una hora después, se retiraron a sus habitaciones.
Michael, quien se había puesto de pie, tomó asiento de nuevo. Aguardó a que Hammer dispusiera las licoreras; luego llenó la copa de su abuelo y la suya. Cuando Hammer se retiró y se encontraron a solas, se reclinó en su silla, bebió y miró a Marcus especulativamente.
Perfectamente consciente de ello, Magnus levantó una de sus pobladas cejas.
—¿Y bien?
Michael saboreó el excelente brandy de su abuelo y luego preguntó:
—¿Qué sabes acerca de Camden Sutcliffe?
Una hora y media más tarde, después de acompañar a Magnus a su habitación, Michael regresó a la suya, para desvestirse, ponerse su bata y unirse a Caro en la de ella.
Sacando el alfiler de oro de su corbata, reflexionó sobre la imagen que había descrito Magnus de Camden Sutcliffe. Magnus había conocido, desde luego, a Camden, mas no muy bien; Magnus tenía más de ochenta años, era más de diez años mayor que Camden y, aun cuando durante su larga carrera política Magnus se había visto envuelto en eventos diplomáticos, ninguno de ellos incluía a Portugal durante el tiempo que Camden había detentado su cargo allí.
No obstante, Magnus era un astuto y agudo observador; había descrito a Camden con unas pocas pinceladas, dejando a Michael con una idea clara de un caballero de nacimiento y de formación, un caballero que, como ellos, daba por sentada su posición y no veía la necesidad de impresionar a otros. Camden, sin embargo, había sido, como lo dijo Magnus, exquisitamente encantador, un hombre que conocía el grado exacto de brillo que debía aplicar a quien trataba con él. Un hombre que combinaba un encanto letal con un temperamento agradable y excelentes maneras al servicio de su país… y de Camden Sutcliffe.
La imagen que había evocado Magnus era la de un hombre extremadamente centrado en sí mismo pero que, simultáneamente, había sido un reconocido patriota. Un hombre que generosamente ponía a su país por encima de todo lo demás, que jamás violó su vocación de servicio y su lealtad a él, pero quien, en todo otro respecto, ante todo, pensaba en sí mismo.
Aquella visión se ajustaba bien a la revelación de Caro según la cual la había desposado únicamente por sus talentos como anfitriona. Se adecuaba también a las impresiones de Edward y a aquellas que el propio Michael había recogido a lo largo de los años, no sólo por su experiencia personal, sino de Geoffrey, George Sutcliffe y de otras personas que habían conocido bien a Camden.
No explicaba, sin embargo, la casa de la Media Luna.
Michael se encogió de hombros, anudó su bata. Sacudiendo mentalmente la cabeza, haciendo a un lado el todavía inexplicable acertijo de la relación de Camden con Caro, abrió la puerta y se dispuso a reunirse con ella.
La viuda de Camden… su futura esposa.
Al día siguiente, para la hora del almuerzo, se había enterado de que Ferdinand Leponte se encontraba en Londres. Regresó a la casa de Upper Grosvenor y se unió a los demás en la mesa del comedor. Sentándose, miró a Caro.
Ella encontró su mirada. Sus ojos se abrieron asombrados.
—Te enteraste de algo. ¿De qué?
Estaba sorprendido; sabía que no era tan fácil de leer. Pero asintió y les contó sus noticias.
—Ni los duques, ni los condes están con él; al parecer, se encuentran todavía en Hampshire. Ferdinand, sin embargo, dejó su yate y el atractivo del Solent en el verano y ha viajado a Londres; se aloja en unas habitaciones anexas a la embajada.
—¿Cuándo llegó? —preguntó Magnus.
—Ayer. —Michael intercambió una mirada con Caro.
Ella asintió.
—Es muy sencillo ir de visita a la Casa Bramshaw, preguntar por mí y enterarse de que había venido a Londres.
Michael tomó su copa.
—No me enteré de nada más que fuese de interés. ¿Averiguaron ustedes algo?
Caro hizo un gesto y sacudió la cabeza.
—Todo es muy colorido pero no hay insinuaciones de algo nefasto, de nada que podría ser peligroso saber.
Miraron a Evelyn; ella sacó una nota de su bolsillo y la alisaba.
—Hice una lista de los eventos para esta noche. —Se la pasó a Caro—. Esto debe servirte para comenzar.
