ELLA lo estaba aguardando cuando se detuvo delante de ella, cuando sus manos se deslizaron por su cintura, para anudar sus brazos detrás de su cuello, acercarse, estirarse contra él y oprimir sus labios a los suyos.
Para tentarlo, incitarlo, seducirlo.
Para moverse sinuosamente contra él, con sus suaves curvas y ágiles miembros acariciando su musculoso cuerpo en un canto de sirena tan viejo como el tiempo.
Su invitación era explícita; estaba claro en su mente, ella quería que lo estuviera en la de Michael.
Sus brazos se apretaron alrededor de ella, su lengua cubrió la suya mientras él aceptaba, mientras la oprimía incesantemente contra él, aferraba sus manos a sus caderas y se movía sugestivamente contra ella.
Ella suspiró a través del beso, se sumió, seductoramente, contra él, lo invitó flagrantemente a tomar todo lo que deseara, a mostrarle más de su hambre, y de la de ella.
El sol brillaba a través de las amplias ventanas, bañando el interior de la cabaña y a ellos en una suave luz dorada. Mientras permanecían allí, con los cuerpos entrelazados, las bocas fundidas, sabiendo que esto era sólo un preludio, que no tenían que apresurarse, que tenían todo el día para orquestarlo como lo desearan…, los recuerdos de jugar allí mientras su madre pintaba se deslizaron a su mente, otro tiempo de descubrimiento, de maravillas halladas en las miles flores del jardín, en la variedad de hojas, en los extraños y variados efectos de la pintura y los pinceles… todo se fundía en una misma cosa.
Hoy estaba decidida a explorar un paisaje nuevo, allí, en el lugar de su infancia.
Ella se arqueó contra él, sintió sus manos deslizarse por sus costados; sus dedos rozaban sus senos ya sensibilizados. Era su turno de incitar, de tensar ingeniosa y hábilmente sus nervios con caricias que prometían, que comunicaban un anhelo a su carne, pero que nunca lo saciaban.
El alivio vendría después. Posiblemente mucho después. Mientras sus manos continuaban deslizándose, acariciando sus piernas, sus curvas a través de la fina muselina de su traje, como si la aprendiera de nuevo, ella sintió… no un retroceso, sino un recorrido de nuevo por pasos previos, para que ellos pudieran detenerse en lugares que habían pasado de manera algo precipitada el día anterior.
Ella no objetó; cualquier tentación de impaciencia se vio superada por la curiosidad, por su determinación de conocer todo lo que él sentía por ella, todo lo que él pudiera revelarle de su deseo por ella, por lo que ellos, juntos, podían conjurar entre ambos.
Eso se lo había enseñado el día anterior, que el poder que ambos anhelaban había sido creado de ambos, una amalgama de deseos, necesidades y pasiones que necesariamente requería la participación de dos personas. Juntos, podían crear el más maravilloso torbellino de sensaciones, las conexiones emocionales más profundas, más satisfactorias.
Ambos querían eso, una meta compartida, un deseo mutuo. Mientras permanecían aferrados el uno al otro, con el calor del sol, como una bendición que los penetraba, poco a poco, paso a paso, y dejaron que el beso se hiciera más profundo, ella lo supo más allá del pensamiento, más allá de toda duda.
Sus labios se abrieron; hicieron una pausa para recobrar el aliento. Ella sintió que su mano la rodeaba, sintió que sus dedos halaban de las cintas de su traje. Con los ojos cerrados, saboreó el momento, bebió hasta la última sensación, el contacto con su cuerpo, duro y excitado contra el suyo, los músculos de acero que la rodeaban, que se flexionaban en sus brazos mientras él soltaba su traje, mientras se preparaba para desnudarla, el aura de fuerza que, más real que todo lo demás, la envolvía, la penetraba hasta los huesos y la tranquilizaba, la sensación de seguridad que encontraba en sus brazos.
¿Qué habría sucedido si…?
El pensamiento la tentaba.
¿Qué habría sucedido si hubiesen venido aquí muchos años antes, cuando ella tenía dieciséis años, qué habría ocurrido si él la hubiera tomado en sus brazos y luego la hubiera besado con la lenta avidez ardiente con la que la besaba ahora?
Era una pregunta imposible, que no tenía respuesta; no eran las mismas personas que habían sido tantos años atrás. Era quien era ahora a los veintiocho años, confiada y segura durante tanto tiempo de que aquellos atributos formaban parte de su carácter, reconocidos y conocidos por ella, coloreando su relativa inocencia, permitiéndole explorar su sexualidad recientemente encontrada, su reciente aprecio de la interacción sexual, de la intimidad sexual, sin culpa o remordimiento. Y él… él era el hombre que tenía en sus brazos. No era un joven, no era un joven caballero de la ciudad, sino un hombre en la flor de la vida y en toda su fuerza, con deseos maduros de muchos niveles, un hombre poderoso y potente que, después de deshacer todas las cintas, la atrajo de nuevo hacia él, a su abrazo, a sus brazos.
Michael la besó; ella se sumió con gusto en la caricia, en la ola que surgía en ella. La tentación de dejarse ir y fluir con ella, de dejar que la ola y él la tomaran como quisieran, floreció, sin embargo… ella lo había conducido hasta allí aquel día, y tenía su propia agenda. Ayer, por necesidad, tuvo que seguir su dirección. Hoy… debía ser su turno.
