Capítulo 12

MICHAEL optó por regresar al salón de baile por las escaleras que se encontraban al final del ala. Aún placenteramente radiante y un poco distraída, Caro le permitió que la guiara. Se encontraban en el rellano a medio camino cuando el sonido de una puerta que se cerraba los hizo detenerse en silenciosa atención.

Abajo, en el pasillo que conectaba la biblioteca y el estudio de Geoffrey con el recibo principal, apareció Ferdinand. Caminaba confiado; en un momento dado, miró a su alrededor, mas no levantó la vista.

Silenciosos e inmóviles, aguardaron a que desapareciera; escucharon cómo se perdían sus pasos por las baldosas del recibo.

Intercambiaron una mirada y luego continuaron bajando. La puerta de la que debió salir Ferdinand conducía a la biblioteca. Cuando llegaron al final de la escalera, se abrió de nuevo; Edward salió. Cerró la puerta, avanzó y los vio.

Sonrió penosamente.

—¿Lo vieron?

Caro asintió.

—¿Supongo que se dio cuenta? —preguntó Michael.

—Cuidadosa y detalladamente durante la pasada media hora. Lo observé desde fuera.

Caro frunció el ceño.

—Sé que no hay nada allí, pero ¿tomó algo? ¿O miró algo en particular que pudiera darnos una pista?

—No, pero pasó por los libros con gran rapidez. Si tuviese que adivinar, diría que estaba buscando folios, aquellos que parecen libros pero son en realidad archivos de notas o cartas.

Michael hizo una mueca.

—Los papeles de Camden.

Caro sonrió con desdén.

—Bien, al menos ahora sabe que no hay nada aquí.

—Ni en la mansión Sutcliffe. —Michael la tomó por el brazo y la llevó hacia el salón de baile, de donde salía el ruido de los invitados que se reunían de nuevo.

Edward los siguió. Cuando llegaron al salón de baile, Michael soltó a Caro; ella se dirigió a la terraza, sin duda con la intención de verificar que la cena a la luz de la luna se había desarrollado según sus planes. Él la dejó marchar. Deteniéndose en el umbral, inspeccionó el salón, por fin ubicando a Ferdinand.

A su lado, Edward dijo en voz baja:

—Me pregunto dónde pensará buscar ahora Leponte.

—Efectivamente. —Michael miró a Edward—. Tendremos que pensar más en ello.

Edward asintió.

—Ya ha registrado el estudio, pero creo que continuaré vigilándolo, por si acaso.

Inclinando la cabeza, Michael se alejó. Cuando tuviera la oportunidad, tendría que intentar ponerse en los zapatos de Ferdinand, pero el agregado ruso estaba, posiblemente sin advertirlo, al lado de la esposa del embajador de Prusia, el deber lo llamaba.

Dos horas, había dicho. Por lo que Caro podía ver, esto significaba que tendría que aguardar hasta el día después del bazar de la iglesia para conocer la respuesta a su pregunta, desesperadamente urgente.

Sentía que deseaba hacer que engancharan el caballo a su calesa, dirigirse a la Finca Eyeworth, tomar a Michael por la corbata y arrastrarlo consigo…

¿Adónde? Ese era el problema. En efecto, en cuanto más lo pensaba, menos podía imaginar cómo resolvería Michael aquella dificultad particular en ningún momento… desafortunadamente, hoy no podía dedicarse a pensar en una solución, debía ayudar a preparar el bazar y tenía a su cargo un pequeño rebaño de invitados a quienes debía pastorear.

El clima se había mantenido; el día había amanecido soleado, con sólo unas pocas nubes ligeras en el cielo. La cadenciosa brisa era apenas lo suficientemente fuerte como para hacer susurrar las hojas y echar a volar las cintas.

El desayuno se sirvió tarde debido a las festividades de la noche anterior; en cuanto terminó y los invitados, descansados, se reunieron de nuevo, Caro, ayudada por Edward, Elizabeth y Geoffrey, los pastoreó por el umbroso sendero y los llevó por la calle principal de la aldea.

Durante décadas, el bazar se había realizado en el prado detrás de la iglesia; era un claro de buen tamaño, limitaba por la parte de atrás y hacia la derecha con el bosque; había, además, otro claro más pequeño a la izquierda, perfecto para dejar los caballos y las calesas bajo el ojo vigilante del mozo de cuadra de Muriel. Los puestos instalados en un gran círculo exhibían jamones, tortas y vinos caseros, entre otra legión de productos locales. Había grabados en madera y pinturas, herraduras y bronces ornamentales; estos últimos tuvieron gran éxito entre los visitantes extranjeros, así como las acuarelas de la señorita Trice.

Las ofertas de la Asociación de Damas —carpetas, chales de crochet, bolsitas bordadas para los pañuelos, manteles bordados, antimacasar, y más— cubrían dos largas mesas de caballete. Caro se detuvo a conversar con la señora Henry y la señorita Ellerton, quienes se encargaban en aquel momento de supervisar las mercancías.

Mientras hablaba, mantuvo vigilados a sus invitados, pero todos parecían bastante entusiasmados con aquella estampa, para ellos poco usual, de la vida inglesa. Lady Kleber y el General en particular parecían en su elemento; se habían detenido a hablar con el grabador de madera.

Caro se volvía cuando otro grupo grande entró por los establos. Michael guiaba a los contingentes de suecos y finlandeses, que ella había alojado en su casa, por el claro principal, deteniéndose para señalar diversos puestos. Ella lo observó sonreír y encantar a las chicas Verolstadt pero, cuando ellas partieron, con los parasoles balanceándose alegremente detrás de sus padres, él permaneció donde estaba.

Luego se volvió, la miró directamente a ella, y sonrió.

Un cálido brillo la invadió; él había sabido que ella estaba allí. No sólo eso, sino su sonrisa —la sonrisa que él parecía guardar únicamente para ella— era bastante diferente. De alguna manera, más real. Se dirigió hacia ella; ella avanzó para encontrarse con él. Él tomó su mano; hábilmente la llevó a sus labios, la besó.

Sus ojos en los suyos le recordaban, agitaban recuerdos en lo que no se podía complacer en público. Sintió que un rubor le teñía las mejillas, e intentó fruncir el ceño.

