Cuando Carlos le sacó de allí ya era mediodía y el estómago le rugía. No le hizo falta salir de aquel cuchitril para que la luz que entraba por los ventanales del pasillo le quemase los ojos. Se tapó con la mano y sintió que un brazo se deslizaba por sus hombros.
—Vamos, ya han comido todos, pero te he guardado un buen puchero en el comedor —le dijo el enfermero.
También sonreía con ojos bondadosos, pero Torcuato eso no lo vio, no podía levantar la vista. Le dolían todos los huesos y andaba tan tieso como un zancudo, sus articulaciones se habían resentido y un incómodo y punzante dolor se le había instalado en la rabadilla. Tampoco hablaba, cuatro días aislado habían conseguido que el chico tuviera mucho respeto a romper el silencio, aunque también había cierta parte de vergüenza. Se sentía aún abochornado por lo ocurrido. Abochornado y solo, casi sin darse cuenta se pegó a Carlos y caminaron juntos hasta llegar al comedor. El suelo estaba recién fregado y un fuerte olor a jabón llenaba cada rincón, se oían voces en los jardines y el trinar de los pájaros. Aquello le reconfortó un poco. Carlos le señaló una mesa cercana y Torcuato se sentó, con la cabeza aún gacha. Un par de minutos después tenía un humeante plato ante su vista.
—No tienes por qué avergonzarte. Debí hablarte de Palo, pero con tanto jaleo se me olvidó. —El chico pensó que aquellas palabras sonaban a sincera disculpa—. Él es un paciente más, pero duerme en una habitación individual. El director le tiene asignado un… cargo. Sé que tiene un aspecto grotesco: por eso y porque a veces otros pacientes se ponen violentos con él, es por lo que no le verás de día. De noche, yo o alguno de los otros enfermeros salimos con él al jardín para que respire aire fresco. Pero bueno, como te he dicho, él tiene un cargo aquí, cuando alguien va a ser dado de alta Palo es el encargado de avisarle. No habla, pero con gestos se hace entender. El director le encarga que lo haga por la noche, cuando todos duermen, así no se forma tanto revuelo con el tema de las despedidas; hay gente que reacciona muy mal ante eso, aquí se establecen vínculos muy fuertes.
Ahí estaba la explicación lógica. Torcuato asintió. No vas a llorar, se dijo, tienes que ser fuerte, no eres un llorica. Madura, Padre me diría eso y tendría toda la razón. Padre es fuerte, lo más fuerte que he visto nunca. Había una explicación adulta y tú reaccionaste como un niño. Eres un loco, pero también un inmaduro.
—Ey, vamos, arriba ese ánimo. Yo la primera vez que vi a Palo salí corriendo y tardaron una semana en encontrarme —bromeó Carlos. Torcuato rió, poco, pero lo hizo—. Escucha, intenta relajarte, sé que este sitio puede parecerte horroroso, pero te acostumbrarás. Si algo he comprobado aquí es que el ser humano se acostumbra a todo. Y quién sabe, el día menos pensado te dirán que te puedes ir, solo tienes que portarte bien, hacer lo que te digan. Son estrictos —dijo refiriéndose al director y a la monja—, pero no tan monstruosos como parecen.
Torcuato agarró la cuchara y comenzó a comer. Después de tantos días comiendo pan y agua aquel potaje le sabía a gloria bendita.
—Prometo comportarme mejor —dijo mirando el plato cuando quedó limpio—. Es solo que a veces… a veces…
—Sé que es duro, pero te harás fuerte —le ayudó Carlos—. Y ahora ve a por tu libro y lee un rato en la sala de los desamparados, anda. Cuando friegue este plato no quiero verte aquí.
¡Su libro! Torcuato se despidió con la mano, salió disparado hacia su taquilla y allí lo encontró. Sintió tanta alegría que se abrazó a él con fuerza. Aquellas hojas impresas, amarillentas, eran su nexo con la vida anterior. Su medicina para no enloquecer. Abrió por el centro y encontró una ilustración de Dorothy, con el leñador, el león y el espantapájaros. Caminaban agarrados, por un camino de baldosas amarillas que resplandecían bajo el sol, y parecían alegres. Como él en ese momento. Corrió entonces hacia la sala de los desamparados y se apoltronó en un sillón. Atrás habían quedado esos cuatro días oscuros, ya no volvería al cuarto acolchado nunca. Y haciéndose esa promesa se sumió en la lectura de la primera página, de nuevo.
