Capítulo 1

Fines de junio, 1825

Finca Fyeworth, cerca de Fitham en New Forest, Hampshire

ESPOSA, esposa, esposa, esposa.

Michael Anstruther-Wetherby maldijo por lo bajo. Aquel refrán lo había atormentado durante las últimas veinticuatro horas. Cuando se había marchado del desayuno nupcial de Amelia Cynster, había sonado al ritmo de las ruedas de su carruaje; ahora resonaba en el paso firme de los cascos de sus percherones bayos.

Apretando los labios, hizo girar a Atlas para salir del patio del establo y lo condujo por el largo sendero que rodeaba su casa.

Si no hubiese ido a Cambridgeshire para asistir a la boda de Amelia, podría estar un paso más cerca de ser un hombre rico. Pero la boda había sido un acontecimiento que ni siquiera consideró perderse; aparte del hecho de que su hermana Honoria, Duquesa de St. Ives, era la anfitriona, la boda había sido una reunión familiar y él valoraba los lazos de familia.

Los vínculos familiares le habían ayudado inconmensurablemente en años recientes, primero para obtener un cargo como Miembro del Parlamento para su distrito, y luego para forjar su ascenso por entre los rangos. Sin embargo, esta no era la fuente de su agradecimiento; la familia siempre había significado mucho para él.

Al rodear la casa, una mansión sólida, de tres plantas, construida en piedra gris, su mirada se posó —como solía hacerlo siempre que pasaba por aquel lugar— en el monumento que se encontraba en el arcén, a medio camino entre la casa y la portada. Instalado contra los arbustos que llenaban los vacíos entre los altos árboles, como un fondo de contraste, la sencilla piedra había estado allí durante catorce años; señalaba el lugar donde su familia —sus padres, un hermano menor y una hermana— que llegaban apresuradamente a casa en un carruaje en medio de la tormenta, habían muerto a causa de un árbol que cayó sobre ellos. Él y Honoria habían presenciado el accidente desde las ventanas del salón de clase.

Quizás era sólo parte de la naturaleza humana valorar altamente algo que se ha perdido.

Impresionados y tristes, él y Honoria al menos se tenían el uno al otro, pero dado que él contaba apenas con diecinueve años y ella dieciséis, se vieron obligados a separarse. Nunca habían perdido el contacto —incluso ahora, eran muy cercanos— pero Honoria, desde entonces, había conocido a Diablo Cynster y ahora tenía su propia familia.

Refrenando a Atlas cuando se acercó a la piedra, Michael se sintió agudamente consciente de que él no tenía una familia. Su vida estaba llena a reventar, su horario perpetuamente atiborrado; sin embargo, en momentos como este, esta carencia brillaba con claridad, y lo aguijoneaba la soledad.

Se detuvo, observando la piedra; luego apretó los labios, miró hacia el frente y haló de las riendas. Atlas retomó el paso; al cruzar la portada, Michael se lanzó al galope por el estrecho sendero.

El sonido dantesco de caballos que relinchaban desapareció lentamente.

Hoy estaba decidido a dar el primer paso para conseguir su propia familia.

Esposa, esposa, esposa.

El campo se cerraba a su alrededor, lo envolvía en sus exuberantes brazos verdes, lo acogía en los bosques que eran para él la esencia del hogar. La luz del sol titilaba, destellaba por entre las hojas que se movían. Los pájaros llamaban y trinaban; aparte del susurro del dosel de verdor, no había otro sonido que puntuara el golpe de los cascos de Atlas. El estrecho y serpenteante sendero sólo conducía a la mansión, uniéndose a un camino más amplio que conducía a Lyndhurst, hacia el sur. No lejos de la confluencia, otro sendero se desviaba hacia el oriente y conducía al pueblo de Bramshaw, y a Casa Bramshaw, su destino.

Se había decidido por este curso de acción unos meses atrás, pero de nuevo los asuntos del gobierno habían exigido su atención y había dejado abandonado este proyecto… Cuando lo advirtió, se había detenido, se había concentrado y había elaborado un cronograma. A pesar de la distracción de la boda de Amelia, había seguido rígidamente el plan que se había impuesto a sí mismo y había dejado el desayuno de la boda a tiempo para conducir hasta allí. Hasta su destino necesario.

Dejando Somersham a media tarde, había pasado la noche en casa de un amigo en Baskingstoke. No le había mencionado la razón que tenía para dirigirse a casa; sin embargo, esta pesaba en su mente, la apresaba. Había partido temprano y había llegado a casa a media mañana; ahora eran las dos de la tarde y estaba decidido a no demorar más. La suerte estaría echada, el asunto, sino terminado, al menos comenzado, medio arreglado.

«¿Un asunto de elecciones?».

«Podría decirse que sí».

La pregunta de Amelia, su respuesta, perfectamente sincera a su manera. Para un Miembro del Parlamento que había llegado a la edad de treinta y tres años soltero, y a quien se había informado que estaba siendo considerado para una promoción al Ministerio, el matrimonio era definitivamente un asunto de elecciones.

Había aceptado que debía casarse; siempre había pensado que algún día lo haría. ¿De qué otra manera podría formar la familia que ansiaba tener? Sin embargo, los años habían transcurrido; él se había encontrado inmerso en su carrera y, a través de ella y de su íntima relación con los Cynster y la alta sociedad, cada vez más consciente de la amplitud de experiencia que incluía el estado matrimonial, se había visto cada vez menos inclinado a casarse.

No obstante, ahora había llegado el momento. Cuando el Parlamento levantó sus sesiones por el verano, no tenía duda de que el Primer Ministro esperaba que él regresara en el otoño con una esposa del brazo, permitiendo así que se considerara su nombre dentro de los inminentes cambios del gabinete. Desde abril, había estado buscando activamente su novia ideal.

La paz del campo lo envolvía; el refrán «esposa, esposa, esposa», aún lo seguía pero su tono se hacía menos compulsivo en cuanto más se acercaba a su objetivo.