—No lo hagas.

La sonrisa de Michael se hizo más profunda.

—¿Por qué no? —Él entrelazó su brazo con el suyo y se volvió hacia los vinos caseros—. Luces deliciosa cuando te ruborizas.

Deliciosa. Desde luego, él usaría esa palabra.

Ella se vengó asegurándose de que comprara dos botellas del vino de saúco preparado por la señora Crabthorpe y luego lo guio por los otros puestos, cargándolo de productos; incluso lo obligó a comprar dos carpetas a la señorita Ellerton, quien se ruborizó aún más de lo que lo había hecho Caro.

Sus ojos reían; más aún, soportó sus exigencias de tan buena manera que ella comenzó a sospechar. Luego se encontraron con la señora Entwhistle, quien lanzó una exclamación ante la carga de Michael e insistió en tomarla; todos los paquetes desaparecieron entre la amplia bolsa que ella llevaba, mientras hacía a un lado sus protestas.

—No hay ningún problema, señor. Hardacre está aquí, me llevará a casa.

—Ah, bien. —La expresión de Michael se relajó—. Dado que nuestros huéspedes no regresarán, insisto en lo que dije antes, por favor, pasen todo el tiempo que quieran en el bazar, todos ustedes. Regresaré tarde. Después de todo ese trabajo, merecen un poco de diversión.

La señora Entwhistle sonrió complacida.

—Gracias señor. Se lo diré a los otros. Esta es una de aquellas ocasiones en las que podemos ver a nuestros primos, a nuestros sobrinos, tener tiempo para conversar sin pensar en otras cosas es un placer. Sé que Carter estará feliz de pasar un tiempo con su madre.

—Si lo veo se lo diré, pero por favor avisa a los otros.

Se separaron. Caro sintió que sus instintos ardían, pero no sabían por qué. Luego Muriel los vio y se abalanzó sobre ellos.

—¡Excelente! Justo a tiempo para la apertura oficial.

Muriel recorrió a Michael con una mirada crítica, esperando encontrar algo que corregir.

Cuando frunció el ceño, derrotada, Caro ocultó una sonrisa; para este contexto, para su papel, Michael estaba impecablemente elegante en una chaqueta de montar perfectamente cortada de tweed marrón y verde, su corbata blanca nieve, de estilo sencillo, su chaleco de un discreto terciopelo marrón, sus ceñidos pantalones de montar de gamuza desaparecían entre sus brillantes botas altas. Lucía perfecto para el papel que habría de desempeñar, el papel que deseaba proyectar a su auditorio, el de un caballero habituado a moverse en los más altos círculos pero que era, también, uno de ellos, abordable, no alguien superior que cabalgaba por sus senderos, un hombre que apreciaba los placeres del campo como ellos.

¿Habría pensado Muriel realmente que fallaría en algo?

Más aún, que si lo hubiera hecho, ella, Caro, ¿no lo habría arreglado?

Entrelazando más fuertemente su brazo en el suyo, indicó con un gesto una carreta que se detenía delante de los puestos.

—¿Es esa la plataforma?

Muriel miró hacia donde le indicaba.

—¡Sí, en efecto! Vamos.

Muriel avanzó, llamando a otros para que se reunieran. Viendo al Reverendo Trice, imperiosamente lo dirigió hacia la carreta.

Michael vio los ojos de Caro; la mirada que compartieron era de completa comprensión y de diversión cortésmente suprimida.

Al llegar a la carreta, Caro deslizó su brazo del de Michael y permaneció observando mientras él subía a ella, ayudaba a subir al Reverendo Trice y luego miraba a su alrededor, inclinándose e intercambiando saludos con aquellos con quienes aún no había conversado mientras aguardaba. Muriel llegó apresuradamente; ante su aguda orden, varias manos la ayudaron a subir a la carreta.

Recuperando el equilibrio, Muriel se alisó las faldas. Era una mujer corpulenta, más alta que Caro y más pesada; en su traje verde oscuro, lucía imponente y severa. Con una voz sonora, llamó al orden; mencionó brevemente la larga historia del bazar y su propósito de recabar fondos para el mejoramiento físico de la iglesia; luego, graciosamente aun cuando con cierta superioridad, agradeció a quienes habían colaborado en la organización del evento.

Muriel retrocedió, invitando al Reverendo Trice a dirigirse a la muchedumbre. Con un tono imbuido de la autoridad de su cargo, aceptó el apoyo de la comunidad y agradeció a todos los asistentes y a todos aquellos que habían venido a participar en el evento en nombre de la iglesia y del Todopoderoso.

Michael habló al final; fue evidente de inmediato que era el orador más talentoso de los tres. Su actitud era relajada, su mensaje sucinto, su tono e inflexiones naturales y confiados al elogiarlos por su espíritu comunitario, aludió a su fortaleza y a cómo debía su existencia a todos y cada uno de ellos. Con unas pocas palabras, los unió, hizo que cada persona se sintiera personalmente incluida. Luego, basándose en las tradiciones locales, resaltando así sutilmente que era uno de ellos, los hizo reír: haciéndose oír por sobre las risas, se declaró honrado de declarar el bazar oficialmente abierto.

El énfasis que hizo en «oficialmente» dejó a todos con una sonrisa en los labios: de manera auténticamente campesina, nadie había aguardado ninguna sanción oficial.

Caro había escuchado muchos discursos de este tipo, pero nunca antes uno de él. Sin embargo, reconocía el talento cuando lo escuchaba; la ayuda del Primer Ministro para promover a Michael al Gabinete, donde su elocuencia sería aún más útil para el gobierno, ahora tenía sentido.

Observando cómo le estrechaba la mano al Reverendo Trice e intercambiaba algunas palabras con Muriel, sintió que era un político que, aun cuando ya exitoso, tenía un largo camino por recorrer. Tenía el talento suficiente para ser un verdadero poder, pero todavía necesitaba desarrollar sus fortalezas; a sus ojos experimentados, eso era muy claro.

Saltó de la carreta y se unió a ella de nuevo. Sonriendo, ella lo asió del brazo.

—Eres muy bueno para eso, ¿sabes?

