LA tarde siguiente, Caro se encontraba en el asiento empotrado en la ventana del salón de atrás y bordaba, mientras, al otro lado de la habitación, Edward y Elizabeth jugaban al ajedrez.
No era buena compañía; había pasado toda la mañana tratando de distraerse con los planes para el bazar, que se realizaría tres días más tarde, pero seguía alterada y enojada.
Enojada consigo misma, enojada con Michael.
Hubiera debido prever adónde se dirigía. Ella había desplegado sus altamente desarrolladas habilidades sociales para demostrar la relativa falta de ellas en Elizabeth, así que él había apartado la vista de Elizabeth… ¡y la había fijado en ella!
¡Maldito macho presuntuoso! ¿Por qué no quería sencillamente… tener… tener una aventura y todo lo que ello implicaba? ¿No era ella…?
Interrumpió el pensamiento; tenía buenas razones para saber que no era el tipo de mujer que inspiraba a los hombres a la lujuria, no a la lujuria real, básica, primitiva, imperiosa, sólo aquella motivada por otras razones, otros deseos. Como la necesidad de tener una anfitriona experimentada, ¡o una novia diplomática excepcionalmente bien entrenada!
Parecía destinada siempre a ser elegida, nunca deseada. Nunca deseada realmente.
Y por esta razón, porque por primera vez en su vida Michael le había hecho creer otra cosa, pensaba que nunca lo perdonaría.
Clavando la aguja en la tela, luchó por calmar sus nervios.
La aprehensión la invadió; era muy consciente de que, a menos que él renunciara a toda idea de casarse con ella, y hasta que lo hiciera, estaba en peligro, en un peligro mucho mayor del que jamás había estado Elizabeth.
Ella había salvado a Elizabeth de una unión política sin amor, pero no había nadie para salvarla a ella. Si Michael le hiciera una propuesta formal, por las mismas razones que se aplicaban en el caso de Elizabeth, sería aún más difícil para ella rechazarlo. Como viuda, estaba teóricamente a cargo de su propia vida; sin embargo, había vivido demasiado tiempo entre sus congéneres para no reconocer que, en la práctica, no era así. Si lo aceptaba, todos sonreirían y la felicitarían; si lo rechazaba…
Contemplar el probable resultado de hacerlo no ayudó a calmar sus nervios.
Estaba organizando sus hilos de seda cuando escuchó pasos que se aproximaban por el pasillo. Era alguien con botas, no el paso lento de Geoffrey, sino un paso definido, decidido… sus sentidos saltaron. Levantó la vista, en el momento en que Michael, ataviado para cabalgar, apreció en el umbral.
Él la vio, miró brevemente a Elizabeth y a Edward, quienes levantaron la vista sorprendidos. Sin detenerse, se inclinó y atravesó la habitación. Hacia ella.
Ella recogió apresuradamente su bordado; él apenas le dio tiempo para ponerlo a un lado antes de tomarla de la mano y hacerla poner de pie.
Encontró su mirada.
—Debemos hablar.
Una mirada a sus ojos, a su expresión fija y decidida, le dijo que discutir sería inútil. La manera en que se volvió y se dirigió hacia la puerta, con su mano asida fuertemente, resaltó esta conclusión.
Apenas miró a Edward y a Elizabeth.
—Por favor discúlpennos, hay un asunto que debemos discutir.
Salieron de la habitación y él avanzaba ya por el pasillo antes de que ella pudiera parpadear. Él caminaba con excesiva rapidez; ella lo seguía a tropezones, tomada de su mano. Él se volvió y aminoró, un poco, la marcha; pero su decidido avance no se detuvo. Al llegar a la puerta del jardín, la hizo salir. Y continuó sendero abajo.
—¿Adónde vamos? —Ella lanzó una mirada hacia atrás, hacia la casa.
—A un lugar donde no nos interrumpan.
Ella lo miró.
—¿Y dónde es eso?
Él no replicó, pero cuando llegaron al final del sendero y él comenzó a atravesar el jardín, ella supo la respuesta. La casa de verano.
Ella retiró su mano.
—Si Elizabeth y Edward miran por la ventana, nos verán.
—¿Podrán vernos cuando entremos a la casa?
—No, pero…
—Entonces, ¿por qué discutes? —La miró; su mirada era dura—. Tenemos asuntos sin terminar y ese es el lugar obvio para concluirlos. Sin embargo, si prefieres que continuemos nuestra discusión en la mitad del jardín.
Ella entrecerró los ojos. Miró la casa de verano, que se aproximaba rápidamente. Murmuró para sí.
—¡Maldito macho presuntuoso!
—¿Qué dijiste?
—¡No importa! —Agitó la mano en dirección a la casa de verano—. Allí, entonces, si estás tan decidido.
Levantando sus faldas, subió las escaleras a su lado. Si él estaba irritado, como parecía estarlo, ella lo estaba aún más. Nunca había sido una persona irritable pero, en este caso, hizo una excepción.
Sus tacones golpeaban imperiosamente el piso cuando ella y Michael pasaron sobre los tablones de madera hacia el lugar donde se encontraban la noche anterior.
