CARO descansaba al lado de Michael, llena de felicidad. Su duro cuerpo, sus pesados músculos y aún más pesados huesos, se apoyaban contra la cama; ella no creía haberse sentido jamás tan cómoda, tan… sencillamente dichosa.
Tan conectada, físicamente y de toda otra manera, con ninguna otra persona en su vida.
Un estremecimiento de excitación aún la recorría; los efectos posteriores de gloria que había experimentado aún se deslizaban por sus venas, dejando un indescriptible rastro de júbilo tras de sí.
Entonces, esto era la intimidad. Algo mucho más profundo de lo que había imaginado. También algo mucho más… primitivo fue la palabra que le vino a la mente.
Sonrió; no estaba dispuesta a protestar.
Durante largos minutos permanecieron sencillamente entrelazados, atrapados el uno en brazos del otro, ambos conscientes de que el otro estaba despierto y, sin embargo, ambos con la necesidad de recuperar su aliento, mental y físico. Lentamente, la conciencia de que él había adivinado su secreto, que lo sabía y lo comprendía, se infiltró.
Mirando hacia el cielo raso, ella buscó las palabras, algo adecuado para decir; finalmente, sólo dijo lo que sentía. La cabeza de Michael estaba reclinada en su hombro. Suave, casi tentativamente, pues estas tiernas caricias eran todavía algo nuevo para ella, despeinó sus cabellos con los dedos.
—Gracias.
Él suspiró profundamente. Su pecho aplastó sus senos; movió la cabeza y le besó el hombro.
—¿Por qué? ¿Por el mejor momento de mi vida?
Entonces era un político incluso en la cama. Ella sonrió, cínicamente.
—No tienes que fingir. No soy especialmente… —Le faltaron las palabras; sólo hizo un gesto vago.
Él levantó sus hombros, tomó su mano y la reclinó para poder mirarla a los ojos. Miró dentro de ellos, luego llevó su mano a los labios. La volvió y la besó ardientemente en la palma, mirándola a los ojos mientras lo hacía, y luego mordió suavemente la base de su pulgar.
Ella se sobresaltó. Advirtió que aún estaba duro y sólido dentro de ella… no… estaba de nuevo duro y sólido dentro de ella. Desconcertada, sin estar completamente segura, se centró de nuevo en sus ojos.
Su sonrisa no era graciosa, más bien prudente.
—No sé cuál sería el problema de Camden, pero como bien puedes sentirlo, yo evidentemente no sufro de él.
En cuanto más pensaba en ello, más obvio le resultaba.
Como para demostrárselo aún mejor, se movió un poco, meciéndose. Los nervios que un momento antes parecían muertos de agotamiento recobraron la vida.
Se movió sobre ella otra vez, acomodando sus antebrazos a cada uno de sus costados.
—¿Recuerdas —continuó meciéndose suavemente— lo que dije antes acerca de tomarme dos horas?
Algo sorprendida, con la boca seca otra vez, para su considerable asombro, su cuerpo respondió, ardiente, ávidamente, al suyo, a la promesa que había en aquel suave momento repetitivo y en la realidad dura como una roca que cabalgaba dentro de ella. Se humedeció los labios, se centró en sus ojos.
—¿Sí?
Sus labios se fruncieron; él los bajó a los suyos.
—Pensé que debía advertirte, estoy pensando tomarme tres.
Y lo hizo. Durante tres horas llenas de felicidad, la mantuvo cautiva en su lecho, hasta que hubieron reducido los cobertores a una espuma de seda y lino, a un campo de batalla sensual.
Al reanudar sus juegos, pasaron la media hora siguiente asegurándose de que ella comprendiera que una vez definitivamente no era suficiente, no era suficiente para saciarlo a él ni a ella. Entretanto, afuera, el calor de la tarde obligaba incluso a los insectos a un silencio amodorrado; dentro de su recámara, íntimamente entrelazada con él en su cama, un calor de otra índole hacía salir de ella quejidos, gemidos y gritos apasionados.
Hasta que se sumió en un glorioso olvido y él rápidamente se unió a ella.
Él no tenía ningún interés en la sumisión pasiva; cuando la movió por tercera vez, su interacción se extendió a una travesía de exploración íntima y descubrimiento para ambos. No sólo la animó descaradamente a mostrarse tan sensual como se sentía, como lo deseaba en sus más locos sueños, sino que la incitó a ir más allá, a olvidar toda restricción que hubiese podido imaginar, y respondiera a él tan primitivamente como él respondía a ella.
En ningún momento intentó ocultar su deseo por ella, ni dejó de inculcarle su avidez, el poder de su lujuria, su imperiosa necesidad de aliviarla uniendo su cuerpo al suyo.
Cuando ella finalmente se retorció entre sus brazos, aferrada contra él mientras él se arrodillaba en la cama, con los muslos de Caro abiertos sobre los suyos, penetrándola, ella supo finalmente lo que era aparearse: un compartir de pasiones, un dar y tomar mutuo, una fusión que iba más allá de lo físico, que tocaba cosas más profundas.
Era una lección que le había tomado más de una década aprender.