Levantando la vista de la lista, Caro sonrió agradecida.
—Gracias, esto es perfecto. —Al otro lado de la mesa, encontró los ojos de Michael—. Tu tía Harriet ofrece una velada esta noche.
Aun cuando su rostro no reveló nada, ella estaba segura de que Michael estaba pensando en la última reunión que había tenido con su tía, y en el encuentro posterior de Caro con Harriet. Harriet creía que él perseguía a Elizabeth.
Caro sonrió.
—Obviamente, debemos asistir.
Una leve mueca cruzó su rostro, pero inclinó la cabeza.
Cuando se levantaron de la mesa y se dispersaron, Caro se detuvo en el recibo, con la nota de Evelyn en la mano, planeando.
Al regresar después de acompañar a Magnus a la biblioteca, Michael la encontró allí. Se detuvo para contemplar su delgada figura, erguida, con la cabeza en alto, con la expresión concentrada, antes de caminar hacia ella.
—¿Vas a regresar a los diarios, entonces?
Ella lo miró, sonrió.
—No, si vamos a lanzarnos otra vez al remolino, necesito unos guantes nuevos y más medias. Creo que iré a Bond Street. —Por un momento, hizo una mueca—. Ya he tenido suficiente de los escritos de Camden por hoy.
No pudo detectar tristeza en ella, pero ¿podría hacerlo? ¿Dejaría que se viera una reacción semejante? No tenía idea de qué tipo de revelaciones habría podido anotar Camden en sus diarios.
—Iré contigo. —Las palabras, y sus intenciones, eran instintivas; no había necesitado, no necesitaba, pensar.
Ella parpadeó.
—¿Quieres ir a Bond Street?
—No, pero si es allí a donde vas, allá iré yo.
Pareció que transcurría un minuto entero mientras ella lo miraba, con una leve sonrisa en los labios. Se volvió hacia la escalera.
—Será mejor entonces que vayamos ahora, pero tendré que cambiarme.
Él ahogó un suspiro.
—Aguardaré en la biblioteca.
Estaba leyendo un tratado sobre la historia reciente de Portugal cuando ella abrió la puerta de la biblioteca y se asomó. Él se puso de pie; Magnus levantó la vista de sus propias investigaciones, sobre temas muy similares, gruñó y se despidió de ellos.
Uniéndose a Caro en el pasillo, contempló con admiración la creación que ella había elegido, un traje de velo moteado de un delicado azul hielo. La visión del hielo en un caliente día de verano pasó por su mente; su boca se hizo agua. Con una sonrisa, ella se adelantó hacia el recibo y la puerta principal, evidentemente inconsciente del efecto que sus ondulantes caderas, vestidas en tal fantasía, tenían sobre él.
Cuando se detuvo ante la puerta que Hammer abría, y envuelta en la luz del sol que brillaba afuera, lo miró, esperando ansiosa, él vaciló por un segundo jugó con la idea de engatusarla para llevarla de nuevo arriba… Pero comprendió que ella no lo comprendería de inmediato, que a pesar de todo lo que habían compartido hasta entonces, ella aún no comprendía realmente la profundidad de su deseo por ella. No necesariamente reaccionaría de acuerdo con él, no de inmediato.
Respirando profundamente, forzando sus facciones para asumir una expresión de fácil indulgencia, la tomó del brazo.
—El carruaje debe estar esperando.
Lo estaba; él la ayudó a subir y luego se sentó a su lado mientras avanzaban por las calles. Bond Street no estaba lejos de allí; pronto caminaban del brazo delante de las tiendas de moda. Caro entró sólo a dos almacenes, para los guantes, otro para las medias. Él aguardó afuera en ambos casos, agradeciendo en silencio que ella no fuese una de aquellas mujeres que tenían que entrar a todas las tiendas que veían.
La calle estaba menos congestionada que durante la temporada. Era agradable pasearse por allí, saludando a una dama y a otra. El grueso de la sociedad estaba ausente, retozando en el campo; si algunos miembros de la alta sociedad que estaban en Londres, era porque les resultaba necesario, porque trabajaban en alguna rama del gobierno, o eran actores esenciales en un ámbito similar.
Caro atraía las miradas, tanto de hombres como de mujeres. Tenía un estilo elegante y exclusivo, exclusivo de ella. Aquel día la atención que atrajo a menudo resultaba en reconocimiento; muchas de las damas que se encontraban en Bond Street eran anfitrionas mayores que la consideraban parte de su grupo.