Él se detuvo a cierta distancia de la banca, la hizo volver para que quedara al frente de él, soltó su mano, levantó su rostro y lo enmarcó… y la besó.
Irreflexivamente.
Era un asalto puro y simple, pero un asalto que los ávidos sentidos de Caro saltaron a recibir; ella se aferró a su saco para equilibrarse, para anclarse en la vertiginosa confusión, el torbellino del deseo —hambriento, voraz y cálido— que él desencadenó y liberó con furor. A través de ellos dos.
Ella bebió de él, ahogándose mientras sus sentidos se extasiaban. Como si un hambre suya surgiera en respuesta.
Él hizo el beso más profundo y ella lo siguió; sus bocas se fusionaron, con las lenguas entrelazadas, casi desesperados en su necesidad de tocar, de tomar, de estar con el otro de esta manera, en esta dimensión de otro mundo.
Michael supo que la tenía, que al menos esto no lo podía negar. Extendiendo los dedos de una de sus manos, los hundió más profundamente en la maravilla fina, rizada de su cabello, sosteniéndola mientras saqueaba su boca; su otra mano se deslizó hacia su cintura, atrayéndola hacia sí, paso a paso, hasta que ella se cerró contra él.
El contacto, pecho contra pecho, cadera contra muslos, alivió una faceta de la necesidad que lo impulsaba, sólo para escalar otra. Decidido, la controló, prometiéndose a sí mismo que no sería por largo tiempo.
Fue un esfuerzo retirarse, eventualmente romper el beso, levantar la cabeza y decir:
—¿Ese asunto inconcluso?
Las pestañas de Caro temblaron; levantó los párpados. Le tomó un momento, un momento que él saboreó, antes de que la comprensión acudiera a sus ojos. Se concentró de nuevo en los de él, estudió su rostro.
—¿Qué querías discutir?
Él sostuvo su mirada. Tenía que acertar, tenía que caminar por la cuerda floja sin caer.
—Dijiste que si pudieras elegir, elegirías tener una aventura. —Hizo una pausa y luego prosiguió; su tono se hizo más duro—. Si eso es lo único que me ofreces, lo tomaré.
Los ojos de Caro se entrecerraron por un momento; tenía práctica en ocultar sus emociones, él no pudo ver más allá de la plata batida de sus ojos.
—Quieres decir que te olvidarás de casarte conmigo y podemos solamente…
—Ser amantes. Si es lo que deseas —se encogió de hombros levemente— que así sea.
De nuevo sintió más bien que ver su sospecha.
—Tienes que casarte, ¿pero aceptas que no seré tu novia? ¿No me presionarán, no me propondrás matrimonio, ni hablarás con Geoffrey ni con nadie más?
Él negó con la cabeza.
—No haré ninguna propuesta, ninguna maniobra. Sin embargo —captó el destello de incredulidad cínica en sus ojos y ya había decidido cómo contrarrestarlo— para que nos entendamos claramente, sin que haya malas interpretaciones, si cambias de idea en cualquier momento, sigo estando perfectamente dispuesto a casarme contigo.
Ella frunció el ceño; sosteniendo su mirada, él continuó:
—Mi propuesta sigue en pie, permanece en la mesa entre nosotros, pero sólo entre nosotros. Si, en cualquier momento, decides que deseas aceptarla, sólo tienes que decirlo. La decisión es tuya, está totalmente en tus manos, sólo tú la puedes tomar.
Caro comprendió lo que él le decía, no sólo el significado de las palabras, sino la decisión que las motivaba. Se sintió mentalmente conmocionada; de nuevo, el piso se movía bajo sus pies. Esto era algo que ella no había esperado, nunca lo habría esperado. Apenas podía digerirlo. Sin embargo…
—¿Por qué? —Tenía que preguntar, tenía que saber.
Él sostuvo su mirada, sin pestañear; su expresión dura, decidida, se hizo aún más dura.
—Si poner a un lado mi deseo de casarme contigo es la única forma de llevarte a mi cama, entonces lo haré, incluso eso.
Ella conocía la verdad cuando la oía; sus palabras tenían aquel tono. Él sabía lo que decía, y cada palabra era deliberada.
Su corazón se detuvo; luego se hinchó, voló… lo imposible parecía posible de nuevo.
Capturada por la perspectiva, por el súbito florecimiento de la esperanza, se detuvo. Él arqueó las cejas, impaciente.
—¿Y bien? —Ella se concentró de nuevo y él preguntó—. ¿Tendrás una aventura conmigo?
Atrapada en el azul de sus ojos, ella sintió de nuevo como si su mundo se ladeara. La oportunidad la llamaba; el destino la tentaba, no sólo con su sueño más querido, sino también con sus temores más profundamente sentidos, y la oportunidad de vencerlos. Temores que la tenían entre sus frías y muertas manos desde hacía once años, temores que nunca antes creyó poder desafiar… hasta pocos días antes. Hasta cuando él había entrado en su vida y la había hecho sentir viva. La había hecho sentir deseada.
Sintió vértigo; un débil susurro llenó sus oídos. Por encima de él, se escuchó decir claramente:
—Sí.