Mientras ella se desplomaba en sus brazos, Michael soltó las riendas y se elevó dentro de ella, corriendo hacia el estallido de alivio al que lo llamaba con cada ondulante contracción sobre su adolorida extensión. Su cuerpo, aún latiendo, lo incitó a seguir, lo hizo pasar aquel borde glorioso hacia una dulce inconsciencia.
Michael no se permitió sumirse demasiado profundamente bajo las olas doradas; no podía hacerlo. Sin embargo, se detuvo, regodeándose en la sensación de su cuerpo en sus brazos, en la ardiente humedad que lo apretaba tan fuertemente. Inspirando profundamente su aroma, dejó que sus manos merodearan su dulce carne. Ella estaba ruborizada, húmeda después de sus esfuerzos; sin embargo su piel seguía siendo una maravilla, como la seda más fina y delicada. Él acarició con la nariz la tierna hondonada entre su cuello y su hombro, recorrió su rostro con el suyo, sintiendo los rizos de su cabello contra su mejilla.
Las cosas entre ellos se habían desplazado; no era tanto que hubiesen cambiado, sino que se habían hecho más profundas, se habían desarrollado de maneras que él no había previsto. No obstante, los cambios sólo habían hecho que su objetivo final fuese más deseable, más precioso.
Cuando su cabeza dejó de girar, él la apartó de él y la reclinó sobre las almohadas. Con los ojos cerrados, exhausta, se desplomó como muerta; irónicamente triunfante, él la cubrió con el cobertor de seda y lentamente, con reticencia, abandonó la cama.
Caro fue vagamente consciente de que esta vez no se había unido a ella bajo las sábanas arrugadas, que este cuerpo masculino grande, ardiente, no estaba enrollado alrededor del suyo. Sonidos distantes, pequeños susurros, la tranquilizaron de que aún estaba en la habitación; sin embargo, pasaron muchos minutos antes de que pudiera convocar la fuerza suficiente para levantar sus párpados y ver en qué se ocupaba.
El sol aún era fuerte, brillando sobre las copas de los árboles, pero no por mucho; debían ser más de las cuatro de la tarde. Michael permaneció delante de la ventana, mirando hacia los árboles. Se había puesto sus pantalones, pero seguía con el pecho descubierto; mientras ella lo miraba, levantó la mano y bebió del vaso que llevaba.
Había apretado los labios. Había algo en su actitud, en la forma de sus hombros, que le indicó que algo andaba mal.
Una sensación de hundimiento la asaltó. Ella cerró los ojos… sintió sus manos sobre ella, sus dedos hundidos en sus caderas cuando le hacía el amor; abriendo los ojos, apartó decididamente su temor.
Si había aprendido algo de la vida, era enfrentar las dificultades directamente. Nada bueno salía de dar rodeos. Se enderezó. Su cabeza giró una vez, pero luego se asentó. Asió el cobertor que comenzaba a deslizarse.
Él escuchó el susurro, miró a su alrededor.
Ella encontró su mirada.
—¿Qué sucede?
Él vaciló. La sensación de hundimiento comenzó a invadirla de nuevo, pero luego él se movió, se acercó y ella leyó lo suficiente en su rostro para saber que verla desnuda en su cama no era parte del problema con el que estaba luchando.
Se detuvo al pie de la cama, bebió un poco más. Ahora podía ver que contenía brandy. Bajándolo, la contempló. Casi pensativamente, dijo:
—Alguien está tratando de matarte.
Michael se había preguntado cómo reaccionaría; había adivinado correctamente: ella comenzó a sonreír tranquilizadoramente. Sus labios se curvaron, sus ojos comenzaron a iluminarse, luego la transformación se detuvo. Desapareció mientras ella leía su rostro y advertía que era en serio.
Finalmente frunció el ceño.
—¿Por qué piensas eso?
Interiormente, agradeció que su lujuria marital se hubiese fijado en una mujer inteligente.
—Considera estos hechos. Primero aquel día, cuando tu caballo, Henry, fue asustado y casi te matas en tu calesa. Hardacre encontró evidencia de que Henry había sido golpeado con perdigones, provenientes probablemente de una honda.
Ella abrió la boca sorprendida.
—¿Qué?
—Así es. Parecía inútil preocuparte en aquel momento; Hardacre y yo llegamos a la conclusión de que debían ser unos muchachos ajenos a la región cazando alondras. Era poco probable que te ocurriera otra vez. —Asintió—. Y no lo hizo. Algo más pasó, o casi pasa.
Ella parpadeó, recordando. Él la miró, luego le dijo:
—Aquellos hombres que atacaron a la señorita Trice.
Ella se centró en su rostro.
—¿Crees que me perseguían a mi?
—Piensa en ello. Tú fuiste la primera en salir del salón. Si yo no hubiera discutido contigo, deteniéndote en el recibo hasta que salió la señorita Trice, y te hubiera llevado en mi carruaje, tú habrías sido la primera mujer sola que bajaba por la calle de la aldea. Y, bajo circunstancias normales, nadie habría estado cerca para ayudarte.
Consciente de ello, Caro se heló; se estremeció y apretó el cobertor contra sí.
