Capítulo 15

CAMINARON de regreso a casa por el sendero, por la gloria de la tarde que caía. Intercambiaron miradas, muchas leves caricias, pero pocas palabras; en aquel momento, un momento por fuera del tiempo, no las necesitaban.

Caro no podía pensar, no podía formarse una opinión acerca de lo que había pasado, no podía hacer que aquellos gloriosos momentos de compartir se conformaran a ningún patrón del que hubiera oído hablar o reconociera. Lo que había ocurrido sencillamente era; lo único que podía hacer era aceptarlo.

A su lado, Michael caminaba retirando las ramas para que pudiera pasar, preparado a tomarla del brazo y apoyarla si se deslizaba, pero sin tocarla, dejándola libre incluso aun cuando en su mente él reconocía que no lo estaba, que nunca la dejaría ir. Mientras caminaban por los bosques y prados, él intentó comprender, consciente de un cambio, de una nueva alineación, de un refinamiento de sus sentimientos, de una definición más precisa de su orientación.

Pasaron por la puerta del seto y caminaron por los jardines. Cuando llegaron al trecho de césped que conducía a la terraza, escucharon voces.

Levantaron la vista y vieron a Muriel hablando con Edward, quien lucía vagamente agobiado.

Edward los vio; Muriel siguió su mirada; se enderezó y aguardó a que subieran la escalera.

Mientras se acercaban, ambos sonriendo con facilidad, adoptando sin esfuerzo sus máscaras sociales, Michael vio que los ojos de Muriel se fijaban en el rostro de Caro, levemente ruborizado, bien sea por sus ejercicios anteriores o por la larga caminada bajo el sol que había brillado todo el día. Lo que Muriel concluyó de lo que veía tampoco lo podía adivinar; antes de que pudiera hacer un comentario, le extendió la mano.

—Buenas tardes, Muriel. Debo felicitarte de nuevo por el bazar, fue un día maravilloso y hubo una gran asistencia. Debes sentirte completamente gratificada.

Muriel le entregó su mano, permitiéndole que tomara sus dedos.

—Bien, sí. En realidad me sentí muy complacida por la forma en que se desarrollaron las cosas. —Su tono era cortés, levemente condescendiente. Intercambió una inclinación con Caro y prosiguió—: Vine a preguntar si se había presentado alguna dificultad con las delegaciones diplomáticas. Fue una idea tan poco usual animarlas a asistir, debemos calcular el éxito de esta estrategia en caso de que decidamos probarla de nuevo en otra ocasión.

Muriel fijó su mirada en Caro.

—Debo decir que me resulta difícil creer que los diplomáticos, especialmente los extranjeros, hayan encontrado algo que los entusiasmara en un evento semejante. Como Sutcliffe tenemos una reputación que cuidar, no queremos que se nos asocie con cualquier sugerencia de imponer diversiones tediosas a aquellas personas que frecuentan los círculos diplomáticos.

Debajo de su elegante barniz, Michael se contuvo; Edward, quien no era tan experimentado en ocultar sus sentimientos, se tensó. La acusación de Muriel, pues era de lo que se trataba, era indignante.

Sin embargo, Caro se limitó a reír levemente, aparentemente de manera ingenua, lo cual avergonzó tanto a Michael como a Edward.

—Te preocupas por nada, Muriel, te lo aseguro. —Puso una mano por un momento sobre el brazo de Muriel, tranquilizándola—. Los diplomáticos, especialmente los extranjeros, se mostraron todos enormemente complacidos.

Muriel frunció el ceño.

—¿No sería por pura cortesía?

Caro negó con la cabeza.

—Es de los bailes y de las funciones brillantes de lo que están hastiados; los placeres sencillos, las diversiones relajantes del campo, estos son para ellos momentos dorados.

Sonriendo, hizo un gesto hacia la terraza; sin dejar su expresión irritada, Muriel se volvió y la acompañó.

—Desde el punto de vista diplomático, estoy segura de que Edward y Michael me respaldarán en esto —con un gesto de la mano, Caro los incluyó mientras ellos las seguían— todo salió perfectamente, sin el menor contratiempo.

Muriel contempló las losas de la terraza. Después de un momento, preguntó, sin ninguna expresión:

—Entonces, ¿no tienes ninguna sugerencia sobre cómo podemos mejorar las cosas?

Caro se detuvo, con una expresión pensativa; luego sacudió la cabeza.

—No puedo imaginar como puede mejorarse la perfección. —Las palabras tenían un brillo de acero. Miró a Muriel y sonrió graciosamente—. ¿Quieres tomar el té con nosotros?

