MICHAEL se levantó temprano a la mañana siguiente. Intentó sumergirse en la tarea de actualizarse sobre las noticias de Londres, leyendo los boletines y cartas de diversos corresponsales pero, una y otra vez, se encontró sentado en su silla, con la bota sobre la rodilla, contemplando al vacío… pensando en Caro.
Ella había hablado de obstáculos que no deseaba interponer entre ellos, y luego reveló uno gigantesco que, intencional o no, él debería encontrar la manera de aclararlo.
Camden se había casado con ella por sus talentos, por sus innegables habilidades. Por lo que sabía acerca de Camden, esto no le sorprendió, si algún hombre pudiera saber qué habilidades innatas se requerían para producir una anfitriona excelente, y había sido capaz de reconocerlas en una joven de diecisiete años, este era Camden. Ya había enterrado a dos esposas altamente talentosas.
Ese, sin embargo, no era el problema. Caro no había comprendido, había creído que se casaba con ella por otras razones, presumiblemente las habituales razones románticas con las que sueñan las jóvenes, y Camden…
Michael apretó los dientes, pero no tenía dificultad alguna en imaginar al Camden que había conocido, y del que había oído hablar tanto, desplegando su encanto y su personalidad brillante y multifacética para deslumbrar a una jovencita a la que deseaba. Oh, sí, él lo habría hecho; la habría conducido deliberadamente por un sendero de rosas, le habría permitido pensar lo que quisiera, cualquier cosa para obtener lo que quería.
Quería a Caro y la había tenido.
Pero para ella, había sido engañada.
Eso era lo que la había herido, lo que le había dejado esas cicatrices; la herida aún estaba abierta, incluso después de todos esos años.
Qué tan abierta, él lo había visto por sí mismo; no exploraría deliberadamente ese punto de nuevo. Sin embargo, no se arrepentía de haberlo hecho. De no hacerlo… al menos ahora sabía a qué se enfrentaba.
Dado que era plenamente consciente de su propia necesidad urgente y muy real del tipo de esposa que Camden había querido para sí, del tipo de mujer talentosa que ella era, conseguir que se casara con él sería una tarea extremadamente difícil.
Y allí era donde se interponía aquel obstáculo gigantesco… no en el camino llevarla a su lecho, sino entre él y su objetivo final. Sus planes eran sólidos; paso a paso, asegurar un objetivo antes de pasar al siguiente.
Dejando el tema, apartándolo, intentó concentrarse en la última carta de su tía Harriet. Leyó un párrafo más antes de que su mente se desviara… hacia Caro.
Suprimiendo una maldición, dobló la carta y la lanzó a la pila de papeles que había sobre su escritorio. Cinco minutos más tarde, estaba montado en Atlas, galopando hacia Bramshaw.
La prudencia insistía en que el día del baile —y, a pesar de lo que había dicho, el baile de Caro, al que asistirían tantos personajes de la diplomacia, no sería un evento insignificante— no era el momento para visitar a ninguna dama. Si tuviese algún sentido común, habría hecho lo que había planeado y no se habría presentado. Sin embargo, allí estaba…
Decidió que, aparte de todo lo demás, sería injusto dejar a Edward la responsabilidad de cuidar de Caro solo. Geoffrey sin duda se habría refugiado en su estudio y no lo verían hasta la cena, así que debería haber alguien allí que tuviera una oportunidad de refrenar a Caro, si esto fuese necesario.
La encontró en la terraza, dirigiendo la ubicación de las mesas y de las sillas en los jardines. Absorta en instruir a dos lacayos para que movieran una mesa a la derecha, no advirtió que él estaba ahí hasta que él deslizó sus manos a su cintura y oprimió levemente.
—Oh, hola. —Miró distraídamente hacia arriba y luego a él, levemente ahogada.
Él sonrió, dejó que sus manos se deslizaran, acariciando levemente sus caderas. El pequeño ejército que se encontraba en el jardín no podía verlos.
Ella frunció el ceño, advirtiéndole severamente.
—¿Has venido a ayudar?
Él suspiró, resignado, y asintió.
—¿Qué quieres que haga?
Palabras fatales, como pronto lo descubrió; ella tenía una lista de encargos tan larga como su brazo. El primero implicaba mover muebles en las habitaciones de recibo; algunos debían ser guardados temporalmente en otros lugares. Mientras los lacayos luchaban con aparadores y muebles más grandes, él, junto con Edward y Elizabeth, se ocupaban de las lámparas, espejos y otros extraños pero delicados y valiosos objetos. Algunos debían ser retirados, otros ubicados en sitios diferentes. La hora siguiente voló.
Una vez satisfecha con la disposición dentro de la casa, Caro salió. Era necesario erigir un toldo a un lado del jardín; Michael intercambió una mirada con Edward y pronto se ofrecieron a hacerlo. Mejor que arrastrar urnas y pesadas macetas por la terraza y a lo largo de los senderos.