—Pero si se proponían atacarme, y aún no puedo ver por qué, —lo miró— ¿cómo habrían podido saber que me disponía a marcharme y que iría sola?
—Habías llegado sola, era razonable pensar que caminarías sola a casa también, como, en efecto, te disponías a hacerlo. Y las puertas del jardín de atrás estaban abiertas, habría sido fácil para una persona acercarse y vigilar. —Sostuvo su mirada—. Te despediste de Muriel y luego te dirigiste al recibo principal, los signos eran claros.
Ella hizo una mueca.
Él prosiguió.
—Y ahora tenemos una flecha que se clava en un árbol precisamente en el lugar donde estabas descansando un instante antes.
Ella estudió su rostro, sabía que todos esos hechos eran verdaderos.
—Aún no puedo creerlo. No hay un motivo, ninguna razón posible.
—Como quiera que sea, creo que no hay más alternativa que concluir que alguien, no sabemos por qué, está decidido, si no a matarte, al menos a causarte un grave daño.
Ella quería reír, apartar esa idea, desecharla despreocupadamente. Pero su tono y, más aún, lo que vio en su rostro, lo hicieron imposible.
Cuando ella no dijo nada, él asintió, como si reconociera su aceptación, y apuró su vaso. La miró.
—Debemos hacer algo al respecto.
Ella advirtió el «nosotros» real. Una parte de ella sintió que debía molestarse por ello, pero no le incomodó. Tampoco estaba convencida; sin embargo, saber que él estaría a su lado para manejar lo que estaba ocurriendo la tranquilizó en lugar de inquietarla. No obstante… su mente rápidamente evaluó, luego levantó la mirada y encontró la de Michael.
—Lo primero que debemos hacer es regresar al bazar.
Se vistieron; para su sorpresa, asumir su apariencia exterior de dama y caballero de la sociedad no disminuyó el reciente sentimiento de cercanía, no sólo física sino más profunda, que la había contagiado, no sólo a ella, sino también a él. Ella lo experimentó como una sensación más intensa del cuerpo de Michael y de sus pensamientos, sus reacciones; lo sintió en su mirada cuando se posaba sobre ella, en el roce ligero de su mano en su brazo cuando salieron de la recámara, en la manera más decidida, posesiva como tomó su mano entre la suya mientras atravesaban el huerto.
Presumiblemente, tres horas de juegos desnudos hacían que regresar a una distancia socialmente aceptable fuese imposible. No que a ella le importara. Su nueva cercanía era mucho más atractiva, mucho más intrigante, y no había nadie alrededor que pudiera escandalizarse.
Por insistencia de ella, él puso el arnés a su calesa y la llevó de regreso al bazar de una manera más convencional. Dejando la calesa en el claro destinado a los coches, se unieron de nuevo a la muchedumbre que aún caminaba por entre los puestos, ahora ocupada principalmente en hacer compras de último momento y en prolongadas despedidas.
Al parecer, nadie los había echado de menos. O si alguien lo había hecho, nadie pensó en comentar sobre su mutua ausencia. Caro estimó que esto era lo mejor; ya le costaba suficiente esfuerzo parecer normal, apartar una sonrisa boba, excesivamente reveladora, de su rostro. La apartaba todo el tiempo; sin embargo, cuando relajaba su vigilancia, aparecía de nuevo; además, aun cuando podía caminar bastante bien, se sentía extrañamente exhausta, como si todos los músculos de su cuerpo se hubiesen relajado.
Por primera vez en su vida, desmayarse delicadamente, o al menos fingirlo, le resultaba bastante atractivo. En lugar de hacerlo, aplicó sus formidables habilidades a presentar una buena actuación, conversando aquí y allá como si ella y Michael, de hecho, hubiesen permanecido allí toda la tarde.
Michael permaneció a su lado, con la mano de Caro anclada en su manga; aun cuando se mostraba atento a todos con quienes hablaban, ella era consciente de que se sentía, si era posible, más protector, más alerta a todo lo que los rodeaba, como en guardia.
Él lo confirmó cuando se apartaron del puesto del grabador de madera, murmurando.
—Los portugueses se han marchado.
Ella arqueó las cejas.
—¿Y los otros?
—No veo ningún prusiano ni ningún ruso, pero los Verolstadts se disponen a partir. —Con una leve inclinación, indicó un pequeño grupo reunido alegremente hacia uno de los costados. Juntos se acercaron a despedirse.
Al embajador de Suecia y a su esposa les había complacido muchísimo aquel evento; fueron efusivos en su agradecimiento y buenos deseos, prometiendo encontrarse con ellos en Londres después.
Partieron; Michael registró de nuevo el claro.
—No hay más extranjeros, ni ninguno de los diplomáticos.
Eran cerca de las cinco de la tarde, la hora fijada para la terminación del bazar, Caro suspiró alegremente, complacida de que todo hubiese salido tan bien… en tantos aspectos.
—Debería ayudar a empacar el puesto de la Asociación de Damas. —Miró a Michael—. Puedes venir conmigo.
Él arqueó las cejas, pero la siguió sin protestar.
