Capítulo 16

FINALMENTE, el problema no fue convencer a Caro, sino persuadir a Edward de que debía permanecer allí.

—Si no lo haces, —advirtió Caro—, entonces Elizabeth vendrá también; incluso si no la llevo, inventará alguna disculpa para ir a Londres y quedarse con Ángela o con Augusta. Tiene invitaciones abiertas en caso de que desee ir de compras y ahora conoce suficiente gente en la ciudad para convencer a Geoffrey de que la deje ir, a pesar de lo que diga cuando nos marchemos. ¡Entonces! —Se detuvo para recobrar el aliento; con los brazos cruzados, dejó de caminar de arriba abajo y miró adustamente a Edward, quien continuaba sentado—. Tú, Edward querido, debes permanecer aquí.

—Se supone que soy tu maldito secretario. —Edward tenía los labios apretados. Miró a Michael suplicándole, algo que había conseguido no hacer hasta aquel momento—. Debes ver que es mi deber permanecer con ella, sería mejor que yo viajara a Londres y te ayudara a vigilarla.

Se negó obstinadamente a mirar a Caro, a advertir su expresión irritada.

Michael suspiró.

—Desafortunadamente, estoy de acuerdo con Caro. —Fingió no ver la mirada de sorpresa que Caro le lanzó—. Dado el peligro potencial, en realidad no podemos permitir que Elizabeth se involucre. Se sabe que es la sobrina de Caro; es evidente que Caro le tiene mucho cariño. —Hizo una pausa, sostuvo la mirada de Edward—. Como secretario de Caro, es tu deber ayudarla y, en este caso, por extraño que parezca, la mejor forma de ayudarnos es mantener a Elizabeth lejos de Londres.

La determinación de Edward tambaleó. Michael añadió quedamente:

—Con esa pista vital, bien sea en los papeles de Camden o su testamento, en Londres, no podemos darnos el lujo de ofrecer a quienquiera que haya estado persiguiendo a Caro una manera de coaccionarla, no debemos darle ningún rehén a la suerte.

La perspectiva de ver a Elizabeth como un rehén pesó más en la balanza. Michael sabía que lo haría; comprendía el dilema de Edward y también su decisión.

—Muy bien. —Evidentemente sombrío, Edward aceptó—. Permaneceré aquí —dijo frunciendo los labios, cínico por un momento—, y me esforzaré por distraer a Elizabeth.

Caro comenzó a empacar de inmediato. Michael se quedó a cenar para ayudarle a disculpar su partida intempestiva, sin Edward, a Geoffrey.

Como era de esperarse, una vez enterado de la intención de Michael de acompañar a Caro por tener asuntos que atender en la capital él también, Geoffrey aceptó los arreglos sin protestar.

Michael se despidió en cuanto retiraron los platos; debía empacar y asegurar que los asuntos que debía atender en su casa fuesen correctamente delegados. Caro, que subió a terminar de organizar sus cosas y lo acompañó hasta el recibo principal. Le tendió la mano.

—Hasta mañana, entonces.

Sus dedos parecían tan delicados dentro de los de Michael; levantando su mano, los besó ligeramente y luego la soltó.

—A las ocho. No tardes.

Ella sonrió de manera muy femenina y se dirigió a la escalera.

Michael la observó mientras subía y luego se encaminó a los establos.

Tres horas más tarde, regresó por el mismo camino.

Silenciosamente. Era cerca de medianoche; la casa estaba oscura, silenciosa bajo las sombras intermitentes que proyectaban los grandes robles sobre el sendero. Permaneciendo en el césped, rodeó el patio delantero, avanzando hacia el ala occidental y la habitación que se encontraba al final de la misma.

La recámara de Caro. Se había enterado de su ubicación el día del baile, cuando ella lo había enviado a recorrer la casa.

Michael había terminado de empacar una hora antes. Se disponía a irse a la cama a dormir; en lugar de hacerlo, estaba allí, deslizándose entre las sombras como un Romeo perdidamente enamorado, y ni siquiera estaba seguro de por qué lo hacía. No era un joven inexperto, en la agonía de su primer romance; sin embargo, en lo que se refería a Caro, los sentimientos que evocaba en él lo dejaban, si no en el mismo estado vertiginoso y temerario, sí ciertamente impulsado a acciones y obras que su mente racional y experimentaba reconocía como imprudentes, y quizás excesivamente reveladoras.

Que tal conocimiento no detentara el poder de detenerlo era en sí mismo una revelación. El riesgo de revelar demasiado, de exponerse y mostrarse vulnerable, apenas lo notaba comparado con su necesidad de saber, no de manera lógica o racional, sino físicamente, a través del hecho inmediato, que ella estaba segura.