Cuando sus manos se levantaron hasta sus hombros, ella se deshizo del traje. Dejó que él interrumpiera el beso para ayudarla; liberada de sus brazos, salió de los pliegues del traje, lo tomó de sus manos, lo sacudió y, volviéndose, se dirigió hacia una silla.
La cabaña era pequeña en el exterior; contenía una única habitación amplia. Cerca de la puerta había un tocador, junto con una jofaina y una palangana sobre una base de hierro. Otros baúles y bancas y una amplia mesa de artista se encontraban contra las paredes; la chimenea ocupaba la mitad de la pared al otro lado de la puerta. El centro de la habitación siempre había estado vacío, reservado para el caballete de su madre, pero este se encontraba ahora doblado en un rincón, dejando sólo el bello diván, dos sillas y dos mesas pequeñas, deliberadamente colocadas sobre el piso de baldosa.
Gracias a la señora Judson, dedicada a su madre y ahora a ella, todo estaba libre de polvo, brillante de limpio, siempre preparado para su uso, como lo estaba su habitación en la casa principal.
Dejando su traje en el respaldo de la silla, se volvió y miró a los ojos a Michael al otro lado de la habitación. Deliberadamente, dejó que su mirada lo recorriera todo. Mirándolo de nuevo a los ojos, arqueó una ceja.
—Quítate tu saco.
Michael sintió que sus labios se relajaban, mas no en una sonrisa; sus facciones estaban demasiado tensas para eso. Se quitó el saco, preparado para jugar el juego que ella quisiera, en cuanto pudiera.
Sus ojos plateados brillaron ante su obediencia; ella caminó despacio, balanceando las caderas, acercándose; él dejó que sus ojos recorrieran las curvas que se movían seductoramente debajo de su camisón. Se detuvo delante de él hasta que él la miró de nuevo a los ojos, y luego tomó el saco de su mano.
—El chaleco también.
Él obedeció. Entregándole la prenda, preguntó:
—¿Puedo preguntar qué es exactamente lo que quieres?
Arqueando las cejas, puso el saco y el chaleco sobre su traje; mirándolo, sonrió.
—Puedes preguntar, pero me temo que no puedo decírtelo… —Su sonrisa se hizo más profunda mientras se volvía hacia él—… Todavía.
Se estiró, osadamente deslizó una mano por su nuca y atrajo sus labios a los suyos para un beso largo, lento, cuyo propósito era encender todos los fuegos que habían preparado y aguardaban. Él la tomó en sus brazos, deslizando sus manos sobre una piel protegida únicamente por una diáfana seda.
Con las manos extendidas sobre su pecho, ella retrocedió, interrumpió el beso. Lo miró a los ojos.
—Todavía tienes demasiada ropa. —Frunció el ceño—. ¿Por qué usan los hombres mucha más ropa que las mujeres? Esto crea una gran desigualdad en este campo.
Él luchó por mantener un tono suficientemente lánguido.
—Cierto, pero hay una ventaja en ello, después de todo.
Como se lo proponía, la alusión la intrigó.
—¿Qué ventaja? ¿Cómo?
Lucir inocente no era fácil.
—¿Si pudiera hacer una sugerencia?
Ella sonrió, tan intensa como él.
—Hazla.
Su tono malhumorado indicaba que había adivinado sus intenciones, pero que estaba interesada de todas maneras. Aquel mensaje resonaba en el tono plateado de sus ojos cuando lo miró, mientras él hacía una pausa para asegurarse de que su control era lo suficientemente fuerte, incluso con ella, para dedicarse a estos juegos sexuales. Una sensación de anticipación le atenazó el pecho, una avidez que no recordaba haber sentido desde su adolescencia. Lo apretó un poco más.
—Una vez que estemos ambos desnudos, no habrá ninguna razón para vestirnos hasta que partamos, dudo seriamente que alguno de nosotros se sienta inclinado a gastar energía, ¿verdad? —Arqueó una ceja; desconcertada, ella asintió—. Entonces, si vamos a aprovechar… —La tomó de nuevo en sus brazos, apretando su cintura antes de hacerla girar lentamente; se acercó aún más, con su pecho contra su espalda, sus muslos contra su trasero. Deslizando las manos por su cintura, la apretó contra él; inclinándose hundió su nariz en el espacio detrás de su oreja—. Entonces será mejor que lo hagamos ahora… ¿no crees?
Cerrando los ojos, Caro se reclinó contra él, deleitándose de nuevo en el hecho de estar envuelta en su fuerza. Su aliento agitó los finos rizos que rodeaban su oreja; ella luchó por contener un estremecimiento delicioso. Con la cabeza hacia atrás, descansado en su hombro, consciente de que se disponían a iniciar un juego sensual, murmuró:
—Creo… que debemos aprovechar todas las oportunidades que se nos presentan… ¿no lo crees? —Su profunda risa contenía una promesa.
—Absolutamente. —Sus labios recorrieron el lado de su garganta y luego murmuró—: ¿Deberíamos adoptar esto como nuestra política?
Sus manos se deslizaron hacia arriba hasta que se cerraron sobre sus senos; era difícil respirar, más aún recuperar el aliento para responder.
—Esa parece… una idea adecuada.