Pasó un segundo, luego se acercó a él. Él se inclinó; las manos se deslizaron: las de Michael a su cintura, las de Caro sobre sus hombros. Él inclinó la cabeza; ella se estiró…
—¡Caro!
Era Edward. Quedaron paralizados.
—¿Caro? —Estaba en el jardín y se dirigía hacia ellos.
Michael suspiró a través de sus dientes apretados.
—Será mejor que Campbell tenga una buena razón para llamarte.
—La tendrá.
Se separaron, se volvieron para salir; aún se encontraban dentro de las sombras de la casa de verano cuando Michael, muy cerca de ella, se inclinó y susurró:
—Una cosa. —Su mano se cerró sobre su cintura, aminorando su paso, recordándole que podía hacerla retroceder si lo deseaba—. Ahora tenemos una aventura, así que cuando te diga «ven conmigo» lo harás sin discutir. ¿De acuerdo?
Si ella quería continuar y averiguar qué era realmente posible entre ellos, no tenía opción. Ella asintió.
—De acuerdo.
Sus manos la soltaron; la siguió mientras ella se apresuraba a llegar a la escalera.
—¿Caro? —Edward llegó a la escalera cuando ellos aparecieron—. Ah… ahí estás.
—¿Qué sucede? —Levantando sus faldas, bajó rápidamente.
Edward miró a Michael que la seguía, hizo una mueca y luego la miró a ella otra vez.
—George Sutcliffe está aquí con Muriel Hedderwick. Preguntan por ti, parece que hubo un robo en la mansión Sutcliffe anoche.
Se apresuraron a regresar al salón donde George, el hermano menor de Camden, los aguardaba.
Si bien Camden había sido apuesto hasta que murió, George, mucho menor que él, de cerca de sesenta años ahora, nunca había podido ufanarse de ese adjetivo. Tampoco era tan brillante como Camden. A medida que se hacían viejos, los hermanos se asemejaban cada vez menos; mantenían una semejanza física superficial, pero aparte de eso era difícil imaginar dos hombres más diferentes. George era ahora un viudo adusto, recluido, triste; sus únicos intereses parecían ser sus tierras, y sus dos hijos y nietos.
Camden había muerto sin descendencia, así que la mansión Sutcliffe había pasado a manos de George. Su hijo mayor, David, así como su esposa y su joven familia vivían también allí; era una casa grande, impresionante para el gusto clásico, pero bastante fría. Aun cuando ya no residía en ella, Muriel, la hija de George, aún la consideraba su verdadero hogar; no era de sorprender que estuviera presente.
George levantó la mirada cuando entró Caro. Se inclinó.
—Caro. —Comenzó a luchar por levantarse; ella sonrió, acogedora y tranquila, y le indicó que permaneciera sentado.
—George. —Deteniéndose al lado de su silla, oprimió cálidamente su mano; luego saludó a Muriel, sentada en el borde del diván—. Muriel.
Mientras George y Muriel intercambiaban saludos con Michael, Caro se unió a Muriel en el diván. Edward se retiró hacia la pared. Mientras Michael acercaba un asiento para unirse al círculo, Caro fijó su mirada en George.
—Edward mencionó un robo. ¿Qué sucedió?
—Anoche, al amparo de la tormenta, alguien entró por la fuerza al salón, en el extremo del ala occidental.
Cuando Camden vivía, las habitaciones del ala occidental habían sido suyas; nadie las tocaba cuando estaba ausente, siempre preparadas para las pocas semanas que regresaba a casa. Reprimiendo un signo de irritación, Caro escuchó mientras George le contaba cómo sus nietos habían descubierto una ventana forzada, y describieron las señales que indicaban que quien había entrado a la casa había registrado a conciencia las habitaciones. Sin embargo, sólo se había llevado unas pocas cosas, nada de valor.
Muriel intervino.
—Debían estar tras algo de Camden, algo que él hubiera dejado allí.
George sonrió con desdén.
—Creo que serían más bien unos vagabundos que pasaban por allí, seguramente, vinieron a resguardarse y aprovecharon para entrar a robar. No hicieron un gran daño, pero me pregunto si podrían ser los hombres que atacaron a la señorita Trice. —Miró a Geoffrey—. Creí que era conveniente ponerte en guardia.
Caro miró a Michael.
Muriel estaba irritada.
—Creo que es muy probable que buscaran algo que perteneció a Camden, es por eso que insistí en venir a verte. —Apeló a Caro—. ¿Cuáles de las cosas que él dejó en la casa podrían ser de interés para otras personas?
Mirando a los ojos oscuros y levemente protuberantes de Muriel, Caro se preguntó si había oído hablar del interés de Ferdinand.
—No, —dijo, y su tono no daba pie a ninguna discusión—. No hay nada de Camden, nada valioso, en esa casa.
Miró a Edward, advirtiéndole silenciosamente que no la apoyara ni dijera nada. Camden nunca había considerado a esta casa, sepultada en el área rural de Hampshire, como una verdadera base. Ella y Edward sabían que su afirmación era absolutamente cierta, pero era una verdad que pocas otras personas probablemente conocerían o adivinarían. Muriel evidentemente no lo había hecho; no sería una sorpresa que Ferdinand creyera que los papeles personales de Camden estarían en sus habitaciones en su casa ancestral.