Muriel la miró y negó con la cabeza.

—No, gracias; quiero visitar a la señorita Trice. Es terrible que aquellos dos hombres la hayan atacado. Siento que es mi deber darle apoyo para superar su ordalía.

Todos se habían encontrado con la señorita Trice varias veces después del ataque, y se habían sentido tranquilizados, no sólo por la misma dama, sino por su alegre buen humor, de que su «ordalía» no había dejado en ella marcas perdurables, así que nadie encontró algo más que decir.

Con una sensación de evidente alivio, se despidieron.

—Te acompaño a la puerta.

Caro condujo a Muriel por las puertas abiertas hacia el recibo principal. Después de intercambiar una breve mirada con Michael, Edward la siguió, justo detrás, alcanzando aquel estado de casi invisibilidad que sólo los mejores asistentes diplomáticos consiguen lograr.

Michael permaneció en la terraza; unos pocos minutos después, Caro y Edward se unieron a él.

Edward fruncía el ceño.

—Es cierto… ¡está celosa de ti! Hubieras debido escuchar las preguntas que me hizo antes de que ustedes llegaran.

Caro sonrió para tranquilizar a Edward.

—Lo sé, pero no debes tomarlo tan a pecho. —Cuando continuó con una expresión enfadada, prosiguió—: Sólo considéralo. Habitualmente, Muriel es la más… supongo que «experimentada» es la palabra adecuada, anfitriona o dama de la localidad. Pero cuando vengo a casa, incluso por unas pocas semanas, sin esforzarme en lo más mínimo, asumo su lugar. Eso debe irritarla.

—Especialmente, —intervino Michael—, a una persona del carácter de Muriel. Ella espera ser el centro de todo.

Caro asintió.

—Ella anhela llamar la atención, su posición, pero deben admitir que se esfuerza por lograrlo.

Edward sonrió desdeñosamente.

—De cualquier manera, —dijo Caro—, aunque Muriel no quisiera tomar el té, yo sí. —Miró a Michael—. Estoy muerta de hambre.

Él le ofreció su brazo.

—Largas caminatas por el campo tienden a producir este efecto.

Si Edward les creyó, nadie lo supo; ambos tenían demasiada experiencia para tratar de averiguarlo.

Encontraron a Elizabeth en el salón, y consumieron enormes cantidades de bollitos con mermelada; luego Michael, con reticencia, se levantó para despedirse. Caro lo miró a los ojos; vio que ella estaba considerando invitarlo a cenar y luego había decidido, correctamente a su parecer, no hacerlo. Habían pasado todo el día tan cerca, ambos necesitaban un poco de tiempo para estar a solas… al menos él lo necesitaba; sospechó que ella también. La perspectiva era algo de lo cual ambos conocían el valor.

Ella lo acompaño a la puerta del salón, le tendió su mano.

—Gracias por un día… muy agradable.

Sosteniendo su mirada, levantó su mano a sus labios y la besó.

—Realmente, el placer fue mío. —Oprimiendo sus dedos, la soltó.

Caro advirtió la última mirada que intercambió Michael con Edward antes de volverse y abandonar el recinto: Un cambio de guardia; no podía haber sido más claro. Michael había permanecido con ella todo el día; la noche era el turno de Edward. Sonriendo interiormente, no hizo ningún comentario, aceptando, permitiendo, que la protegieran sin discutir. Les tenía afecto a ambos, aun cuando de diferente manera; si vigilarla los hacían felices, y podían hacerlo sin molestarla, no podía ver razón alguna para quejarse.

A la mañana siguiente, una hora después del desayuno, Caro se sentó en la terraza y escuchó a Elizabeth practicar una sonata particularmente difícil. Edward había permanecido en el salón para volver las hojas de música; ella sonrió y salió para sentarse en el fresco aire de la mañana, y pensar.

En Michael… Y en ella.

Desde que se habían separado el día anterior, ella, deliberadamente, no había pensado en él, en ellos; quería, necesitaba, cierta distancia para ver las cosas con más claridad, para poder examinar, estudiar y comprender qué sucedía.

A pesar de todo, el día anterior había sido un día perfectamente calmado. Las horas que había pasado con Michael habían sido tranquilizadoras, exentas de toda perturbación emocional. Un momento en el cual ambos sencillamente existían y dejaban que ocurriera lo que había de ocurrir. La noche pasó de manera similar; una tranquila cena con Geoffrey, Edward y Elizabeth, seguida por el habitual interludio musical en el salón y, finalmente, una caminata en la templada noche, acompañada de Edward y Elizabeth, antes de retirarse a su habitación.