Las manos de Caro, sosteniendo la parte de atrás de las de él, lo habían seguido hacia arriba; cerrando los ojos, saboreó la flexión de los músculos mientras él lenta y sutilmente la acariciaba. Luego suspiró.
—Entonces… —Sus palabras eran un suspiro—. ¿Qué debo hacer ahora?
Su respuesta llegó en un murmullo oscuro, profundo.
—Por el momento, lo único que debes hacer es sentir.
Una tarea excesivamente fácil; sus sentidos ya estaban hipnotizados, atrapados por el hábil juego de sus dedos. Poseían, incitaban, encontraban sus pezones y apretaban… hasta que ella perdió el aliento.
Soltando sus senos, sus manos merodearon, recorriendo las curvas de la cintura y la cadera, la parte anterior de sus muslos, los redondos globos de su trasero.
—Espera.
Ella parpadeó, sintió que la afirmaba en sus pies. Luego retrocedió, hacia un lado; volviendo la cabeza, vio que tomaba la otra silla y la acercaba al lugar donde estaba ella.
La puso a su lado, y en el mismo movimiento, la tomó de nuevo en sus brazos, como antes, con la espalda contra su pecho, su trasero contra sus entrañas. Extendidas, sus manos súbitamente estaban en todas partes, calientes y duras, transmitiéndole su calor. Inclinándose, la besó en el cuello, en el lugar donde su pulso galopaba; recorrió con los labios la larga curva tensa. Al final, ella se volvió lo suficiente para encontrar sus ávidos labios con los suyos, igualmente ávidos, igualmente ansiosos.
Durante largos momentos, el beso y todo lo que incluía los atrapó; él levantó la cabeza, esperó a que abriera los ojos, la miró.
—Tus sandalias… quítatelas.
Ese era entonces el propósito de la silla. La miró, movió su peso y levantó un pie calzado con una bonita sandalia griega hasta el asiento. Los lazos de la sandalia envolvían su tobillo y subían por su pantorrilla; tuvo que inclinarse para deshacer el nudo.
Este movimiento oprimió su trasero apenas cubierto más firmemente contra él; una invitación inadvertida, aunque no involuntaria, que él aguardaba para aprovecharla. Sus labios se arquearon cuando su mano acarició evocadoramente su trasero; ella advirtió qué caliente estaba ya su piel, ruborizada, qué tirantes de anticipación estaban sus nervios.
Correctamente, al parecer; mientras ella luchaba por deshacer las tiras de las sandalias, sus dedos avanzaron aún más, hallaron su suavidad, penetraron osadamente. Ella perdió el aliento; inclinada sobre su pierna levantada, sentía cada vez más vértigo mientras él exploraba, mientras se aprovechaba libremente de todo lo que, gracias a esta posición, ella le ofrecía.
Tuvo que luchar por respirar profundamente y luego enderezarse, con una sandalia colgando de los dedos. Los dedos de Michael seguían oprimiendo su suavidad, su mano clavada íntimamente entre sus muslos. Ella dejó caer la sandalia, no aguardó instrucciones, sino que respiró profundamente, levantó el otro pie sobre la silla y comenzó, tan rápido como pudo, a desatar la otra sandalia.
Él se movió detrás de ella. Sus dedos penetraron más profundamente, explorando más evocadoramente; con la otra mano, levantó el camisón, exponiendo su trasero y su espalda, luego se inclinó y depositó una larga línea de besos ardientes en su espalda.
Cada vez más abajo. Ella advirtió que había dejado de respirar, sólo podía tomar un poco de aire. Sus labios llegaron a la base de su columna; se detuvo. Sus dedos aún exploraban, acariciando su humedad ardiente, pero no tan profundamente. Su otra mano se apartó de ella y luego lo sintió moverse, acercarse más. Su mano regresó, aferrándose a su cadera, anclándola, mientras la ancha cabeza de su erección, caliente y dura, reemplazó a sus dedos entre sus muslos, penetrándola.
Ella suspiró, quería más, mucho más de él, pero no estaba segura hacia qué lado moverse. Él se arqueó de nuevo sobre ella, recorriendo su espalda con los labios, manteniéndola inclinada, abierta a su juego.
Y era un juego; no la penetró más de una pulgada, incitando sus sentidos, haciendo que se retorcieran mientras entraba y salía. Ella cerró los ojos, escuchó las suaves exhalaciones que salían de sus labios, saboreando las sensaciones, la urgencia creciente, la pura necesidad que surgía de ella.
En la sensible piel de la espalda, sentía sus labios… advirtió que se había olvidado por completo de la sandalia. Convocar la energía suficiente para completar la tarea fue un esfuerzo. Abriendo los ojos, haló los nudos hasta que por fin los liberó.
Su risa cuando ella se detuvo hizo que la anticipación la recorriera.
La mano que la mantenía anclada la soltó; él se retiró de ella y se enderezó, permitiéndole hacer lo mismo.
En cuanto soltó la sandalia, le dijo:
—Quítate tu camisón.
Sus dedos rozaron sus caderas, diciéndole que debía permanecer como estaba, de espaldas a él. Insoportablemente consciente de tenerlo detrás de ella, aún vestido con su camisa, corbata, pantalones y botas.
Lo miró de reojo; no podía ver su rostro, pero la vista de su amplio hombro, de su musculoso brazo, confirmación de su fuerza tan cercana, preparado para poseerla, hizo que un estremecimiento de necesitada avidez la recorriera.