Había sido sencillo definir las cualidades que requería: belleza pasable, lealtad, capacidades de apoyo, tales como talento como anfitriona, y algún grado de inteligencia iluminada con un toque de humor. Encontrar un modelo semejante no fue tan sencillo; después de pasar horas en los salones de baile, concluyo que sería más sabio buscar una novia que comprendiera la vida de un político, aún mejor, la vida de un político exitoso.

Luego conoció a Elizabeth Mollison o, más exactamente, la conoció de nuevo pues, estrictamente hablando, la había conocido toda su vida. Su padre, Geoffrey Mollison, era dueño de una mansión de los alrededores, la Casa Bramshaw, y anteriormente se había desempeñado como Miembro del Parlamento por ese distrito. Deprimido por la muerte inesperada de su esposa, Geoffrey había renunciado a su cargo en el preciso momento en que Michael se acercaba al partido con el apoyo de su abuelo y de los Cynster. Había sido como un acto del destino. Geoffrey se había sentido aliviado de entregar las riendas a alguien a quien conocía; aun cuando tenían caracteres bastante disímiles —especialmente en lo que respecta a la ambición— Geoffrey siempre lo había alentado y se había mostrado dispuesto a ayudarlo.

Esperaba que lo ayudara ahora y apoyara su idea de casarse con Elizabeth.

Ella parecía estar extraordinariamente cerca de su ideal. Ciertamente era muy joven —diecinueve años— pero era también bien educada y sin duda había sido bien criada; por lo tanto, a su juicio, era capaz de aprender cualquier cosa que necesitara saber. Lo más importante, sin embargo, era que había crecido en una casa de políticos. Incluso después de que su madre muriera y su padre se retirara, Elizabeth había sido confiada al cuidado de su tía Augusta, Lady Cunningham, quien estaba casada con un diplomático de alto rango.

Más aún, su tía menor, Caroline, había desposado a Camden Sutcliffe, el legendario embajador británico ante Portugal. Aun cuando Sutcliffe había muerto dos años atrás, Elizabeth había pasado también algún tiempo en Lisboa con su tía Caro.

Elizabeth había vivido prácticamente toda su vida en hogares dedicados a la política y a la diplomacia. Estaba seguro de que ella sabría cómo manejar el suyo. Y casarse con ella fortalecería su posición, ya reconocidamente fuerte, en la localidad; probablemente, pasaría en el futuro mucho tiempo dedicado a los asuntos internacionales, y una esposa que mantuviera alimentado el fuego del hogar sería un regalo del cielo.

Mentalmente repasó lo que le diría a Geoffrey. Aún no deseaba hacer una petición formal de la mano de Elizabeth, necesitaba conocerla mejor y permitir que ella lo conociera. Pero dada la conexión entre él y los Mollison, consideraba que sería prudente sondear a Geoffrey; no tenía sentido proseguir si él se oponía a esta unión.

Michael dudaba que lo hiciera, pero sería mejor preguntar, mantener a Geoffrey firmemente de su lado. Si después de dos o tres encuentros Elizabeth mostraba ser tan agradable y dispuesta como parecía serlo en la ciudad, podrían avanzar hacia una propuesta y luego al altar, todo a buen tiempo para el otoño.

Calculador quizás; sin embargo, en su concepto, un matrimonio basado en aspiraciones mutuas y en el afecto, y no en la pasión, era lo que más le convendría.

A pesar de su estrecha relación con los Cynster, no se consideraba igual a ellos en lo que se refería al matrimonio; él era un tipo de hombre diferente. Ellos eran apasionados, decididos, altivamente arrogantes; aun cuando admitía ser decidido, había aprendido largo tiempo atrás a ocultar su arrogancia; era un político y, por consiguiente, no era un hombre dado a pasiones salvajes.

No era un hombre que permitiera que el corazón gobernara su cabeza.

Un matrimonio sencillo con una dama que se aproximara a su ideal, eso era lo que necesitaba. Había discutido esta perspectiva y específicamente la posibilidad de proponer matrimonio a Elizabeth Mollison con su abuelo, y también con su tía, la señora Harriet Jennet, una reconocida anfitriona de políticos; ambos habían apoyado su posición, en ambos casos con la típica mordacidad de los Anstruther-Wetherby.

Harriet había gruñido:

—Me alegro de ver que Honoria y ese grupo aún no te han hecho perder la cabeza. La posición que tendrá tu esposa es demasiado importante para decidirla por el color de los ojos de una dama.

Michael dudaba que el color de los ojos de una dama hubiera sido jamás algo importante en la mente de un Cynster como un factor determinante para el matrimonio, los otros atributos físicos quizás…, desde luego, contuvo su lengua.

Magnus había hecho varios comentarios rigurosos sobre la inconveniencia de dejar que la pasión gobernara la propia vida. Sin embargo, extrañamente, aun cuando lo animaba casi a diario a dedicarse a asegurar la mano de Elizabeth, durante la boda de Amelia en Somersham, Magnus había descuidado la oportunidad perfecta de presionarlo… pero, desde luego, existía la tradición de que todas las bodas celebradas en Somersham Place eran motivadas por el amor. Quizás fue eso —que el matrimonio que él estaba decidido a contraer, más aún, que necesitaba contraer, no sería un matrimonio por amor— aquello había persuadido a su abuelo a aferrarse a la sabiduría y, en aquella compañía, se había abstenido de hablar.

El sendero serpenteaba, camino a la Casa Bramshaw; una extraña impaciencia lo invadió, pero mantuvo a Atlas a un paso constante. Más adelante, los árboles eran más escasos; más allá de ellos, atisbando a través de los troncos de la espesa maleza, podía ver los campos ondulantes que bordeaban el sendero de Lyndhurst.