Muriel frunció el ceño, descontenta con la respuesta de Caro; sin embargo, no tuvo más opción que aceptarla de mala gana.
Caro hizo que Edward hiciera sonar la campana para que les trajeran té. Mientras lo bebían, George, Michael y Geoffrey conversaron acerca de las cosechas, el clima y los rendimientos; ella deliberadamente orientó los pensamientos de Muriel hacia el bazar, indagando sobre los diferentes puestos, refrescos y diversiones que se organizaban bajo el ojo de águila de Muriel.
Una vez terminado el té, Muriel y George se despidieron. Geoffrey se retiró a su estudio; Caro, con Michael y Edward detrás de ella, se dirigió al salón.
Elizabeth había tomado su té allí; puso en una mesa su taza y la novela que había estado leyendo cuando entró Caro.
—Escuché la voz de Muriel. —Hizo una mueca—. Supuse que si me necesitabas, me mandarías buscar.
Caro hizo un gesto.
—Desde luego. —Se sentó en el diván, fijó su mirada en Michael mientras él se instalaba en el sillón al frente de ella. Edward se acomodó en el brazo de la otra silla—. Aquellos dos hombres miserables que vimos hablando con Ferdinand en el bosque. ¿Crees que…?
Edward frunció el ceño.
—¿Cuáles hombres?
Michael se lo explicó. Edward lanzó una mirada de preocupación a Caro.
—¿Crees que Ferdinand los contrató para que robaran la mansión Sutcliffe?
—Creo, —interrumpió Michael decididamente— que nos estamos adelantando. Aun cuando estoy de acuerdo con que Ferdinand, con su súbito interés por los papeles de Camden, y reuniéndose clandestinamente con dos hombres a quienes ni Caro ni yo reconocimos y que ciertamente parecían ladrones, y el hecho de que hubieran robado anoche en la mansión Sutcliffe es sugerente, no es prueba de nada. Es más, pudo ser como lo sugirió George, vagabundos que buscaban protegerse de la tormenta. —Miró a Caro—. El extremo del ala occidental es la parte más aislada de la casa, ¿verdad?
Ella asintió.
—Esa era la razón por la cual le agradaba a Camden, las otras personas de la casa no lo interrumpían.
—Exactamente. Y el bosque invade el terreno por ese lado, así que si algunos vagabundos estuviesen buscando refugio, es el lugar más probable por donde entrarían.
Caro hizo una mueca.
—Estás diciendo que podría ser sólo una coincidencia.
Él asintió.
—No puede decirse que apoye a Leponte, pero no hay evidencia suficiente para acusarlo del robo.
—Pero podemos mantenerlo más estrechamente vigilado. —El tono de Edward se había hecho más duro.
Michael encontró su mirada.
—Ciertamente. A pesar de la falta de pruebas en este caso, definitivamente creo que eso sería conveniente.
Michael y Edward pasaron la media hora siguiente discutiendo posibilidades; acordaron alertar al personal de la Casa Bramshaw para que estuvieran atentos a cualquier intruso, mencionando el robo en la mansión Sutcliffe como la causa de su preocupación.
—La mansión Leadbetter está demasiado lejos como para montar una vigilancia significativa directamente sobre Leponte. —Michael hizo un gesto—. Y con el bazar y el baile, hay demasiadas razones fáciles de presentar para que él se encuentre cerca de Bramshaw. Si no hemos de alertar a la mitad del condado, no hay mucho más que podamos hacer.
Edward asintió.
—El baile será su mejor oportunidad de buscar aquí, ¿no lo crees?
—Sí, debemos asegurarnos que esté vigilado todo el tiempo.
Caro los escuchó, estuvo de acuerdo cuando se lo preguntaron, pero por lo demás permaneció en silencio; ya tenía suficiente con organizar el baile sin preocuparse por Ferdinand. Además, era claro que podía dejar a Michael y a Edward a cargo de hacerlo.
El sol se ponía detrás de los árboles cuando Michael se levantó. Ella se levantó también, observó cómo se despedía de Elizabeth y de Edward; cuando se volvió hacia ella, ella le ofreció su mano y una sonrisa.
—Adiós.
La discusión acerca del baile le había recordado cuánto le faltaba por hacer, por organizar, por supervisar y manejar. A pesar de su decisión de embarcarse en una aventura, no necesitaba otras distracciones en aquel momento.
Él sostuvo su mano y su mirada; luego levantó los dedos y la besó levemente en los nudillos.
—Vendré a visitarte mañana en la tarde.
Ella se volvió con él hacia la puerta; él sostenía su mano todavía.
—Mañana estaré muy ocupada. —Bajó la voz, para que sólo él pudiera escucharla—. Tenemos que hacer muchas cosas con los preparativos para el baile y nuestra contribución al bazar.
Deteniéndose en la puerta, la miró.
—No obstante, vendré a mediados de la tarde. —Las palabras eran una promesa, resaltada por el peso de su mirada. Levantó de nuevo sus dedos; con los ojos fijos en los de ella, los besó y luego los soltó—. Espérame a esa hora.
Con una inclinación, se marchó.