La manera más fácil… mirando hacia delante, tomó el dobladillo de su camisón y lentamente, tomándose el tiempo de desenredar graciosamente sus brazos y liberar sus cabellos rizados, se la sacó por la cabeza.
Él la arrebató de sus dedos y la lanzó al aire.
—Ahora…
La palabra, susurrada en el lugar sensible detrás de su oreja, contenía una riqueza de promesa oscura, ilícita.
Ella sonrió internamente, deleitándose en su devoción a sus deseos, a su enseñanza, a su fascinación.
—Vuélvete.
Ella lo hizo, con presteza. Su mirada se dirigió directamente a su erección, que sobresalía fuerte y orgullosa de su pantalón. Exhaló aliviada; apreciándola, se inclinó. La habría tocado, acariciado, pero él tomó sus manos entre las suyas.
—Esta vez no.
Utilizando la fuerza de sus manos, la hizo retroceder un poco para sentarse en la silla, con las piernas abiertas. Asiéndola de otra manera, entrelazando sus dedos, la acercó a él.
—Esta vez, serás tú quien me darás placer.
Ella lo miró a los ojos… Sus ojos la llamaban.
—Llévame dentro de ti.
Era una orden a medias, una súplica también. Era imposible, descubrió Caro, sonreír, con el deseo y la pasión cabalgando en ella tan fuertemente; en lugar de hacerlo, se movió sin vacilación, sentándose sobre él, aferrándose a sus manos mientras se sumía lentamente sobre él, mientras sentía su dureza debajo de ella, se ajustaba a él y luego, encontrando sus ojos con los suyos, sosteniendo su mirada, bajaba lentamente.
El placer, de él ensanchándola, llenándola, de sentir cada centímetro de su rígida invasión, fue indescriptible. Él, y el acto evidente de unirse, llenaron su mente, ahogaron sus sentidos.
Michael la observaba; no intentó tomar sus labios ni siquiera cuando ella se sumió completamente, cerró los ojos, y dejó escapar un suspiro estremecedor. Quería que ella supiera, que sus sentidos estuviesen libres de sentir todo lo que podían experimentar.
Como ella lo deseara. Como ella lo necesitaba.
Ella era demasiado madura para dejarse ir poco a poco, para deleitarse con un sexo sencillo, con una gratificación sin complicaciones. Era confiada, demasiado, segura de ella misma para satisfacerse con una visión limitada; su naturaleza insistía en que lo viera todo, aprendiera todo lo que la actividad le ofrecía. Dado su objetivo último, él estaba feliz de complacer aquella necesidad, y aplacarla.
Feliz de demostrar cualquier variación que ella pudiera disfrutar, para convencerla mejor de pasar el resto de su vida disfrutándolas con él.
Ni una sola vez, ni cuando la animó a moverse sobre él, a establecer su propio ritmo, a cabalgarlo, a usar su cuerpo para complacerlo, olvidó aquella finalidad última. Una vez que ella dominó lo básico, dejó que experimentara; soltando sus manos, ajustó su cuerpo al de ella, para aprender más de ella, para aplacar sus ávidos sentidos, para poseerlos y a ella aún más profundamente.
Reconoció el momento cuando, ardiente y casi frenética, ella advirtió las implicaciones de su desnudez y del hecho de que él siguiera vestido. Incluso bajo sus pesados párpados, sus ojos se abrieron sorprendidos, plata fundida que ardía de necesidad. Contuvo el aliento, se movió más lentamente cuando lo comprendió completamente: que, en la mitad de la cabaña, bajo el sol de medio día, ella estaba desnuda, a horcajadas sobre él, complaciéndolo con abandono: una hurí y su amo. Esclava y amo.
Ella lo miró fijamente a los ojos; él leyó su pensamiento, ella el suyo. Él aguardó sin inmutarse… luego ella cerró los ojos y se estremeció, se aferró fuertemente a él.
Soltando sus manos, la asió por la cadera y tomó el control; extendiendo los dedos, sostuvo su peso y la alentó a continuar. Ella suspiró ahogadamente, ajustándose a su penetración más fuerte; luego se aferró a sus hombros, se aproximó más.
Él le levantó la cabeza, tomó su boca y la llenó como la había llenado a ella, profunda y completamente. Minutos después estaba en llamas; su cuerpo se retorcía en sus brazos, luchando por llevarlo más profundamente dentro de sí, aferrándose a él, enmarcando su rostro mientras lo besaba.
Y volaban.
Unidos, más arriba del cielo.
Él no había esperado que lo llevara consigo, no había advertido que estaba tan profundamente atrapado, pero cuando ella se contrajo fuertemente en torno a él, ya estaba penetrándola profundamente.
Para tocar el sol un instante después de ella.
Para morir y renacer en aquel estallido de estrellas del placer primitivo.
Para ser uno con ella, sumido en su cuerpo, envuelto en sus brazos, mientras flotaban de regreso a la tierra.
Si de completar algo se trataba, era difícil algo mejor.
Desde luego, tenía todas las intenciones de ensayarlo. Cuando Caro finalmente se movió, fue para observar, en su tono más prosaico.
—Hubiera debido traer un picnic.
Michael no pudo contener la risa.
Ella luchó para levantar la cabeza de su hombro. Apoyando sus antebrazos en su pecho, lo consiguió y lo miró a los ojos.