Un sentimiento de certidumbre se apoderó de él; era el momento adecuado para avanzar y casarse, para formar otra familia, crear la próxima generación, para arraigarse más profundamente y pasar a la siguiente fase de su vida.

El sendero era una serie de curvas; los árboles y la maleza eran lo suficientemente espesos como para ahogar los sonidos a cualquier distancia; para cuando lo alcanzó el ruido de un carruaje que se aproximaba velozmente y el golpe de cascos, el coche estaba casi sobre él.

Sólo tuvo tiempo de apartar a Atlas hacia un costado del sendero antes de que una calesa, fuera de control y a toda velocidad, doblara rápidamente la curva.

Pasó velozmente a su lado, dirigiéndose hacia la mansión. Con una expresión melancólica, pálida como la muerte, una mujer delgada luchaba con las riendas, intentando desesperadamente refrenar el caballo.

Michael maldijo y espoleó a Atlas. Llegó como una tromba detrás del caballo antes de que lo hubiera pensado siquiera. Luego lo pensó y maldijo de nuevo. Los accidentes de coche eran su peor pesadilla; la amenaza de presenciar otro se clavó como una espuela en su costado. Incitó a Atlas a avanzar.

La calesa estaba disparada, casi volando; el caballo pronto se fatigaría, pero el sendero sólo conducía a la casa, y llegaría a ella demasiado rápido.

Él había nacido en aquella casa, había vivido allí sus primeros diecinueve años; conocía cada palmo del sendero. Atlas estaba descansado; soltó las riendas y cabalgó con las manos y las rodillas.

Estaban avanzando, mas no lo suficiente.

Pronto el sendero se convertiría en el camino de entrada, que terminaba con una vuelta cerrada en el patio al que daba la puerta principal de la casa. El caballo tomaría la curva; la calesa no. Se volcaría, la dama sería lanzada… hacia las rocas que bordeaban los arriates.

Maldiciendo interiormente, espoleó a Atlas. El gran percherón respondió, extendiéndose, con las patas como centellas, mientras se acercaban, palmo a palmo, a la calesa que se agitaba salvajemente. Casi estaban a su lado.

Apareció súbitamente la portada, luego ya la habían dejado atrás.

No había tiempo.

Recogiéndose, Michael saltó de la silla a la calesa. Se aferró al asiento, se arrastró sobre él. Abalanzándose sobre la dama, tomó las riendas y las haló con fuerza.

La dama gritó.

El caballo relinchó.

Michael las sostuvo, con todas sus fuerzas. No había tiempo, el camino terminaba, para preocuparse por nada diferente de detener el caballo.

Los cascos resbalaron; el caballo relinchó de nuevo, se meció hacia un lado y se detuvo. Michael tomó el freno, demasiado tarde. El impulso hizo que la calesa girara sobre sí misma; sólo la suerte impidió que se volcara.

La dama fue lanzada a la vera del camino, cubierto de hierba.

Él fue lanzado detrás de ella.

Ella aterrizó boca abajo; él a medias encima de ella.

Durante un instante, no pudo moverse, no pudo respirar, no pudo pensar. Reacciones, miles de ellas, lo recorrieron internamente. El cuerpo delgado, frágil, atrapado bajo el suyo, delicado y sin embargo elementalmente femenino, hizo que se disparara su instinto de protección, sólo para desencadenar el horror y una furia incipiente por lo que casi se había revelado. Por lo que se había puesto en peligro.

Luego se agolpó en él el miedo, arremolinado, irracional y antiguo, profundo y oscuro. Lo invadió, se apoderó de él, estranguló todo lo demás.

Escuchó el ruido de cascos que se movían en la grama, miró a su alrededor. El caballo, resoplando, intentaba caminar, pero la calesa no avanzaba; el caballo se detuvo. Atlas se había detenido al otro lado del prado y permanecía allí mirando, con las orejas levantadas.

—¡Uuuff!

Debajo de él, la dama luchaba. El hombro de Michael estaba atravesado en su espalda, sus caderas anclaban sus muslos; ella no podía moverse hasta que él lo hiciera. Rodó hacia atrás, se sentó. Su mirada cayó sobre el monumento de piedra, a pocos pasos de allí.

El terror de los caballos que relinchaban invadió su mente.

Apretando los labios, respiró profundamente y se puso de pie. Observó, con una expresión melancólica cómo la dama se volvía para sentarse.

Se inclinó, la tomó de las manos, y la levantó sin ceremonias.

—De todas las estúpidas, idiotas… —Se interrumpió, luchó por controlar su ira, que volaba sobre las alas de aquel remolino de miedo irracional. Perdió la batalla. Poniendo las manos en su cintura, miró enojado a la causa de su furia—. Si no puede manejar las riendas, no debería conducir. —Soltó las palabras, no le importó si la herían—. ¡Estuvo a un paso de un grave accidente, si no de la muerte!

Por un instante, se preguntó si ella era sorda; no dio indicación alguna de haberlo escuchado.

Caroline Sutcliffe quitó el polvo de sus manos enguantadas, y les agradeció a las estrellas haber llevado guantes. Ignorando el sólido bulto de hombre que reverberaba de ira ante ella, —no tenía idea quién era; aún no había visto su rostro— sacudió sus faldas, sonrió interiormente ante las manchas de césped, luego ajustó su corpiño, las mangas, su chal de gasa. Y finalmente se dignó mirarlo.

Tuvo que levantar la mirada, era más alto de lo que pensó. Más ancho de hombros también… la impresión física que sintió cuando él aterrizó a su lado en el asiento de la calesa, mezclada con la que sintió cuando cayó sobre ella en el césped, le volvió fugazmente a la mente; la expulsó de ella.

—Gracias, señor, quien quiera que sea, por su rescate, así haya sido poco elegante. —Su tono habría agraciado a una duquesa, fresco, confiado, seguro y altivo. Precisamente el tono que debía usarse con un macho presuntuoso. Sin embargo…

Su mirada llegó a su rostro. Ella parpadeó. El sol estaba a espaldas de Michael; ella se encontraba a plena luz, pero el rostro de él estaba en la sombra.