Muriel apareció cuando se acercaban al puesto. Los miró irritada.
—Oh, ahí están. Los he estado buscando por todas partes.
Caro abrió los ojos sorprendida.
—Hemos estado circulando por ahí, despidiéndonos de las delegaciones extranjeras y cosas así.
Muriel, de mala gana, lo aceptó.
—Todos vinieron, por lo que pude ver.
—Ciertamente, y se divirtieron enormemente. —Caro estaba demasiado feliz como para ofenderse; estaba dispuesta a compartir su júbilo—. Todos te enviaron sus felicitaciones. —Sonrió a las otras damas que guardan en cestos las mercancías que no se habían venido.
—Y, más aún —dijo la señora Humphrey—, compraron muchas cosas. Aquellas dos señoritas compraron obsequios para sus amigas en Suecia. ¡Imagínate! Nuestros bordados en las alacenas suecas.
Siguió una discusión general de los beneficios de la novedosa idea de Caro; ella ayudó a guardar carpetas y pañuelos; estuvo de acuerdo en que si pasaba un tiempo en Bramshaw al año siguiente para la época del próximo bazar, consideraría realizar un evento similar.
Un poco detrás de Caro, Michael vigilaba el claro en general mientras registraba la muchedumbre cada vez menos numerosa. Finalmente, vio a Edward y le hizo señas para que se acercara.
Apartándose de las damas, bajó la voz.
—Alguien le disparó una flecha a Caro.
Su aprecio de los talentos de joven aumentó cuando Edward se limitó a parpadear y replicó, también en voz baja.
—¿No fue un accidente del concurso…? —Al leer la verdad en su expresión, Edward se puso serio—. No, desde luego que no. —Parpadeó otra vez—. ¿Pudo haber sido Ferdinand?
—No personalmente. Dudo que tenga la habilidad. De cualquier manera, es más probable que haya contratado a alguien para hacerlo. La flecha venía desde los blancos, pero tuvo que haber sido disparada desde el bosque.
Edward asintió, mirando a Caro.
—Esto comienza a parecer muy extraño.
—Así es. Y hay más. Pasaré mañana en la mañana y podemos discutirlo todo; así podremos decidir qué hacer.
Edward encontró su mirada.
—¿Ella lo sabe?
—Sí. Pero debemos mantenerla estrechamente vigilada. —Michael miró a Caro—. Desde ahora, y en el viaje a casa.
Él no podía llevar a Caro a casa; habría parecido demasiado extraño, estando Geoffrey, Elizabeth y Edward todos allí, junto con una legión de sirvientes de Bramshaw, y la entrada sólo al otro lado de la calle de la aldea. Sin embargo, mantuvo una vigilancia subrepticia desde lo alto de su calesa antes de partir, asegurándose de que ella ya estaba en el sendero a casa, rodeada por numerosas personas y de que no hubiera ocurrido ningún problema.
Por una parte, estaba completamente satisfecho; por la otra, todo lo contrario.
A la mañana siguiente, cabalgó hasta la Casa Bramshaw en cuanto terminó de desayunar. Al verlo llegar, Edward dejó a Elizabeth para que practicara sola el piano y vino a su encuentro; juntos entraron al salón.
—Caro aún está dormida, —le informó Edward. Una leve irritación se asomaba a su expresión—. Debió quedar agotada por el bazar, quizás el calor.
Michael suprimió una sonrisa complacida y se sentó.
—Probablemente. Eso nos da tiempo de revisar los hechos antes de verla.
Edward se acomodó en el diván y se inclinó hacia delante, centrando toda su atención. Michael tomó la silla y recitó los hechos que conocía, análogamente a como lo había hecho con Caro el día anterior.
Cuando, Caro bajó después de desayunar, muy tarde, en su habitación, ataviada para el día de verano en un traje vaporoso de muselina pálida verde manzana, no se sorprendió en absoluto al escuchar la voz profunda de Michael en el salón.
Sonriendo, aún serenamente, ensoñadoramente alegre, se dirigió hacia allí, advirtiendo que Elizabeth estaba practicando en el salón de música.
Deteniéndose en el umbral del salón, vio a Michael y a Edward, ambos con el ceño fruncido; al verla, se pusieron de pie. Ella entró, sonriendo a Edward y, de manera más privada, a Michael.
Sus ojos se encontraron; ella sintió el calor en su mirada. Calmadamente, se instaló en el diván y aguardó a que ellos se sentaran.
—¿Qué están discutiendo?
Michael replicó.
—La relativa probabilidad de que Ferdinand esté buscando algo para sí mismo, o haya sido enviado a buscar algo para otra persona.
Ella encontró su mirada.
—Debo reconocer que tengo una gran dificultad en creer que lo que busca Ferdinand pueda tener que ver con él personalmente. Él conoció a Camden, es cierto, pero en el mundo diplomático Ferdinand no tiene ninguna importancia. —Miró a Edward—. ¿No estás de acuerdo?
Edward asintió.
—Supondría que, con su experiencia, a la larga obtendrá algún cargo, pero actualmente… —Miró a Michael—. Sólo puedo verlo como un lacayo.