Ella permaneció en el umbral escuchando los pasos que se alejaban… cuando aceptó una aventura, ¿qué exactamente era lo que había aceptado?
La pregunta resonaba en su mente la tarde siguiente, cuando estaba en la terraza, con las manos en las caderas, y miraba enojada a Michael.
Abrió la boca.
Él señaló su nariz con el dedo.
—Sin discutir. ¿Recuerdas?
Ella suspiró exasperada a través de sus dientes apretados.
—Yo…
—Tienes exactamente cinco minutos para ponerte tu traje de montar. Traeré los caballos y nos encontraremos en la escalera principal.
Con esto, se volvió, bajó las escaleras de la terraza y se alejó hacia los establos, dejándola con la boca abierta… y con la sospecha de que no tenía más alternativa que seguir sus planes.
¡Nunca antes le habían ordenado algo de esa forma!
Girando sobre sí, murmurando terribles imprecaciones contra los hombres, contra todos los hombres, presuntuosos o no, se quitó el delantal, pasó por las cocinas para verificar con la cocinera y con la señora Judson, y luego subió apresuradamente las escaleras. Diez minutos más tarde, después de recordar y entregar las instrucciones que se disponía a dar cuando la vista de Michael, que cabalgaba decididamente hacia la casa la había distraído, llegó corriendo al recibo principal.
Al mirar hacia abajo, halando sus guantes de montar, se encontró con un muro de sólidos músculos masculinos que no tuvo dificultad en reconocer.
—¡Voy, voy! —protestó, corriendo.
Él la sostuvo, luego tomó una de sus manos.
—Qué bien.
Su gruñido hizo que ella parpadeara, pero ella no podía ver su rostro, él ya se había vuelto y se dirigía a la puerta, llevándola consigo. Tuvo que apresurarse para mantenerse al paso, asiendo frenéticamente la falda de su traje para no caer por las escaleras detrás de él.
—¡Esto es ridículo! —murmuró mientras él la llevaba implacablemente al lado de Calista.
—No puedo estar más de acuerdo.
Se detuvo al lado de la yegua y se volvió para ayudarla a montar. Cerró sus manos sobre su cintura y luego hizo una pausa.
Ella levantó la mirada, encontró sus ojos. Como siempre, estaba completamente consciente de la preocupación de sus sentidos con él y con su cercanía, pero ahora parecía habituarse al efecto.
—¿Has tenido una aventura antes?
La pregunta hizo que abriera los ojos sorprendida.
—¡No! Desde luego que no… —Las palabras salieron antes de pensarlo.
Pero él se limitó a asentir, melancólicamente.
—Eso pensé.
Con eso la levantó hasta la silla, sostuvo el estribo mientras ella deslizaba su bota en él. Acomodando sus faldas, frunció el ceño mientras él se dirigía a su caballo y montaba.
—¿Y eso que tiene que ver?
Tomando las riendas, él encontró su mirada.
—No lo estás haciendo muy fácil.
Ella entrecerró los ojos.
—Te lo dije. —Ella hizo que Calista avanzara hasta estar a su lado y tomaron el largo sendero—. Está el baile, el bazar, estoy ocupada.
—No lo estás, eres veleidosa y estás buscando excusas para evitar lanzarte al agua.
Ella miró al frente; no intentó mirarlo a los ojos, aun cuando sintió su mirada en su rostro.
—Eres el epítome de la eficiencia, Caro, no puedes esperar que crea que no puedes tomarte dos horas de la tarde antes de lo que es para ti un baile relativamente secundario.
Tenía razón, al menos sobre esta última parte. Frunció el ceño, más interna que externamente. ¿Tenía razón sobre lo demás también? Ella sabía lo que temía; ¿realmente la había penetrado tan profundamente, la tenía el miedo tan aferrada que, sin pensar, instintivamente, como él lo estaba sugiriendo, evitaba cualquier situación que la hiciera enfrentarlo?
Lo miró. Él la estaba observando pero, cuando sus ojos se encontraron, ella advirtió que no estaba tratando de presionarla. Estaba, definitivamente, tratando de comprenderla; hasta entonces, no lo había conseguido.
Su corazón dio un pequeño giro, un pequeño salto; miró al frente. Insegura acerca de cómo se sentía de ser comprendida, o de su deseo de hacerlo. Después de galopar un poco, se aclaró la voz. Suspiró y levantó la barbilla.
—Es posible que parezca que interpongo obstáculos, pero te aseguro que no es mi intención. —Lo miró—. Estoy tan decidida como tú en el rumbo que hemos adoptado.
Sus labios sonrieron con una sonrisa completamente masculina.
—En ese caso, no te preocupes. —Sostuvo su mirada—. Ignoraré tus obstáculos.
Ella miró al frente, sin estar segura de que aprobara este camino; sin embargo… mientras cabalgaban por la dorada tarde, extrajo algún consuelo de ello. A pesar de las tontas vacilaciones a las que pudieran conducirla sus temores, no les permitiría evitarlo o resistirse a él, retirarse. Parecía haber encontrado un aliado en la batalla contra sus temores.