Después de sacarla de las corrientes de la presa, después de descubrir los postes cuidadosamente aserrados, no se permitiría dormir a menos que ella estuviese a su lado, bajo su mano.

La noche, suavemente fresca, envolvía la escena, impregnándola de seguridad, de calma; aparte del susurro de alguna pequeña criatura avanzando por entre los matorrales, ningún sonido perturbaba el silencio. Había dejado a Atlas en el prado más cercano, con la silla sobre la cerca debajo de un árbol.

Rodeando el ala occidental, se detuvo. A través de las sombras, estudió el estrecho balcón al que daban las puertas de vidrio de la habitación de Caro. Al balcón sólo se accedía desde esa habitación; construido sobre el saliente del salón, sólo se podía llegar a él desde aquel costado.

Miró la pared a la izquierda. Su memoria no lo había engañado; crecía allí una enredadera, gruesa y vieja. La pared orientada hacia el oeste recibía el sol; con el paso de los años, la enredadera había crecido hasta el tejado, más allá del balcón.

Abandonando las densas sombras debajo de los árboles, cruzó con cuidado el sendero que rodeaba la casa. Caminando a través de las plantas del jardín, llegó hasta la enredadera.

Su base tenía más de un metro de ancho, nudosa y sólida. Levantó la vista hacia el balcón, suspiró, apoyó el pie en una bifurcación de las ramas, y rezó para que la enredadera fuese lo suficientemente fuerte como para resistir su peso.

Caro estaba a punto de dormirse cuando una maldición ahogada flotó por su mente. No era una maldición que ella usara con frecuencia… desconcertada, su mente se concentró de nuevo, volviéndose de las nubes del sueño para preguntarse…

Un chirrido llegó a sus oídos. Seguido de otra maldición ahogada.

Se enderezó y miró hacia el otro lado de la habitación donde había dejado abiertas las puertas de vidrio abiertas para que entrara la elusiva brisa. Las cortinas de encaje se mecían, nada parecía fuera de lugar… luego escuchó que se rompía una rama, seguida de un quedo juramento que no pudo comprender bien.

Su corazón latía en su garganta.

Se deslizó de la cama. Un pesado candelabro de plata de un metro de alto descansaba en su tocador; lo tomó, tranquilizándose por su peso; luego se deslizó silenciosamente hacia las puertas de vidrio, se detuvo, y luego salió al balcón.

Quienquiera que estuviese trepando por la vieja glicinia se llevaría una sorpresa.

Una mano se asió de la balaustrada; ella saltó. Era una mano masculina que tanteaba, aferrándose. Se tensó, con los tendones cambiando de posición, los músculos apretados cuando el hombre se asió y se izó…

Un anillo de sello de oro destelló en la débil luz.

Ella parpadeó, se asomó, se inclinó y, un metro más atrás, miró con mayor cuidado… Una visión pasó fugazmente por su mente: la de aquella mano, con el anillo de oro en el dedo meñique, tomando su seno desnudo.

—¿Michael? —Bajando el candelabro, irguiéndose, salió hasta la balaustrada y se asomó. A través de las sombras intermitentes, vio su cabeza, el marco conocido de sus hombros—. ¿Qué diablos estás haciendo?

Él susurró algo ininteligible, luego dijo con más claridad:

—Retrocede.

Ella dio dos pasos atrás, observó mientras con ambas manos, aferradas a la balaustrada, se izó y luego pasó una pierna sobre el ancho alféizar y se sentó a horcajadas sobre él.

Recuperando el aliento, Michael la miró; ella lo contemplaba fijamente, desconcertada, lo cual no era de sorprender; luego advirtió que llevaba en la mano el candelabro.

—¿Qué te proponías hacer con eso?

—Dar a quien trepaba a mi balcón una desagradable sorpresa.

Frunció los labios.

—No pensé en eso. —Pasando la otra pierna se puso de pie. Luego se reclinó contra la balaustrada mientras ella se acercaba y se asomaba.

—Tu plan no era muy bueno, la glicinia no es una planta muy fuerte.

Con una mueca, tomó el candelabro de su mano.

—Eso descubrí. Me temo que me dio una paliza.

—¿Cómo se lo explicaré a Hendricks, el jardinero de Geoffrey? —Caro lo miró, encontró que la mirada de Michael recoma su cuerpo.

—No estarás aquí para que te lo pregunte. —Las palabras eran vagas; su mirada aún la recorría hacia abajo. Llegó a sus pies; él vaciló, luego lentamente la recorrió hacia arriba con la mirada.

—¿Y qué habría sucedido si te atrapan? El Miembro Local del Parlamento trepando a la ventana de una dama… —Se detuvo, intrigada. Aguardó con fingida paciencia a que sus ojos regresaran a los suyos y arqueó una ceja.

