9

Aquella noche, con el viento surcando laberínticas calles entre los árboles del bosque que los rodeaban, cuando los búhos despertaban y oteaban todo alrededor y las brujas salían de sus escondites para volar en sus escobas, Torcuato aún estaba pensando en Agnus. No podía dejar de dar vueltas en la cama, enrollado en la manta. Era casi como si le picara todo el cuerpo y tuviese que rascar cada parte de él con las sábanas. Sus pensamientos, traicioneros, siempre le llevaban una y otra vez hasta el rostro de la chica. ¿De verdad había pensado que era fea? No, no, era guapísima. Al momento volvía a discutir consigo mismo y a decirse que era la chica más fea que hubiera visto en su vida, y tonta, que no se te olvide, se decía también. Tienes que dormir, vamos. Cerró con fuerza los ojos, frunció el ceño, volvió a abrirlos, cambió de postura de nuevo, aguzó el oído cuando alguien gritó en la otra punta del pabellón. Se incorporó un poco y vio que no pasaba nada. Acostúmbrate a esto, es lo que te queda, se repitió por quinta vez esa misma noche. ¿Cómo estarán Madre, Padre y Julián? Agnus, Agnus, Agnus. Ella era su sarna. Volvió a dar un brinco en la cama para cambiar de postura. Dormir, necesito dormir. Agnus. No, Agnus no. Sí, quiero verla. Te cae mal, ¿qué dices? No me cae mal, me gusta. ¿Cómo?, ¿estás loco? ¡Es tonta y fea!

Agnus, Agnus, Agnus… y con el nombre rebotando en cada rincón de su mente, media hora después, consiguió dormir. Aunque poco sabía él que al día siguiente vería algo tan terrible que su mente jamás podría olvidar.

El día amaneció encapotado y lluvioso, el sonido rítmico del agua sobre tejados y aleros parecía relajar a los pacientes, aunque también los entristecía. Los pájaros se resguardaban en los árboles, los perros miraban con cara de pena y los baches se convertían en pequeñas charcas. Las temperaturas habían bajado bastante, el vaho había vuelto tras un breve descanso, y fuera, en la calle, los nudillos se ponían blancos como la cal de una fosa común, y dolían. Vaya que sí dolían. Aún así, Carlos le llevó junto a Tobías, al que no veía desde antes de su encierro en el cuarto acolchado. El viejo permanecía dentro de la pequeña caseta de jardinería donde el ruido de la lluvia era más fuerte y de tono metálico. Tobías había ya afilado tijeras, revisado las ruedas de las dos carretas de mano y apilado varios sacos de abono que había bajado él solo de su camioneta a primera hora. Cuando vio llegar al chico sonrió levemente bajo aquella barba canosa.

—Mmm, pero si es mi pequeño aprendiz, ¿cómo está usted? —preguntó pasándole un trapo lleno de grasa al chico para que se secase la cara—. Mmm tiene mala cara, aunque sonríe, ¿ha pasado mala noche? Yo creo que sí. ¿Sabe usted? Yo no duermo bien desde antes de la Guerra, pero después ha ido a peor la cosa. Supongo que hoy en día nadie que haya visto lo que yo dormirá bien. Ya sabe, no es que uno le desee mal a nadie, pero mal de muchos consuelo de tontos. El saber que más gente ha vivido lo que yo hace que no enloquezca, aunque hubiera preferido que no pasásemos por esto. Pero España es así, el país de la pandereta le llaman, y con razón… en fin, ya paro, ya paro. Es usted muy joven, sí señor, eso es lo que cuenta, vivirá mucho y espero que bueno. Además, le voy a convertir en un gran jardinero…

—¿Qué hago, señor? —preguntó Torcuato, que se había perdido entre tanta divagación y deseaba entrar en calor.

El viejo miró hacia las nubes, en silencio. Después se dio la vuelta y tropezó con una de las tijeras que había estado afilando, esta le golpeó.

Masculló algo agarrándose la espinilla dolorida y se sentó en un tocón de encina que languidecía en una esquina de la caseta.

—Mmm, pues me temo que tenemos que salir a la lluvia —dijo aún con rictus de dolor—. Agarre aquel impermeable verde y las botas katiuskas. Le estarán grandes, pero es eso o coger una gripe, y no queremos que la coja, ¿eh? Hemos de ir a abrir una pequeña zanja al patio trasero o se nos inundarán los rosales. Menudo desastre sería eso, con lo que cuesta tenerlos bonitos. Bueno, vamos, no podemos perder más tiempo aquí. Eche ese par de azadas al carro de mano, joven aprendiz.