Michael la miró a los ojos, leyó en ellos su sinceridad, se encogió levemente de hombros.

—Está en la familia.

La sonrisa de Caro se hizo más profunda y desvió la mirada; él aprovechó el momento para guardar el cumplido en su mente. Tales alabanzas de parte de ella habrían sido oro en cualquier caso; ahora, sin embargo, significaban mucho más.

La muchedumbre había regresado a los puestos y a las diversas actividades: lanzar la herradura, los concursos de cortar madera y de arquería, entre otras. A pesar de sus largas ausencias, Caro era muy popular; mientras se paseaban, la gente acudía a saludarla. Y a él. Era fácil identificarla en su traje veraniego de anchas rayas verticales blancas y doradas. No se había molestado en llevar un sombrero; tenía un chal dorado de gasa alrededor del cuello, protegiendo su fina piel del sol.

Muchos de los miembros de la Asociación de Damas los detuvieron, felicitando a Caro por la idea de llevar a los invitados del baile al bazar y, con ello, como era evidente, garantizar un éxito especial al evento. De nuevo, Michael se sorprendió por su facilidad por saber lo que ocurría en la vida de tantas personas, aun cuando rara vez residía en Bramshaw; tomaba datos de aquí y de allá y siempre parecía recordar a quién se aplicaban cuando se encontraba con esa persona.

Michael tenía más de una razón para permanecer a su lado; ella atraía su atención en tantos niveles. Por fortuna, el bazar era principalmente responsabilidad de Muriel; cuando se lo preguntó, Caro confirmó que, como él lo había supuesto, una vez que había llevado a los invitados prometidos, sus deberes habían concluido.

Y estaba libre.

Él se tomó su tiempo. Compró una selección de sabrosuras y dos vasos del vino de pera de la señora Hennessy para aplacar su hambre visceral. Habitualmente, en reuniones semejantes, la mayoría de los participantes permanecían allí todo el día. Los invitados del baile, que habían asistido todos al bazar, habían organizado su forma de partir, instruyendo a sus cocheros para que los aguardaran en el claro cercano a determinada hora. No había razón, por lo tanto, de que él y Caro no permanecieran allí hasta entrada la tarde.

No le dio ninguna indicación de que planeara nada. Tomados del brazo, circularon por entre la considerable muchedumbre, encontrándose con otros, divirtiéndose el uno al otro con observaciones y anécdotas que, algo poco sorprendente, estaban coloreadas por su sofisticación, por el trasfondo que compartían.

Caro se hizo cada vez más consciente de ello, de qué cómoda se sentía ahora en compañía de Michael. Cuando se despidieron de la señora Carter, quien no cesaba de agradecer a Michael el que hubiera contratado a su hijo, agradecimiento que él, locuaz pero sinceramente, desechó para alabar el servicio de Carter, disipando así cualquier duda que hubiera suscitado el rechazo de Muriel de este. Era algo que Caro estaba segura de que él sabía y comprendió lo que se proponía. Lo miró. Él encontró su mirada, arqueó levemente una ceja. Ella se limitó a sonreír y desvió la mirada.

Imposible decirle, explicarle, el placer que sentía de estar con alguien que veía y comprendía como ella, compartir asuntos insignificantes y, sin embargo, significativos con alguien que pensaba y actuaba como ella lo haría. Fue un placer emocional, no sólo intelectual, algo que la dejó con un cálido brillo interno, la sensación de un logro compartido.

Se había habituado a su fuerza, a la forma en que esta la rodeaba, a tenerlo a su lado; sin embargo, aquel día era consciente de lo menos evidente, de las atenciones menos deliberadas que él le tributaba. Sin hacer énfasis en ello, él parecía dedicado a su placer, buscando constantemente allanar su camino, encontrar cosas para divertirla, para complacerla y entretenerla.

Si hubiese sido Ferdinand, habría esperado que ella lo notara y que se lo agradeciera; Michael apenas parecía consciente de hacerlo.

Pensó que la estaba cuidando, que consideraba que ella estaba a su cuidado, que era suya para cuidarla. No como un deber, sino más como un acto instintivo, una expresión del hombre que era.

Reconoció el papel; era un papel que ella asumía a menudo. Sin embargo, la novedad era encontrar que los papeles se habían invertido, descubrirse a sí misma como receptora de un cuidado tan discreto e instintivo.

Se detuvieron; ella lo miró. Él miraba la muchedumbre con una expresión impasible. Ella siguió su mirada y vio a Ferdinand hablando con George Sutcliffe.

—Me pregunto, —murmuró Michael—, qué trama ahora Leponte.

—Cualquier cosa que sea, —replicó ella—, conociendo el carácter taciturno de George, especialmente con los extranjeros, no puedo imaginar que Ferdinand disfrute mucho su conversación con él.

Michael arqueó las cejas.

—Es cierto. —La miró—. ¿Estás segura de que no debemos salvarlo?

Ella rio.

—¿A Ferdinand o a George? Pero, de cualquier manera, creo que podemos dejar que ellos se las arreglen. —No deseaba estropear su día teniendo que tratar con Ferdinand, dejando que él intentara seducirla para que le revelara algo más acerca de los papeles de Camden. No lo conseguiría y entonces se pondría de mal humor; lo conocía desde hacía largo tiempo y estaba segura de ello.

Michael había sacado su reloj y lo miraba.

—¿Qué hora es? —preguntó Caro.

—Casi la una de la tarde. —Poniéndolo de nuevo en su bolsillo, miró sobre la muchedumbre hacia el bosque—. Está comenzando el concurso de arquería. —La miró—. ¿Vamos a verlo?

Ella sonrió y se asió de su brazo.

—Vamos.

Muchos hombres habían tratado de seducirla; sin embargo, esto, este sencillo día y su solícita compañía, la habían conmovido como nadie lo había hecho jamás.

El concurso de arquería debía haber comenzado para entonces; sin embargo, los participantes, muchos ansiosos por probar su suerte, todavía no se habían puesto de acuerdo sobre la estructura precisa del concurso. Apelaron a ella y a Michael, pero ellos tenían demasiada experiencia para dejarse arrastrar; riendo, negaron todo conocimiento de la arquería y, después de intercambiar una mirada, se batieron apresuradamente en retirada.