* * *
No supo decir cuánto tiempo permaneció sumido en la lectura, pero cuando sintió que alguien se paraba justo delante de él, levantó la vista del libro. Allí, con los brazos cruzados y mirada seria, una adolescente apenas un par de años mayor que él taconeaba de manera impaciente, como si estuviera esperando una respuesta demasiado aplazada en el tiempo. Su pijama de paciente aparecía manchado de barro en varios sitios, su aspecto era un poco desaliñado, pero aún así tenía encanto. Torcuato sintió un pellizco en el estómago. Aquella chica de pelo liso y castaño que en su día fuese rubio y con unos ojos tan azules como el cielo despejado de la mañana le estaba mirando a él. Bajó el libro, aquel rostro le sonaba. Cayó en la cuenta de que era una de las cuatro caras que le espiaban la tarde anterior a que le encerrasen en el cuarto acolchado. David Copperfield estaba con ellos, escondidos tras la pared. Sin saber por qué su corazón comenzó a latir más deprisa, ¿qué le estaba pasando? ¿Acaso le gustaba esa chica? ¿Así, tan rápido? A él nunca le había gustado ninguna chica, incluso se burló no hacía mucho de su amigo Antonio cuando le dijo que le gustaba Carmen Cabello, dos cursos por encima de ellos. Pero ¿por qué le subió el rojo a la cara? Intentó volver al libro, esconderse, no prestar atención, pero aquella chica no estaba por la labor. Deben ser las circunstancias, aquí dentro todo se intensifica. No me gusta. Ella se acercó a él y con la mano le bajó el libro. Sin violencia, pero con ímpetu. Seguía seria y, sin embargo, había algo en su rostro que Torcuato no supo identificar, quizá una alegría contenida, como cuando su madre se hacía la enfadada con su padre a veces, pero lo que quería era ser cariñosa. El chico sonrió, le costó, pero lo hizo, y entonces ella habló:
—¿Eres tonto?
La sonrisa de Torcuato se partió en dos. Aquello le descolocó por completo.
—¿Có… cómo? Pero… —intentó articular.
—¿Por qué hiciste lo de la otra noche? —Ella puso los brazos en jarras, apoyándolos en sus incipientes caderas—. Me han chivado lo que hiciste, ¿es que nadie te había hablado de Palo, niño tonto?
—Oye, no me llames tonto, ¿eh? —La estupefacción se le tornó irritación, ¿pero quién se creía aquella niñata que era?
—Pero si lo eres. ¿O eres un gallina? —preguntó con tono burlón y metiendo las manos bajo las axilas para imitar unas alas—. Yo preferiría ser tonta que gallina, pero no sé tú. Y si te ha dado miedo Palo, espera a escuchar alguna historia sobre el vampiro que tenemos en el sótano. Con eso sí que te cagas ya, y es que dicen que cuando el vampiro canta canciones de guerra alguien va a morir…
—Déjame en paz.
¿Vampiro? ¿Qué es un vampiro?, pensó. Aunque por supuesto no se lo iba a preguntar a aquella niñata.
—Chicos, chicos —David Copperfield apareció de la nada. Le acompañaban dos oligofrénicos, un hombre y una mujer, más joven y ancha—. Agnus, no seas dura con él, es nuevo. —Tendió la mano al chico que la estrechó sin mucha fuerza y aún no sabiendo cómo tomarse todo aquello—. Nice to meet you, Torcuato, ¿te llamabas así, no? Te tuteo. Bueno, creo que ya has conocido a Agnus. En realidad debería llamarse Angustias, pero le ha dado por Agnus, qué se le va a hacer, la chica es así. Y bueno, estos dos son Vicente y Rita, nunca les verás separados, son como los pájaros esos que siempre están juntos, no recuerdo el nombre —dijo rascándose la sien.
—Agapornis —le ayudó Agnus—. Y bueno, este que te ha hablado dice llamarse David Copperfield, pero en realidad se llama José Luis López Torres, ¡toma ya!, ¿a que imita bien el acento inglés? Pues gallego es, pero pasó unos años en Londres y se le fue la chaveta; luego se obsesionó con que era un personaje de Dickens y bueno… por eso está aquí, nadie aguantaba sus chorradas —no pudo evitar reírse de sus propias palabras.
David Copperfield suspiró apesadumbrado y se quitó el sombrero negando con la cabeza. Como si aquella historia le sonase de tanto escucharla.
—En fin, lo que queríamos comentarte es que… —dijo el inglés.
—¿Qué lees? ¿Eh? —cortó Agnus.
—Es El maravilloso mago de…
—Ah, vale, ya veo, ¿por qué estás aquí? —disparó ella, cortándole de nuevo.
—No me gusta hablar de ello, no creo que te importe mucho —Torcuato no era muy dado a hablar, pero aquella chica le estaba provocando incontinencia verbal—. ¿Te pregunto yo a…?