A Torcuato le gustó estar bajo la lluvia y no empaparse, aunque de vez en cuando las rachas de viento hacían que el agua le bañase la cara y un escalofrío le recorriese el cuello y toda la espalda. Pero aún así, con la nariz congelada, lo disfrutaba. Estaba fuera de aquellas paredes, hacía algo útil y no era un desastre o un estorbo, iba a ser jardinero.

Cuando llegaron, Tobías le indicó por dónde tenía que empezar a cavar él, que era bordillo abajo, junto a los rosales. La zona ya había comenzado a encharcarse y, si no se daban prisa, pronto el agua destrozaría todas las plantas, así que azada en mano comenzó su trabajo. Varias veces miró hacia los ventanales de la sala de los desamparados porque veía movimiento, y en una de las ocasiones vio a David Copperfield, a Vicente, a Rita y a… Agnus. La chica saltaba de un lado a otro y le hacía burla. Era pura energía y no paraba de reír, una de las veces saltó sobre la espalda de David y cuando bajó le hizo señas a él para que se acercara a la ventana. Por supuesto, Torcuato ni se molestó en ir, pero aunque quería centrarse en su trabajo, muchas veces no podía evitar mirar por el rabillo del ojo lo que la chica hacía. Hasta que leyó en los labios de Agnus una palabra que repetía constantemente: Totó.

Fue entonces cuando comenzó a cavar con más ímpetu. La odiaba. No iba a mirar más. Aquella chica, aquella chica fea…

—Mmm, me temo que tenemos que parar, chico —dijo Tobías bajo la lluvia con la azada apoyada en el suelo—. Aquí va a suceder algo muy feo.

Cuando Torcuato levantó la vista supo con toda certeza que el viejo tenía razón. Tres guardias civiles escoltaban a tres hombres por el interior del patio, casi pegados al muro exterior. Les costaba caminar por el barro, casi podía oír el chapoteo de sus botas y zapatos. De sus hombros uniformados colgaban fusiles negros como cuervos e iban con la mirada seria. Apolo Sánchez parecía discutir con uno de ellos, el que quedaba más retrasado y que negaba repetidamente con la cabeza. Por lo visto eran tiempos de negación, se dijo el chico. Por los galones de sus hombreras supo que era un capitán. El director de San Juan de Dios no llevaba impermeable, solo su bata blanca y su traje azul oscuro, y se estaba empapando, pero los civiles sí llevaban un poncho que les aislaba de la lluvia. Torcuato pudo escuchar algún grito suelto del director cuando el viento soplaba a su favor, «¡Aquí no! ¡¿Pero es que no había otro sitio?!» Los tres hombres que iban escoltados caminaban con la cabeza gacha, sucios, despeinados, solo uno de ellos llevaba una gorra de pana marrón. Tenían la ropa destrozada, y el más bajo de ellos mostraba la cara bastante ensangrentada, como si hubiera sido torturado. Maquis, pensó enseguida Torcuato, ¿pero qué hacían allí?

En un momento dado Apolo Sánchez se quedó atrás, con los brazos apoyados en las caderas y observándolo todo con bastante enfado. Varios minutos después llamó mediante señas a Tobías.

—Es mejor que usted se quede aquí, mmm, ¿sabe? —le dijo el viejo al chico—. Creo que ya sé qué está pasando y no me gusta nada. Por dios, dichosa guerra, ¿cuándo acabará del todo? ¿Es que no hemos tenido ya suficiente todos?

El hombre caminó con la azada al hombro hasta donde se encontraba el director. Este comenzó a explicarle algo, parecía muy enfadado, gesticulaba mucho y de manera vehemente. De vez en cuando un dedo índice acusador apuntaba hacia la patrulla. Negó varias veces con la cabeza ante las preguntas de Tobías y, en un momento dado, miraron hacia Torcuato. Después, el director se acercó hasta el capitán de la guardia civil, tuvo otra breve charla con él y al poco se alejó contrariado. Tobías volvió junto al chico, su cara estaba empapada por la lluvia, el bigote goteaba.

—Malas noticias, joven aprendiz —dijo suspirando. Parecía cansado, muy cansado—. Mmm, nunca hubiera deseado que tuviéramos que hacer un trabajo así, vaya que no. Ningún chico de su edad debería pasar por algo como esto, pero vamos a tener que hacerlo. Le he pedido al director que dejase que usted se fuera, pero está hecho un cisco, y dice que ya tiene edad suficiente para… para…

—¿Van a fusilarlos, señor?