Elizabeth dijo que ayudaría. La tela del toldo estaba doblada en el jardín, junto con los palos, cuerdas y estacas para anclarlos. Entre los tres, Caro estaba supervisando otra cosa, extendieron la lona y luego vinieron sus intentos, menos que exitosos, por poner las varas en la posición correcta e izar la lona. El toldo era hexagonal, no cuadrado, como pronto lo supieron, algo mucho más difícil.
Finalmente, Michael consiguió levantar una de las esquinas. Sosteniendo la vara, hizo un gesto a Edward.
—Trata de colocar la vara del medio.
Edward, ahora en mangas de camisa, miró la extensión de la lona, asintió una vez, tristemente, y se hundió debajo de ella. Debía abrirse camino por entre los pliegues.
Unos segundos después, estaba perdido. Una serie de maldiciones mal contenidas salían de la pesada tela. Elizabeth, quien apenas podía contener la risa, llamó:
—Aguarda, te ayudaré.
Ella también desapareció debajo de la lona.
Michael observaba, indulgente y divertido, reclinado contra la vara que estaba sosteniendo.
—¿Por qué tardan tanto? —Caro apareció por el muro de lona que él estaba sosteniendo. Ella advirtió su mano que sujetaba la vara, haciendo fuerza con el brazo y luego volvió su atención a la lona y a los sonidos ahogados, indistintos pero sugerentes, que provenían de debajo de la tela.
Llevando las manos a las caderas, lanzó una mirada enojada. Susurró entre dientes.
—No tenemos tiempo para estas tonterías.
Inclinándose, la tomó por la cintura; antes de que pudiera protestar, la apretó contra sí. Ella aterrizó sobre él, las manos contra su pecho; la vara se tambaleó, pero él consiguió mantenerla erguida.
Ella perdió el aliento, lo miró; él la miró más profundamente a los ojos: casi pudo ver su reproche hiriente incluso mientras sus sentidos bailaban alocadamente. Ella parpadeó, luchando por obligar a su lengua a pronunciar la protesta que su mente había formado.
Él sonrió, observó su mirada fija en sus labios.
—Déjalos tener su momento, no afectará tu horario. —Se disponía a agregar, «¿No recuerdas cómo es ser joven?», queriendo decir «joven y en la agonía del primer amor»; recordó justo a tiempo que Caro casi de seguro no lo recordaba, porque era probable que nunca lo hubiera conocido…
Inclinando la cabeza, la besó, primero suavemente; luego sus labios se fusionaron, con creciente pasión. El suyo no era un amor joven, sino un compromiso más maduro; el beso lo reflejaba, profundizándose rápidamente.
La pared de lona los ocultaba de una multitud de personas que se atareaban en los jardines. Edward y Elizabeth aún luchaban debajo del toldo.
Michael levantó la cabeza un instante antes de que apareciera Elizabeth, sacudiéndose las faldas y conteniendo valientemente la risa. Él soltó a Caro en cuanto estuvo seguro de que estaba apoyada en sus pies.
Elizabeth vio cómo su brazo se deslizaba de la cintura de Caro; sus ojos se abrieron sorprendidos, con una súbita comprensión estampada en su rostro.
Caro la vio; en un alboroto poco característico de ella, agitó las manos hacia Elizabeth, Edward continuaba debajo de la lona.
—¡Por favor apresúrense! Debemos terminar con esto.
Elizabeth sonrió.
Edward colocó la vara central en su lugar; ya está lista para izar la tela.
—Bien. —Alejándose rápidamente hacia la casa, Caro asintió—. Continúen.
Con esta exclamación desapareció, mucho más agitada que cuando había llegado. Michael la vio marcharse, con una sonrisa en los ojos y luego se volvió hacia Elizabeth. Ignorando la especulación en su rostro, le indicó una vara.
—Si puedes colocar otra esquina, podremos poner la parte de arriba.
Lo consiguieron, pero con muchas maldiciones ahogadas y risas. Una vez instalado y asegurado el toldo, se presentaron ante Caro, quien les lanzó una de sus miradas más adustas.
—La señora Judson necesita ayuda para separar los cubiertos y el cristal para la cena y para la comida que se servirá en el toldo. —Miró a Elizabeth y a Edward severamente—. Ustedes dos pueden ayudarla.
Sin inmutarse, la pareja sonrió y se dirigió al comedor. Caro volvió su adusta mirada hacia él.
—Tú puedes venir conmigo.
Él sonrió.
—Será un placer.
Ella lo miró desdeñosamente y se adelantó, con la nariz en el aire. Él la siguió, un paso detrás. El contoneo de sus caderas lo distraía. Una rápida mirada a su alrededor le mostró que no había nadie más en el pasillo; osadamente, extendió la mano y recorrió esas curvas absorbentes.
Sintió que sus nervios saltaban, que perdía el aliento. Su paso perdió el ritmo, pero continuó.
Él no retiró la mano.
Ella aminoró el paso cuando se aproximaron a una entrada. Miró sobre su hombro, luchó por fruncir el ceño.
—Deja eso.
Él abrió los ojos, sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque…
Él la acarició de nuevo y su mirada se desenfocó. Ella se humedeció los labios; luego se detuvo en la entrada y suspiró.
—Porque necesitarás ambas manos para cargar esto.