Para su sorpresa, había dormido muy bien. Largas caminatas por el campo… largas horas envuelta en los brazos de Michael.

Aquella mañana se había levantado refrescada e ilusionada. Después de desayunar, pasó un tiempo con la señora Judson hablando de los asuntos de la casa; ahora, después de cumplir con sus deberes, aguardaba con ilusión el momento de pensar en aquello que, debajo de todo lo demás en su vida, se estaba convirtiendo en una obsesión.

Michael, sí, pero no sólo él. Ella era demasiado mayor, demasiado experimentada o nunca había sido el tipo de persona que se infatuara, que se fascinara por otra persona, por sus encantos, por aspectos de su personalidad. Después de pasar tantos años en las esferas diplomáticas, donde tales atributos eran asumidos, llevados como disfraces cuando fuese necesario, sabía que eran endebles, conocía su verdadero valor.

Su fascinación no se centraba en Michael solamente, sino en aquello que juntos habían creado entre los dos.

Allí era donde residía el poder que lo atraía tanto a él como a ella. Era algo que ella podía sentir, en ocasiones tan real que era casi tangible; surgía del vínculo que se formaba entre ellos, que se desarrollaba a partir de la amalgama de sus personas…

Frunciendo el ceño se puso de pie, se envolvió en su chal y caminó hacia el jardín.

Era tan difícil ver lo que ocurría, imposible reducirlo a las emociones y sensaciones, y aquella simple certeza abrumadora que la invadía cuando estaba entre sus brazos, no podían resumirse en una afirmación, en una descripción racional de la cual pudiera derivarse un argumento, definir una posición, planear una acción…

Se detuvo, inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo.

—Dios me ayude, realmente me estoy asemejando demasiado a Camden.

Sacudiendo la cabeza, bajó la mirada y continuó, con los ojos fijos en el sendero que tenía delante, pero sin verlo. Tratando de comprender lo que se desarrollaba entre ella y Michael… usar la lógica no funcionaría. Aquello de lo que se ocupaba operaba más allá de la lógica; de eso estaba segura.

La emoción, entonces. Esa, ciertamente, parecía una clave más probable. Necesitaba, se sentiría más cómoda si tuviera alguna idea de hacia dónde ellos, y su nueva y extraña relación, se dirigían; hacia dónde los conducía, tanto a ella como a él. Si se disponía a dejar que las emociones la guiaran…

Hizo un gesto y continuó caminando.

Tampoco allí encontraba mucha ayuda; no sabía, no podía explicar, lo que sentía. No porque no estuviese segura de ello, sino porque no tenía palabras para expresarlo, no tenía medida, no reconocía los sentimientos que florecían y se hacían cada vez más fuertes cada vez que ella y Michael se encontraban, y mucho menos sabía qué significaban.

Nunca antes se había sentido así. No había sentido esto por Camden, ni por ningún otro hombre, especialmente no con ningún otro hombre. Este era otro aspecto del que estaba segura: lo que sentía, Michael lo sentía también. Era un desarrollo mutuo, que lo afectaba a él lo mismo y de la misma manera que a ella.

Como lo sospechó, la reacción de Michael fue igual a la suya. Ambos eran maduros; ambos habían visto el mundo, se sentían cómodos con quienes eran, confiados en su posición en la sociedad. Sin embargo, lo que evolucionaba entre ellos era un ámbito nuevo, uno en el que ninguno de ellos se había detenido antes, cuyos horizontes no habían explorado previamente.

Cuando enfrentaban un reto nuevo y diferente, ambos poseían temperamentos que los impulsaban a caminar con confianza y a examinar, analizar, evaluar cualquier nueva oportunidad que la vida les ofreciera. Ella era consciente de un ávido interés, de algo más persuasivo que la sola fascinación, una necesidad más que una inclinación a seguir adelante y a aprender más. Y, quizás, finalmente…

Rompió el hilo de sus pensamientos, parpadeó, y advirtió que estaba frente a la puerta que salía del jardín. Murmuró una maldición y miró hacia atrás: no se había propuesto caminar tan lejos, no había sido consciente de hacerlo. Había estado pensando, y sus pies la habían conducido allí.