—Muy bien, —dijo Michael—. Si es un lacayo, ¿para quién actúa?
Caro intercambió una mirada con Michael y luego hizo una mueca.
—Realmente no puedo verlo actuando para nadie diferente de su familia, al menos no de esta manera, tratando de seducirme, preguntando por los papeles de Camden, organizando el robo en la mansión Sutcliffe, buscando aquí. —Encontró la mirada de Michael—. No sé qué más será, pero Ferdinand es miembro de una antigua familia aristocrática, y el honor de las familias portuguesas en ocasiones es más estricto que el de las inglesas. No arriesgaría el honor de su casa de esta forma.
—No a menos que fuese el honor de su casa lo que está tratando de proteger. —Michael asintió—. Eso fue lo que pensé. ¿Qué sabes, entonces, de la familia de Ferdinand?
—El conde y la condesa, sus tíos, fueron los únicos que conocí en Lisboa. —Edward miró a Caro—. El duque y la duquesa son representantes en Noruega, creo.
Ella asintió.
—He conocido a otros miembros de poca importancia que ocupan cargos secundarios, pero el conde y la condesa son quienes actualmente han sido favorecidos en la corte. Son cercanos al rey… —Hizo una pausa—. Pensándolo bien, han sido promovidos continuamente durante la última década, ciertamente desde la primera vez que estuve en Lisboa. En aquel momento eran solamente funcionarios de bajo rango.
—¿Entonces podría ser algo que perjudicara su posición? —preguntó Michael.
Edward asintió.
—Eso parece ser lo más probable.
Caro, sin embargo, permanecía sumida en sus pensamientos. Cuando continuó mirando fijamente al suelo, Michael la animó.
—¿Caro?
Levantó la mirada, parpadeó.
—Estaba pensando… la posición del conde y de la condesa podría estar en peligro, pero yo habría escuchado algo… —Encontró la mirada de Michael—. Incluso del propio conde o de la condesa.
—No si fuese algo que los perjudicara terriblemente, —señaló Edward.
—Cierto. Sin embargo, se me acaba de ocurrir que el conde y la condesa no son las cabezas de la familia, y esa posición significa mucho.
—¿El duque y la duquesa? —preguntó Michael.
Ella asintió.
—Ferdinand ciertamente me dio esa impresión, y también la condesa. Nunca antes había conocido a los duques, hasta esta última temporada en Londres, y entonces sólo brevemente, pero… —miró a Edward, luego a Michael— debería haberlos conocido, en alguna ocasión, en algún evento en Lisboa. Pero no lo hice, estoy segura de ello.
Edward parpadeó como una lechuza.
—Ni siquiera recuerdo que los mencionaran.
—Tampoco yo, —dijo Caro—. Sin embargo, si son la cabeza de una casa, y esta casa es tan cercana al trono… bien, hay algo mal. ¿Podría ser que hayan sido exiliados en silencio?
Un silencio cargado cayó sobre ellos mientras consideraban esta perspectiva; todos la aceptaron como una posibilidad.
Michael miró a Caro, luego a Edward.
—De ser así, no responde a la pregunta «¿por qué?», ni si este «qué» está conectado de alguna manera con la obsesión de Ferdinand con los papeles de Carden.
—Esto último no es difícil de imaginar, —dijo Edward.
—Ciertamente que no —Caro asintió—. Camden estaba en contacto prácticamente con todo el mundo. No obstante, Camden habría escrito cualquier cosa relacionada con un tema sensible en los archivos oficiales, y estos los tiene el Ministerio de Relaciones Exteriores o el nuevo embajador.
—Pero Ferdinand sabría eso, —dijo Michael.
—Posiblemente no. Esto, potencialmente, explica su búsqueda.
Edward frunció el ceño.
—Lo anterior, sin embargo, no arroja ninguna luz sobre por qué podría tratar de hacerte daño.
Ella parpadeó.
—¿No pensarías seriamente…? —Su mirada se volvió hacia Michael y luego hacia Edward otra vez—. Incluso si estos recientes incidentes son intentos por hacerme daño, no veo cómo puedan tener una conexión diplomática. Especialmente con el secreto de familia de Ferdinand; eso, cualquier cosa que sea, probablemente se remonta a la época en la que aún no me había casado con Camden.
La mirada equilibrada, bastante adusta de Michael, no se movió. Después de un momento, dijo queda pero firmemente:
—Esto es porque no sabes, nunca supiste o no puedes recordar, por cualquier razón, no eres consciente de saber, lo que esta gente cree que sabes.
Después de un instante, Edward asintió decididamente.
—Sí, eso puede ser. En lugar de recuperar lo que sea de los papeles de Camden, alguien, presumiblemente el duque, si nuestra teoría es correcta, ha decidido que tú puedes conocer su secreto y que, por lo tanto, es preciso silenciarte. —Hizo una pausa como si repasara sus palabras mentalmente, y luego asintió otra vez—. Esto tiene sentido.
—No para mí, —respondió ella, de manera igualmente decidida.
—Caro… —dijo Michael.