Indicó la habitación con una mano. Él miró y ahogó un quejido. Esto eran enormes urnas y floreros llenos de flores. Dos mucamas le daban los últimos toques a los arreglos.
Caro sonrió. Sus ojos brillaban.
—Estos dos van en el salón, y los otros por toda la casa. Dora te indicará cuál es el lugar de cada uno. Cuando termines, estoy segura de que puedo encontrar algo más para mantener tus manos ocupadas.
Deliberadamente, Michael sonrió.
—Si no puedes, estoy seguro que pudo sugerir algo.
Ella sonrió desdeñosamente mientras se volvía; él la observó caminar por el pasillo, contoneando las seductoras caderas; luego sonrió y se volvió hacia las urnas.
Llevarlas de un lado a otro le dio tiempo suficiente para pensar y planear. Como ella se lo había advertido, había arreglos de flores para toda la casa, incluyendo el primer piso y las habitaciones aledañas preparadas para los huéspedes que pasarían la noche allí. La mayor parte de ellos llegarían al final de la tarde, lo cual explicaba aquella frenética actividad; todo lo que se hallaba detrás de la puerta debía estar perfecto antes de que los invitados subieran los escalones de la entrada.
Llevar los arreglos florales por todas partes lo familiarizó de nuevo con la casa; la conocía, pero nunca antes había tenido una razón para estudiar en detalle su disposición. Averiguó cuáles de las habitaciones estaban destinadas a los invitados, cuáles usaban en aquel momento la familia y Edward, y cuáles estarían en desuso. Había unas pocas habitaciones en esta última categoría; después de que Dora lo dejó marchar, desapareció hacia el segundo piso.
Veinte minutos más tarde bajó y buscó a Caro. La halló en la terraza, con una bandeja de emparedados en la mano. El resto del personal estaba disperso en los jardines, los escalones de la terraza, las mesas y las sillas, todos masticando y bebiendo.
Caro también lo hacía. Inclinándose a su lado, tomó un emparedado de la bandeja.
—Oh, ahí estás. —Lo miró—. Pensé que te habías marchado.
Él encontró su mirada.
—No sin darte la oportunidad de saciar mi apetito.
Ella captó el doble sentido pero, mirando calmadamente al frente, indicó las bandejas de emparedados y las jarras de limonada colocadas sobre la balaustrada.
—Por favor, sírvete.
Él sonrió y lo hizo; regresando a su lado con un plato lleno, murmuró.
—Te recordaré que dijiste eso. —Desconcertada, frunció el ceño. Él sonrió—. Más tarde.
Michael permaneció allí otra hora; Caro debió admitir que había ayudado mucho. No hizo nada más para distraerla. Después de su comentario en la terraza, no tuvo necesidad de hacerlo; aquel intercambio se repitió en su mente durante el resto de la tarde.
El hombre era un maestro de la ambigüedad, un verdadero político, indudablemente. «Más tarde». ¿Quería decir que más tarde le explicaría lo que quería decir, o que le recordaría que le había dicho que se sirviera más tarde?
Esta última posibilidad, unida a la frase «darte una oportunidad de saciar mi apetito», se interponía continuamente en sus pensamientos, pensamientos que hubieran debido estar centrados en los retos menos personales de la velada próxima. Mientras se detuvo para colocar en su puesto el delicado tocado de filigrana que había elegido, fue consciente, no sólo de la anticipación, sino de una expectativa que le ponía los nervios tirantes, algo muy cercano a una excitación que incitaba sus sentidos.
Lanzando una última mirada a su traje de seda cruda brillante, advirtiendo con aprobación cómo se aferraba a sus curvas, cómo destacaba los destellos dorados y marrones de su cabello, se puso su enorme pendiente de topacio justo sobre el escote; se aseguró de que sus anillos estuviesen en su lugar y luego, finalmente, satisfecha de lucir lo mejor posible, se dirigió a la puerta.
Cuando llegó a la escalera principal, descubrió a Catten que aguardaba en el recibo. Mientras bajaba, él se acomodó su chaleco y levantó la cabeza.
—¿Debo tocar el gong, señora?
Bajando la escalera, inclinó la cabeza.
—Desde luego. Demos comienzo a este baile.
Se deslizó hacia el salón, con las palabras resonando aún, sonriendo.
Michael se hallaba al lado de la chimenea, Geoffrey a su lado. La mirada de Michael se fijó en ella desde el momento en que apareció. Ella se detuvo en el umbral y luego avanzó; ambos se volvieron cuando ella se les unió.
—Bien, querida, luces muy atractiva, muy elegante. —Mirándola de arriba abajo, con afecto fraternal, Geoffrey le dio unas palmaditas en el hombro.
Caro lo escuchó, pero apenas lo vio. Sonrió vagamente en respuesta al piropo, pero sólo tenía ojos para Michael.