Michael sonrió.

—Te imaginaba como una persona recatada, con un camisón de algodón abotonado hasta el cuello.

Arqueando altivamente las cejas, Caro se volvió y entró de nuevo a su habitación.

—Solía serlo. Esto —hizo un gesto hacia el delicado negligé de seda que resaltaba sus curvas— fue idea de Camden.

Siguiéndola, Michael apartó su mirada de la transparente prenda que flotaba, coqueteaba, una traslúcida concesión a la modestia, sobre su forma evidentemente desnuda.

—¿De Camden?

Incluso en la penumbra, podía ver sus pezones erectos, las curvas excitantes de sus senos y caderas, y las largas líneas de sus muslos. Tenía los brazos desnudos, así como la mayor parte de la espalda; la seda color marfil se movía provocadoramente sobre la redondez de su trasero mientras ella lo conducía a su recámara.

Camden debía ser un glotón del castigo autoinfligido.

—Dijo que era en caso de que hubiese un incendio en la embajada y yo tuviera que salir corriendo en deshabille. —Caro se detuvo, se volvió hacia él, lo miró a los ojos—. Era más para proteger mi posición que la suya. —Sus labios se fruncieron, reprobándose a sí misma—. Después de todo, —murmuró, pasando los dedos por el camisón—, él nunca los vio.

Deteniéndose ante ella, la miró a los ojos. Luego inclinó la cabeza.

—Más tonto él.

La besó y ella también pero luego, con una mano en su mejilla, se apartó un poco para mirar sus ojos.

—¿Por qué estás aquí?

Cerrando las manos sobre sus caderas, la acercó.

—No podía dormir. —Era la verdad, aunque sólo parte de ella.

Ella buscó en sus ojos; sus labios sonrieron tentadoramente. Dejó que ella acomodara sus caderas contra él, luego se movió seductoramente.

—¿Y esperas dormir en mi cama?

—Sí. —«Desde hoy y para siempre». Se encogió de hombros—. Una vez que nos hayamos complacido… —inclinando la cabeza, la besó detrás de la oreja y murmuró aún más suavemente—, y que yo haya aplacado mi deseo por ti y saciado mi apetito… —levantando la cabeza, la miró—, dormiré perfectamente bien. —«Contigo a mi lado».

Arqueando las cejas, estudió sus ojos, luego sonrió más profundamente.

—Entonces será mejor que nos vayamos a la cama. —Entre sus brazos, su mirada bajó a su pecho; sus manos se deslizaron de sus hombros—. Tienes que quitarte la ropa.

Él asió sus manos antes de que ella pudiera embarcarse en un diabólico juego, destinado a ser corto. La vista de Caro en su negligé, —y parecía que toda su ropa de dormir era del mismo tipo, un punto en él no deseaba pensar en ese momento, y mejor no hablar de la sensación que experimentó cuando ella se apretó y se deslizó contra él—, lo había llevado de la mera excitación a una pulsante rigidez. No necesitaba que lo alentara más.

—Me desvestiré mientras tú te deshaces de esa creación, si la toco, es probable que la rompa. Cuando estemos ambos desnudos, podemos comenzar desde allí.

La risa de Caro era sensual.

—¿Estás seguro de que no necesitas ayuda?

—Muy seguro. —La soltó. Ella retrocedió. Respirando profundamente, él se movió hacia el extremo de la cama; reclinado contra ella, se inclinó para quitarse las botas.

Llevando las manos al broche de los hombros que sostenía su camisa de dormir, Caro murmuró:

—Siempre pensé que estas prendas estaban diseñadas para que los hombres pudieran retirarlas con facilidad.

—Esas prendas… —sin sus botas, se enderezó, llevando las manos a su corbata; su voz era evidentemente tensa— fueron diseñadas para llevar a los hombres a un intenso estado de lujuria en el cual, más allá de los límites de la sanidad, destrozan tales prendas.

Ella rio de nuevo, asombrada de poderlo hacer, de sentir su corazón tan ligero mientras sus nervios se apretaban. Con dos movimientos, se liberó de su negligé; la seda se deslizó por su cuerpo, apilándose a sus pies.

—Bien, ya no estás en peligro.

Sacándose la camisa, la miró.

—No sabes lo que dices. —Sentía su mirada como una llama que la acariciaba, ardiente. Envalentonada, se inclinó, tomó el negligé, lo lanzó al asiento del tocador.

Él apartó la mirada, lanzó su camisa al aire, luego, como si estuviese desesperado, se quitó los pantalones de montar. Se unieron al resto de su ropa; luego se volvió y la tomó en sus brazos.