—¡Ya basta! —Tomándola de la mano, Michael la llevó de regreso hacia la muchedumbre. Rodearon el círculo central de puestos, pasaron dos más y se detuvieron para hablar con los ayudantes que habían relevado a quienes se ocupaban de ellos antes.

La muchedumbre era densa, el sol estaba alto en el cielo. Agitando una mano delante de su rostro, lamentando no tener un abanico, Caro haló a Michael del brazo.

—Retirémonos un momento a un lado, para recobrar el aliento.

De inmediato, la sacó del tumulto. Había un alto abedul con el tronco liso justo en medio del claro. Al llegar a él, ella se volvió y se apoyó contra el tronco, cerrando los ojos, levantando su rostro hacia el cielo.

—Realmente es un día perfecto para un bazar, ¿verdad?

Michael se interponía entre ella y la muchedumbre; dejó que su mirada se detuviera en su rostro, en el leve rubor que el calor del sol y sus ejercicios peripatéticos le habían dado a su blanca piel. Cuando él no respondió de inmediato, ella bajó la vista y lo miró. Lentamente, Michael sonrió.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando. —Con una sonrisa más profunda, la tomó de la mano—. Ciertamente. —La apartó del árbol, casi tomándola en sus brazos, mientras se acercaba para murmurar—: Como me disponía a decir…

¡Whizz-thunk!

Sorprendidos, miraron hacia arriba. Se paralizaron.

Contemplaron fijamente la flecha que temblaba exactamente en el lugar en que se encontraba Caro un instante antes.

Michael le oprimió la mano con fuerza. La miró. Lentamente, ella volvió la mirada hacia él. Por un momento, bajó sus defensas. Espanto, desconcierto, y los primeros signos de temor estaban todos en sus ojos plateados. Los dedos que él apretaba temblaban.

Michael maldijo, la atrajo hacia sí, a la protección de su cuerpo. Una mirada a su alrededor les mostró que, con todo el ruido y el tumulto, nadie más había escuchado y mucho menos, visto, lo que había ocurrido.

La miró.

—Vamos.

Manteniéndola cerca, la llevó a la seguridad de la muchedumbre, con su mano aún aferrada a la suya mientras intentaban disimular su conmoción. Caro le puso una mano en el hombro, haciendo que aminorara el paso. Estaba afectada, pálida, pero mantenía su control.

—Debió de ser un accidente.

Michael apretó tan fuertemente la mandíbula que pensó que podía quebrarse.

—Ya lo veremos.

Se detuvo cuando la muchedumbre se apartó un poco y pudieron ver con claridad los blancos de la arquería, ahora adecuadamente instalados y con el concurso en pleno desarrollo. Riendo, Ferdinand puso un arco en el suelo. Parecía estar de buen humor, intercambiando comentarios con dos personas de la región.

Caro asió a Michael del brazo.

—No hagas un escándalo.

Él la miró, hizo una mueca.

—No pensaba hacerlo. —Era posible que su instinto de protección hubiera saltado al ver a Ferdinand, con el arco en la mano, pero su mente aún funcionaba; conocía a los dos hombres que dirigían el concurso, ninguno era tan idiota como para permitir que alguien apuntara el arco hacia la muchedumbre.

Y, como lo suponía, pero quería confirmarlo, los blancos a los que apuntaban los concursantes habían sido colocados en el lindero del bosque. No había ninguna posibilidad de que siquiera una flecha desviada pudiera llegar al lugar donde se encontraban Caro y él, exactamente en dirección contraria.

Además, la flecha que habían dejado clavada en el tronco del árbol había sido adornada con plumas rayadas de negro. Todos los concursantes tenían flechas de plumas blancas. Registró las aljabas llenas; ninguna de las flechas era rayada.

—Vamos. —Llevó a Caro de nuevo a la muchedumbre.

Ella respiró profundamente y se mantuvo cerca de él. Después de caminar un poco, dijo:

—Entonces estás de acuerdo. Debió de ser un accidente. —A juzgar por su tono, estaba intentando convencerse a sí misma.

—No. —Ella levantó la mirada; él encontró sus ojos—. No fue ningún accidente, pero estoy de acuerdo en que es inútil hacer un escándalo. La persona que disparó esa flecha no estaba entre la muchedumbre. Estaba en el bosque y ya debe de estar lejos de aquí.

Caro sentía una opresión en el pecho; el corazón le latía en la garganta mientras avanzaban por entre la muchedumbre. Pero había llegado más gente; se vieron obligados a detenerse y a conversar como antes. Tanto ella como Michael lucían sus máscaras; nadie pareció adivinar que, detrás de aquellas máscaras, estaban conmocionados y perturbados. Sin embargo, cuanto más hablaban, más se veían forzados a responder normalmente a quienes los rodeaban, a discutir las amables vicisitudes de la vida del campo, más lejos les parecía el incidente y el súbito temor que les había ocasionado.

A la larga advirtió que realmente tenía que haber sido un accidente, quizás algunos muchachos cazando alondras en el lindero del bosque, como suelen hacerlo los muchachos, sin tener idea de que le habían disparado a alguien. Era inconcebible, sencillamente no había ninguna razón, que alguien quisiera hacerle daño.

Ciertamente no podía ser Ferdinand. Incluso Michael parecía haberlo aceptado.

Sólo cuando llegaron al extremo del claro y Michael prosiguió advirtió que ella no tenía, de hecho, idea de qué estaba pensando.

—¿Adónde vamos? —Con la mano aún aferrada a la suya, se dirigía hacia el claro donde se encontraban los carruajes y los caballos.

Él la miró.

—Ya lo verás.

El cochero de Muriel vigilaba; Michael lo saludó y prosiguió, conduciéndola hacia el sitio donde estaba atada una larga hilera de caballos. Avanzó un poco más y luego se detuvo.

—Aquí estamos.

Al soltarla, Caro parpadeó y reconoció uno de los bayos. Luego Michael hizo retroceder a su percherón.

Sus instintos se avivaron.

—¿Qué…?