Fue sólo cuando se encontraron casi en el claro que advirtió que se habían desviado de su ruta hacia la Piedra Rufus. Cuando cabalgaron hacia un amplio prado tapizado del verde y dorado de hierba fresca y hojas, se preguntó por qué él había elegido aquel lugar, se preguntó qué se proponía.
Se detuvieron; él se apeó, ató los caballos y luego acudió a ayudarla a desmontar. La bajó lentamente; incluso cuando ya estaba firme en sus pies, no la soltó.
Ella levantó la mirada; sus ojos se encontraron. Ella sintió que la fascinación entre ellos se hacía más fuerte; mientras él la atraía hacia sí e inclinaba la cabeza, sintió que su mutua ansiedad se despertaba.
Con los labios, Michael rozó su frente; luego se inclinó más para trazar la curva de su oreja y acariciar la suave hendidura debajo de ella. Inhaló, dejó que su aroma lo invadiera lentamente, se sintió reaccionar.
—Debería probablemente admitir… —Dejó que las palabras se perdieran mientras la estrechaba contra sí.
Ella deslizó sus manos sobre sus hombros, parpadeó.
—¿Qué?
Sonrió. Inclinó la cabeza.
—Habría ignorado tus obstáculos de todas maneras.
Tomó su boca, sintió que ella se entregaba, sintió que se hundía contra él. Durante un largo momento, sencillamente la saboreó, a ella y a su implícita entrega. Sin embargo, el aislamiento del claro no era la razón por la cual se encontraban allí. No obstante, capturando sus sentidos, centrándolos, y a ella, en todo lo que habría entre ellos, en la intimidad final que pronto existiría antes de que abordara su objetivo inmediato, no era una mala idea.
Eventualmente, él se retiró; cuando levantó la cabeza, ella abrió los ojos, miró en los suyos.
—¿Por qué elegiste este lugar?
Michael podía confundir sus sentidos, pero su inteligencia era más resistente. Soltándola, la tomó de la mano y la llevó consigo hacia la piedra.
—Cuando vinimos aquí la última vez… —Aguardó hasta que ella levantó la mirada, hasta que pudo capturar sus ojos—. Cuando cabalgamos hacia el claro, te estaba incitando. —Vio que ella lo recordaba—. Quería una reacción, pero la que obtuve no la pude interpretar; incluso ahora, no puedo interpretarla.
Mirando hacia el frente, ella se detuvo; él también lo hizo, pero no soltó su mano. Se movió para quedar frente a ella.
—Estábamos discutiendo la vida de la esposa de un embajador, esto es, la tuya, y los deberes que tú o cualquier otra dama en esa posición tendría que atender.
Ella apretó los labios. Sin mirarlo, haló su mano; él la asió con más fuerza.
—Tú me advertiste que todo embajador necesita una esposa adecuada, mencioné que lo mismo sucedía con los Ministros del Gabinete. —Implacablemente, prosiguió—. Luego yo señalé que Camden había sido un embajador magistral.
Sus dedos se agitaban en los de Michael, pero ella se negaba a mirarlo; su expresión era de piedra, ominosamente firme.
—Te traje aquí para preguntarte qué te había enojado. Y por qué.
Durante un largo momento, ella permaneció completamente inmóvil, como una estatua, excepto por el pulso que él veía latir en la base del cuello. Estaba enojada otra vez, pero de una manera diferente… o de la misma manera, agravada por algo más.
Finalmente, suspiró profundamente, lo miró un instante, pero no encontró sus ojos.
—Yo… —de nuevo suspiró profundamente, levantó la cabeza, y fijó su mirada en los árboles—. Camden se casó conmigo porque vio en mí a la anfitriona perfecta, la mejor ayudante para un embajador.
Su voz era llana, sin ninguna inflexión; ocultaba sus ojos, sin que él tuviera oportunidad de leer sus sentimientos; se vio obligado a adivinar, a tratar de seguir su orientación.
—Camden era un diplomático de carrera, un diplomático muy experimentado y astuto cuando se casó contigo. —Hizo una pausa y luego agregó—. Tenía razón.
—Lo sé.
Las palabras estaban tan cargadas de emoción que temblaban. Se negaba a mirarlo; él oprimió su mano.
—Caro… —Cuando ella no respondió, dijo quedamente—: No puedo ver si tú no me muestras.
—¡No quiero que veas! —Intentó lanzar las manos al aire, encontró que sus dedos estaban atrapados en los de Michael y haló—. Oh, ¡santo cielo! Suéltame. No puedo escapar de ti, ¿verdad?
El hecho de que ella lo reconociera hizo que aflojara la mano. Envolviéndose en sus brazos, ella caminaba, mirando hacia abajo, alrededor de la piedra. La agitación brillaba en ella; sin embargo, sus pasos eran decididos; su expresión, lo que él atisbaba de ella, sugería que estaba luchando, pero con qué no podía adivinarlo.
Eventualmente, habló, pero no aminoró sus pasos.
—¿Por qué necesitas saber?
—Porque no quiero herirte otra vez. —Ni siquiera tuvo que pensar la respuesta.
Sus palabras hicieron que ella se detuviera; lo miró por un momento y luego continuó caminando, de un lado al otro de la piedra, dejando el monumento entre ellos.
Después de otra tirante pausa, habló; sus palabras eran bajas pero claras.