Había algo en ver a un caballero en traje estrictamente formal; es cierto que lo había visto en contextos formales antes, pero… ahora él la miraba, la apreciaba, la bebía visualmente, y observaba cómo ella hacía lo mismo, observando con aprobación el ancho de sus hombros, el contorno de su pecho, su altura, el largo de sus largas piernas. En severo negro, que contrastaba fuertemente con el prístino blanco de la corbata y de la camisa, parecía más alto de lo habitual, haciéndola sentir especialmente delicada, femenina y vulnerable.
Geoffrey se aclaró la voz, murmuró un comentario y los dejó; con los ojos fijos en los del otro, ninguno de ellos lo miró.
Lentamente, ella sonrió.
—¿Me dirás que luzco atractiva y elegante?
Él sonrió, pero sus ojos azules permanecieron intensos, mortalmente serios.
—No. Para mí luces… soberbia.
Invistió la palabra con un significado que iba mucho más allá de lo visual. Y ella súbitamente se sintió soberbia, tan brillante, cautivadora y deseable como su expresión la pintaba. Suspiró; una confianza adicional, poco habitual, novedosa, surgió en ella y la invadió.
—Gracias. —Inclinó la cabeza, volviéndose un poco hacia la puerta—. Debo saludar a los invitados.
Él le ofreció su brazo.
—Puedes presentarme a los que no conozco todavía.
Ella vaciló, levantó la vista y encontró su mirada. Recordó su decisión de no ser anfitriona nunca más para ningún hombre. Escuchó voces en la escalera; los invitados estarían allí en cualquier momento. ¿Y si la vieran allí con él…? ¿Si lo vieran a su lado en la puerta…?
De cualquier manera, él parecería haber asumido una posición respecto a ella que ningún otro hombre había conseguido alcanzar.
Lo cual era verdad; él, en efecto, detentaba esa posición. Significaba algo para ella, más que un mero conocido, incluso más que un amigo.
Inclinando la cabeza, deslizó su mano en su brazo y dejó que él la llevara hasta la puerta. Él había dicho que no intentaría ninguna maniobra para hacer que ella se casara con él, y ella confiaba en sus palabras. Además, los invitados eran principalmente extranjeros, que no tenían una verdadera influencia en la alta sociedad.
En cuanto a la idea de que la gente lo viera como su amante… consideró esta perspectiva no sólo con ecuanimidad, sino con una sutil emoción muy cercana a la felicidad.
Ferdinand, sin embargo, fue de los primeros en llegar. Le lanzó una mirada a Michael y frunció el ceño. Por fortuna, dado que llegaban más invitados, se vio obligado a seguir; pronto fue engullido por la conversación general, pues aquellos que pernoctarían en la Casa Bramshaw, así como aquellos otros seleccionados que habían sido invitados a cenar, se aproximaban a saludar.
Desde ese momento, ella apenas dispuso de un instante ni para sí misma ni para pensar en algo personal. Descubrió que era útil tener a Michael a su lado; él se sentía mucho más a gusto en este medio que Geoffrey y podía depender de él para que reconociera situaciones potencialmente difíciles y las manejara con el tacto apropiado.
Hacían un muy buen equipo; ella era consciente de eso y sabía que él también lo era; sin embargo, en lugar de ponerla incómoda, cada mirada compartida, de aprecio, la llenaba con una sensación de logro, de satisfacción.
De corrección.
No tuvo tiempo de detenerse en ella; la cena —garantizar que todo se desarrollara como debía mientras mantenía, a la vez, animadas conversaciones— reclamó toda su atención. Todo salió bien, sin ninguna complicación y luego la concurrencia se dirigió al salón de baile. Ella lo había programado bien; los invitados a la cena sólo tuvieron tiempo de admirar el tema floral y tomar nota de la terraza adornada con guirnaldas, los jardines y senderos iluminados por faroles, y el toldo con las mesas puestas para la comida, antes de escuchar los primeros movimientos detrás de las puertas del salón de baile.
Todo estaba como debía estar cuando entraron los invitados.
Michael regresó al lado de Caro mientras ella, en compañía de Geoffrey, saludaba a los recién llegados. Le lanzó una mirada, pero no hizo ningún comentario directo, limitándose a presentarle a las personas que entraban, asegurándose de que Michael tuviera la oportunidad de intercambiar algunas palabras con todos los asistentes. Puesto que este grupo estaba conformado principalmente por gente de la región, nadie le dio una interpretación a esta organización. Geoffrey era el antiguo Miembro del Parlamento, Caro su hermana y Michael el Miembro actual del Parlamento; para ellos, todo estaba en orden.
Cuando la ola se convirtió en un goteo, Michael tocó el brazo de Caro; con los ojos, le indicó la delegación rusa, que se encontraba en la compañía restrictiva de Gerhardt Kosminsky. Le oprimió el brazo y luego la dejó, caminando por entre la muchedumbre, deteniéndose aquí y allá para intercambiar cumplidos y comentarios, para llegar eventualmente al lugar donde se encontraban los rusos y relevar a Kosminsky. Él y Kosminsky habían acordado que uno de ellos se ocuparía de los rusos, al menos hasta que la cordialidad general del baile se afianzara.