Despidiéndose de Lady Holland, la anfitriona importante que habían encontrado, él arqueó una ceja cuando Caro tomó de nuevo su brazo.
—¿Sólo guantes y medias?
Ella sonrió.
—Era una oportunidad obvia. Si vamos a unirnos de nuevo a la manada, estas damas son las primeras que deben saberlo.
—Hablando de oportunidades obvias, me olvidé de mencionar —encontró su mirada cuando ella lo miró inquisitivamente— Honoria me pidió que te llevara a tomar el té hoy. Supuse que sería algo privado; creo que, en lo que se refiere a la vida social, en el momento no está de humor para ella.
El rostro de Caro se iluminó.
—No la he visto, ni hablado con ella, en años. Desde que tus padres murieron. Sólo la vi de lejos la temporada pasada en los salones de baile, nunca tuvimos oportunidad de conversar realmente. —Encontró sus ojos—. ¿Qué hora es?
Él sacó su reloj, lo consultó; ella lo miró de reojo. Deslizándolo de nuevo en su bolsillo, miró a su alrededor.
—Si caminamos hasta la esquina, y luego regresamos al coche, podemos ir directamente a su casa; llegaremos en el momento perfecto.
—Excelente. —Poniendo su mano en el brazo de Michael, avanzó—. Veamos a quién más nos encontramos.
Dos anfitrionas más; luego, para sorpresa de ambos, Muriel Hedderwick apareció en su camino.
—Caro. —Saludó a Caro, luego miró a Michael.
Él tomó su mano y se inclinó sobre ella. Muriel devolvió su cortés saludo y luego se volvió hacia Caro.
—¿Has venido a una reunión? —Caro sabía que Muriel rara vez viajaba a Londres para otra cosa.
—Así es, —replicó Muriel—. La Sociedad de los Huérfanos Mayores. La reunión inaugural fue ayer. Nuestro objetivo, desde luego… —Se lanzó a una apasionada descripción de las predecibles metas de aquella sociedad.
Michael se movió; Caro le pellizcó el brazo. Sería inútil interrumpir; Muriel diría lo que pensaba decir. Cualquier intento por distraerla sólo prolongaría el ejercicio. La elocuencia de Muriel finalmente terminó.
Fijó la mirada intensamente en Caro.
—Esta noche habrá una reunión del comité de promoción. Como ahora resides en Inglaterra, creo que es el tipo de asociación a la que deberías dedicar parte de tu tiempo. Te pediría encarecidamente que asistas, la reunión será a las ocho de la noche.
Caro sonrió.
—Gracias por la invitación, haré lo posible por asistir. —Por experiencia, sabía que se trataba de un caso en el que una simple mentira los beneficiaba a todos. Si objetaba o decía que tenía otro compromiso, Muriel se sentiría obligada a argumentar a favor de su caso hasta que Caro cediera y aceptara asistir. Caro hizo una nota mental para excusarse la próxima vez que se vieran.
Sintió la mirada de Michael, oprimió su brazo para mantenerlo en silencio. Sonrió a Muriel. Quien se inclinó, tan altiva como siempre.
—Nos reuniremos en el Número 4 de Aider Street, cerca de Aldgate.
Michael frunció el ceño interiormente; miró a Caro, no conocería a Londres tan bien; no habría salido fuera de los sitios residenciales.
Ella lo confirmó al sonreír e inclinarse.
—Espero encontrarte a ti y a tu comité allí.
—Bien. —Con otra firme inclinación y una mirada majestuosa hacia Michael, Muriel se despidió.
Él contuvo el impulso de decirse que si se disponía a ir a Aldgate, debería llevar a uno de los lacayos, uno corpulento, con ella; Muriel consideraría aquel comentario imperdonablemente presuntuoso.
Aguardó a que Muriel no pudiera escucharlos para murmurar:
—Tú no asistirás a ninguna reunión cerca de Aldgate.
—Desde luego que no. —Caro tomó de nuevo su brazo; continuaron caminando—. Estoy segura de que el comité de promoción está lleno de miembros ávidos e interesados, se las arreglarán perfectamente sin mí. Pero Muriel está obsesionada con sus sociedades y asociaciones, no parece entender que las otras personas no están igualmente interesadas, al menos no tanto como ella. —Sonrió—. Pero cada cual a sus cosas.