Tobías cerró los ojos, solemne. Pareció recordar algo que le partía el alma. Aquella pregunta no hacía falta porque ya los estaban poniendo ordenados en el muro. Uno de ellos, el de la cara deformada por los golpes, intentó suplicar por su vida y dio unos pasos hacia adelante. Un guardia civil le asestó un golpe en la barriga con la culata de su fusil. Luego, entre él y el otro soldado, lo volvieron a situar en la pared. Aquel hombre no paraba de llorar.

—Los vamos a tener que enterrar nosotros, mmm. El más bajito, al que le han hecho un apaño en la cara y torturado, yo le conozco… —comenzó Tobías. Agarró a Torcuato de los hombros y le miró a los ojos. El viejo no quería que el chico presenciase aquello, pero nada podía hacer y eso le creaba una pena inimaginable—. Es un buen hombre, ¿sabe usted? Vive en una cabaña de aquí cerca. Es pastor, tiene mujer y tres hijos, y unas cuantas de ovejas con las que malviven. Sale a trabajar cuando el sol no ha salido y vuelve a su choza cuando ya está puesto, ¿y sabe cuál ha sido su pecado, joven aprendiz? Dar patatas, huevos y queso a un grupo de maquis armados hasta los dientes que llegaron a su casa anoche. ¿Qué podía hacer el pobre? Los maquis pueden venir por las buenas, pagar lo que se llevan, o venir por las malas. Es que a veces un hombre tiene poca elección, y aquí o te matan los maquis o te mata la guardia civil si sabe que has ayudado a los maquis. ¿Es justo eso? Dos se quedaron a dormir en su pajar sin que él lo supiera, alguien del pueblo dio un chivatazo a los civiles y los han cogido. Mmm… Ese hombre va a morir por amor, chico. Porque amaba a su familia y se sacrifica por ellos, por eso lo van a fusilar.

¿Qué hubiera pasado si se niega a dar de comer a los maquis? Me hubiera podido pasar a mí, a cualquiera… pero le ha tocado a ese pobre diablo, así es la vida de justa, ¿sabe usted?

Torcuato escudriñaba los ojos de Tobías, que habían comenzado a humedecerse. Sacrificarse por amor, los buenos hombres lo hacían, como su padre, como su hermano Evaristo, como aquel pobre pastor. Pese a las palabras del anciano, Torcuato no pudo evitar desviar la atención hacia el fusilamiento cuando el estruendo de los fusiles acalló a la lluvia durante unos segundos. Los tres hombres cayeron al suelo, la sangre fluyó junto a meandros de agua y barro. El capitán sacó su pistola del cinto y los fue rematando uno a uno. Los muertos continuaron muertos y solo el cielo les lloró.

Torcuato había cerrado los ojos, pero no a tiempo. Aquellos disparos le trajeron recuerdos demasiados dolorosos, algo le pellizcaba el corazón y el estómago. Intentó no llorar, no quería más lágrimas en su vida. Se encogió, quería hacerse pequeñito hasta desaparecer del mundo, ¿dónde hay un perro para que me suba a su lomo? Pero cuando abrió los ojos el mundo seguía allí. Frío, duro, lluvioso. El capitán de la guardia civil dio una voz y después hizo señas a Tobías para que empezase su trabajo, y los tres militares se alejaron caminando sobre el barro, tal y como habían venido. Pronto serían fantasmas, nunca habrían estado allí. Torcuato les observó a través de la cortina de lluvia, pero en sus rostros fríos y pálidos no había rastro de remordimiento. La culpa no hacía mella en sus corazones, al menos a simple vista. La guerra hacía insensibles a las personas. Acababan de matar a sangre fría a tres hombres con una vida por delante, con familias, como ellos, y su cara no reflejaba nada. Nada.

Cuando se dio la vuelta vio plantado a Tobías junto a los cadáveres, agachado junto al del pastor. Por un momento hubiera jurado que el viejo lloraba, ¿qué habría vivido aquel hombre durante la guerra? ¿A cuántas personas queridas habría perdido? Cuando se recuperó le dijo a Torcuato que no se moviese del sitio y que no se acercase a los cadáveres; al poco volvió con una sábana grande, algo rota, y cubrió los cuerpos. La sábana enseguida se tornó roja por algunos sitios. Lo que se llevaban aquellos hombres a la otra vida no era más que una mortaja sucia.

—Vaya a por dos palas. Tenemos trabajo —comentó secamente Tobías al chico poniendo una mano en su hombro. No parecía haber dolor en sus palabras, o quizá parecía haber demasiado dolor, Torcuato aún no sabía diferenciar esas cosas.

Comenzaron a cavar, había mucho trabajo. Llovió durante todo el día.