—¿No tienes hambre?
Él sonrió.
—Muchísima. —Tomó un rizo rebelde y lo puso detrás de su oreja, encontró sus ojos—. Pero me contentaré contigo.
El comentario le agradó, pero también pareció desconcertarla. Estudió sus ojos.
—Realmente… te gusta estar conmigo.
Él sintió que su corazón se contraía. Ella no buscaba cumplidos; estaba tratando de entender.
—Caro… —Con los dedos, recorrió su mejilla—. Me fascina estar contigo.
Al escuchar las palabras, él advirtió lo verdaderas, sencillamente verdaderas, que eran. Prefería estar con ella que en cualquier otra parte del mundo, ahora o en cualquier momento.
Ella ladeó la cabeza. Michael vio que no podía leer sus ojos, no porque ella ocultara sus sentimientos, sino más porque aún no estaba segura de cuáles eran sus sentimientos, o al menos eso parecía. Como para conseguir su meta deseada él estaba obligado a hacerla cambiar de idea, su evaluación mental parecía un buen signo.
Con los dedos firmes alrededor de su barbilla, atrajo su rostro.
Ella vaciló un instante justo antes de que sus labios cubrieran los suyos y susurró:
—A mí también me gusta estar así contigo.
Él sonrió y la besó, complacido y tranquilizado por el toque de sorpresa que escuchó en su voz, por la sugerencia de que ella pensaba las cosas de nuevo, por su propia voluntad. La llevó a un intercambio fácil, poco apasionado, apaciguador. Se prolongó, los atrapó; él dejó que continuara. Ya la había retirado de él, adivinando cuál sería la nueva táctica de Caro. Besándola, lánguida y lentamente, aguardando a que sus cuerpos se recuperaran y sus sentidos despertaran otra vez, esperó para ver si había adivinado correctamente.
Caro eventualmente se movió y se apartó, erguida otra vez; sus músculos ya no estaban relajados. Asiéndose a sus hombros, retrocedió, miró la sólida evidencia de que él estaba dispuesto y era capaz de satisfacerla aún más.
Sonrió mientras su imaginación se disparaba, considerando, preguntándose… por un instante se preguntó si no debiera regresar a un comportamiento más restringido. Lo consideró y luego apartó este pensamiento de su mente, lo rechazó. Todavía tenía tanto por aprender, por experimentar, por conocer; una parte tan grande de su vida había pasado, no podía darse el lujo de no ser osada.
Oprimiendo sus hombros, se levantó, complacida cuando sus músculos, un poco adoloridos pero aún fuertes, le obedecieron. Apartándose de él, encontró sus ojos, arqueó una ceja deliberadamente altiva.
—Creo que es mi turno.
Él sonrió.
—Como quieras.
Lo estudió por un momento, luego le ordenó:
—Tus botas, quítatelas.
Ella atisbo su sonrisa cuando se inclinó e hizo lo que le pedía. En cuanto la segunda bota cayó al suelo, con los calcetines, ella lo tomó de la mano, y lo miró a los ojos.
Él permitió que lo halara para ponerse de pie.
Lo llevó al diván. Lo soltó, lo miró.
—Te quiero desnudo.
Sostuvo su mirada; levantó la mano a su corbata.
—No. —Ella tomó sus manos, las puso a los costados antes de soltarlas—. Déjame.
No era una pregunta, era una orden que él obedeció sin vacilar.
Acercándose, deshizo su corbata, lentamente retiró los pliegues de su cuello. Luego desabotonó su camisa, sus puños, lo ayudó a sacar los pliegues de lino por sobre su cabeza, permitiéndole liberar sus manos y hacer la camisa a un lado. Se detuvo, cautivada por la extensión de músculo salpicado de vello, estirado sobre pesados huesos. Ella había visto su pecho desnudo el día anterior, pero no había tenido tiempo de apreciar la vista, no así con él desplegado ante ella, suyo para disfrutarlo como quisiera.
Sonriendo, levantó los ojos a los de Michael y tomó su cinturón; con ambas manos, bajó sus pantalones. Los siguió con sus manos, arrodillándose para soltar los cierres debajo de sus rodillas y dejar que la prenda se apilara a sus pies. Con las manos extendidas, las palmas contra sus muslos, se levantó lentamente, recorriéndolo con las manos, paseándolas sobre los huesos de la cadera, por los lados de su cintura, por la extensión de su pecho, estirándose finalmente para enmarcar su rostro y atraer su boca a la suya.
Ella lo llenó, sorprendiéndolo, tomando la delantera; luego se retiró. Apoyando los talones en el suelo, lo besó ardientemente entre las clavículas. Tomó un momento para mirar, para gloriarse; luego extendió las manos sobre su pecho. Lo acarició de un lado a otro y luego deslizó sus manos hacia abajo, hacia su abdomen. Los músculos se movían bajo sus dedos; con los ojos brillantes, encontrando los suyos por un momento, se aferró a su cintura y se acercó más, tocó con sus labios el disco plano de su pezón, bajó los párpados y lo besó, luego lo lamió. Levemente, incitándolo… con los ojos cerrados para saborearlo mejor, para sentir el sabor ácido y salado de él; dejó que sus manos y su boca merodearan, llenando sus sentidos.