Ella se apretó contra él; toda la risa desapareció cuando sus pieles se tocaron y ella sintió su calor, sintió su necesidad. Sin pensarlo, se entregó a él. A Michael.

Le ofreció su boca y sintió júbilo cuando la tomó, se sumió en él, se deleitó en su respuesta voraz, avasalladora. Sus manos la recorrieron, no suavemente, sino con anhelo evidente, con un hambre cálida que ella compartía.

Que crecía con cada suspiro, con cada caricia malvadamente evocadora.

Enterrando sus manos en los cabellos de Michael, ella se aferró a él, se arqueó contra él, fue sólo vagamente consciente de que él la levantaba y la depositaba sobre sus sábanas; estaba atrapada en las llamas, abrumada por su ávido calor, vacía, adolorida, necesitada.

Su peso cuando él se movió sobre ella fue un alivio vertiginoso; luego él separó sus muslos, se oprimió contra ella y la penetró. La penetró profundamente y se unió a ella. Su gemido ahogado tembló en la noche, un eco plateado los rodeaba; con los ojos fijos en los de ella, la penetró aún más profundamente: luego inclinó la cabeza, selló sus labios con los suyos, y se movió dentro de ella. Poderosamente.

Sin limitaciones pero controlado, la lanzó a la danza que su cuerpo y sus sentidos anhelaban, que una parte de ella deseaba desesperadamente. Que sus necesidades y deseos, sepultados durante tanto tiempo, finalmente liberados, ansiaban. Él la envolvió en sueño de piel ardiente que se deslizaba resbalosamente, lenguas que se entrelazaban, dureza musculosa y suavidad ruborizada que se entrelazaban ágil e íntimamente.

Ella se arqueó bajo él, con su cuerpo tensado contra el suyo; él la mantuvo acostada y la penetró más profundamente, con más fuerza. Con mayor rapidez, mientras ella se elevaba sobre la cresta de aquella ola conocida, llegando más arriba, más lejos, hasta que se rompió.

Con un gemido que Michael bebió, descendió de la cúspide a sus brazos que la aguardaban.

Michael la sostuvo, la oprimió contra sí, abrió aún más sus muslos y se sumergió más profundamente dentro de su calor que lo escaldaba, impulsándose más rápido, más fuertemente, hasta que el cuerpo de Caro lo tomó y él la siguió a una dulce inconsciencia.

Más tarde, se apartó de ella; desplomándose a su lado, relajado, con todos los músculos sin huesos por la languidez saciada, advirtió, en el instante antes de que el sueño lo dominara, que sus instintos eran correctos.

Era allí donde debía pasar la noche: en la cama de Caro, con ella dormida a su lado. Con un brazo atravesado sobre su cintura, cerró los ojos.

Y durmió.

Tuvo que apresurarse a la mañana siguiente para evitar a las mucamas, tanto en la Casa Bramshaw como en su propia casa. Regresando a Bramshaw como lo había prometido, a las ocho de la mañana, encontró el carruaje de Caro aguardando en el patio delantero, el par de caballos inquietos y preparados para partir.

Desafortunadamente para todos, aun cuando Caro estaba lista, apenas comenzaban a empacar y almacenar sus numerosas cajas y maletas. Michael hizo que su mozo de cuadra lo condujera en su carruaje, con sus dos valijas atadas atrás; ordenó que sus dos insignificantes valijas se colocaran al lado de la montaña de equipaje de Caro, y se dirigió al porche donde se encontraba ella, conferenciando con Catten y su mucama portuguesa, una señora mayor.

Catten se inclinó para saludar, la mucama hizo una reverencia, pero le lanzó una mirada severa.

Caro estaba radiante, lo cual, en realidad, era lo único que le importaba.

—Como ves —indicó con un gesto a los lacayos que transportaban su equipaje al carruaje— estamos listos… casi. Esto no debe tomar más de media hora.

Él había esperado esto; le devolvió su sonrisa.

—No tiene importancia, debo hablar con Edward.

—Supongo que estará supervisando la práctica de piano de Elizabeth.

Con una inclinación, se alejó.

—Lo encontraré.

Lo hizo, como ella lo había predicho, en el salón de música. Una mirada apartó a Edward del piano; Elizabeth sonrió, pero continuó tocando. Edward se unió a él mientras atravesaba el salón; por sugerencia de Michael, salieron a la terraza.

Se detuvo, pero no habló de inmediato. Edward se detuvo también.

—¿Instrucciones de último momento?

Michael lo miró.

—No. —Vaciló, luego dijo—. Más bien planeando con antelación. —Antes de que Edward pudiera responder, prosiguió—. Quiero hacerte una pregunta a la cual, desde luego, querría que respondieras, pero si sientes que no puedes, por cualquier razón, divulgar esta información, lo entendería.