Levantando la mano, se protegió los ojos y lo observó sin disimulo. Un rostro de rasgos fuertes con una mandíbula cuadrada y los planos duros, angulosos, de su propia clase. Un rostro de patricio de amplia frente, delimitada por cejas oscuras y rectas sobre ojos que el recuerdo coloreaba de un azul suave. Su cabello era abundante, marrón oscuro; el toque de plata en sus sienes sólo lo hacía más distinguido. Era un rostro de mucho carácter. Era el rostro que había venido a buscar. Inclinó la cabeza.

—¿Michael? Usted es Michael Anstruther-Wetherby, ¿verdad?

Michael la contempló asombrado: un rostro en forma de corazón, rodeado por un nimbo de finos cabellos castaños, tan ligeros que flotaban, soplados suavemente como una corona de diente de león alrededor de su cabeza, sus ojos, de un azul plateado, levemente rasgados…

—¿Caro?

Ella le sonrió, evidentemente complacida; por un instante, él —todo su ser— se inmovilizó.

Los caballos que relinchaban callaron abruptamente.

—Sí, han pasado años desde que hablamos por última vez… —Su mirada se hizo vaga mientras evocaba.

—En el funeral de Camden, —le recordó Michael. Su difunto esposo, Camden Sutcliffe, una leyenda en los círculos diplomáticos, había sido el embajador de Su Majestad ante Portugal; Caro había sido la tercera esposa de Sutcliffe.

Ella se concentró de nuevo en su rostro.

—Tienes razón, hace dos años.

—No te he visto en Londres. —Sin embargo, había oído hablar de ella; el cuerpo diplomático la apodaba La Viuda Alegre—. ¿Cómo has estado?

—Muy bien, mil gracias. Camden era un buen hombre y lo echo de menos, pero… —Se encogió levemente de hombros—. Era más de cuarenta años mayor que yo, así que siempre esperé este desenlace.

El caballo se movió, arrastrando en vano la calesa rota. Regresaron al presente y ambos se inclinaron hacia delante; Caro sostuvo la cabeza del caballo mientras Michael desenmarañaba las riendas y luego revisaba el arnés. Frunció el ceño.

—¿Qué sucedió?

—No tengo idea. —Frunciendo también el ceño, Caro acarició la nariz del caballo—. Venía de la reunión de la Asociación de Damas en Fordingham.

El seco golpe de cascos hizo que ambos se volvieran hacia la verja. Una calesa entró trotando; la corpulenta dama que la conducía los vio, los saludó con la mano y luego dirigió vigorosamente la calesa hacia ellos.

—Muriel insistió en que yo asistiera a la reunión. Ya sabes cómo es ella. —Caro habló con rapidez, su voz ahogada por el sonido de la calesa que se aproximaba—. Se ofreció a llevarme, pero decidí que si debía recorrer una distancia tan larga, podría utilizar el viaje para visitar a Lady Kirkwright. Entonces partí temprano, asistí a la reunión, y Muriel y yo regresamos juntas.

Michael comprendió todo lo que le decía. Muriel era la sobrina de Camden, la sobrina política de Caro, aunque Muriel era siete años mayor que ella. Ella también había crecido en Bramshaw; a diferencia de ellos dos, Muriel nunca se había marchado. Nacida y educada en la mansión Sutcliffe, en el extremo del pueblo, ahora vivía en el centro de este en la Casa Hedderwick, la residencia de su marido, a un paso de la entrada de la Casa Bramshaw, la casa de la familia de Caro. Es más, Muriel se había elegido a sí misma como organizadora de la parroquia, papel que había desempeñado durante largos años. Aun cuando su forma de ser a menudo era abrumadora, todos, incluso ellos, soportaban su carácter dominante por la sencilla razón de que se desempeñaba bien en una tarea necesaria.

Con un elegante giro, Muriel detuvo su calesa en el patio delantero. Tenía una belleza un poco masculina, pero era ciertamente atractiva con su postura muy erguida y su cabello oscuro.

Miró fijamente a Caro.

—¡Santo cielo, Caro! ¿Fuiste lanzada de la calesa? Tienes manchas de césped en tu vestido. ¿Te encuentras bien? —Su tono era débil, como si no pudiera creer lo que sus ojos veían—. Por la forma cómo partiste, nunca pensé que pudieras detener a Henry.

—No lo hice. —Caro señaló a Michael—. Por fortuna, Michael estaba saliendo, valiosamente, saltó a la calesa y realizó la proeza necesaria.

Michael encontró su mirada y vio asomarse en ella una sonrisa graciosamente agradecida. Consiguió no sonreír a su vez.

—Gracias al cielo. —Muriel se volvió hacia él, inclinándose un poco para saludar—. Michael, no sabía que habías regresado.

—Llegué esta mañana. ¿Tienes alguna idea de por qué se desbocó Henry? He revisado las riendas y el arnés y no parece haber una causa evidente.

Muriel frunció el ceño.

—No. Caro y yo nos dirigíamos juntas a casa, luego Caro giró por este sendero. Sólo había avanzado un poco cuando Henry se desbocó y luego —Muriel hizo un gesto— partió disparado. —Miró a Caro.

Caro asintió.

—Sí, así ocurrió. —Acarició la nariz de Henry—. Lo cual es extraño, habitualmente es un animal plácido. Siempre lo llevo cuando estoy en casa.

—Bien, la próxima vez que nos encontremos en Fordingham te llevaré conmigo, puedes estar segura de ello. —Muriel la miró con sorpresa—. Casi tengo palpitaciones, esperaba encontrarte destrozada y cubierta de sangre.

Caro no respondió directamente; frunciendo el ceño, estudiaba el caballo.

—Algo debió asustarlo.