De él… De la sólida realidad de su cuerpo, una forma masculina esculpida que ella sentía la abrumadora necesidad de explorar. Flexionando los dedos, acariciando, recorriendo, siguió el toque con sus labios, cayendo otra vez de rodillas mientras seguía la flecha de vello oscuro que bajaba por el centro de su cuerpo, más allá de su ombligo, hacia el lugar donde su erección aguardaba rígidamente su placer. Su atención.
Ella casi esperaba que la detuviera cuando lo tomó entre sus manos. Con los sentidos fijos, apenas notó el ligero toque de sus dedos en sus cabellos; luego sus dedos se extendieron entre sus rizados mechones.
Absorta examinando la piel como de bebé, las venas gruesas que latían, la cabeza aterciopelada pesadamente ruborizada, fue consciente del ritmo cada vez más fuerte de su sangre, y de la de él, la urgencia que, lentamente, caricia a caricia, surgió para envolverlos.
Finalmente los habría de abatir, en aquel vórtice de necesidad con el que se familiarizaba cada vez más. Antes de eso, sin embargo…
Michael no esperaba que lo tomara en su boca, no esperaba que supiera…
Perdió el aliento; sus dedos se apretaron en su cabeza.
Ella succionó y él súbitamente, no podía ver.
Todos los sentidos que poseía, hasta la última partícula de conciencia, corrieron hacia aquella parte de él que ella estaba tan decidida a explorar. Saboreando. Poseyendo. Lamió, curvó su lengua y raspó levemente; él gimió y cerró los ojos. Se sentía aturdido y, a la vez, estimulado. Antes había estado tenso; ahora estaba adolorido.
El deseo de lanzarse hacia la ardiente, acogedora caverna de su boca era casi abrumador; sólo la convicción de que no necesitaba darle más pistas, especialmente en esa dirección, lo retuvo.
Le dio la fuerza para soportar mientras ella acariciaba sus adoloridos testículos, jugaba con su escroto.
Luego sus manos se deslizaron, acariciaron sus nalgas; luego se aferraron, hundiendo los dedos mientras ella se oprimía más a él, lo tomaba más profundamente.
Por un instante, sintió que estaba aferrado al borde del mundo con las uñas. Luego respiró profundamente, asió su cabeza con ambas manos.
—Basta. —Apenas reconocía su propia voz.
La apartó; ella obedeció y lo soltó, se meció en sus talones y se levantó con gracia. Encontró sus ojos; una sonrisa hechizadora le curvaba los labios. La luz plateada de sus ojos prometía horas de tortura sensual.
Antes de que pudiera fortalecerse con otro respiro, atacó su pecho con todos sus dedos.
—Acuéstate.
Ella quería decir en el diván. Él se sentó, la miró. Ella lo empujó por los hombros.
—Acuéstate.
Ahogando otro gemido, lo hizo, subiendo las piernas. Ella se arrodilló a su lado, luego se sentó a horcajadas sobre él. El diván tenía un diseño clásico: el espaldar, sin bordes, era un poco más ancho que un sofá. Para su presente ocupación, era perfecto; era lo suficiente amplio para que ella cabalgara sobre él, como ciertamente se proponía hacerlo.
Ella acomodó su peso, agitó su trasero, luego se inclinó, enmarcó su rostro y lo besó.
Hasta que él se encontró al borde de la locura; él no sabía que ella tenía eso en su interior… que una mujer pudiera capturar completamente sus sentidos, su voluntad, su conciencia. Ella intentó y lo consiguió, hasta que perdió por completo su mente y el único pensamiento era la estremecida necesidad de unirse a ella.
Podía sentir el calor a lo largo de su cintura, incitador pero fuera de su alcance. Hasta entonces, sabiendo que ella lo deseaba, había dejado sus manos pasivamente a los costados. Levantándolas, deslizó las palmas por su espalda, luego las bajó, acariciando los ágiles músculos que sostenían su columna, para aferrarse a sus caderas. La urgió sin palabras.
En respuesta, ella no movió para nada sus caderas, sino que movió sus hombros sinuosamente de un lado a otro, acariciando su pecho con sus inflamados senos, incitándolo con sus apretados pezones.
Con un suspiro ahogado, interrumpió el beso.
—Por Dios, pon fin a mi miseria.
Ella lo miró a los ojos, con una mano recorrió suavemente su mejilla; luego sus dedos se hicieron más firmes; se inclinó y se sumió salvajemente en su boca, y bajó un poco las caderas.
Su alivio se atoró en su pecho, un duro nudo, cuando la cabeza de su erección tocó su carne ardiente.
Se inclinó para adoptar una mejor posición; antes de que pudiera hacerlo, ella se movió, ajustó su cuerpo al suyo y encontró el ángulo correcto.
En cuanto él lo registró, ella se apoyó en sus brazos y levantó los hombros, mientras a la vez se hundía, rodeándolo… En el abrazo más húmedo y ardiente que él jamás hubiera conocido.
Caro cerró los ojos, saboreando feliz cada segundo de su bajada, de su continua invasión, una invasión que ella controlaba.
¡Dios! Qué alegría se había perdido.
El pensamiento estaba allí sencillamente, en su mente; se apretó en torno a él, luego se movió y el pensamiento se evaporó. Como lo había sospechado, aún le faltaba mucho por aprender, por sentir, por conocer; esta posición era de nuevo diferente, ella sentía más control de ambos.