—Como me disponía a decir antes de ser descortésmente interrumpido por aquella flecha —levantó la vista y la miró a los ojos mientras la asía de la mano otra vez—. Ven conmigo.

Sus ojos se abrieron, realmente sorprendidos.

—¿Qué? ¿Ahora?

—Ahora. —Con las riendas envueltas en la mano, se inclinó y la subió a la silla.

—Qué… pero… —Se vio obligada a asirse de la cabeza de la silla, luchando desesperadamente por mantener el equilibrio.

Antes de que pudiera hacer cualquier otra cosa, él puso una de sus botas en el estribo y saltó detrás de ella. Sosteniéndola con un brazo alrededor de su cintura, la acomodó contra él y la mantuvo allí.

Ella levantó la mirada, atisbo por un momento el claro principal y la muchedumbre distante mientras Michael hacía que el enorme caballo girara.

—¡No podemos irnos así!

Michael espoleó a Atlas; el bayo partió.

—Ya lo hicimos.

Había planeado para hacer que aquella tarde fuese de ellos, el único momento en que su casa estaba realmente vacía, sin ninguno de sus sirvientes en ella. Todos estaban en el bazar y permanecerían allí durante horas, felices de aprovechar el día.

Mientras él y Caro aprovechaban la ocasión.

Cuando salieron al sendero a las afueras de la aldea y él condujo a Atlas en dirección contraria a Bramshaw, Michael fue consciente del golpe de los cascos del caballo, y del eco que repercutía en sus venas.

Cuánto de la emoción que endurecía sus músculos, que incitaba su determinación de aferrarse decididamente a su plan y a su objetivo —aprovechar la hora que se había prometido a sí mismo que compartirían— provenía del incidente de la flecha, no podía decirlo; no podía en aquel momento siquiera adivinarlo razonablemente. Parte de ella ciertamente provenía de la convicción primitiva de que debía reclamarla sin demora, hacerla suya y asegurar así el derecho a protegerla; sin embargo, aun cuando era posible que el incidente hubiera sido un acicate, que profundizaba su necesidad de llevar su romance a una conclusión rápida y satisfactoria, no era la flecha la que había dado lugar a esta necesidad.

Era ella.

Ella se contorsionó delante de él, haciendo que él se estremeciera; ella intentó mirarlo, luego volvió la mirada otra vez hacia el bazar.

—¿Y si alguien me echa de menos? Edward podría…

—Sabe que estás conmigo.

Inclinándose hacia delante, se centró en su rostro.

—¿Geoffrey?

—Como de costumbre, no tiene idea, pero nos vio juntos. —Mirando hacia el frente, giró hacia el sendero que conducía a su casa. La miró mientras Atlas alargaba el paso. Arqueó las cejas—. Si se lo pregunta, imaginará que estás conmigo.

Lo cual era cierto.

Caro miró al frente. Su corazón latía fuertemente otra vez, pero con una cadencia aún más perturbadora. Él la estaba raptando como un caballero en un cuento de trovadores, que subía a la doncella a la que deseaba a su caballo y partía hacia su guarida aislada.

Donde haría lo que quisiera con ella.

Era un pensamiento que la distraía.

Se concentró de nuevo en el presente, en la realidad que tenía ante ella, cuando entraron al establo. Michael detuvo su caballo, se apeó y luego la ayudó a desmontar. Rápidamente desensilló la gran bestia…

Dos horas. Eso era lo que él había dicho.

Intentó imaginarlo. No lo consiguió en absoluto.

—Vamos.

Tomándola de la mano, la llevó por el patio y a través del huerto. Ella debería protestar… ¿verdad? Se aclaró la voz. Sobre el hombro, le lanzó una mirada.

—Ahórrate el aliento.

Ella frunció el ceño.

—¿Porqué?

Siguió halando de ella.

—Porque pronto necesitarás todo el que tengas.

Ella frunció aún más el ceño, intentó ver su rostro. Tenía los labios apretados; las facciones que podía ver parecían granito cincelado. Ella retrocedió, se detuvo.

—¿Por qué? Y, de cualquier manera, no puedes arrastrarme así, como una especie de —con su mano libre, hizo un gesto— cavernícola prehistórico.

Él se detuvo, encontró su mirada y luego haló, haciendo que ella cayera sobre su pecho, entre sus brazos.

Los anudó en torno a ella; mirando hacia abajo, encontró sus ojos sorprendidos.

—Puedo hacerlo. Ya lo hice.

La besó; lo que no había dicho resonaba en su mente. «Y ahora te cautivaré».

El beso lo afirmaba claramente; era un asalto que dejó sus sentidos girando y su mente en otra parte.

Que redujo a cenizas cualquier protesta que hubiera podido formular.

Sus labios se abrieron bajo los suyos, cedieron ante el devastador ataque. Él tomó su boca, la llenó y a ella con un ardor que ya era como el del hierro fundido; ardiente como la lava, le recorrió las venas. Sus manos se afirmaron en su espalda, sosteniéndola de tal manera que ella era agudamente consciente de su fuerza, y de su relativa debilidad; luego la moldeó a su cuerpo, sin ocultar su deseo ni sus intenciones.

Ella se aferró a él, lo besó, súbitamente deseándolo tanto como él a ella, consciente hasta los dedos de los pies que esto…, esto, era lo que necesitaba. Esta era la respuesta correcta, la respuesta que había anhelado, a su pregunta. Él la quería, la deseaba más allá de toda duda. Si sólo…

Como si él hubiera sentido su necesidad, su deseo real, imposible de formular, interrumpió el beso, se inclinó y la alzó en sus brazos.

Caminó los pasos que faltaban hasta la puerta de atrás, acomodó a Caro y la abrió; luego entró con ella. Sus botas golpeaban las baldosas mientras se dirigía hacia el recibo principal; luego giró y subió las escaleras de dos en dos.

Aferrada a sus hombros, aguardó a que él la depositara, pero él ni siquiera hizo una pausa. Mirando su rostro, lo encontró apretado, su expresión decidida e intransigente. Se detuvo ante la puerta al final del pasillo; con un rápido giro de la muñeca la abrió de par en par y la llevó consigo.