—Posiblemente un ciervo. —Muriel recogió las riendas—. Los arbustos son tan densos en ese trayecto que es imposible ver qué pueda estar agazapado en ellos.

—Cierto. —Caro asintió—. Pero Henry lo habría sabido.

—Efectivamente. Pero ahora que estás a salvo, debo continuar mi camino. —Muriel miró a Michael—. Estábamos discutiendo la organización del bazar de la iglesia y debo comenzar con los preparativos. ¿Supongo que asistirás?

Él sonrió con facilidad.

—Desde luego —Hizo una nota mental para enterarse de cuándo era el bazar—. Mis saludos a Hedderwick, y a George, si lo ves.

Muriel inclinó la cabeza.

—Les daré tus saludos.

Intercambió una graciosa inclinación con Caro y luego contempló la calesa de Caro, que obstaculizaba la salida del patio. Michael miró a Caro.

—Llevemos a Henry a los establos. Haré que Hardacre lo examine; quizás pueda sugerir algo que explique por qué se desbocó.

—Una idea excelente.

Caro aguardó mientras él se inclinó y soltó el freno de la calesa; luego agitó una mano para despedirse de Muriel e hizo avanzar a Henry.

Michael verificó que la calesa no tuviese daños y que las ruedas giraran libremente. Una vez despejado el patio, se despidió de Muriel. Con una inclinación majestuosa, ella condujo su caballo hacia la entrada. Él se volvió para seguir a Caro.

Atlas continuaba aguardando pacientemente; Michael chasqueó los dedos y el bayo se dirigió hacia él. Tomando las riendas, las envolvió en una mano y luego alargó el paso. Acercándose a Henry del otro lado, miró a Caro, a la parte de su rostro que podía ver sobre la cabeza del caballo. Su cabello brillaba y destellaba bajo el sol, de manera completamente fuera de moda; sin embargo, parecía tan suave que sencillamente pedía que lo tocaran.

—¿Piensas pasar el verano en la Casa Bramshaw?

Ella lo miró.

—Por ahora. —Dio unas palmaditas al caballo—. Me desplazo entre Geoffrey, que vive aquí, Augusta en Derby, y Ángela en Berkshire. Tengo una casa en Londres, pero aún no la he abierto otra vez.

Él asintió. Geoffrey era su hermano, Augusta y Ángela sus hermanas; Caro era la menor, mucho más joven que ellos. Él la miró de nuevo; ella murmuraba para calmar a Henry.

Una extraña desorientación aún lo invadía, como si se perdiera levemente el equilibrio. Y tenía que ver con ella. Cuando se habían encontrado brevemente dos años atrás, ella había sufrido recientemente su pérdida; estaba vestida de luto y llevaba pesados velos. Habían intercambiado unas pocas palabras en un susurro, pero no la había visto realmente, ni había hablado con ella. Antes de eso, ella había pasado los últimos diez años en Lisboa. De vez en cuando la había visto de lejos en un salón de baile o se había cruzado con ella cuando se encontraba con su esposo en Londres, pero nunca habían compartido más que las habituales cortesías sociales.

Sólo había cinco años de diferencia entre ellos; sin embargo, aun cuando se conocían desde la infancia y habían pasado sus años de formación en esta zona restringida de New Forest, él en realidad no la conocía en absoluto.

Ciertamente no conocía la dama elegante y segura en la que se había convertido.

Ella lo miró —se dio cuenta de que la miraba— y sonrió con facilidad, como si reconociera una curiosidad mutua.

La tentación de satisfacerla creció.

Ella miró hacia delante; él siguió su mirada. Alertado por el sonido de las ruedas de la calesa, Hardacre, el mozo del establo, había salido. Michael lo llamó; Hardacre se aproximó, inclinándose con deferencia para saludar a Caro, quien lo saludó por su nombre y con una de sus serenas sonrisas. Mientras conducían la calesa al patio del establo, Michael y ella le explicaron lo sucedido.

Frunciendo el ceño, Hardacre miró con ojos expertos, tanto el caballo como la calesa y luego se rascó su calva.

—Será mejor que me lo dejen durante una hora más o menos. Le quitaré el arnés y lo revisaré. Veré si hay algún problema.

Michael miró a Caro.

—¿Tienes prisa? Podría prestarte un caballo y una calesa.

—No, no. —Desechó el ofrecimiento con una sonrisa—. Una hora de tranquilidad será bienvenida.

Él recordó lo sucedió y la tomó solícitamente del brazo.

—¿Te agradaría un té?

—Sería delicioso. —Caro sonrió más decididamente cuando puso su mano sobre el brazo de Michael. Despidiéndose de Hardacre, dejó que Michael la condujera hacia la casa. Sus nervios aún estaban agitados, temblaba; no era de sorprender y, sin embargo, el pánico de encontrarse en una calesa debocada ya estaba desapareciendo. ¿Quién habría podido predecir que aquel desastre inminente terminaría tan bien?—. ¿Es la señora Entwhistle todavía tu ama de llaves?

—Sí. El personal de la casa no ha cambiado por años.

Ella contempló la sólida casa de piedra con su tejado de dos aguas y sus buhardillas. Caminaban por entre un huerto; la sombra moteada emanaba el dulce aroma de la fruta madura. Entre el huerto y la puerta de atrás estaba el jardín de la cocina.

—Pero eso es lo que nos hace regresar, ¿verdad? —Lo miró y captó su mirada—. Que las cosas sigan iguales nos tranquiliza.

Él sostuvo su mirada por un momento.

—No lo había pensado… pero tienes razón. —Se detuvo para dejar que ella lo precediera por el estrecho sendero—. ¿Permanecerás largo tiempo en Bramshaw?

Ella sonrió sabiendo que él, detrás de ella, no podía verla.

—Acabo de llegar. —En respuesta al llamado de Elizabeth, su sobrina, quien estaba en pánico. Ella lo miró—. Espero quedarme aquí algunas semanas.