—Yo era joven, muy joven. Sólo tenía diecisiete años. Camden tenía cincuenta y ocho. Piensa en eso. —Prosiguió—. Piensa en cómo un hombre de cincuenta y ocho años, muy mundano, experimentado, aún apuesto y devastadoramente encantador, persuade a una chica de diecisiete años, que ni siquiera había pasado una temporada en Londres, de casarse con él. Fue tan fácil para él hacerme creer en algo que sencillamente no estaba allí.
Lo golpeó. No como un golpe, sino como el borde afilado de un cuchillo. Súbitamente se encontró sangrando de un lugar que ni siquiera sabía que podía ser herido.
—Ay, Caro.
—¡No! —Ella lo rodeó, con los ojos plateados en llamas—. ¡No te atrevas a sentir compasión por mí! Es sólo que no sabía… —Abruptamente, agitó las manos y se volvió. Respiró profundamente y se enderezó, levantó la cabeza—. De cualquier manera, todo está en el pasado.
Él quería decirle que heridas pasadas adecuadamente sepultadas no nos afectan aquí y ahora. Pero no pudo hallar las palabras apropiadas, palabras que ella aceptara.
—Habitualmente, no soy tan sensible a ello, pero ese asunto entre tú y Elizabeth… —Su voz se hizo más débil; respiró de nuevo, mirando a lo lejos, hacia los árboles—. Entonces ahora lo sabes. ¿Estás contento?
—No. —Se movió, dio la vuelta a la piedra y cerró la brecha entre ellos—. Pero al menos ahora comprendo.
Ella miró por encima de su hombro mientras él deslizaba sus manos sobre su cintura. Frunció el ceño.
—No puedo ver por qué necesitas hacerlo.
Él la volvió, cerró sus brazos e inclinó la cabeza.
—Lo sé.
«Pero lo harás».
Escuchó las palabras en su mente mientras ponía sus labios sobre los de ella. No ávidamente, sino tentadoramente, incitándola. Ella lo siguió, al principio no con su habitual anhelo tempestuoso, pero lo siguió. Fue una progresión más lenta, más considerada, más deliberada hacia las llamas; paso a paso, él guiaba, ella lo seguía.
Hasta que ardieron. Hasta que el calor de sus bocas, la presión del cuerpo contra el otro cuerpo, ya no fue suficiente para ninguno de los dos.
Atrapados en el momento, envueltos en su promesa, necesitando su calor para desterrar el frío del pasado, Caro resintió incluso el momento que él se tomó para retroceder, sacarse el saco de encima y extenderlo en la hierba debajo de un enorme roble. Cuando se acercó y la acostó, ella vino a él ávidamente, deseosa, necesitando el contacto, la seguridad inefable que le daban sus besos, las caricias cada vez más osadas.
Como de costumbre, no le pidió permiso para abrir su corpiño, deshacerse de su camisón y dejar sus senos desnudos… sólo lo hizo. Luego se dio un festín, ofreciéndole delicia tras delicia sensual, hasta que ella respiró ahogadamente, con la piel tirante, febril y ardiente.
Él no preguntó, sino que simplemente haló su falda y deslizó su mano debajo de ella. Sus dedos exploradores encontraron su rodilla, la rodearon y luego avanzaron hacia arriba, deteniéndose acariciadores en la parte de adentro de sus muslos hasta que los músculos temblaron, hasta que ella se movió, se apretó contra él, exigiendo sin palabras…
Ella sabía qué quería, pero cuando él tocó sus rizos, casi expira. No sólo de placer, sino de anticipación. Él apartó sus muslos osadamente, acarició sus rizos, recorrió su suave carne en una lánguida exploración que la dejo ardiendo, húmeda y palpitante. Luego su toque se hizo más firme.
Soltó el seno que había estado succionando incitador; levantando su cabeza, con los párpados pesados, sostuvo su mirada mientras deslizaba un dedo en su interior.
La conciencia la atenazó, atormentadoramente aguda. Perdió el aliento, perdió el contacto con su mente; todos los sentidos que poseía se concentraron en aquella penetración firme, en su continua invasión mientras él la penetraba más y más profundamente.
Antes de que pudiera recuperar el aliento, él la acarició firme, deliberadamente. Luego inclinó la cabeza y cubrió sus labios, la besó como si fuese una hurí de su propiedad.
Ella devolvió sus besos como si lo fuese, ávida, ambiciosa… exigiendo, ordenando, incluso deliberadamente incitándolo. Él respondió de la misma manera. Sus bocas se fundieron, con las lenguas entrelazadas, mientras él movía sus manos entre sus muslos, la acariciaba, la dejaba sin sentido.
Aferrada a sus hombros, mantuvo el beso, súbitamente desesperada por tantas razones. Desesperada porque él la siguiera besando para que no viera, para que no tuviera la oportunidad de ver, para que ella no tuviera la ocasión de delatarse al revelarle qué novedosas, qué indescriptiblemente excitantes y brillantes, qué fascinantes eran las nuevas sensaciones que él le brindaba.
Desesperada porque no se detuviera.
Desesperada por llegar a una cima sensual, por destrozar la tensión que crecía, se enroscaba y se acumulaba dentro de ella.