Edward era un asistente político experimentado; su «¿Oh?», no lo comprometía.

Con las manos hundidas entre los bolsillos, Michael miró el jardín.

—La relación de Caro con Camden, ¿qué era?

Después de la explicación que le había dado Caro acerca de sus negligés, tenía que saberlo.

Había elegido cuidadosamente sus palabras; no revelaban nada específico y, sin embargo, era claro que sabía qué no había sido aquella relación.

Lo cual, naturalmente, suscitaba la pregunta acerca de cómo lo sabía.

El silencio se prolongó. No esperaba que Edward le revelara nada acerca de Caro y de Camden con facilidad; sin embargo, esperaba que Edward comprendiera que, aun cuando Camden estaba muerto, Caro no.

Por fin, Edward se aclaró la voz. Él también miraba hacia el jardín.

—Le tengo un gran afecto a Caro, como sabes… —Un momento después, continuó, con un tono de repórter—. Es una práctica común que toda la información pertinente acerca de la vida de un embajador, incluyendo su matrimonio, se transmita de un asistente a su reemplazo. Se considera que es el tipo de cosa que, en ciertas circunstancias, es vital conocer. Cuando asumí mi cargo en Lisboa, mi predecesor me informó que era de conocimiento común entre el personal de la casa que Caro y Camden nunca compartían la cama.

Hizo una pausa, y luego prosiguió.

—Se sabía que tal situación se remontaba prácticamente a su matrimonio, al menos al momento desde que Caro se marchó a vivir a Lisboa. —Hizo otra pausa y luego, con mayor reticencia, continuó—. Se sospechaba, aun cuando nunca fue más que una sospecha, que era posible que su matrimonio nunca hubiese sido consumado.

Michael sintió la rápida mirada de Edward, pero mantuvo su vista fija en los jardines.

Después de un momento, Edward prosiguió.

—Sea como sea, Camden tuvo una amante durante todos los años de su matrimonio con Caro, sólo una, una relación prolongada que existía previamente a su matrimonio. Se me dijo que Camden había regresado con aquella mujer aproximadamente un mes después de casarse con Caro.

A pesar de su entrenamiento, Edward no había conseguido impedir que la desaprobación coloreara sus palabras. Frunciendo el ceño mientras las digería, Michael preguntó finalmente:

—¿Caro lo sabía?

Edward sonrió con desdén, pero había tristeza en su voz.

—Estoy seguro de ello. Algo así… era imposible que se le escapara. No que jamás lo revelara, ni con palabras ni con hechos.

Transcurrió un momento; la mirada de Edward se desvió hacia Michael, luego miró otra vez al frente.

—Por lo que sé y por lo que sabían mis predecesores, Caro nunca tuvo un amante.

«Hasta ahora». Michael no estaba dispuesto a confirmar o negar nada. Dejó que el silencio se prolongara y miró a Edward. Encontró su mirada y asintió.

—Gracias. Eso era, en parte, lo que necesitaba saber.

Explicaba algunas cosas, pero suscitaba nuevas preguntas, cuyas respuestas, al parecer, sólo Caro sabía.

Regresaron al salón.

—¿Enviarás a buscarme, —preguntó Edward—, si surge algún problema en Londres?

Michael miró a Elizabeth, concentrada en un concierto.

—Si puedes ser de más ayuda para Caro allá que aquí, te lo haré saber.

Edward suspiró.

—Probablemente lo sabes, pero debo advertírtelo de todas maneras. Debes vigilar de cerca de Caro. Ella es totalmente confiable en algunos aspectos, pero no siempre reconoce el peligro.

Michael encontró la mirada de Edward; asintió. Elizabeth interpretaba los últimos acordes triunfales; adoptando sin dificultad su sonrisa de político, atravesó el salón para despedirse de ella.

Llegaron a Londres al caer de la tarde. Había mucha humedad: el calor salía del pavimento, el sol poniente se reflejaba en las ventanas, su calor en los altos muros de piedra. A fines de julio, la capital estaba medio desierta; muchos de sus habitantes pasaban las semanas de mayor calor en sus casas de campo. El parque, que sólo albergaba unos pocos jinetes y un carruaje ocasional, se extendía como un oasis de verdor en el desierto de piedra gris y marrón que lo rodeaba. Sin embargo, cuando el carruaje giró hacia Mayfair, Michael sintió que su pulso se aceleraba, el reconocimiento de que entraban de nuevo al foro político, al lugar donde se formulaban, influenciaban, y adoptaban las decisiones.

Llevaba la política, como se lo había dicho a Caro, en su sangre.