Su destino instintivo era claro; sin embargo sabía que Edward, una vez que se liberara de la sonata de Elizabeth, la buscaría para vigilarla. Pero sabía de la cabaña y que ella con frecuencia caminaba hasta allí; cuando descubriera que no estaba en la casa, adivinaría…

Mirando hacia adelante, contempló el sendero que serpenteaba por el prado y se internaba en el primer trecho de bosque. El sendero cortaba a través de una serie de parajes boscosos, pero ninguno era oscuro o denso; con el sol cayendo a raudales, era difícil imaginar a alguien que la acechara por el camino, aguardando para dispararle o atacarla.

Y, realmente, ¿lo harían? Mirando el sendero, no podía, a pesar de cuánto se esforzaba, sentir miedo alguno. Los perdigones que habían golpeado a Henry y la flecha habían sido accidentes; admitía que la flecha que se clavó en el árbol tan cerca de ella la había atemorizado por un momento, aún podía escuchar el seco golpe en su mente; y aún podía recordar la desesperación, el glacial temor que la había invadido cuando Henry se había desbocado, pero Michael la había rescatado, había salido ilesa. En cuanto al ataque a la señorita Trice, eso había sido horrible y aterrador, pero no la había tocado en absoluto; no había razón para suponer que ella era el blanco perseguido.

Abrió la puerta y continuó su camino. Sus instintos eran correctos; quería ir a la cabaña. Quizás necesitaba encontrarse dentro de aquellas paredes para recordar los sentimientos del día anterior e ir más allá de lo superficial para ver qué había detrás. Además, estaba segura de que Michael vendría pronto, sabría a dónde se había encaminado.

Con los ojos bajos, ciega por una vez a las bellezas del campo que la rodeaba, continuó caminando. Y regresó a sus pensamientos interrumpidos. Quizás al punto más crucial. ¿A dónde, finalmente, la llevaba su relación con Michael y las emociones que le generaba? ¿Y era, considerando todos los aspectos y sentimientos, un lugar al que estaba preparada para llegar?

Michael dejó a Atlas en manos del mozo de cuadra de Geoffrey y caminó por el jardín hacia la casa. Esperaba ver a Caro salir a la terraza para recibirlo. En lugar de ello, Elizabeth salió del salón, mirando a su alrededor. Lo vio y agitó la mano, luego miró a su izquierda.

Siguiendo su mirada, vio a Edward que salía de la casa de verano. El joven agitó la mano y apretó el paso; una premonición, débil pero real, acarició la nuca de Michael.

Edward habló en cuanto estuvo a una distancia que lo pudiera oír.

—Caro se ha marchado a alguna parte. Estaba en la terraza, pero…

Miró a Elizabeth, quien había bajado de la terraza para unirse a ellos.

—No está en la casa. Judson dijo que probablemente había ido a la presa.

Edward miró a Michael.

—Hay una cabaña, un retiro en el que desaparece con frecuencia. Probablemente se encuentra allí.

—O camino a ella, —dijo Elizabeth—. No pudo haber salido hace tanto tiempo, y tarda cerca de veinte minutos llegar allí.

Michael asintió.

—Conozco el lugar. —Miró a Edward—. La alcanzaré. Si no está allí, regresaré.

Edward hizo una mueca.

—Si encontramos que aún está aquí, permaneceré con ella.

Saludando a Elizabeth, Michael caminó por el jardín y luego tomó el sendero que pasaba por el seto, recorriendo la ruta que él y Caro habían seguido el día anterior. Llegó a la puerta; no tenía el cerrojo puesto. Él lo había cerrado a su regreso.

Caminó rápidamente por el sendero. No le sorprendió que Caro tuviera la costumbre de caminar sola por el campo. Al igual que él, ella había pasado la mayor parte de su vida en salones de baile, salones elegantes; la sensación de paz que sentía cuando regresaba a casa, el bendito contraste, la necesidad de disfrutarlo mientras pudiera, era seguramente algo que compartían.

No obstante, preferiría que ella no anduviera sola. No sólo ahora, cuando estaba seguro de que alguien tenía intenciones de hacerle daño. Intenciones que él no comprendía, intenciones que no podía permitir en absoluto que tuviesen éxito.

No se preguntó de dónde provenía el denodado y acerado propósito detrás de «no permitiría en absoluto»; en aquel momento, los dóndes y los porqués no parecían pertinentes. La necesidad de protegerla de todo daño estaba fuertemente arraigada en él, como grabada en su alma; era parte inmutable de él.

Siempre había sido así; ahora sencillamente era.