Llegaron a la puerta de atrás; Michael se inclinó para abrirla, consciente de ella al hacerlo, sólo de ella. Mientras la seguía al oscuro pasillo, dirigiéndola hacia el salón, advirtió no sólo qué femenina era, sino qué mujer era. Cómo le afectaba los sentidos, con su figura delgada y, sin embargo, llena de curvas, vestida de transparente muselina.

No había nada extraño en absoluto en el vestido; era la misma Caro quien era poco usual, de muchas maneras.

Al seguirla al salón, haló la campana. Cuando Gladys, la mucama, apareció, ordenó el té.

Caro se había dirigido hacia las amplias ventanas en el extremo del salón; sonrió a Gladys, quien hizo una reverencia y se retiró. Luego miró a Michael.

—Es una tarde tan bella… ¿nos sentamos en la terraza y disfrutamos del sol?

—¿Por qué no? —Uniéndose a ella, abrió la puerta de cristales. La siguió a la terraza de piedra donde había una mesa de hierro forjado y dos sillas, colocadas perfectamente para captar el sol y el paisaje sobre los prados del frente de la casa.

Retiró una silla para ella y luego, rodeando la mesa, tomó la otra. Había una duda en sus ojos cuando los levantó para mirarlo.

—No puedo recordarlo. ¿Tienes un mayordomo?

—No. Tuvimos uno, años atrás, pero la casa estuvo cerrada durante algún tiempo y él buscó otro trabajo. —Sonrió—. Supongo que debo buscar uno.

Ella arqueó las cejas.

—Sí. —Su expresión afirmaba que un Miembro local ciertamente debería tener un mayordomo—. Pero si te apresuras, no tendrás que buscar lejos.

Él la miró interrogándola; ella sonrió.

—¿Recuerdas a Jeb Carter? Dejó el pueblo de Fitham para entrenarse como mayordomo con su tío en Londres. Al parecer le ha ido bien, pero quiere regresar aquí para cuidar mejor de su madre. Muriel estaba buscando un mayordomo, de nuevo, y lo contrató. Desafortunadamente, Carter, como tantos otros antes de él, no satisfizo los exagerados criterios de Muriel, así que lo despidió. Esto sucedió ayer, actualmente está en la cabaña de su madre.

—Ya veo. —Estudió sus ojos, esperando leer correctamente los mensajes en sus ojos azul plata—. Entonces, ¿crees que debo contratarlo?

Ella le dedicó una de sus rápidas sonrisas cálidas y aprobadoras.

—Creo que debes ver si te sirve. Lo conoces a él y a su familia, es honesto, el día es largo, y los Carter siempre fueron buenos trabajadores.

Michael asintió.

—Le enviaré un mensaje.

—No. —El reproche era suave, pero definitivo—. Anda a verlo. Pasa por su casa cuando estés cerca de allí.

Él encontró sus ojos, luego inclinó la cabeza. Había pocas personas de quienes aceptaba una orientación directa, pero los edictos de Caro en asuntos semejantes los consideraba indubitables. Ella era, en efecto, la persona perfecta, la persona indudablemente mejor calificada, a quien preguntar acerca de su relación con su sobrina, Elizabeth.

Llegó el té, traído por la señora Entwhistle, quien evidentemente había venido a ver a Caro. Ella tomaba su fama con calma; él la observó cuando dijo las palabras apropiadas, preguntando por el hijo de la señora Entwhistle, felicitándola por los delicados merengues presentados en la bandeja. La señora Entwhistle brillaba de satisfacción y se retiró, enteramente complacida.

Mientras Caro servía el té, Michael se preguntó si registraba siquiera su actuación, si era calculada o sólo le venía naturalmente. Luego ella le entregó su taza y sonrió, y él decidió que, aunque alguna vez sus respuestas habían sido quizás aprendidas, ahora hacían parte de ella. Esencialmente espontáneas.

Era sencillamente su forma de ser.

Mientras bebían el té y consumían los bizcochos —ella mordisqueaba, él comía— intercambiaron noticias sobre conocidos mutuos. Se movían en los mismos círculos, ambos estaban extremadamente bien conectados tanto en el frente diplomático como en el político; fue sumamente fácil pasar el tiempo.

El arte de conversar cortésmente les venía con facilidad, fluía para ambos, una habilidad que atestiguaba su experiencia. Esencialmente, sin embargo, él se plegaba a ella; sus comentarios evidenciaban una comprensión de la gente y de sus reacciones que sobrepasaba la suya, que parecía más profunda y verdadera, que iluminaba sus motivaciones.

Estar al sol era agradable. Él la estudió mientras intercambiaban información; a sus ojos, la confianza que ella tenía en sí misma destellaba; no era del tipo que brillaba y relucía, sino una seguridad tranquila, equilibrada, que brillaba en lo que decía, que parecía surgir de la médula de sus huesos, infinitamente segura, casi serena.

Se había convertido en una mujer extraordinariamente tranquila, que emanaba una aura de paz sin hacer ningún esfuerzo.

Se le ocurrió que estaba transcurriendo el tiempo lastimosamente, con tal facilidad. Puso su taza en el plato.

—Entonces, ¿cuáles son tus planes?

Ella encontró su mirada y abrió los ojos sorprendida.

—Para ser honesta, no estoy segura. —Había una pizca de humorosa crítica a sí misma en su tono—. Viajé durante algunos meses cuando estaba de luto, así que ya he satisfecho esa necesidad. Este año estuve en Londres durante la temporada, fue maravilloso ver viejos amigos, reanudar los hilos, pero… —Sonrió levemente—. Esto no es suficiente para llenar una vida. Me quedé con Ángela esta vez. No estoy segura todavía de qué quiero hacer con la casa, si quiero abrirla de nuevo y vivir allí, reunir mi corte como una especie de anfitriona literaria o quizás sumergirme en obras de caridad… —Levantó los labios, sus ojos bromeaban—. ¿Puedes imaginarme haciendo alguna de estas cosas?