—¡No! —Ella levantó una mano—. Sólo escúchenme. —Hizo una pausa, oyendo la música distante—. Y debemos darnos prisa, porque Elizabeth está a punto de terminar ese estudio y vendrá en cuanto lo termine. —Miró a Michael—. Así que no discutas.
Él apretó los labios.
—Ustedes han decidido que estos tres incidentes son intentos de hacerme daño, pero ¿lo son? ¿No podrían ser accidentes? Sólo el primero y el tercero me involucran, es pura conjetura pensar que el segundo estaba dirigido contra mí. Los hombres atacaron a la señorita Trice, no a mí. Si habían sido enviados a secuestrarme, ¿por qué tomarla a ella?
Michael se mordió la lengua; si disponían de una descripción vaga, a la luz engañosa del crepúsculo, tal error sería fácil de cometer. Intercambió una mirada con Edward.
—En cuanto al tercer incidente, —continuó Caro—, una flecha disparada desde el bosque demasiado cerca al borde de una muchedumbre. Hacer algo así y herir con éxito a una persona particular, el arquero tendría que tener mejor puntería que Robin Hood. Fue pura casualidad que yo me encontrara allí en aquel momento, eso es todo. La flecha no tenía nada que ver conmigo específicamente.
Michael y Edward permanecieron en silencio. Era una discusión que Caro no les permitiría ganar; no tenía sentido insistir en ello, aun cuando estaban convencidos de tener la razón. Sencillamente la vigilarían de todas maneras.
—Incluso tú y Hardacre pensaron que el primer incidente con los perdigones podía atribuirse a la estupidez de unos muchachos. —Caro extendió las manos—. Entonces tenemos dos probables accidentes y un ataque. Y, aunque concedo que el ataque a la señorita Trice no fue un accidente, no hay evidencia de que fuese a mí a quien buscaban aquellos hombres. Ciertamente, no hay razón para pensar que nadie me desea, específicamente a mí, algún mal.
Concluyó con una nota definitiva. Los miró, primero al uno, luego al otro. Encontraron su mirada y no dijeron nada.
Caro frunció el ceño. Abrió sus labios, pero se vio obligada a suprimir las palabras, «Bien ¿qué piensan?», pues en aquel momento entró Elizabeth.
Michael se puso de pie y estrechó la mano de la joven.
Con los ojos brillantes, Elizabeth miró a su alrededor.
—¿Han estado discutiendo el bazar, o negocios?
—Ambas cosas, —replicó Caro, poniéndose también de pie. No deseaba que Michael y Edward inquietaran a Elizabeth con sus especulaciones—. Pero hemos agotado ambos temas y ahora Edward está libre. Yo voy a pasear un poco por el jardín.
Michael se inclinó y se apropió de su mano.
—Una idea excelente. Después de todas esas horas entre la muchedumbre, sin duda anhelas un poco de silencio y soledad. —Entrelazó su mano en su brazo—. Vamos, te acompaño.
Se volvió hacia la puerta. Ella lo miró enojada; le había sacado las palabras de la boca, y las había utilizado para su propio provecho.
—Muy bien, —asintió mientras él la hacía pasar por la entrada—. Pero —bajó la voz— no pienso acercarme a la casa de verano.
La forma como él sonrió en respuesta, su expresión en las sombras del oscuro pasillo, no ayudó a su ecuanimidad.
Pero mientras paseaban por los jardines, y luego por los senderos exuberantemente bordeados de arietes florecidos con las hojas verdes del verano, la paz de su entorno los rodeó, apartándolos del mundo, y ella recuperó su serenidad, que trajo consigo cierto grado de comodidad, de aceptación.
Ella lo miró; él miraba a su alrededor.
—Realmente no puedo creer que alguien busque hacerme daño.
Él la miró.
—Lo sé. —Estudió sus ojos y luego dijo—: Sin embargo, Edward y yo creemos que así es.
Ella hizo una mueca y miró al frente.
Después de un momento, Michael bajó el brazo, asió su mano y dijo, en un tono tranquilo pero bajo:
—Ambos te queremos, Caro. Considera… si, finalmente, se demuestra que teníamos razón pero que no tomamos ninguna precaución, que no hicimos lo que podíamos hacer y tú resultas herida o asesinada…
Ella frunció el ceño; continuaron caminando.
—Te vigilaremos, ni siquiera serás consciente de ello.
¿Qué sabía él? Ella lo sabría a cada instante, sentiría su mirada fija en ella… ¿era esto tan malo?
Se irritó interiormente, agradecida de que él no dijera nada más sino que le diera tiempo para luchar con aquello que para ella era una situación novedosa. Nadie antes la había «vigilado» por las razones que Michael había dado. Camden se había mostrado protector, pero sólo porque ella era una de sus más atesoradas posesiones, y ella usó la palabra «posesión» a sabiendas; eso era lo que había sido para él.
Edward le tenía afecto; compartían un vínculo común a través de los años que habían pasado con Camden y su respeto por él y por su memoria. Edward y ella eran amigos tanto como asociados; no le sorprendió que le preocupara su seguridad.