La premonición lo golpeó, glacialmente empalagosa, de nuevo; avanzó con más rapidez. Subiendo una ladera, la vio, claramente visible en un traje de muselina pálida, con su nimbo de cabellos brillando bajo el sol mientras caminaba por el prado un poco más adelante. Estaba demasiado lejos para llamarla; caminaba sin detenerse, con los ojos bajos.

Esperó sentir alivio; pero, por el contrario, sus instintos parecieron tensarse, urgirle a apresurarse aún más. No vio ninguna razón para ello y, sin embargo, obedeció.

Un poco más adelante, rompió a correr.

A pesar de su insistencia en vigilarla, su mente racional no esperaba otro ataque, al menos no en tierras de Geoffrey. ¿Por qué, entonces, se oprimía su pecho, por qué lo invadía la aprehensión?

Estaba corriendo cuando llegó al último claro, y vio, al otro lado del prado, a Caro que atravesaba el estrecho puente. Continuaba caminando, mirando hacia abajo. Sonriendo, apartando la incómoda premonición, aminoró el paso.

—¡Caro!

Ella lo oyó. Enderezándose, levantando la cabeza, se volvió, asió la baranda mientras sujetaba sus faldas y las hacía girar. Sonrió en glorioso recibimiento. Se asió a la baranda mientras soltaba sus faldas y levantaba la mano para saludar…

La baranda se rompió. Cayó cuando la tocó.

Intentó valientemente recuperar el equilibrio, pero no había nada a lo que pudiera aferrarse.

Con un débil grito, cayó del puente, desapareciendo en la bruma arremolinada que subía de las aguas que corrían a través del estrecho paso, lanzándose a las profundas aguas de la presa.

Con el corazón en la boca, Michael corrió por el prado. Al llegar a la ribera, buscó frenéticamente, quitándose al mismo tiempo las botas. Se quitaba el saco cuando la vio salir a la superficie, un fárrago de muselina blanca que aparecía a la vista en la boca de la presa. Su chal de seda le ataba los brazos mientras luchaba por levantarlos, por bracear, por flotar.

La corriente la sumergió de nuevo.

No era una buena nadadora; la corriente, alimentada por los torrentes que pasaban a cada lado de la isla, la arrastraba hacia la presa.

Él se lanzó al agua. Unas pocas braceadas rápidas lo llevaron al lugar donde la había visto. Salió a la superficie, agitó el agua tratando de verla, de calcular con más precisión la dirección de la corriente. La resaca era feroz.

Ella emergió de nuevo, tratando de respirar, a unas pocas yardas de distancia. Él se clavó de nuevo en las agitadas aguas, nadó con la corriente, agregándole sus poderosas brazadas, atisbo una turbia blancura delante de sí y se abalanzó sobre ella.

Sus dedos se enredaron en su traje. Asiéndola, sin aliento, cerró la mano sobre él. Recordó, justo a tiempo, que no debía halar; la muselina mojada simplemente se rompería. Desesperado, se sumergió de nuevo, tocó un brazo, cerró sus dedos alrededor de él.

Luchando contra la fuerte corriente, batalló para no ser arrastrado hacia la convergencia de los dos brazos del arroyo. Allí el agua se arremolinaba, con una fuerza suficiente para ahogarlo a él, mucho más a ella.

Ella estaba exhausta, luchaba por respirar. Lentamente la atrajo hacia sí hasta que sus dedos hallaron sus hombros, hasta que pudo envolver su cintura con el brazo.

—Con cuidado. ¡No te agites!

Ella respondió a su voz, dejó de sacudirse, pero se aferró a él con más fuerza.

—No sé nadar bien.

Había pánico en su voz; ella luchaba por contenerlo.

—Deja de intentarlo, sólo aférrate a mí. Yo nadaré. —Mirando a su alrededor, advirtió que la única manera segura de salir era desplazarse de costado hacia el cuerpo de agua más tranquilo entre las dos agitadas corrientes creadas por los brazos del arroyo. Una vez que estuviese en aguas más tranquilas, podría arrastrarla hacia la isla.

La cambió de posición, moviéndola hacia su izquierda, aún luchando contra la corriente que quería sumergirlos; luego avanzó, pulgada a pulgada, metro a metro, hacia la izquierda. Poco a poco, la fuerza que los golpeaba aminoró hasta que finalmente llegaron a aguas más tranquilas.

Atrayéndola a sí, retirando sus mojados cabellos de su rostro, la miró a los ojos, más azules que la plata, oscurecidos por el temor. Le besó la punta de la nariz.

—Sólo aguanta, te llevaré de regreso a la isla.