Haciendo una pequeña inclinación al más importante de los rusos, Orlov, Michael se resignó a jugar su parte; aparte de todo lo demás, su desinteresado servicio le atraería el agradecimiento de Caro. Dados sus planes para el final de la noche, esto sería muy útil.
Entretanto, el baile había atraído suficientes diplomáticos de importancia para suplirle parejas de baile durante toda la velada. Él era lo suficientemente alto como para mirar por encima de casi todas las cabezas; mientras conversaba con los rusos, y luego con los prusianos, los austríacos y los suecos, mantuvo la delicada diadema que ella había sujetado a su cabello a la vista. Estaba en constante movimiento.
Vio a Ferdinand, reclinado contra una pared, observándola; mentalmente le deseó suerte. En este contexto, encargada de ser la anfitriona, Caro sería imposible de distraer, se mostraría totalmente implacable en negarse a ser detenida. Por nadie. Él conocía sus límites. Más tarde vio de nuevo a Ferdinand, malhumorado, y dedujo que el apuesto portugués lo había averiguado.
Había un tiempo y un lugar para todo. El único eslabón débil de su estrategia residía en asegurarse de que cuando comenzara el vals, él fuese el caballero que tuviera la mano de Caro. Durante un receso de la música, se detuvo al lado del estrado donde se habían instalado los músicos; unas pocas palabras y unas cuantas guineas fortalecieron su posición. Cuando sonaron los acordes iniciales del vals, acababa de regresar al lado de Caro, pidió su mano y le informó en voz baja mientras se inclinaba sobre ella que los rusos y los prusianos hasta entonces no se habían peleado.
Ella estaba sonriendo, aliviada y entretenida mientras discurría la música. Él atrapó su mirada.
—Es mi pieza, ¿creo? —¿Cómo podía negarse?
Riendo, aceptó y permitió que la llevara a la mitad del salón. Cuando se encontró entre sus brazos y permitió que él la hiciera girar en el círculo, él no tenía idea de que la agitaba en más de una manera.
Miró su rostro, sonrió a sus ojos, se encontró atrapado en su mirada plateada. Inicialmente, ella también sonreía, tan segura como él; sin embargo, gradualmente, mientras giraban, sus sonrisas desaparecieron, se disiparon, junto con toda conciencia de la bulliciosa muchedumbre que los rodeaba.
Bastó aquella mirada compartida, y él supo lo que ella estaba pensando. Que a pesar de conocerse durante tantos años, de frecuentar prácticamente los mismos círculos, era la primera vez que habían compartido un vals.
Ella parpadeó; él vio que su mente regresaba al pasado…
—Fue una danza campesina la última vez.
Ella se concentró de nuevo. Asintió.
—En el salón de baile de Lady Arbuthnot.
Él no podía recordarlo. Lo único que sabía era que allí, ahora, el momento era muy diferente. No era solamente el vals, el hecho de que ambos fuesen expertos bailarines, de que sus cuerpos fluyeran sin esfuerzo por los giros. Había algo más. Algo más profundo, que los dejaba más sintonizados, más alerta, más conscientes, más agudamente sensibles al otro.
A pesar de su entrenamiento, con exclusión de todo lo demás.
Caro sintió la fascinación, sabía que él también la sentía, y sólo pudo maravillarse. Nada en su vida había tenido nunca el poder de cerrar sus oídos, de cerrar mentalmente sus ojos, de centrar sus sentidos hasta ese punto. Era una cautiva, pero una cautiva dispuesta. Sus nervios ardían, su piel parecía viva, sensible a su cercanía, al aura de fuerza que la envolvía, no atrapándola sino sosteniéndola, prometiendo los deleites sensuales que ansiaba.
Sus sentidos la llevaban, su mente seguía.
Estaba relajada y, sin embargo, excitada; tenía los nervios de punta y, sin embargo, se sentía segura.
Sólo cuando aminoraron el paso y ella advirtió que la música estaba a punto de terminar regresó a ella la conciencia del presente. A ambos. Ella lo vio en sus ojos; la reticencia que atisbo en ellos reflejaba la suya.
El escudo que los rodeaba se disolvió y las conversaciones de su entorno los ahogaron, por un instante, en una babel de lenguas incomprensibles. Luego, sobre todo lo demás, llegó la voz estentórea de Catten invitándolos a la comida que los aguardaba en el toldo, a las mesas, a las bancas y a los senderos iluminados, a la belleza de la noche de verano.
Como una sola persona, la multitud se volvió hacia las tres puertas de vidrio dobles que se abrían sobre la terraza. Complacidos, exclamando, los invitados salieron del salón de baile, entrando en la sensual noche.
Ella y Michael se habían detenido en el lado opuesto del salón de baile, cerca de las puertas principales. Ella se había retrasado un poco, observando, asegurándose de que todos se dirigieran en la dirección correcta. Cuando vio que todos los invitados habían comprendido el llamado, miró hacia arriba, con la mano firmemente apoyada en el brazo de Michael.
Él sonrió. Su mano cubrió la suya.
—Ven conmigo.
Ella parpadeó; le tomó un momento comprender sus palabras.