Cerró la puerta con el talón; el fuerte golpe que hizo al cerrarse resonó por la habitación.

Era una habitación amplia, aireada; eso fue lo único que ella pudo captar mientras él la atravesaba con ella en brazos. Hasta la enorme cama.

Luego, ella esperó de nuevo a que él la depositara… de nuevo, la sorprendió. Sin esfuerzo, la levantó y la puso sobre el cobertor.

Ella suspiró ahogadamente, suspiró de nuevo cuando él se le unió, cuando su peso, que cayó a su lado, hizo que ella rebotara, y se deslizara hacia él. Él la ayudó, asiendo con una mano su cadera y atrayéndola hacia sí. Con la otra mano enmarcó su rostro, lo mantuvo inmóvil mientras se inclinaba y cubría sus labios con los suyos.

Fuego. Se vertió de él a ella y encendió sus sentidos hambrientos. Sus labios se movieron sobre los de ella; la oprimió contra la cama y su lengua llenó su boca. No había languidez esta vez, sólo una necesidad ardiente, que lo impulsaba y que hizo que ella se aferrara a él, hundiendo sus dedos en sus hombros y luego extendiéndolos, asiéndose a su ropa; quería, necesitaba, sentir su cuerpo bajo sus ávidas manos.

Él supo, comprendió. Se retiró lo suficiente para deshacerse de su saco; aún atrapada en el beso, con los ojos cerrados, ella buscó y halló los botones de su chaleco, los deshizo frenéticamente. Luego lo abrió y deslizó sus manos sobre el fino lino de su camisa, sobre los fuertes músculos, sobre los pesados planos de su pecho.

Sus caricias, el calor de ellas, la flagrante avidez de sus dedos, distrajeron a Michael. Con los ojos cerrados, sumido en saborear las maravillas de su boca, se detuvo…

Ella se paralizó. Se detuvo. Comenzó a vacilar.

Él arrancó su boca de la suya. Gimió.

—Por Dios, no te detengas.

Luego se lanzó otra vez a los ricos placeres de su boca de miel, y sintió que sus manos lo atacaban de nuevo.

Sintió necesidad de él de una manera flagrantemente animal.

Luego encontró el borde de su camisa donde se había zafado de su pantalón y deslizó sus manos —primero una, luego la otra— debajo de ella.

Lo acarició. Extendió sus ávidos dedos y lo devoró con el tacto. Él apenas podía creer el calor, la intensidad del deseo que despertó en él con cada evocadora caricia.

Cada evocador reclamo.

Pues era eso. No estaba seguro de que ella lo supiera, pero él lo sabía. En un rincón distante de su mente que aún funcionaba, sabía, incluso mientras gemía y la incitaba a continuar, que estaba abandonándose, entregándose a ella, que le daría todo lo que necesitara para saciarla.

El hambre de Caro era profunda, más profunda de lo que él había advertido. Él la sintió, sintió su respuesta, su poderoso anhelo, a través de su beso. Ambos se aferraron ávidamente al beso, su ancla, su medio más seguro de comunicación en un mundo súbitamente lleno de un anhelo ardiente que se había reducido, restringido a los límites de sus sentidos intensamente concentrados.

Cabalgando en la urgencia de su deseo que se desenvolvía, él gimió mentalmente y se contuvo, dejando que ella tomara el primer mordisco, al menos lo suficiente para calmar su fuerte apetito.

Consiguió deshacerse de su chaleco; con las manos entre ellos, deshizo su corbata y luego la lanzó al suelo. A ciegas, asió una punta de su camisa y luego interrumpió el beso para sacársela por la cabeza.

Ella se incorporó, oprimiéndolo contra la cama; él dejó caer la camisa a un lado, ahogado, cerrando los ojos para saborear mejor la febril urgencia de sus caricias, la manera en que extendía sus manos sobre su pecho desnudo, flexionando los dedos, buscando, como si fuese suyo y estuviese empeñada en poseerlo.

Él no tenía objeción a su dirección.

Abriendo los ojos, estudió su rostro, vio el deleite y algo semejante al asombro en su expresión. La visión le causó dolor. Ella levantó su mirada y encontró sus ojos. Plata fundida, ardiendo brillantemente; luego los veló, bajó la mirada a sus labios.

Él la acomodó sobre él; ella consintió y luego, sin que la alentara más, inclinó su cabeza y lo besó.

Él la estaba aguardando, esperando para llevarla más profundamente al beso, anclarla allí, atrapada en el calor vertiginoso y creciente de sus deseos entrelazados, mientras deshacía las cintas de su traje.

Ella se retiró por un momento para deshacerse de su chal y lo lanzó al suelo junto a su camisa. Afirmando las manos en la masa de sus suaves cabellos, él la atrajo de nuevo hacia sí. Su lengua penetró osadamente, hallando e incitando la de ella, capturando sus sentidos, manteniendo su atención en el beso mientras él hábilmente le soltaba el traje.

Cuando finalmente lo liberó y lo lanzó también al suelo, ya no pudo contener su propia necesidad de tocarla, de extender sus manos sobre sus gráciles curvas, recorrer las elegantes líneas de su cuerpo con las palmas de sus manos. Llenar sus sentidos con ella. Aprender como ella estaba decidida a aprender de él, poseerla como ella estaba decidida a poseerlo.

Ella murmuró algo en el beso; él sintió que su aliento se perdía cuando cerró sus manos sobre sus senos y los acarició. Ella respondió ladeando su boca sobre la suya y oprimiendo con más fuerza, invitándolo flagrantemente. Él la siguió, tomó sus pezones y los apretó hasta que fragmentó su atención y ella respiró entrecortadamente. Soltando sus senos, sin dejar de besarla, deslizó osadamente las manos, recorriendo sus costados como su dueño, sus caderas, debajo del borde de su camisón para acariciar su trasero. Se regodeó en el húmedo rubor que surgía cuando la tocaba, en la urgencia que crecía y la recorría.

Ella se movió provocadoramente sobre él, incitando deliberadamente su adolorida erección. Exploraba con sus esbeltos muslos su contorno, moviendo la cadera y las piernas para acariciarlo sinuosamente.