Él la miró.
—En este caso, vamos a tomar el té.
Mucho más frívolo que una reunión de la sociedad para los huérfanos, pero también mucho más relajante.
No se instalaron en el salón principal, sino en una bella habitación que daba sobre la terraza de la parte de atrás de la mansión de la plaza Grosvenor, tomaron el té, comieron pastelitos y bizcochos, y se pusieron al día.
Unos segundos después de tomar la mano de Honoria y ser arrastrada a un cálido abrazo, Caro sintió como si el tiempo en que no se habían visto, si bien no había desaparecido, al parecía acortarse. Honoria era tres años mayor que ella; durante su infancia había sido buenas amigas. Pero luego los padres de Honoria y de Michael habían muerto en un trágico accidente; aquel acontecimiento había separado a Caro y a Honoria, no sólo físicamente.
Habían sido —aún eran, sospechaba Caro— similares en muchos aspectos; si bien Honoria había sido y aún era más asertiva, Caro era más segura, tenía más confianza en sí misma.
Había permanecido en Hampshire, la amada hija menor del feliz hogar de la Casa Bramshaw. Mientras Honoria había estado muy sola, ella, por el contrario, había sido lanzada a las posiciones sociales más altas, había luchado con las exigencias de anfitriona que, inicialmente, superaban la experiencia que tenía a esa edad. Ella lo había superado; Honoria también.
Mientras Honoria recorría los años que había pasado con parientes distantes en el campo, virtualmente sola excepto por Michael. Caro estaba segura de que aquellos años habían dejado en ella su marca, como debió hacerlo también el accidente mismo. Ahora, sin embargo, no había el más leve vestigio de una nube en los ojos de Honoria; su vida era plena, rica y transparentemente satisfactoria.
Se había casado con Diablo Cynster.
Sobre el borde de su taza, Caro observó a la relajada presencia que conversaba con Michael; se habían acomodado al frente de ellas. Era la primera vez que veía a Diablo realmente.
Dentro de la alta sociedad, el apellido Cynster era sinónimo de cierto tipo de caballero, con cierto tipo de esposa. Y, si bien Honoria ciertamente se ajustaba al molde de la esposa de un Cynster, Diablo Cynster, por lo que veía y por todo lo que había escuchado, era el epítome del hombre Cynster.
Era grande, delgado, de duras facciones. Había poca suavidad en él; incluso sus ojos, enormes, de pesadas pestañas, de un curioso tono verde pálido, parecían cristalinos, su mirada era dura y aguda. Sin embargo, Caro advirtió que cada vez que sus ojos se posaban en Honoria, se suavizaban; incluso las austeras líneas de su rostro, sus delgados labios, parecían relajarse.
Tenía el poder; había nacido con él, no sólo físicamente, sino de todas las formas imaginables. Y lo usaba; eso lo sabía Caro más allá de toda duda. No obstante, hablando con Honoria, sintiendo la conexión profunda, casi asombrosamente vibrante que se reflejaba en sus miradas compartidas, en el roce ligero de una mano, intuyó —podía casi sentir— que otro poder gobernaba allí. Que así como Honoria parecía haberse abandonado a él, Diablo también lo había hecho.
Y eran felices. Profunda, poderosamente satisfechos.
Caro puso su taza en la mesa, se sirvió otro pastel, y le preguntó a Honoria quién más estaba en Londres; Honoria le confirmó que Michael le había explicado la verdadera razón de su presencia en la capital.
—Para averiguar lo que podamos, debemos hacer el esfuerzo de ser vistos.
Honoria arqueó las cejas.
—En ese caso, Theresa Osbaldestone llegó hace dos días. Un selecto grupo de personas ha sido invitado para el té de la mañana. —Sonrió—. Deberías venir conmigo.
Caro encontró la mirada de Honoria.
—Sabes perfectamente que se abalanzará sobre mí y me sermoneará. Sólo tratas de distraer su atención.
Honoria abrió los ojos, extendió las manos.
—Desde luego. Después de todo, ¿para qué son los amigos?
Caro rio. Diablo y Michael se pusieron de pie; ella y Honoria se volvieron a mirarlos inquisitivamente. Diablo sonrió.