—¿Ahora? —Lo miró fijamente—. No puedo… —Miró a los últimos invitados que desaparecían hacia la terraza. Parpadeó otra vez, luego lo miró—. No podemos… —Buscó sus ojos, consciente de que su pulso había comenzado a galopar. Se humedeció los labios—. ¿Podemos?
La sonrisa de Michael se hizo más profunda, sus ojos azules fijos en los de ella.
—Nunca lo sabrás a menos que vengas conmigo.
Con la mano entre la de Michael, él la llevó por la escalera principal. No vieron a nadie, y nadie los vio. Los invitados, los miembros de la familia, y el personal estaban todos afuera en los jardines, o apresurándose entre las cocinas y el toldo.
Nadie los oyó caminar por el pasillo del primer piso hasta el pequeño salón que había al final. Él abrió la puerta y la hizo pasar; ella entró esperando ver sillas, divanes y un aparador cubiertos por telas. La habitación había estado cerrada durante años; daba a la avenida lateral y al huerto.
En lugar de ello… la habitación había sido limpiada, desempolvada y barrida, y todas las cubiertas habían sido retiradas. El florero de lilas que se encontraba en la mesa delante de la ventana abierta sugería cuándo y cómo.
Ella había olvidado el diván. Amplio, confortable, estaba ahora lleno de cojines. Deteniéndose cerca de él, se volvió. Y encontró a Michael a su lado, aguardando para tomarla en sus brazos.
Con confiada facilidad, la atrajo hacia sí y la besó, separó sus labios, se sumió en su boca y reclamó su dulzura. Ella lo siguió, se hundió en su abrazo, aceptó ávidamente cada caricia, la devolvió y exigió más.
Michael tenía la cabeza inclinada sobre la suya; los dedos de Caro recorrían su cabello y se aferraban a su cabeza mientras su lengua la penetraba profundamente con un ritmo decididamente provocador. Un ritmo que tensaba sus nervios, que la llenaba de calor. Y a él. Ella se preguntó cuánto más profunda, cuánto más cerca podía ser la sencilla intimidad de un beso, cuánto más reveladora.
Las revelaciones la embriagaban, el hambre, la necesidad, el simple deseo humano, suyo y de ella. No parecía haber, entre ellos al menos, ningún disfraz, ningún velo de decoro que alguno de ellos buscara para ocultar la naturaleza primitiva de su deseo.
Deseo mutuo. Había sido su objetivo durante una década y más: en sus brazos, ella lo conoció, lo sintió, lo reconoció y lo aceptó. Perdió el aliento cuando él soltó sus labios, y luego se acercó más mientras recorría con besos ardientes el camino desde su frente hasta el hueco debajo de su oreja; sus dedos deshacían las cintas.
—Ah… —No podía pensar con mucha claridad, pero sí recordó que tenía un salón lleno de invitados abajo.
—Ten un poco de paciencia, —murmuró él—. En vista de todos los agudos ojos que nos aguardan abajo, llegar con el traje ajado no sería una buena idea.
Ciertamente que no. Pero…
Sus manos habían recorrido antes sus curvas, a través de la fina seda de su traje, encendiendo con llamaradas su piel. El rubor como rocío que ella ahora comenzaba a asociar con sus caricias más osadas ya había surgido y corría por sus regiones más sensibles.
Cuando su traje cedió, su mente tardíamente alcanzó la de Michael; parpadeó, luchando por hacer que su mente funcionara mientras él retrocedía y bajaba sus brazos, con sus largas manos deslizaba las estrechas tiras de su traje sobre sus hombros y las bajaba por sus brazos; luego tomó sus muñecas y las levantó, puso sus brazos sobre sus hombros y se inclinó, no hacia ella, sino hacia su traje, a los pliegues que habían caído a su cintura.
Ella suspiró, pero la mirada en el rostro de Michael mientras deslizaba la seda cruda sobre sus caderas, mientras el traje susurraba hasta quedar apilado a sus pies, contuvo su protesta, una protesta que ella advirtió era instintiva, otro de sus obstáculos sin intención. El deseo que iluminaba sus ojos mientras recorrían su cuerpo, revelado pero aún cautivadoramente oculto por su fino camisón, hizo que ella se tensara, haciendo que la deliciosa tenaza que la oprimía se apretara aún más.
La parte de arriba de su camisón estaba recogida sobre sus senos; el borde caía a la mitad de sus muslos, coqueteando con sus ligas de seda. Su cuerpo, sus curvas y hondonadas, el fino vello en la parte de arriba de sus muslos, sólo estaban ocultos imperfectamente por la diáfana tela.
Su mirada, cálida y osada, miraba, recorría, abiertamente catalogaba; él sonrió cuando sus ojos merodeadores llegaron a sus ligas; luego levantó la mirada, lentamente, hasta que sus ojos encontraron los suyos.
El deseo ardía en sus ojos azules, ella no podía dudarlo: la misma emoción bosquejaba la lenta curva de sus labios.
—Supongo que no querrás acabar con mi infortunio y quitarte eso.
Sus ojos indicaban su camisón; luego regresaron a su rostro. Osadamente, ella encontró su mirada, arqueó una ceja interrogando.