El azul plateado de su mirada parecía tener varias capas, abierto, honesto y, sin embargo, con intrigantes profundidades.

—No. —La contempló, tan relajada, en su terraza; no podía verla sino como lo que había sido, la esposa de un embajador—. Creo que deberías dejar las obras de caridad a Muriel y una corte sería un escenario demasiado restringido.

Ella rio, un sonido dorado que se fusionó con la dorada tarde.

—Tienes una lengua de político. —Lo dijo con aprobación—. Pero basta de hablar de mí. ¿Qué hay de ti? ¿Estuviste en Londres durante la temporada?

Era la oportunidad que había estado aguardando; dejó que sus labios se torcieran con tristeza.

—Estuve en Londres, pero diversos comités y proyectos de ley me distrajeron más de lo que había anticipado. —Explicó con detalle estos temas, contentándose con dejar que ella lo sondeara, que se hiciera una imagen de su vida, y de su necesidad de una esposa. Ella tenía demasiada experiencia como para precisar que él lo describiera en detalle; ella lo vería, y estaría allí para explicárselo y tranquilizar a Elizabeth cuando llegara el momento.

Había una sutil atracción en hablar con alguien que conocía el mundo y comprendía sus matices. Observar el rostro de Caro era un placer, ver cómo las expresiones se paseaban por sus rasgos, observar sus gestos, tan elegantes y graciosos, atisbar la inteligencia y el humor en sus ojos.

Caro, también, estaba contenta; sin embargo, mientras él la observaba, ella, detrás de su elegante fachada, lo observaba también y aguardaba.

Finalmente, él encontró su mirada y preguntó sencillamente:

—¿Por qué te dirigías en esta dirección?

El sendero llevaba a esa casa y sólo a ella; ambos lo sabían.

Dejó que sus ojos se iluminaran, le sonrió radiante.

—Gracias por recordármelo. Con toda esta plática lo había olvidado por completo; no obstante, es muy oportuno que lo menciones. —Poniendo los antebrazos sobre la mesa, le lanzó una de sus miradas más seductoras—. Como lo dije antes, estoy hospedada en casa de Geoffrey, pero los viejos hábitos son difíciles de dejar. Conozco un buen número de personas de los Ministerios y embajadas que pasan el verano en el vecindario, organicé una cena para esta noche, pero… —Le dio una sonrisa compungida—… me hace falta un caballero. Vine a pedirte que me ayudaras a equilibrar mi mesa. Tú, al menos, puedes apreciar la necesidad de esto, para mi tranquilidad.

Él se vio encantado y tuvo que reír.

—Ahora bien, —continuó ella, adornando sin piedad la invitación—, tenemos un pequeño grupo de la embajada portuguesa, tres personas de la embajada de Austria, y… —procedió a esbozar su lista de invitados; ningún político digno de su nombre rechazaría la oportunidad de codearse con tales personajes.

No fingió hacerlo, sino que sonrió con facilidad.

—Me encantará complacerte.

—Gracias. —Le ofreció su mejor sonrisa; podía estar algo fuera de práctica, pero aún parecía funcionar.

Un ruido de cascos sobre la gravilla llegó hasta ellos; ambos miraron en esa dirección y se levantaron en el momento en que Hardacre conducía a Henry, otra vez con el arnés, hacia la calesa.

Hardacre los vio e inclinó la cabeza.

—Parece estar tan bueno como la lluvia, no debía tener ningún problema con él.

Caro tomó sus cosas y rodeó la mesa. Michael la tomó del brazo y la ayudó a bajar los escalones de la terraza. Ella le agradeció a Hardacre y luego dejó que Michael la ayudara a subir al asiento de la calesa. Tomando las riendas, le sonrió.

—A las ocho entonces. Te prometo que no te aburrirás.

—Seguro que no. —Michael se despidió y retrocedió.

Ella haló las riendas y Henry obedeció; con un estilo perfecto, trotó hacia la verja.

Michael la miró partir, y se preguntó cómo habría sabido que él se encontraba allí para invitarlo. Era el primer día en meses que estaba en casa y, sin embargo… ¿pura coincidencia? O, puesto que se trataba de Caro, ¿había sido previsión?

Hardacre, a su lado, se aclaró la voz.

—No quise decirle nada a la señora Suttcliffe, no serviría de nada. Pero ese caballo…

Michael lo miró.

—¿Qué le pasa?

—Supongo que la razón por la que se desbocó fue que había sido golpeado por perdigones. Encontré tres lugares sensibles en el anca izquierda, como marcas dejadas por piedras de una honda.

Frunció el ceño.

—¿Muchachos, por divertirse?

—Una diversión peligrosa si se trata de eso, y debo decir que no conozco ningún muchacho de los alrededores que sea lo suficientemente tonto como para hacer algo así.

Hardacre estaba en lo cierto; todos los mozos locales vivían de los caballos, sabrían el resultado de tal estupidez.

—Quizás haya visitantes de Londres en el vecindario. Jóvenes que no saben lo que hacen.

—Sí, es posible —admitió Hardacre—. De todas maneras, no veo que haya ninguna posibilidad de que suceda de nuevo, al menos no a la señora Sutcliffe.

—Seguramente no. Sería como si un relámpago cayera dos veces en el mismo lugar.

Hardacre se dirigió al establo. Michael permaneció un buen rato contemplando el sendero; luego se volvió y subió los escalones de la terraza.

Ya era demasiado tarde para visitar a Geoffrey Mollison, especialmente si el personal de la casa estaba atareado preparándose para la cena de Caro. En realidad, no era necesario, pues él mismo asistiría a la cena y vería a Geoffrey más tarde.