Él casi se quiebra, pero se contuvo a tiempo para recordarse a sí mismo que aún tenían varias horas por delante. Incluso más de las dos que se había prometido. Había tiempo para jugar, para saborear. Y sólo habría una primera vez.

Extendiendo una mano a la gloria de sus cabellos, ancló su cabeza y la besó. Tan vorazmente como él, y ella, querían, tan clara, sensual y primitivamente como ambos lo deseaban.

Sin prisa.

Se tomó su tiempo para saborear nuevamente su boca, alimentándose de ella, atizando su pasión mientras que, con lenta deliberación, exploraba su cuerpo. Encontró cada depresión y la acarició, la recorrió, buscó cada nuevo punto donde latían sus nervios, donde cualquier caricia, por leve que fuese, hacía que perdiera el aliento. La parte de atrás de sus muslos, era atrozmente sensible allí. También en la parte de debajo de sus senos. Centímetro a centímetro, levantó su camisón, hasta que finalmente interrumpió el beso y lo sacó por encima de su cabeza.

Lo dejó caer en cualquier parte, la tomó y rodó con ella, oprimiendo su espalda contra la cama, inclinándose sobre ella, con la mano extendida sobre su estómago, sujetándola mientras se sumía profundamente en su boca; luego se retiró.

Y miró el tesoro que había destapado. Descubierto.

A la femenina belleza de sus ágiles miembros, las esbeltas curvas engastadas en seda marfil y ya delicadamente ruborizadas por el deseo.

Sin poder pensar, sin aliento, Caro miró su rostro mientras él examinaba su cuerpo. Vio sus austeras facciones endurecerse mientras esculpía su carne casi con reverencia. Sus nervios se tensaron con una anticipación más deliciosa de lo que había imaginado. Se sintió a punto de temblar y, sin embargo, no tenía frío.

Era una tarde gloriosa de verano; la ventana estaba abierta, una suave brisa entraba a acariciarlos. A agregar su suave calidez al calor que latía tan fuertemente dentro de ella. Y dentro de él.

Él ardía… Por ella.

Ella levantó una mano, recorrió suavemente las líneas duras, casi grabadas, de su rostro. La mirada de Michael se desvió un momento a sus ojos; luego volvió la cabeza y le besó la palma de la mano. El deseo ardía en sus ojos, haciendo su suave azul más sólido, más intenso. Era la pasión la que esbozaba su rostro, la que endurecía sus líneas mientras volcaba su atención al cuerpo de Caro.

A encender el fuego bajo su piel, con caricias cada vez más íntimas, que la llevaban al vórtice de su propio ávido deseo, tentando su necesidad, una necesidad que sólo él había evocado. Ella observó su rostro, su concentración mientras la amaba, se aferró a la evidencia de su compromiso con su objetivo compartido. La tensión que invadía su sólido cuerpo, que había tensado sus músculos hasta convertirlos en bandas de acero, que ella podía sentir a través de sus dedos aferrados a sus hombros, también la tranquilizaba. Luego él se inclinó; tomó un pezón en su boca y succionó. Profundamente.

Ella gimió; deslizando una mano a su cabeza, apretando los dedos en sus cabellos, se levantó contra él sin decir palabra. Sintió un murmullo de aprobación mientras fijaba su atención en el otro seno que ella tan sensualmente le ofrecía, aliviando simultáneamente el primero con hábiles dedos.

El sendero de esta adoración le era conocido; ella se entregó a él, intentando valientemente acallar sus gritos hasta que él murmuró, en un tono ronco y bajo.

—Grita todo lo que quieras. No hay nadie que pueda escucharte… sólo yo.

Las dos últimas palabras hicieron evidente que le agradaba escuchar los sonidos que arrancaba de ella. Así era mejor; le resultaba cada vez más difícil acallarlos, gastar su mente y su fuerza en contenerlos.

Toda su atención, todos sus sentidos, estaban en llamas, en la conflagración pulsante que tan asiduamente construía dentro de ella.

Pero cuando apartó sus muslos y la tocó, recorrió los pliegues húmedos e inflamados, una súbita incertidumbre la invadió. Abriendo los ojos extendió la mano hacia él, lo encontró osadamente y lo acarició.

Él se paralizó, respiró profundamente como si su caricia fuese dolorosa; ella sabía lo suficiente, había inferido lo suficiente, como para saber que no era dolor lo que cerraba sus ojos, lo que endurecía sus facciones.

Luego abrió los ojos y la miró.

Ella encontró su mirada, brumosa y ardiente. Lo acarició; a través de sus pantalones dejó que sus dedos recorrieran y luego se cerraran. Con los ojos fijos en los suyos, humedeció sus labios, se obligó a hallar aliento suficiente para decir.

—Te deseo. Esta vez…

Él se estremeció; sus párpados comenzaron a cerrarse, pero se obligó a abrirlos. Le clavó una mirada azul ardiente.

—Sí. Definitivamente. Esta vez…

Ella sintió más bien que oír su maldición interna, vio la batalla que luchaba por ganar de nuevo su control, luego sus dedos se aferraron con fuerza a su muñeca y retiró su mano de él.

—Aguarda.

Se sentó y giró sus piernas sobre la cama. Reclinándose en un codo, dispuesta a protestar si era necesario, ella lo observó, el alivio y una oleada de vertiginosa anticipación la invadieron cuando escuchó el golpe seco de una bota que caía al suelo. La segunda siguió a la primera. Él la miró mientras deshacía los botones de la banda que tenía en la cintura. Luego se puso de pie, se quitó los pantalones, se volvió, y luego cayó en la cama a su lado.

El corazón de Caro saltó, se hinchó, dolió. Era muy bello, completamente excitado, elementalmente masculino. Tenía la boca seca. No podía apartar los ojos de él, de la prueba de que su deseo por ella no había desaparecido aún. Se acercó a él, lo recorrió levemente, arrastrando los dedos por la piel ardiente, suave como la de un bebé; luego cerró su mano sobre su extensión, sintió que su peso le llenaba la mano.

Él gimió, con un sonido profundamente sentido.

—¡Maldición! Serás mi perdición.

Tomó su mano, la retiró y rodó, acomodándose encima de ella, abriendo sus muslos e instalándose entre ellos. Murmuró mientras se movía.