—Me temo que si lo toco, —su voz se hizo más profunda mientras su miraba bajaba a sus senos—, lo romperé.
Por un instante, la realidad, la prudencia y el decoro, la importunaron; decididamente, ella los alejó. Advirtió que él la había imaginado más experimentada de lo que era; al aceptar una aventura, al tomar el camino que había querido tomar y concentrarse en la meta que ella estaba decidida a alcanzar, había aceptado que debía someterse a su dirección.
Lo que no había esperado es que fuese tan sencillo.
Tan fácil, mientras lo observaba mirándola, levantar la mano y halar de la pequeña cinta anidada entre sus senos para desanudarla. Se deslizó entre sus dedos, luego sus extremos cayeron libremente.
Sólo los separaba un pequeño espacio; ella podía sentir la tensión que lo invadía, sintió que aumentaba cuando, levantando ambas manos, deslizó los dedos dentro del cuello del camisón y lo abrió. Hasta que se abrió lo suficiente y cayó. A sus caderas. Estremeciéndose, se liberó de él y este se unió a su traje.
El calor la invadió. Un segundo después, él se acercó también, pero ella lo detuvo con una mano en su pecho.
—Aguarda.
Él se paralizó.
Por un instante, ella sintió vértigo, estaba anonadada con el sentimiento de poder que la invadía; saber que podía, sólo con una palabra, con un gesto, mantenerlo inmóvil, músculos, nervios y fuerza masculina cerrados y temblando, aguardándola a ella.
A su deseo.
La conciencia de ello hizo que una oleada de calor la recorriera. Ágilmente, se inclinó, recogió su traje y su camisón, y los extendió sobre una silla cerca. Se dispuso a retirar sus ligas.
—No, déjalas.
El tono imperioso de su voz la afectó más que las palabras. Se enderezó, se volvió hacia él, cuando sus manos tocaron su piel desnuda.
Sus dedos se extendieron, tocaron, se deslizaron; la atrajo hacia sí, contra él y luego la apretó entre sus brazos. Inclinó la cabeza y la besó, le arrancó su mente y la hizo girar. Luego la soltó y sus manos recorrieron su cuerpo.
Las emociones se encendieron, recorriéndola en oleadas, percepciones, revelaciones y más. Antes lo había creído hambriento; ahora era voraz. Sin embargo, mantuvo su control; su toque era motivado, urgente, ávido y necesitado y, sin embargo, maestro, casi reverente al tomar todo lo que ella, sin palabras, le ofrecía.
Y se lo ofreció; su propia hambre, su propio deseo surgió para satisfacer el suyo. Se sorprendió a sí misma, oprimiéndose contra él, ávida y tentadora, invitándolo flagrantemente; no había conocido, ni en sus más locos sueños había imaginado que podía comportarse así, sensual, entregada, un poco salvaje.
Quería más, quería sentir su piel contra la suya. Él estaba tan caliente, tan caliente y tan duro. Esa necesidad se inflamó hasta convertirse en un dolor físico. Impulsada, ella retiró sus manos de donde las tenía alrededor de su nuca, las oprimió contra sus hombros e intentó retirarse.
Él rompió el beso.
—Ahora tú, —susurró ahogadamente, asiendo las solapas de su saco.
—El saco, pero nada más. —Unió la acción a las palabras, deshaciéndose de su saco y lanzándolo al lado de su traje—. Tienes invitados, ¿recuerdas?
Ella parpadeó.
—Pero soy yo quien está desnuda.
Michael sonrió; con una mano acarició su trasero, luego la abrazó y la oprimió de nuevo contra él, moldeándola a su cuerpo, inclinando la cabeza para murmurar contra sus labios.
—No estás desnuda. Aún tienes tus medias.
—Pero…
Él la besó, prolongadamente.
—Esta noche no, dulce Caro.
Ella estaba confundida.
—Pero…
—Piensa en esta noche como el segundo plato de nuestro banquete sensual.
Un banquete sensual… el pensamiento la atraía. Sus manos encontraron sus hombros, sintieron los pesados músculos que se movían debajo del chaleco y de la camisa. Sintió que extendía sus manos sobre su espalda desnuda, acariciándola, luego explorando. Merodeando otra vez.
Sus labios regresaron a tentar a los suyos. Sus manos se movieron.
—Eres mi anfitriona, ¿recuerdas? Te dije que esperaba que saciaras mi apetito, y me dijiste que podía servirme.
Sus pulgares oprimían sus senos, incitando sus pezones hasta el dolor; su cuerpo estaba duro contra el de ella.
—Así que tranquilízate, acuéstate y disfrútalo como yo.
Ella no tenía opción, cualquiera que fuese el rumbo que había adoptado aquella noche, estaba más allá de su experiencia; sin embargo, ella quería seguirlo ávidamente, para ver adónde conduciría. No tenía duda alguna y ninguna duda coloreaba sus respuestas; lo siguió libremente, no interpuso más obstáculos, no se sintió obligada a crear ninguna restricción.