Sin embargo, su impaciencia había cedido; se inclinaba a considerar la cena de Caro como una oportunidad más que como una distracción. Un acontecimiento semejante sería el escenario perfecto para refrescar su memoria y profundizar su familiaridad con Elizabeth, su novia ideal.

Sintiéndose en deuda con Caro, entró a la casa. Debía desempacar su traje para la noche.

—¡El enemigo está comprometido! Nuestra campaña ya comenzó. —Con una sonrisa triunfante, Caro se dejó caer en una silla forrada de chintz en el salón de su familia en la Casa Bramshaw.

—Sí, pero ¿funcionará? —Inclinada sobre la silla, bella como una imagen, en un traje de volantes con ramitos de muselina, con su largo cabello rubio anudado en un moño en la nuca, Elizabeth la miraba, con esperanza e inquietud en sus grandes ojos azules.

—¡Desde luego que funcionará! —Caro mostró su triunfo al único otro ocupante del salón, su secretario, Edward Campbell, quien se encontraba al lado de Elizabeth en el sofá. Un caballero sobrio, dedicado y confiable de veintitrés años, Edward no parecía el tipo de persona que atrajera a Elizabeth. Las apariencias, como lo sabía Caro, podían engañar.

Dejando que desapareciera su sonrisa, encontró los ojos de Edward.

—Te aseguro que cuando un caballero como Michael Anstruther-Wetherby decida que tú eres la candidata ideal para el cargo de ser su esposa, la única manera de evitar tener que decir la palabra «no» y aferrarse como una lapa a ella frente a la considerable presión que, no lo dudes, se ejercerá, es convencerlo, antes de que te lo proponga, de que ha cometido un error.

Aun cuando sus palabras estaban dirigidas a Elizabeth, continuó observando a Edward. Si la pareja estaba menos que firmemente decidida en su empeño, deseaba verlo, saberlo, ahora.

Cinco días atrás había estado felizmente instalada en Derbyshire con Augusta y esperaba pasar los meses del verano allí. Dos urgentes llamados de Elizabeth, uno a ella y otro a Edward, los habían llevado a las carreras a Hampshire vía Londres.

Elizabeth le había escrito, en pánico ante la perspectiva de encontrarse ante una propuesta de Michael Anstruther-Wetherby. Caro había creído que se trataba de una treta —conocía la edad de Michael y el círculo en el que se movía— pero Elizabeth le había referido una conversación con su padre en la que Geoffrey, habiendo verificado que Elizabeth no sentía ninguna atracción especial por ninguno de los caballeros que había conocido en Londres durante la temporada, había procedido a cantar las alabanzas de Michael.

Eso, Caro tenía que admitirlo, sonaba sospechoso. No porque Michael no fuese perfectamente digno de alabanzas, sino porque Geoffrey había buscado señalarlo.

Edward también había tenido sus dudas sobre la conjetura de Elizabeth, pero al detenerse en Londres, había visitado a ciertos amigos que, como él, eran ayudantes y secretarios de personas con poder político. Lo que había averiguado había hecho que llegara a casa pálido y tenso. El rumor era que Michael Anstruther-Wetherby había sido postulado para un cargo en el gabinete; parte de aquella postulación se refería a su estado civil y a la sugerencia de que debía cambiarlo antes del otoño.

Caro había permanecido un día más en Londres, lo suficiente para visitar a la formidable tía de Michael, Harriet Jennet. Habían hablado de esposa de diplomático a esposa de diplomático. Caro ni siquiera había tenido que mencionar el tema, Harriet había aprovechado la oportunidad para hablarle sobre el interés de Michael en Elizabeth.

Eso había sido suficiente confirmación. El asunto era, efectivamente, tan grave como lo suponía Elizabeth.

Caro dirigió su mirada hacia su sobrina. Ella misma había sido la novia de un diplomático, una joven ingenua de diecisiete años, embriagada por las atenciones supremamente delicadas de un hombre mayor, en su caso, mucho mayor. Ella, lo admitía, no había tenido otro amor en su vida, pero por nada del mundo deseaba un matrimonio semejante para otra joven.

Aun cuando nunca se había enamorado, sentía una enorme simpatía por Elizabeth y Edward. Fue en su casa de Lisboa donde se conocieron; ella nunca los alentó, pero para ella esto significaba también no oponerse a ellos. Si habrían de enamorarse lo harían y, en el caso de ellos, el amor en efecto había crecido. Habían permanecido fieles durante más de tres años, y ninguno de los dos mostraba signo alguno de flaquear en su afecto.

Ella ya había estado pensando qué podía hacer para promover la carrera de Edward, al menos hasta el punto en que pudiera pedir la mano de Elizabeth. Eso, sin embargo, no era el asunto de ese día. Era necesario primero ocuparse de la presunta propuesta de Michael. Ahora, de inmediato.

—Tienes que comprender —explicó—, que una vez que Michael haga su propuesta, será mucho más difícil conseguir que la retire, y aún más difícil para ti, siendo, como eres, la hija de tu padre, rechazarla. Nuestro mejor curso de acción es, entonces, asegurarnos de que nunca te lo proponga, y esto significa hacer que Michael cambie de parecer.

Con sus serios ojos marrones, Edward miró a Elizabeth.

—Estoy de acuerdo. Es la mejor manera, la estrategia que más probablemente tendrá éxito con el menor daño para todos.

Elizabeth encontró su mirada, luego miró a Caro. Suspiró.

—Muy bien. Admito que tienes razón. Entonces, ¿qué debo hacer?

Caro sonrió alentándola.

—Por esta noche, debemos concentrarnos es suscitar una duda en su mente sobre tu conveniencia. No debemos repelerlo de una vez, sino solamente hacer que se detenga y lo considere. Sin embargo, lo que hagamos no puede ser ni abierto ni evidente.

Entrecerró los ojos, imaginando las posibilidades.

—La clave para manipular las opiniones de un caballero como Michael Anstruther-Wetherby es ser siempre sutil y circunspecta.