—Te devolveré el testamento de tu difunto esposo. Aun cuando mis abogados no pudieron encontrar en él nada de importancia, hay una serie de asuntos que debo aclarar con Michael, así que, si nos disculpan, nos retiraremos a mi estudio.
Caro sonrió e inclinó la cabeza, aun cuando su mente repasó las palabras y no encontró en ellas que hubiera pedido su autorización. Pero, para entonces, ya se cerraba la puerta tras ellos. Mirando a Honoria, levantó una ceja.
—Dime, ¿esos asuntos que debían ser aclarados estaban relacionados con el testamento, o con otra cosa completamente diferente?
—Sé lo mismo que tú. Diablo y Michael comparten otros intereses; sin embargo, sospecho que estos asuntos son probablemente preguntas acerca del testamento de Camden. —Honoria se encogió de hombros—. No importa. Más tarde se lo preguntaré a Diablo y tú puedes sacarle la información a Michael.
Levantándose, hizo una seña a Caro.
—Vamos, quiero mostrarte la otra mitad de mi vida.
Caro se incorporó. Las puertas de la terraza estaban abiertas; podía escuchar la sonora risa de los niños que jugaban en el jardín. Tomando a Honoria por el brazo, se dirigió con ella a la terraza.
—¿Cuántos?
—Tres.
La satisfacción y la profunda felicidad que resonaban en la voz de Honoria penetraron las defensas de Caro y la conmovieron. Miró a Honoria, pero ella miraba al frente. El amor y el orgullo brillaban en su expresión.
Caro siguió su mirada hacia el lugar donde tres niños retozaban en el exuberante jardín. Dos chicos de cabellos castaños sostenían espadas de madera; bajo el ojo vigilante de dos niñeras, representaban una pelea. Una de las niñeras mecía una bebé encantadora, de cabellos oscuros, sobre sus rodillas.
Honoria bajó las escaleras.
—Sebastian, a quien a veces llamamos Earith, tiene casi cinco años; Michael tiene tres, y Louisa uno.
Caro sonrió.
—Has estado ocupada.
—No. Diablo ha estado ocupado, yo he estado entretenida. —Ni siquiera su risa podía disimular la alegría de Honoria.
La encantadora bebé las vio y agitó sus brazos regordetes.
—¡Mamá!
La exigencia era imperiosa. Se dirigieron hacia ella y Honoria tomó a su hija en sus brazos. La niña hizo un murmullo, envolvió sus brazos alrededor del cuello de su madre, y acomodó su rizada cabecita en el hombro de Honoria. Sus ojos grandes, verde pálido, de pestañas abundantes e increíblemente largas, permanecieron fijos, abiertamente inquisitivos, en Caro.
—A pesar de las apariencias —Honoria miró a su hija—, esta es la más peligrosa. Ya maneja a su padre con el dedo meñique, y cuando sus hermanos no están ocupados peleándose, son sus caballeros y reciben sus órdenes.
Caro sonrió.
—Una damita muy razonable.
Honoria rio, meciendo suavemente a Louisa.
—Le irá bien.
En aquel momento, un alarido surcó el aire.
—¡Auuuch! ¡Lo hiciste adrede!
Todas las miradas se dirigieron a los espadachines; se habían alejado un poco por el jardín. Michael rodaba por el césped, sosteniéndose la rodilla.
Sebastian estaba sobre él, con el ceño fruncido.
—No te golpeé, ese sería un golpe indebido. Fue tu propia estúpida espada, ¡te heriste con la empuñadura!
—¡No lo hice!
Las niñeras se acercaron, dudando si deberían intervenir, pues los niños aún no habían llegado a los puños.
Honoria miró el rostro de su hijo mayor, retiró los brazos de Louisa y la puso en los brazos de Caro.
—Sostenla. En cualquier momento lanzarán un insulto mortal… ¡y luego habrá que vengarlo!
Sin otra opción, Caro tomó a Louisa, un atado cálido, flexible, entre sus brazos.
Honoria caminó rápidamente por el jardín.
—¡Aguarden, ustedes dos! Veamos qué sucede aquí.
—Nita.
Caro volvió a mirar a Louisa. A diferencia de lo que había hecho con Honoria, la niñita se mantenía erguida en los brazos de Caro y la miraba fijamente.