A su lado, ella se movió, enderezándose para mirar por la ventana. Instintivamente, Michael advirtió que ella también reaccionaba a la capital, la sede del gobierno, con una concentración similar, un aire más marcado de anticipación.

Se volvió hacia él. Encontró su mirada y sonrió.

—¿Dónde debo dejarte?

Él sostuvo su mirada y luego preguntó:

—¿Dónde piensas alojarte?

—En casa de Ángela, en Bedford Square.

—¿Se encuentra Ángela en Londres?

Caro siguió sonriendo.

—No, pero habrá sirvientes allí.

—¿Unos pocos?

—Pues, sí… es la parte más calurosa del verano.

Michael miró al frente, y luego dijo.

—Creo que sería infinitamente mejor que nosotros, ambos, nos alojáramos en casa de mi abuelo, en Upper Grosvenor.

—Pero… —Caro miró hacia fuera, mientras el carruaje aminoraba su marcha. Pudo ver un signo callejero; el carruaje giraba hacia la calle Upper Grosvenor. La idea de haber sido inadvertidamente cómplice de su propio secuestro la asaltó. Miró a Michael—. No podemos simplemente llegar a casa de tu abuelo.

—Desde luego que no. —Se inclinó hacia delante—. Le envié un mensaje esta mañana.

El carruaje se detuvo. Él encontró sus ojos.

—Vivo aquí cuando estoy en Londres, y Magnus rara vez sale, la casa tiene todo su personal. Créeme cuando te digo que tanto Magnus como su personal estarán muy complacidos de tenernos, a ambos, aquí.

Ella frunció el ceño.

—Es forzar las convenciones demasiado que permanezca bajo el techo de tu abuelo cuando sólo él y tú se encuentran en casa.

—Me olvidé de mencionar a Evelyn, la prima de mi abuelo. Vive con él y se ocupa de la casa. Tiene cerca de setenta años, pero —sostuvo su mirada— tú eres viuda, estoy seguro de que guardamos todas las apariencias. —Su voz era cada vez más decidida—. Aparte de todo lo demás, no hay ningún chismoso en Londres que se atreva a sugerir que algo escandaloso haya ocurrido en casa de Magnus Anstruther-Wetherby.

Esto era indiscutible. Frunció el ceño.

—Lo habías planeado todo de antemano.

Él sonrió y se inclinó para abrir la puerta del coche.

Ella no estaba persuadida de que fuese una buena idea, pero no conseguía pensar en una buena razón para oponerse; permitió que él la ayudara a apearse y luego la condujera a la entrada.

Un mayordomo corpulento abrió la puerta, con una expresión benevolente.

—Buenas tardes señor. Bienvenido a casa.

—Gracias, Hammer. —Michael la hizo atravesar el umbral—. Esta es la señora Sutcliffe. Permaneceremos aquí cerca de una semana mientras atendemos una serie de asuntos.

—Señora Sutcliffe. —Hammer se inclinó; su voz era tan profunda como corpulento su cuerpo—. Si necesita usted algo, sólo toque la campana. Será un placer servirla.

Caro sonrió encantadoramente; a pesar de sus reservas, no podía permitir que estas se notaran.

—Gracias, Hammer. —Con un gesto, indicó el carruaje—. Me temo que lo he cargado con muchísimo equipaje.

—No tiene importancia, señora. Lo llevaremos a su habitación en un momento. —Hammer miró a Michael—. La señora Logan pensó que la habitación verde sería apropiada.

Ubicando mentalmente la habitación en la enorme mansión, Michael asintió.

—Una elección excelente. Estoy seguro de que la señora Sutcliffe estará cómoda allí.

—De seguro. —Caro lo miró a los ojos, intentó penetrar su máscara para saber qué estaba pensando, y no lo consiguió. Se volvió hacia Hammer—. El nombre de mi mucama es Fenella, habla corrientemente. Si pudiera enseñarle mi habitación, pronto subiré para tomar un baño y cambiarme para la cena.

Hammer hizo una reverencia. Con una graciosa inclinación, Caro se volvió hacia Michael y lo asió del brazo.

—Será mejor que me presentes a tu abuelo.

Michael la condujo hacia la biblioteca, el lugar sagrado de su abuelo.

—¿Lo conoces, verdad?

—Lo conocí hace años, no creo que lo recuerde. Fue en un evento del Ministerio de Relaciones Exteriores.

—Lo recordará. —Michael estaba seguro de ello.

—¡Ah, señora Sutcliffe! —exclamó Magnus en cuanto entró Caro—. Por favor discúlpame por no levantarme, maldita gota. Es un tormento. —Instalado en una enorme silla colocada frente a la chimenea, tenía un pie vendado sobre un taburete. Magnus la contempló con una mirada azul, aguda e inteligente, mientras atravesaba la habitación para saludarlo—. Es un placer verte de nuevo, querida.