Michael interpretó su aceptación por la manera en que le permitió acostarla sobre el diván, por la manera en que se relajó sobre los cojines, aun cuando estaba desnuda, a su lado y dejó que esculpiera su cuerpo como quiso.
Fluía con él, con sus caricias; él recibió su ávida participación no sólo con un triunfo interior, sino con un sentimiento que se asemejaba a la gratitud. Él tenía su sensualidad y su deseo cada vez más intenso bajo control; sin embargo, si ella insistía… estaba cada vez más seguro de que no sería lo suficientemente fuerte como para resistir si ella buscara tentarlo.
La seguridad residía, entonces, en reducirla a la indefensión: se dispuso a hacerlo, consciente de una devoción a este ejercicio que sobrepasaba cualquier situación semejante del pasado. Ella capturaba sus sentidos, los mantenía hechizados como ninguna otra mujer lo había hecho. Cuando, con una mano extendida sobre su cintura, se liberó del beso e inclinó la cabeza hacia sus senos, no pudo recordar un momento en el que su cuerpo hubiese estado tan concentrado, tan agudamente consciente del sabor, la textura, las sensaciones táctiles.
Cuando la hubo reducido a gemidos ahogados, a arquearse sensualmente bajo él, sustituyó sus labios y su boca por sus dedos y se inclinó para recorrerla con besos hasta el ombligo. Se detuvo allí, hasta que sus gemidos se hicieron cortos y agudos; luego abrió sus muslos, bajó un poco más, y se acomodó entre ellos.
Sintió el golpe que la atenazaba. Puso sus labios en su suave carne y sintió el impulso convulsivo que la mecía, que le cerraba los pulmones, que hacía que sus dedos se aferraran a su cabello. Sonriendo interiormente, se dispuso a darse un festín —como se lo había advertido, a saciar su apetito— con ella.
Con su aroma, con la dulzura de manzana ácida de su piel inflamada.
Caro cerró los ojos con fuerza, pero eso sólo hizo más intensas las sensaciones. No podía creer, no había imaginado… sus protestas mentales, su mente misma se derritió mientras él le transmitía aún más calor, dentro de ella, imprimía su intimidad en ella a través de actos más escandalosamente íntimos y flagrantes.
Sin embargo, cada caricia era deliberada, expertamente calculada, diseñada y ejecutada con un objetivo principal… darle placer. Un placer que le nublaba la mente, glorioso, que le agotaba el alma. Su objetivo resultó más claro con cada minuto que pasaba; el deleite se agolpaba, crecía, hasta que ella simplemente se dejó ir con la ola.
Se dejó girar, luego elevarse, girando cada vez más alto mientras él delicadamente succionaba, lamía, exploraba, mientras orquestaba un esplendor vertiginoso de sensaciones y lo lanzaba dentro de ella.
El calor creció hasta que ardió dentro de ella una hoguera. Sus nervios estaban tirantes, y cada vez lo estaban más. Sus pulmones estaban sedientos, sus senos inflamados y adoloridos, su cuerpo un inquieto nudo de necesidad. Y él continuaba incitándola. Le daba más y más…
Hasta que ella estalló.
La felicidad fue más profunda, más larga, más intensa que antes. El júbilo que latía después se prolongó y se extendió, el momento fue infinitamente más verdaderamente íntimo, infinitamente más compartido.
Cuando finalmente abrió los ojos, él aún se encontraba reclinado entre sus muslos extendidos, mirando su rostro. Sonrió con complicidad; inclinándose, besó sus húmedos rizos y luego recorrió con besos su tirante estómago.
Ella extendió sus débiles manos, lo tomó de los hombros e intentó halar.
—Ahora tú.
Él contempló su rostro, encontró sus ojos, intentó sonreír pero sólo consiguió hacer una mueca.
—Esta noche no, dulce Caro.
Ella lo miró fijamente.
—¿No? Pero…
—Ya nos hemos ausentado durante largo tiempo. —Se apartó de ella, se puso de pie y la miró. Aún anonadada, con los miembros débiles, sus pensamientos en desorden, parpadeó.
Él sonrió, se inclinó, asió sus manos y la ayudó a ponerse de pie.
—Debes vestirte, y luego debemos unirnos a tus invitados.
Debía estar en lo cierto; sin embargo… tuvo que reconocer un persistente desencanto. Aceptando el camisón que él le tendía, se lo puso, intentando pensar. La ayudó a ponerse su traje, atando las cintas expertamente.
Ella se llevó una mano al cabello.
—Aguarda.
Ella se volvió hacia él, él puso su diadema otra vez en su lugar, tocó la fina masa de cabellos aquí y allá y luego retrocedió para mirarla. Se detuvo en su pecho. Levantó su pendiente de topacio y lo dejó en su sitio.
Ella encontró sus ojos cuando él levantaba la vista. Buscó en ellos. Sencillamente preguntó.
—¿Estás seguro?
Él no preguntó acerca de qué. Sonrió; inclinando la cabeza, la besó ligeramente en los labios.
—Oh, sí. —Se enderezó y encontró su mirada—. Cuando finalmente te tenga desnuda entre mis brazos, quiero tener al menos dos horas para jugar.