—Nita, —dijo otra vez; sus deditos regordetes señalaban los ojos de Caro. Luego tocaron su mejilla. Louisa se acercó, mirando un ojo, luego el otro.
Evidentemente, los encontraba fascinantes.
—Tú, mi amor, también tienes unos ojos muy bonitos, —le dijo Caro. Eran los ojos de su padre y, sin embargo, no; un tono similar, pero más suave, más cautivador… le resultaban extrañamente familiares. Caro buscó en su memoria, luego lo supo. Sonrió—. Tienes los ojos de tu abuela.
Louisa parpadeó, luego levantó la vista al cabello de Caro. Una enorme sonrisa complacida le iluminó su rostro.
—¡Niiitttaaaa!
Extendió la mano hacia la corona de rizos castaños y dorados; Caro se tensó pensando que la niña halaría de ellos; pero sus diminutas manos los tocaron suavemente, acariciándolos, luego hundiendo sus dedos en ellos. El rostro de Louisa tenía una expresión maravillada, con los ojos sorprendidos, mientras sacaba algunos mechones, asombrada…
Caro sabía que debía detenerla, sus cabellos ya eran lo suficientemente rebeldes, pero… no pudo hacerlo. Sólo podía contemplarla, con el corazón desbordado, mientras la niña exploraba, curiosa y embelesada.
La maravilla del descubrimiento iluminaba su pequeño y vivaz rostro, brillaba en sus ojos.
Caro luchó, intentó impedir que aquel pensamiento se formara en su mente, pero no lo consiguió. ¿Tendría algún día una niñita como esta, sostendría en sus brazos a un hijo suyo así, y experimentaría de nuevo esta sencilla alegría, la de ser tocada por un placer tan abierto e inocente?
Los niños nunca habían sido parte de la ecuación de su matrimonio. Aun cuando era cercana a sus sobrinos, rara vez los había visto cuando eran bebés o incluso de niños; no podía recordar haber cargado a ninguno de ello, ni siquiera a la edad de Louisa.
Nunca había pensado en tener sus propios hijos, no se lo había permitido; habría sido inútil. No obstante, el cálido peso de Louisa en sus brazos abrió un pozo de nostalgia que nunca había sabido que poseía.
—Gracias. —Honoria regresó—. Se ha evitado la guerra y se ha restablecido la paz. —Extendió los brazos para tomar a Louisa.
Caro se la entregó, consciente de un tirón de reticencia, que Louisa intensificó al hacer ruidos de protesta y reclinarse contra ella hasta que Honoria le permitió poner sus manitas en el rostro de Caro y estamparle un húmedo beso en la mejilla.
—¡Nita! —dijo Louisa, satisfecha, mientras se volvía hacia Honoria.
Honoria sonrió.
—Cree que eres bonita.
—Ah, —asintió Caro.
El sonido de las botas en las escaleras hizo que se volvieran hacia la casa; Diablo y Michael habían salido a la terraza. Los niños los vieron; llegaron galopando, con las espadas al aire, dirigiéndose a la terraza y a la compañía de los hombres.
Sonriendo con indulgencia, Honoria los miró, verificó que las niñeras recolectaban los juguetes dispersos por el césped; luego, con Louisa en los brazos, se encaminó con Caro hacia la terraza por el suavemente ondulado césped.
Mientras caminaba a su lado, Caro intentaba deshacerse del pensamiento que se había instalado en su mente, o al menos suprimirlo. Casarse sólo para tener hijos era seguramente tan malo como casarse sólo para conseguir una anfitriona. Pero no podía dejar de mirar a Louisa, segura e instalada en los brazos de Honoria.
Los ojos de la niña eran grandes, su mirada abierta pero intensa, no seria, pero observadora… Caro recordó por qué aquellos ojos le habían resultado familiares. Ojos viejos, ojos sabios, intemporales y abarcadores.
Respirando profundamente, levantó la mirada cuando llegaron a las escaleras de la terraza. Murmuró a Honoria mientras subían:
—Tienes razón… ella es la peligrosa.
Honoria sólo sonrió. Su mirada cayó sobre el mayor, al lado de su padre, relatándole algún cuento de importancia masculina. Michael hablaba con su tocayo. Hizo una nota mental para recordar que les dieran más postre aquella noche, y a Louisa también, desde luego.
No podía haber manejado mejor la escena reciente si se lo hubiera propuesto.