—La próxima vez lo haremos más despacio.

Caro perdió el aliento. Su corazón le saltó a la garganta. El momento había llegado finalmente; su pregunta estaba suspendida, a punto de ser respondida. Inequívocamente.

Sus sentidos se fijaron, concentrándose en la suave carne entre sus muslos, sintiéndola latir mientras él se inclinaba sobre ella; sus dedos la acariciaron, exploraron y luego separaron sus pliegues. La amplia cabeza de su erección la tocó, se oprimió contra ella, luego penetró un poco.

Ella casi grita; levantando las caderas en muda súplica, cerró los ojos, se mordió los labios, deseando que la penetrara. Con cada partícula de su ser en tensión, aguardando en un límite emocional más alto del que nunca había alcanzado antes, agudamente consciente del abismo a sus pies, del océano de decepción que esperaba para ahogarla si él no…

Extendiendo sus manos sobre su espalda, lo sostuvo contra sí, lo oprimió con sus caderas, lo urgió a continuar.

Debajo de sus manos, los largos planos de su espalda se flexionaron. Con un impulso lento y poderoso, se unió a ellos.

Con los ojos cerrados, saboreando cada centímetro de su ardiente vaina mientras se expandía, lo acogía y lo encerraba, Michael advirtió la tirantez, luego la constricción mientras la penetraba; atrapado en su sensual telaraña, es posible que no hubiera comprendido a no ser por el doloroso ahogo que ella intentó sin éxito aplacar y por la diciente tensión que la atenazaba, la invadía.

Asombrado, aturdido, abriendo los ojos la miró, miró sus ojos, plata fundida, que lo miraban. Comprendió en aquel momento todo lo que ella había ocultado, lo que nunca había dicho, ni a él ni a nadie más.

Finalmente comprendió la verdad de su pasado, la verdadera realidad de su matrimonio.

Ella aguardaba, sin aliento… tensa, nerviosa… súbitamente Michael comprendió qué aguardaba.

Lenta, deliberadamente, se retiró un poco; luego se acomodó dentro de ella.

Vio arder sus ojos, con un asombro, un júbilo tan profundo que sintió que su propio corazón daba un vuelco. Pero no era el momento para palabras o explicaciones. Inclinándose, cubrió sus labios con los suyos y los lanzó a ambos a la hoguera.

A la danza íntima que ambos anhelaban.

No tuvo miramientos, no intentó ser suave; advirtió que eso, seguramente, no era lo que ella deseaba; definitivamente, no era lo que ella necesitaba. Se sumió en su cuerpo, la penetró profundamente y luego se retiró hasta casi liberarse de su calor persistente y sus uñas se hundieron en su piel, desesperadamente oprimiéndolo contra ella, antes de penetrarla otra vez, lenta, inexorablemente, para que ella pudiera sentir cada centímetro de su erección mientras él se sepultaba en ella de nuevo.

Ella se retiró del beso. Su gemido entrecortado, en el que resonaba el alivio, de pura felicidad, lo urgió a seguir.

Él tomó su boca de nuevo, la atrajo implacablemente hacia él, dejó que su peso la oprimiera, deslizó su mano por su cadera hasta su trasero, aferrando, andándola precisamente en el ángulo correcto debajo de él; luego se acomodó para cabalgarla, para dejar que su cuerpo saqueara el de ella, como ambos lo deseaban. Dejando que el ritmo que lo impulsaba lo invadiera, uniendo sus ardientes cuerpos en una orgía de lujuria elemental, impulsados por el deseo, por la pasión que los envolvía, desencadenada y casi tangible.

Ella lo siguió, al mismo ritmo; en ningún momento dudó que ella quería eso. Tanto como él.

Podía ser su primera vez, pero era no era una virgen mustia; todo lo contrario. Era una aprendiz rápida; mientras sus lenguas se entrelazaban y sus cuerpos se esforzaban, aprendió en minutos a seguir sus impulsos, a cabalgar efectivamente en ellos, a estrecharlo dentro de su cuerpo y volverlo loco… Él oscuramente advirtió que, para ella, era un alivio largamente buscado, una liberación de todo lo que tenía dentro de sí, atrapado, a lo que se le había negado un escape durante tanto tiempo.

Una catarsis de pasión, de deseo, de la sencilla necesidad de la intimidad del apareamiento humano.

Él le dio todo lo que ella necesitaba, tomó todo lo que quería a cambio, consciente de que ella le entregaba todo lo que él quería tomar, gustosamente.

Ciertamente no era la primera vez para él, había tenido más de las que podía recordar realmente, todas damas experimentadas si no verdaderas cortesanas, sin embargo, cuando se sumió en su cuerpo, en su boca, saqueando y disfrutando de su abierta acogida, había algo nuevo, algo diferente en el acto.

Quizás era la sencillez, se conocían tan bien, tan completamente de otras muchas maneras, se comprendían de forma tan instintiva, que conocerse el uno al otro de esta manera, piel contra piel, manos que se buscaban, se aferraban, boca contra ávida boca, lenguas entrelazadas, ahogándose, entrañas contra ardientes entrañas, sumiéndose, penetrando… todo parecía tan natural.

Como algo que debía ser. Sin velos ni máscaras que lo ocultaran.

El poder, alimentado por su pasión conjunta, se aposó, se derramó a través de ellos y los poseyó.

Los capturó, los lanzó a un océano vertiginoso de necesidad ávida que, súbita, abruptamente, los fusionó.

Su piel estaba viva, sus nervios tensos y tirantes; sus cuerpos se fundieron, impulsados por una urgencia primitiva. Ella se retiró del beso, suspiró entrecortadamente, con los ojos cerrados, mientras luchaba por respirar.

Él presionó más rápido, más duro; ella se irguió y, con un grito, tocó el sol. Aferrada, lo sostuvo fuertemente contra ella mientras se fragmentaba; luego se derritió, latiendo en torno a él.

Su liberación suscitó la de él; la siguió rápidamente, la penetró más profundamente, más fuertemente, vaciándose en ella, desplomándose sobre su cuerpo con un largo gemido, saciado hasta la última parte de su cuerpo.