Pero Michael… su tono bajo velaba y sin embargo, ella sospechó que con deliberación, no ocultaba una abundancia de emociones más profundas, una necesidad, una razón para vigilarla, para guardarla y protegerla, que surgía de una fuente diferente. Era una forma de posesividad, cierto, pero no surgía de una apreciación de sus habilidades, sus talentos o la necesidad de ellos, sino de una apreciación de ella misma, de la mujer que era, y de la necesidad que tenía de ella.
—Sí. Está bien. —Su aceptación se formó en sus labios antes de pensarlo más, distraída por un deseo, una urgencia fuerte y un deseo, de aprender más acerca de esta necesidad que él tenía de ella, de comprender la verdadera naturaleza de aquello que lo impulsaba a protegerla. Deteniéndose, lo miró de frente. Buscó en sus ojos—. ¿Pasarás el día conmigo?
Él parpadeó, estudió brevemente sus ojos como si quisiera confirmar la invitación, y luego se acercó a ella.
—Con gusto. —Inclinó la cabeza—. No hay otro lugar en el que prefiriera estar.
Se encontraban en un sendero oculto, protegido por densos matorrales. Ella se entregó a sus brazos, entrelazó los suyos alrededor de su cuello, y encontró sus labios. Abriendo los suyos, lo acogió ardientemente, lo incitó ingeniosamente.
Lo tentó, lo incitó flagrantemente.
Ella sabía qué quería; él también.
Pocos minutos después, la realidad era evidente; el deseo zumbaba a través de sus venas, repicaba debajo de su piel. Sus bocas ávidas, fusionadas ansiosamente, compartían el calor, el fuego, alimentando su conflagración, deleitándose en ella.
Ella se oprimió contra él, se arqueó; él se estremeció y la acercó aún más, la moldeó a su cuerpo.
Interrumpió el beso, depositó un recorrido de ardientes besos de su frente a su oreja, se inclinó para continuar a lo largo de su cuello arqueado.
—La casa de verano es demasiado arriesgada. —Sus palabras eran un poco apresuradas; perdía el aliento. Infinitamente persuasivas—. Regresa a mi casa conmigo. Es posible que los sirvientes se escandalicen, pero serán discretos. No hablarán… no de nosotros.
Desde el punto de vista de Michael, el asunto no tenía importancia; se proponía desposarla pronto. Más importante y urgente era su mutua necesidad de privacidad.
Caro levantó sus pesados párpados y lo miró. Se humedeció los labios, se aclaró la voz.
—Conozco un lugar donde podemos ir.
Él se obligó a pensar, pero no pudo imaginar a qué se refería… Ella vio; la sonrisa que curvó sus labios fue esencial, fundamentalmente femenina.
—Confía en mí. —Sus ojos se iluminaron, casi traviesos. Retirándose de su abrazo, lo asió de la mano—. Ven conmigo.
Le tomó un instante reconocer la sensual invitación, que le devolvía su propia frase seductora, multiplicada su potencia mil veces por la mirada de sus ojos, por la manera, ligera como la de un duende, en que se volvió y lo llevó por el sendero.
En ningún momento se le ocurrió negarse.
Era una ninfa de los bosques que lo descarriaba a él, un mero mortal. Él se lo dijo y ella se rio, el plateado sonido perdiéndose en la brisa, recordándole a Michael de nuevo su juramento de provocar aquel sonido mágico con más frecuencia.
Tomados de la mano, descendieron por los jardines, dejando finalmente las zonas cuidadas a través de una estrecha puerta en un seto. Más allá había una combinación de prado y bosque, en su mayor parte no perturbados por el hombre. El sendero pasaba debajo de los árboles y luego a través de claros abiertos donde crecía la hierba, reduciendo el sendero en ocasiones apenas a una trocha.
Los pies de Caro parecían seguirlo instintivamente; no buscaba hitos ni trataba de encontrar su camino, sino que avanzaba continuamente, mirando las aves que volaban entre los árboles, levantando de vez en cuando su cara hacia el sol.
En la mitad de un claro, él se detuvo, la atrajo hacia sí, la abrazó. La casa se encontraba a cierta distancia a sus espaldas; inclinó la cabeza y la besó, larga, profundamente, dejando que su verdadero anhelo se expresara plenamente; un anhelo que, como lo aprendía día tras día, poseía más profundidad y amplitud de la que jamás hubiera imaginado.
Finalmente levantó la cabeza, observó su rostro, miró cómo se agitaban sus párpados y luego se abrían, revelando el brillo plateado de sus ojos. Sonrió.
—¿Adónde me llevas? —Levantando su mano, le besó las puntas de los dedos—. ¿Dónde se encuentra tu enramada de felicidad extraterrenal?
Ella se rio, un sonido alegre, pero sacudió la cabeza.
—No lo conoces, es un lugar especial. —Comenzaron a caminar de nuevo; un momento después, Caro murmuró, con una voz suave, baja, tan mágica como su risa—. Es una especie de enramada. —Levantó la mirada, encontró sus ojos por un instante—. Un lugar apartado del mundo. —Sonriendo, miró al frente.