Lo hizo, teniendo mucho cuidado de no dejarse llevar de nuevo hacia las corrientes que se precipitaban a cada lado y, cuando se acercaban a la isla, de las rocas que se hallaban debajo de la superficie.

Con un esfuerzo, ella levantó la cabeza y respiró.

—Hay un pequeño embarcadero hacia la izquierda, es el único lugar donde es fácil salir.

Él miró a su alrededor y vio lo que ella le decía: un embarcadero de un metro cuadrado salía de la isla, unos pocos tablones de madera fuertes que ofrecían un medio para subir. Justo a tiempo; los costados de la isla, ahora podía verlos con claridad, gastados y cortados por décadas de inundaciones, se levantaban relativamente lisos, sin apoyos para las manos o los pies que fuesen de utilidad, y con un peñasco en la parte de arriba.

Un estrecho sendero pavimentado partía del embarcadero a la cabaña. Acomodándola de nuevo, se dirigió hacia allí.

Ella estaba agotada y temblorosa cuando la ayudó a subir. Se desplomaron lado a lado, respirando ahogadamente, aguardando a recobrar sus fuerzas.

Acostado, con los hombros reclinados contra la ribera, Michael miró al cielo sin verlo. Ella permanecía acunada en su brazo. Unos momentos más tarde, se volvió hacia él, levantó débilmente una mano para tocar su mejilla.

—Gracias.

Él no replicó, no podía hacerlo. Tomó sus dedos, los atrapó entre los suyos, cerró sus ojos mientras una reacción, una conciencia, lo invadió, tan intensa que lo atemorizó, un susto que lo conmovió hasta el alma.

Luego sintió el peso de ella contra su cuerpo, la débil calidez que se esparcía a través de sus ropas mojadas, la suave presión intermitente de su pecho contra su costado cuando respiraba, y el alivio lo inundó.

Advirtió que estaba oprimiendo sus dedos; disminuyó la presión y los llevó a sus labios. Él miró hacia abajo, ella hacia arriba. Sus ojos encontraron los suyos, su plata opacada por el enojo.

—Sabes, —murmuró Caro, intentando valientemente no temblar—, creo que tienes razón. Alguien está tratando de matarme.

Con el tiempo, subieron a la cabaña. Ella se negó a dejar que Michael la cargara, pero se vio obligada a apoyarse pesadamente en él.

Una vez adentro, se desnudaron; había agua limpia para lavarse el lodo y toallas de lino para secarse. Michael escurrió sus mojadas ropas y luego las colgó en las ventanas por donde entraba el sol a raudales y la cálida brisa podía secarlas.

Ella se pasó los dedos por entre el cabello secado con la toalla, y lo desenredó como mejor pudo. Luego, envuelta en los chales que su madre solía usar en el invierno, se acomodó entre las piernas de Michael que estaba reclinado contra la parte de atrás del diván, y dejó que la envolviera en sus brazos.

Sus brazos se apretaron; él la sostuvo contra sí, reclinó su mejilla contra sus húmedos cabellos. Ella cerró sus brazos sobre los suyos y se aferró a él.

Lo oprimió con fuerza.

Él no la acunó exactamente, pero ella sintió la misma sensación de seguridad, de ser amada y protegida. No hablaron; ella se preguntó si él guardaba silencio por la misma razón que ella: porque sus emociones estaban tan alteradas, tan cercanas a la superficie, que temía que si abría sus labios, saldrían atropelladamente, sin ton ni son, sin pensar lo que podrían revelar, a dónde podrían conducir. A qué podrían comprometerla.

Poco a poco, los débiles hombros que aún se sacudían, una combinación de frío y temor, se relajaron; tranquilizados por el calor del cuerpo de Michael que la invadía, por la calidez que se filtraba lentamente hasta sus huesos.

Sin embargo, fue él quien primero se movió, quien suspiró y retiró sus brazos.

—Vamos. —Puso un suave beso en su frente—. Vistámonos y regresemos a casa. —Ella se volvió para mirarlo; él sostuvo su mirada, y prosiguió con el mismo tono de voz decidido—. Hay muchas cosas que debemos discutir, pero primero debes tomar un baño caliente.

Ella no discutió. Se vistieron con la ropa aún un poco húmeda y abandonaron la cabaña. Cruzar el puente no fue un verdadero problema; aunque era estrecho, ella lo había cruzado con tanta frecuencia que no necesitaba realmente la baranda.