Extendió su mano; decididamente serena e inconmovible, ella puso la suya entre sus dedos e hizo una reverencia.

—Es un placer renovar nuestro conocimiento, señor.

Magnus lanzó una penetrante mirada a Michael bajo sus gruesas cejas. Encontrando su mirada, Michael se limitó a sonreír.

Asiendo su mano, Magnus la palmoteo levemente.

—Mi nieto me dice que tendremos el placer de tu compañía por una semana o algo así.

Soltándola, se arrellanó en su silla, fijando su atención en ella.

Ella inclinó la cabeza.

—Si es conveniente para usted, desde luego.

Una leve sonrisa flotó por los labios de Magnus.

—Querida, soy un anciano y sólo me sentiré encantado de que, a mi provecta edad, se me alegre con la presencia de ingenio y belleza.

Ella tuvo que sonreír.

—En ese caso, —arreglando sus faldas a su alrededor, se sentó en una silla— me complacerá aceptar y disfrutar de su hospitalidad.

Magnus la estudió, absorbiendo su confianza en sí misma, su tranquila serenidad y luego sonrió.

—Bien, ahora que hemos salido de todas las formalidades sociales, ¿de qué se trata esto, eh?

Miró a Michael. Michael la miró a ella.

Comprendiendo que él dejaba la decisión de incluir a Magnus completamente en sus manos, Caro advirtió con un leve asombro que desde que habían decidido viajar a Londres, ella no había tenido tiempo de detenerse en las razones del viaje.

Concentrándose en Magnus, considerando su vasta experiencia, encontró su mirada.

—Al parecer, alguien no está dispuesto a permitir que yo continúe con vida.

Magnus bajó las cejas; un momento después, gruñó:

—¿Por qué?

—Eso, —le informó ella, quitándose los guantes—, es lo que hemos venido a descubrir.

Entre ambos se lo explicaron; fue tranquilizador encontrar que Magnus reaccionaba como ellos lo habían hecho. Tenía una profunda experiencia del mundo; si él estaba de acuerdo con ellos, probablemente estaban en lo cierto.

Más tarde aquella noche, cuando Fenella finalmente la dejó, Caro se detuvo delante de la ventana de la elegante recámara, decorada en distintos tonos de verde, y miró cómo la noche envolvía a Londres en sus sensuales brazos. Un lugar tan diferente del campo; sin embargo, se sentía igualmente en casa allí; los constantes ruidos lejanos de la actividad nocturna le resultaban tan familiares como el profundo silencio del campo.

Después de hablar con Magnus, se retiró para tomar un baño y refrescarse; luego cenaron en un ambiente casi informal. Terminada la cena, en el salón, mientras Magnus asentía, ella y Michael habían planeado recuperar los papeles de Camden y su copia del testamento de la casa de la Media Luna; ella estuvo de acuerdo en que la mansión de Upper Grosvenor, bajo la vigilancia constante del considerable personal de Magnus y dado que el anciano caballero permanecía casi siempre allí, sería un lugar más seguro que la residencia deshabitada de la Media Luna.

Su camino en este asunto era claro; ella no sentía reticencia alguna, ninguna vacilación sobre su plan para desenmascarar y, metafóricamente, silenciar las pistolas de quienquiera que le deseara mal. En aquel punto, se sentía segura.

Sin embargo, acerca del tema de qué era lo que se desarrollaba entre ella y Michael se sentía mucho menos confiada. Se había dirigido a la cabaña intentando llegar a alguna conclusión; el destino había intervenido, desencadenando una serie de acontecimientos que, en lo sucesivo, habían dominado su tiempo.

No obstante, ahora que finalmente podía considerar de nuevo el asunto, fue sólo para advertir que no había avanzado en absoluto; el continuo deseo de Michael por ella, todo lo que estaba descubriendo emanaba de él, tanto de él como de ella, como su inesperada aparición en su recámara la noche anterior, a través de una ruta tan descabellada; todo aquello era aún tan novedoso para ella, tan emocionante, que todavía no podía ver más allá de ello. No podía ver a dónde la conducía. O a él.

La casa estaba en silencio; ella escuchó sus pasos un instante antes de que girara el picaporte y él entrara.

Se volvió para observarlo mientras atravesaba la habitación; sonrió, pero mantuvo la mayor parte de su sonrisa oculta. Se preguntó si él vendría, llevaba otro de sus diáfanos camisones por si acaso.

Él se desvistió; al parecer no llevaba más que una larga bata de seda. Mientras se acercaba a ella sin prisa, su mirada recorría su cuerpo, absorbiendo el efecto de la gasa casi transparente, disimulada por tres rosas de tela ingeniosamente situadas, dos capullos y una florecida.