Él no insistió; ella evidentemente deseaba sorprenderlo, enseñarle… lo invadió la anticipación, creció continuamente mientras se internaban más profundamente en los boscosos límites de la propiedad de su familia. Ella había pasado allí su infancia; conocía sus tierras tan bien como Michael conocía las suyas. Él, sin embargo, no podía adivinar hacia dónde se dirigía; no estaba perdido, pero…
—Nunca he venido por este lugar.
Ella lo miró, sonrió y luego miró al frente.
—Pocas personas lo han hecho. Es un secreto de familia.
Veinte minutos más tarde, subieron una pequeña ladera; más allá, un prado ondulaba hacia la ribera del arroyo, que corría velozmente en aquel lugar. El susurro del agua que avanzaba llegó hasta ellos; un fino rocío se levantaba y giraba entre las riberas.
Caro se detuvo. Sonriendo agitó la mano.
—Es allí a donde nos dirigimos. —Lo miró—. Adonde te llevo.
A ambos lados del prado, los bosques avanzaban hasta el borde del arroyo, enmarcando una diminuta cabaña que se encontraba en una isla en medio del arroyo. Un estrecho puente de tablas se arqueaba sobre el agua que corría; la cabaña era vieja, construida con piedra, pero claramente se encontraba en excelentes condiciones.
—Vamos. —Lo haló y él, dócilmente, caminó a su lado; su mirada permanecía fija en la cabaña.
—¿A quién le pertenece?
—Solía pertenecerle a mi madre. —Ella encontró su mirada—. Era una pintora, ¿recuerdas? Le fascinaba esta luz, y el sonido del arroyo corriendo hacia la presa.
—¿La presa?
Ella señaló hacia la derecha; mientras bajaban por el prado, un enorme cuerpo de agua apareció a la vista.
Él recordó.
—La presa de Geoffrey.
Caro asintió.
Michael sabía de la existencia de la presa, pero nunca había tenido una razón para caminar hacia aquel lugar. El arroyo burbujeaba mientras entraba la presa; aun cuando era verano y su flujo era menor que en el invierno, la isla en la mitad del lecho del arroyo obligaba al agua a dividirse y a correr a lado y lado.
Deteniéndose a un paso del puente, Michael miró a su alrededor. Las riberas del arroyo eran altas, el nivel del agua en aquel momento mucho más bajo de lo que podía llegar a ser; sin embargo, incluso si el arroyo se desbordara, como lo haría con un deshielo grande, la isla se encontraba en un lugar más alto que aquel donde estaban; buena parte del arroyo fluiría antes de que los cimientos de la cabaña se humedecieran.
El puente era tan estrecho como parecía a la distancia; sólo lo suficientemente ancho como para que pasara una persona. Se arqueaba hasta la isla; una única baranda estaba fija en un costado.
Pero fue la cabaña misma la que atrajo su atención; parecía ser una sola habitación con numerosas ventanas. La puerta, las persianas de madera y el marco de las ventanas estaban pintados de un color brillante; las flores se asomaban alrededor de una pequeña zona pavimentada delante de la puerta principal.
La cabaña no sólo estaba en excelentes condiciones; estaba en uso, no estaba abandonada.
—Originalmente fue construida como un capricho, —dijo Caro. Deslizando sus dedos de la mano de Michael, avanzó hacia el puente—. Es relativamente más sólida que la mayoría, pues se encuentra tan lejos de la casa y está tan aislada. A mamá le fascinaba venir aquí; bien —avanzando sobre el puente, hizo un gesto hacia la presa— puedes imaginar el juego de luces sobre la presa al amanecer, al atardecer y durante las tormentas.
—¿Venía al amanecer? —Michael la siguió por el puente, que parecía débil primero, pero que en realidad era bastante sólido.
Caro lo miró.
—Oh, sí. —Miró al frente—. Este era su escondite, su propio lugar especial. —Al llegar a la isla, extendió los brazos, levantó la cabeza, giró y quedó delante de él—. Y ahora es el mío.
Él sonrió, la atrajo hacia sí mientras se bajaba del puente y la conducía por el corto sendero.
—¿Te ocupas de las flores?
Ella sonrió también.
—Yo no. La señora Judson. Era la mucama de mamá cuando ella vino a vivir aquí por primera vez, solía mantener la cabaña y el jardín en perfecto estado para que los usara mamá. —Miró a su alrededor; luego se apartó de sus brazos y tomó el picaporte—. Cuando mamá murió, todos los demás ya habían crecido y se habían marchado, excepto por Geoffrey. Él no la utilizaba, así que la reclamé para mí.
Abriendo la puerta, Caro entró; luego se detuvo y miró hacia atrás. Michael llenaba el umbral, su corpulento y fuerte marco resplandeciente por el sol. Con su traje en la sombra, parecía intemporal, pagano, elementalmente masculino. Un estremecimiento de conciencia, de deliciosa anticipación, recorrió sus nervios. Levantando la barbilla, fijó sus ojos en los suyos.
—Además de Judson, quien pasa las tardes de los viernes aquí, sólo yo vengo.
No era viernes.
Los labios de Michael se curvaron en una sonrisa. La estudió durante un largo momento; luego, sin apartar la mirada, atravesó el umbral y cerró la puerta tras de sí.