Quiso gritar.
Incluso durante el beso, ella lo sintió maldecir; luego su mano se movió entre sus muslos.
Ella intentó retirarse para protestar; él se negó a dejarla, la siguió, manteniéndola atrapada en el beso…, luego un segundo dedo siguió al primero, súbitamente, sorprendentemente, escalando la presión. La tensión aumentó aún más; ella sintió que su cuerpo se endurecía contra el de él.
Él la acostó. Luego su mano se movió otra vez; su dedo la tocó, la acarició y luego se detuvo, oprimiendo al tiempo con la caricia de sus dedos.
Ella se rompió como el cristal a la luz brillante del sol; fragmentos de placer atravesándola, afilados, cortantes, liberando abruptamente la tensión, dejando que fluyera hacia un estanque dorado. El estanque brillaba, latía; su calor la invadió, latía debajo de su piel, en las yemas de sus dedos, en su corazón.
La maravilla la atrapó, la acunó, la arrancó del mundo por primera vez, flotando en el éxtasis de sus sentidos.
Lentamente regresó, al mundo físico, a la comprensión. Al conocimiento de lo que era el deleite físico, a un atisbo de lo que había perdido durante todos aquellos años, a un conocimiento más profundo de lo que había estado esperando… y de lo que él le había dado.
Él levantó la cabeza; había estado observándola y aún lo hacía.
Ella sonrió lenta, perezosamente, sensualmente saciada por primera vez en su vida. Disfrutándolo.
Su sonrisa lo decía todo; Michael se sumió en ella, decidió que era aún mejor que la sonrisa que ella le había obsequiado cuando le dijo que ya no estaba considerando a Elizabeth como su novia.
Era una sonrisa que valía todos los esfuerzos que estaba plenamente decidido a hacer —renovó mentalmente su juramento de hacerlos— para ver que adornara su rostro todas las mañanas y todas la noches. Era una sonrisa que ella merecía tanto como él.
Retiró sus dedos de ella; ella había estado tirante, muy tirante, pero Camden había muerto dos años atrás y ya era una persona mayor desde hacía tiempo. Pero cuando él bajó sus faldas, vio una irritación en sus ojos, un opacarse de la gloria plateada. Arqueó una ceja en una pregunta muda.
Su irritación se hizo más definida.
—Y, ¿qué hay de ti? —Se volvió hacia él; su mano lo halló, rígido como el granito e igualmente duro. Su leve caricia lo habría puesto de rodillas si hubiese estado de pie.
Él tomó su mano, tuvo que luchar por encontrar un aliento suficiente para decir:
—Esta vez no.
—¿Por qué no?
Hubo un indicio de algo más allá de lo evidente en su decepción, una decepción lo suficientemente clara para alterar su mirada ya intensa.
—Porque tengo planes.
De hecho, los tenía y no estaba dispuesto a compartirlos con ella. Dada su reconocida propensión a interponer obstáculos, entre menos supiera, mejor.
Su irritación se hizo sospechosa.
—¿Cuáles?
Acostándose, deslizó un brazo a su alrededor y la atrajo sobre sí.
—No necesitas conocerlos. —Inclinó la cabeza de Caro, tomó su labio inferior entre sus dientes y haló suavemente; luego susurró—, pero si quieres, puedes tratar de adivinarlos.
Ella se rio. Él recordó que ella no reía con frecuencia. Cuando sus labios se oprimieron contra los suyos y ella se entregó a su afán de persuadirlo, decidió hacerla reír más, apartar las nubes que, bajo toda su elegancia, parecían haber opacado su vida durante demasiado tiempo.
Luego ella se movió más decididamente, sobre él, puso su corazón y su alma en el beso, y él se olvidó de todo lo demás y se entregó sólo a besarla.
A pesar de sus esfuerzos, Caro no averiguó nada acerca de los planes de Michael. Cuando regresaron a la Casa Bramshaw, sus deberes descuidados la reclamaron; sólo cuando puso su cabeza en la almohada aquella noche tuvo oportunidad de pensar sobre lo que había ocurrido en el claro. Sobre lo que él había querido, lo que había aprendido, lo que la había hecho sentir.
Sólo la evocación hizo que su carne latiera por el deleite recordado; su cuerpo aún brillaba tenuemente con el momento posterior al placer. Cierto, Camden la había tocado de maneras similares; los velos que ella había tendido sobre aquellas pocas noches en las que había venido a su cama oscurecían los detalles; sin embargo, nunca había sentido en Camden lo que sentía en Michael, y nunca había reaccionado, nunca había sentido con Camden la excitación y, mucho menos, la gloria que experimentaba en brazos de Michael.
A pesar de la preocupación secreta que aún la atormentaba —que algo saldría mal que, al final, cuando llegara el momento, lo que anhelaba sencillamente no ocurriría— sintió una avidez, una anticipación, la compulsión de seguir adelante, de explorar y experimentar tanto como pudiera. Tanto como él le mostrara.
Cualesquiera que fuesen sus planes, ella lo seguiría sin importar las consecuencias.
A pesar de todo lo demás, había un punto vital que ella simplemente tenía que conocer.