Primero hizo lo obvio, levantándose y luego sumiéndose lentamente hacia abajo; luego experimentó. Girando las caderas, incorporando un impulso aquí, un movimiento allá.
Sintiendo que el poder surgía lentamente, se hacía más fuerte, los investía a ambos.
Abrió los ojos con dificultad, lo miró debajo de ella, miró su cuerpo, duro e inmensamente más poderoso, absorbiendo sus movimientos, tomándolos, absorbiendo el placer.
Pues había placer en sus ojos, en la forma como la observaba a través de sus pesados párpados. Sus manos descansaban pasivamente en sus muslos, dejándola que hiciera lo que deseara, dejando que ella lo tomara, se entregara, como quisiera.
Ella estaba inmensamente agradecida.
Como si él pudiera saberlo, se incorporó, tomó su nuca con la mano y la inclinó hacia abajo, levantando sus hombros para que sus labios pudieran encontrarse y él pudiera atraerla a su fuego.
Atraparla allí. Enredarla en una red de deseo que ardía cada vez más con cada caricia de su lengua, llenando su boca y sus sentidos de calor puro. Con una necesidad física devastadora de avanzar más rápidamente y arder.
Él se incorporó aún más, apoyado en un codo, con una mano sobre su espalda, sosteniéndola cerca para que su pecho inflamara sus senos. Su otra mano se aferró a su cadera, sosteniéndola contra él mientras que, lentamente, uniéndose a su ritmo, la penetró.
Continuamente. Poderosamente. Más duro. Más alto. Finalmente más rápido.
Hasta que ella estaba girando, hasta el mundo que conocían sus sentidos se deshizo; fragmentos de sensación volaban a través de ella, cortando agudamente con una gloria ardiente, que la fundía, hasta que el calor de la conflagración en la que se había convertido se consumió.
Y conoció sólo el éxtasis.
Michael la tomó, la volvió y la puso debajo de él. Abrió sus muslos, entrelazó sus piernas en su cintura y la penetró.
Ella estaba más abierta a él que antes, más vulnerable, más suya.
Él la tomó, penetrando sólidamente su calor que latía.
El ritmo continuo la excitó, como él lo esperaba. Sus ojos brillaban; una mirada de asombro, sincera y evidente, atravesó sus facciones… Luego se unió a él.
Se aferró a su cabeza y atrajo sus labios a los suyos, entabló un duelo por la supremacía mientras sus cuerpos hacían lo mismo. Tenía una fuerza en ella como la del acero flexible; la utilizó, no para retarlo sino más bien para alentarlo a seguir. Para convencerlo de ir más allá, de aparearse con ella más fuerte, más profundamente, de unirse a ella sin reservas.
Él lo hizo. El resultado fue algo que sobrepasaba su experiencia, como seguramente sobrepasaba la de ella, una escalada ahogada, frenética y desesperada hacia un éxtasis más grande e infinitamente más profundo de lo que habrían podido adivinar, de lo que ninguno había esperado o imaginado, cuando sus ojos se encontraron en aquel último tenso momento antes de que la vorágine los arrastrara y los llevara fuera de este mundo.
El cataclismo los meció a ambos. Los fusionó, los hizo volar. Los marcó con una conciencia del otro de la que ninguno podría jamás deshacerse.
Finalmente, los liberó. Exhaustos, se desplomaron. Gradualmente, recuperaron sus sentidos, su entorno regresó de nuevo a su conciencia. Oscuramente. Ninguno tenía fuerzas para nada más que acomodarse en los brazos del otro.
Aún respirando entrecortadamente, con el corazón latiendo en sus oídos, Michael besó la mano de Caro, la puso sobre su pecho y dejó que se cerraran sus ojos.
Nunca, nunca antes, se había abandonado tan completamente, se había entregado de aquella manera. Mientras se sumía en la inconsciencia que lo llamaba, lo único que supo era que quería, que desesperadamente necesitaba hacerlo otra vez.
Que necesitaba asegurarse de tener la oportunidad de hacerlo.
Necesitaba asegurarse de que ella permanecería a su lado.
Siempre. Por siempre.
Cuando despertó, el sol se había movido y las sombras envolvían el interior de la cabaña. El día era cálido; la falta de ropa no era un problema; sin embargo, el aire dentro de la cabaña se había tornado húmedo. Caro dormía, enroscada sobre el costado, en dirección opuesta, con su trasero contra él. Sonriendo, saboreó la sensación, la guardó en su memoria; apartándose, salió del diván.
Caminando descalzo sobre las baldosas calentadas por el sol, abrió en silencio una ventana. El sonido del arroyo que burbujeaba y corría entró por ella; el canto de los pájaros completaba la bucólica sinfonía.
Respiró profundamente y se volvió. Una ligera brisa, cálida y acariciadora, entró danzando y lo siguió de regreso al diván. Permaneció allí mirando a Caro, sus piernas delgadas y bien formadas relajadas en el sueño, la madurez de sus caderas, las lujuriosas curvas de sus senos, sus delicadas facciones levemente ruborizadas. La brisa agitaba mechones de sus finos cabellos, los acariciaba y los movía.
Ella continuaba durmiendo.
En los dos últimos días, había esparcido su semilla dentro de ella cinco veces. No había tomado ninguna precaución, no había tratado de evitarlo y ella tampoco.