Al llegar a su lado se detuvo, levantó su mirada a sus ojos.

—¿Sabes, verdad, que estos camisones me privan de la capacidad de pensar?

Su sonrisa se hizo más profunda; una risa sensual se le escapó. Él la tomó en sus brazos, y ella levantó los suyos para anudarlos en su cuello. Por un momento, Michael vaciló, con los ojos fijos en los de ella. El ardor de su mirada le aseguró que su comentario se aproximaba a la verdad literal. Luego se inclinó, sus brazos se apretaron…

Oprimiendo una mano contra su pecho, ella lo detuvo.

Él encontró sus ojos. Fijando su mirada en ellos, ella deslizó su mano, encontró y deshizo la tira que anudaba su bata, puso su mano dentro del borde de ella y lo encontró.

Duro, ardiente, excitado de deseo por ella.

A ella le parecía aún algo asombroso; sintió que perdía el aliento, que su corazón volaba. Quería compartir su júbilo, su placer. Cerrando la mano, oprimió, acarició, vio cómo cerraba los ojos, sus facciones desprovistas de toda expresión, y luego la apretaba con un deseo más fuerte.

Con su otra mano, ella apartó la bata de seda de sus hombros, entusiasmada cuando sintió el susurro de la seda que caía. Se acercó más, lo besó en el centro de su pecho; luego, con una mano envuelta todavía alrededor de su rígida erección, usó la otra extendida sobre el cuerpo de Michael para mantener el equilibrio mientras se deslizaba hacia abajo, recorriéndolo con los labios, hasta quedar de rodillas.

Osadamente, recorrió delicadamente con la punta de la lengua la ancha cabeza; luego animada por el estremecimiento que lo invadió, abrió los labios y suavemente lo tomó en su boca.

Los dedos de Michael se deslizaron por sus cabellos, se aferraron mientras ella lo succionaba suavemente, lamía, experimentaba. Hundiendo los dedos en sus nalgas, ella lo sostuvo con fuerza, registrando su respuesta, sus reacciones —los dedos tensos, el aliento cada vez más entrecortado— y aprendió a complacerlo.

Aprendió a tensar sus nervios, como él con tanta frecuencia había tensado los suyos, y continuar, continuar…

Abruptamente, Michael respiró profundamente, cerró sus manos sobre sus hombros y la levantó.

—Basta.

La palabra salió con dificultad; ella obedeció, lo soltó, apoyó ambas manos contra él, recorriéndolo hacia arriba, mientras permitía que él la pusiera de pie.

Sus ojos, cuando encontraron los de Caro, ardían.

—Quítate el camisón.

Sosteniendo su mirada, levantó sus manos a los hombros, abrió el broche.

En cuanto la gasa cayó al suelo, él la atrajo hacia sí, la besó vorazmente, vertió calor y fuego en sus venas hasta que ella también ardía, luego la levantó en sus brazos.

Ella anudó sus brazos a su cuello, entrelazó sus piernas a sus caderas, suspiró entrecortadamente, con la cabeza hacia atrás mientras sentía que él se inclinaba sobre ella. Luego la bajó lentamente, penetrándola centímetro a centímetro, inexorablemente, hasta que se encontró plenamente dentro de ella, duro y ardiente y tan real.

Luego la movió sobre él; ella lo miró, dejó que él captara sus ojos, la hiciera danzar hasta que ella se fusionó completamente con él, unidos en el pensamiento, la acción, el deseo. En un momento dado, sus labios se encontraron de nuevo, y dejaron el mundo, entraron a otro mundo.

Un mundo en el que nada importaba salvo esta sencilla comunión, esta fusión de cuerpos, de mentes, de pasiones. Ella se le entregó a esta unión, supo que él también lo hacía.

Juntos, volaron y tocaron el sol, se fusionaron, se derritieron y luego, ineludiblemente, regresaron a la tierra.

Más tarde, envuelta en sus brazos, desplomada sobre la cama, Caro murmuró:

—Esto probablemente es escandaloso, es la casa de tu abuelo.

—Es la de él, no la mía.

Las palabras llegaron a ella como un torbellino, vibrando a través de su pecho sobre el que ella apoyaba la cabeza.

—¿Es por eso que deseabas que me alojara aquí?

—Es una de las razones. —Sintió que jugaba con sus cabellos, la acariciaba, la tomaba por la nuca—. Tengo un problema de insomnio que esperaba que tú pudieras curar.

Riendo, débil pero feliz, ella se apoyó contra él.

Cerrando los ojos, Michael sonrió. Igualmente feliz, se entregó al sueño.