Michael se detuvo un momento antes de seguirla. Poniéndose en cuclillas, examinó lo que quedaba del poste que había sostenido la baranda en aquel extremo. Lo había mirado al pasar cuando corría ribera abajo, antes de sumergirse en el agua; lo que veía ahora confirmaba su observación anterior. El poste había sido aserrado casi por completo; apenas había una astilla buena. Los tres postes habían sido tratados de la misma manera; la parte superior de cada uno prácticamente se balanceaba sobre la sección inferior de la que casi había sido separada.

No era un accidente, sino un acto cruel y deliberado.

Irguiéndose, respiró profundamente y bajó a la ribera.

Caro encontró su mirada.

—No utilizo habitualmente la baranda, sólo para cruzar. ¿La usaste tú ayer?

Él evocó el día anterior… recordó haber puesto una mano en el poste que se encontraba al final del otro extremo del puente, cerca de donde Caro se había aferrado a la baranda.

—Sí. —La miró de nuevo a los ojos, la asió del brazo—. Estaba sólido entonces.

¿Sabía la persona que lo había hecho que sólo Caro y la señora Judson usaban el puente y que, siendo martes, lo más probable era que fuese Caro quien lo usara?

Apretando melancólicamente los labios, la condujo por los prados. Caminaron de regreso a casa tan rápidamente como pudieron. Entraron por el recibo del jardín; él se separó de ella en el pasillo repitiéndole adustamente que debía tomar un baño caliente. Ella le lanzó una aguda mirada, con un destello de su actitud habitual, y replicó con aspereza:

—No es probable que quiera que alguien me vea en este estado. —Su gesto dirigió la atención de Michael a sus cabellos, secados por el sol, parecían tener el doble de su volumen habitual y lucían aún más indomables que siempre—. Subiré por la escalera de arriba.

Él encontró su mirada.

—Entonces iré a casa a cambiarme y luego nos encontraremos en el salón.

Ella asintió y él se marchó; él la vio partir y se dirigió al salón. Como lo había esperado, la puerta estaba abierta; Elizabeth, al lado de la ventana, bordaba mientras Edward revisaba algunos papeles extendidos sobre una mesa. Desde las sombras del pasillo, fuera de la vista de Elizabeth, Michael llamó a Edward.

Edward levantó la mirada; Michael lo invitó a salir.

—¿Si puedes darme un momento?

—Sí, desde luego. —Edward se puso de pie rápidamente y caminó hasta la puerta, abriendo los ojos sorprendido cuando vio el estado en que se encontraba Michael. Cerró la puerta tras de sí—. ¿Qué demonios sucedió?

Michael se lo dijo en unas pocas frases. Con el semblante sombrío, Edward juró que se aseguraría de que, después del baño, Caro bajara directamente al salón y permaneciera allí, segura en su compañía y en la de Elizabeth, hasta cuando Michael regresara.

Satisfecho de haber hecho todo lo que podía por el momento, Michael cabalgó a casa para cambiar sus empapadas ropas. Regresó dos horas más tarde, decidido y resuelto.

Mientras cabalgaba a casa y luego, mientras se cambiaba de ropas, calmando a la señora Entwhistle y a Carter, comía un ligero almuerzo y regresaba a la Casa Bramshaw, tuvo tiempo suficiente para pensar sin la distracción de la presencia de Caro. Tiempo suficiente no sólo para detenerse en lo que habría podido pasar, sino para extraer algunas conclusiones, lo suficientemente firmes para sus propósitos, y derivar de ellas cómo deberían proceder en el futuro, lo que tendrían que hacer para desenmascarar a quien se encontraba detrás de lo que ahora creía firmemente eran cuatro intentos de asesinar a Caro.

Entró al salón. Caro, al reconocer su paso, ya había levantado la mirada y se ponía de pie. Edward también lo hizo.

Elizabeth, quien aún continuaba oculta en el asiento empotrado en la ventana, sonrió. Tomando su bordado, se levantó.

—Los dejo para que discutan sus asuntos.

Brillantemente confiada, salió. Él sostuvo la puerta, luego la cerró detrás de ella. Volviéndose miró, sólo miró, a Caro.

Ella agitó la mano y se sentó otra vez.

—No quiero que ella lo sepa y se preocupe, y menos aún que se involucre; y lo hará si lo sabe, así que le dije que tú y yo teníamos que discutir algunos asuntos políticos, y que Edward, dadas las ambiciones que todos tenemos para él, debía permanecer con nosotros.

Edward le lanzó una mirada sufrida y se acomodó de nuevo en su silla.