Desde luego, los únicos interludios con los que ella había soñado hasta entonces habían sido con Camden, su marido. Un instinto, marcadamente primitivo, lo urgía a dejar las cosas como estaban, a dejar aquella piedra sin volver. Sin embargo…
¿Era justo dejar sencillamente que pasara lo que fuese, lo que probablemente sucedería, sin que ella lo decidiera, y después de reflexionar sobre ello? ¿Sin que ella fuese consciente y consintiera?
No obstante, si lo mencionaba… ciertamente rompería el hechizo, y él no sabía cómo reaccionaría. Ni siquiera sabía qué pensaba sobre los niños.
Una vivida imagen de Caro con su hijo en los brazos, con dos hijas aferradas a sus faldas, llenó su mente.
Durante largos momentos, estuvo ciego, cautivo, embelesado. Luego regresó a la realidad… asombrado, inquieto. Súbitamente cauteloso.
Nunca antes una visión que hubiese conjurado le había hecho sentir que su corazón se detenía, y que lo haría hasta que la tuviera, hasta que hubiera asegurado lo que había visto y ahora tan desesperadamente, más allá de todo pensamiento o duda, deseaba. Aquello que ahora sentía que era fundamental para él, para continuar existiendo, para su futuro.
Le tomó un momento respirar de nuevo libremente.
Miró a Caro de nuevo. La decisión estaba tomada, aun cuando no le parecía que fuese él quien la había tomado. No mencionaría el riesgo de un embarazo.
Sin embargo, haría lo que hiciera falta, daría lo que se necesitara, para hacer que su visión se convirtiera en realidad.
Caro se despertó al sentir los dedos de Michael que recorrían levemente su piel desnuda. Permaneció inmóvil, con los ojos apenas entreabiertos, registrando el sol que aún brillaba, las leves sombras que jugaban sobre las baldosas, la leve caricia de la brisa que entraba por una ventana que Michael debió abrir.
Estaba acostada sobre el costado, de frente a la chimenea. Él estaba tendido detrás de ella, sobre la espalda; los dedos de su mano derecha acariciaban ociosamente su cadera. Sonriendo, cerró los ojos para saborear mejor la calidez que aún la rodeaba y sus caricias ligeras, repetitivas.
Un cambio en su respiración o alguna tensión de su cuerpo debió delatarla; un momento después, se movió, apoyándose en un codo, acomodando su cuerpo para rodear el de ella.
Su sonrisa se hizo más profunda; él se inclinó y la besó en el lugar donde entre el hombro y el cuello, estampó un beso ardiente y prolongado sobre el pulso que allí latía.
Luego murmuró en voz baja y suave, infinitamente peligrosa:
—Quiero que mantengas los ojos cerrados, que sólo sigas así y que me dejes hacerte el amor.
Sus senos se inflamaron, sus pezones se atirantaron incluso antes de que él le pusiera la mano en el costado, haciéndola subir un poco más el brazo para poder cerrar su mano y acariciarla. Lánguida, perezosamente. Como si la evaluara de nuevo.
El calor se extendió debajo de su piel, pero esta vez en una suave ola, no una marea tumultuosa y arrebatada.
La acarició… toda, con un toque firme mas no apresurado, ni impulsivo. Esto, concluyó ella, debía ser una unión lenta, en la que cada momento se extendía y luego se deslizaba sin esfuerzo hacia el siguiente, cada sensación llegaba al máximo y se extendía antes de que él la dejara recuperarse, recobrar el aliento, y luego proseguía.
A través de un paisaje, vio sólo a través del tacto, conoció sólo a través de las sensaciones táctiles. De una estimulación suave, repetitiva.
Sus manos se movieron sobre su trasero; los dedos se hundieron, acariciaron. Hasta que creció su necesidad, hasta que movió las caderas, gimió suavemente.
Ella comenzó a volverse, esperando que él la acostara y abriera sus piernas. En lugar de ello, su hombro encontró su pecho, su cadera su vientre.
—Hacia el otro lado, —murmuró Michael, oprimiendo su espalda, con la voz ronca, en un susurro sensual, que agitó el denso calor que se fundía dentro de ella.
Movió su pierna un poco hacia arriba, acomodó sus caderas; luego ella lo sintió, duro, rígido, que la penetraba.
Que se sumía suavemente en ella.
Cerró con fuerza los ojos, se aferró al momento, exhaló suavemente cuando terminó, dejándolo profundamente inmerso dentro de ella.
Luego él se movió. Tan lenta y sensualmente como el sol, tan abiertamente seductor como la brisa. Su cuerpo se movió contra el suyo con un ritmo lento, cada vez más fuertemente evocador, una cadencia que se negó a variar incluso cuando ella suspiró entrecortadamente, cuando sus sentidos se enroscaron, y hundió sus dedos en su pierna.
Él cabalgó su impulso suave una y otra vez hasta que ella ya no pudo soportarlo, hasta que salió un grito de su boca; se fragmentó y la maravilla la invadió. La llenó y la anegó, dejándola felizmente libre en alguna playa distante.
Y él seguía llenándola, con cada impulso definitivo y seguro. Ella fue vagamente consciente de que él había llegado a su propio límite y el alivio lo invadió, lo sacudió; la tormenta lo arrastró y lo dejó a su lado en aquella playa dorada.