Michael se sentó al frente de Caro. Quería ver su rostro; a menudo, era difícil de leer, pero dados los temas que debían discutir, quería atrapar todo lo que ella dejara traslucir.

—Creo —dijo Michael mirando a Edward—, que todos conocemos los hechos pertinentes.

Edward asintió.

—Eso creo.

Michael miró a Caro.

—¿Debo entender que ahora aceptas que alguien está decidido a causarte daño?

Ella encontró su mirada, vaciló y luego asintió.

—Sí.

—Muy bien. La pregunta que evidentemente debemos responder es, ¿quién querría tu muerte?

Ella extendió las manos.

—No tengo enemigos.

—Acepto que no sabes que tengas ningún enemigo, pero ¿qué hay de enemigos que no estén motivados por una relación personal?

Ella frunció el ceño.

—¿Quieres decir, a través de Camden?

Él asintió.

—Sabemos del Duque de Oporto y del interés que aparentemente tiene en los papeles de Camden. —Michael miró a Edward y luego a Caro otra vez—. Podemos admitir, entonces, que posiblemente haya una razón oculta en lo que está en juego aquí, que el duque cree que tú conoces. ¿Es esto suficiente para convencerlo de que debe deshacerse de ti?

Edward lo consideró sólo un momento, y luego asintió decididamente.

—Definitivamente, es una posibilidad. —Miró a Caro—. Debes admitirlo, Caro. Tú sabes tan bien como yo qué está en juego en la corte de Portugal. Seguramente han cometido asesinatos por menos.

Caro hizo una mueca; miró a Michael y luego asintió.

—Muy bien. El duque es un sospechoso, o más bien, sus subalternos.

—O, podría ser, los subalternos de Ferdinand. —Su corrección, formulada en un tono suave, hizo que ella suspirara y luego inclinara con reticencia la cabeza.

—Cierto. Entonces ese es un posible nido de víboras.

Los labios de Michael se fruncieron, pero sólo un momento.

—¿Hay otros nidos de ese tipo?

Ella lo miró, luego intercambió una mirada con Edward.

Fue Edward quien finalmente respondió.

—Honestamente, no conozco ninguno. —Su tono cuidadoso afirmaba que lo que decía era verdad hasta donde podía saberlo; sin embargo, era consciente de los límites de su conocimiento.

Michael observó cuidadosamente el rostro de Caro cuando ella se volvió para mirarlo. Ella lo advirtió, buscó en sus ojos, luego sonrió, ligera, auténticamente; sabía qué temía Michael.

—Yo tampoco. —Vaciló y luego agregó—. En verdad.

Su mirada directa lo persuadió de que era, en efecto, verdad. Con cierto alivio, abandonó la preocupación de que ella se sintiera obligada a ocultar algo que considerara diplomáticamente sensible, aun cuando fuese una fuente potencial de peligro para ella.

—Muy bien. Entonces no tenemos enemigos personales directos, y sólo uno conocido del frente diplomático. Lo cual sólo nos deja la vida personal de Camden. —Reclinándose, miró a Caro—. El testamento de Camden, ¿qué heredaste de él?

Ella arqueó las cejas.

—La casa en la calle de la Media Luna, y una fortuna razonable en los Fondos.

—¿Hay algo especial acerca de la casa? ¿Podría alguien codiciarla por alguna razón?

Edward sonrió con desdén.

—La casa es bastante valiosa, pero lo que hay en ella es lo que realmente responde a tu pregunta. —Se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas—. Camden la llenó de antigüedades, de muebles y ornamentos antiguos. Es una colección impresionante, incluso comparada con la de otros coleccionistas.

Levantando las cejas, apretando los labios, Michael miró a Caro.

—En el testamento de Camden, ¿te dejaba la casa y su contenido directamente a ti, o cuando mueras revierte a su fortuna o pasa a otra persona?

Ella encontró su mirada, luego parpadeó lentamente. Miró a Edward.

—Realmente no puedo recordarlo. ¿Lo recuerdas tú?

Edward sacudió la cabeza.

—Sólo sabía que pasaba a tu poder… no creo que supiera nada más.

—¿Tienes una copia del testamento?

Caro asintió.

—Está en la casa de la calle de la Media Luna.

—¿Con los papeles de Camden?

—No en el mismo lugar, pero sí, los papeles también están allí.

Michael consideró brevemente las alternativas, luego afirmó con ecuanimidad.

—En ese caso, creo que debemos regresar a Londres. Inmediatamente.