—¿Está bien el libro? —Volvió a interrumpir Agnus—. Podías prestármelo, hace tiempo que no leo ninguno, ¿sabes? Lo trataré bien. O bueno, mejor, ya podías leérnoslos a nosotros, somos buena gente, te puedes venir con nosotros si estás solo aquí, que supongo que sí, porque…
—¡¿Siempre hablas tanto?! —explotó Torcuato casi gritando. Se sorprendió incluso a sí mismo, ¿cómo había llegado la chica a sacarle tanto de quicio en tan poco tiempo?
—Sí —dijo ella encogiéndose de hombros. David Copperfield no puedo evitar reírse, le acompañaron Vicente y Rita, que tenían risas muy estridentes, y sin saber muy bien por qué Torcuato empezó a reír también.
* * *
Cuando el sol comenzó a dejarse cortejar por las estrellas y el frío se hizo menos soportable, Torcuato aún les leía la novela. Habían hecho un corro alrededor del sofá, sentados en el suelo. Don Eduardo, el antiguo profesor del chico en su antigua vida, siempre le había dicho que leía muy bien para su edad y el ensimismamiento de sus nuevos amigos parecía corroborarlo. Y, por increíble que le pareciera, Agnus era la que prestaba más atención a la historia. Al empezar no paró de interrumpirle para preguntarle cosas sobre la trama. Casi desde el principio ya quería saber el final, y en cada página una duda la asaltaba, que de qué vivían los tíos de Dorothy, que cómo una casa podía volar así por un tornado sin destrozarse, que qué raza era el perro porque le parecía muy cuco, qué, qué… Vicente y Rita se reían a cada interrupción y se abrazaban el uno al otro, aquello le parecía enternecedor. David Copperfield resoplaba, se quitaba el sombrero, se peinaba con un peine blanco de plástico y se lo volvía a guardar en el bolsillo del pijama, aunque no parecía perder comba de nada. Pese a todas las interrupciones, Torcuato tuvo paciencia. Qué diablos, incluso aquello le gustaba, porque sentía en Agnus la pasión que Lyman Frank Baum le transmitía a él mediante aquellos fantásticos personajes y aquel argumento maravilloso. Cuando apenas quedaban veinte páginas para el final la chica le cortó.
—¡Espera, espera, espera! —dijo levantándose de un brinco y gesticulando con las manos como una posesa—. Deja algo para mañana, chico.
—Bueno, como queráis —respondió Torcuato encogiéndose de hombros mientras miraba a todos para ver si estaban conformes.
Le hubiera gustado terminar de contar la historia, pero también le atraía la idea de que volvieran a reunirse todos allí para escucharle de nuevo. Nadie les había molestado, muchos pacientes iban y venían, a veces alguno se detenía poco rato, y los enfermeros no habían dicho nada tampoco. Y aunque a Torcuato no le gustaba ser el centro de atención en ningún sitio, se había sentido cómodo, ¿y desde cuándo no se sentía así? Demasiado tiempo, en un sitio muy lejano.
No te acostumbres, nada bueno les pasa a los que provocan la muerte de sus hermanos.
—¡Se me ocurre una idea! —exclamó Agnus agarrando el libro y señalando a la ilustración de la portada repetidas veces con energía.
—Oh, my god! —resopló el inglés. Vicente y Rita le rieron el comentario, aunque no lo entendieron.
—¡Nosotros, nosotros somos como ellos! —Cuando los allí congregados fruncieron el ceño ella se explicó mejor—. Que sí, mirad, yo soy Dorothy, por supuesto, guapa, lista y valiente. David, le voy a llamar así porque si le digo José Luis se enfada, será el león cobarde, jaja, no me mires así, hombre. Luego, Vicente será el leñador, está fuertote, como él, mira qué bíceps, enseña bíceps, Vicentín. Y Rita, ¡Rita será el espantapájaros! Total, habla todavía menos que uno, jaja.
De nuevo todos rieron, aunque Copperfield no parecía contento con el papel asignado y negaba una y otra vez con la cabeza en aquel gesto tan suyo.
—¿Y yo? —preguntó Torcuato, que se sintió desplazado. Al momento una brillante idea se le pasó por la cabeza, con toda seguridad la misma que a Agnus—. ¡Yo seré Oz! ¿A que sí?
—No, no, ¡tú eres Totó! —dijo ella. Se rió a carcajadas mientras se agarraba la barriga. En esta ocasión todos rieron, aunque más por la cara de Torcuato que por el comentario en sí—. ¡Totó, ven!, ¡vamos chico, no seas malo, ven con Dorothy! —exclamó mientras se daba palmadas en las rodillas.
Torcuato no podía más con aquello. Agnus era insoportable, no entendía cómo en un primer momento pudo llamarle la atención o parecerle guapa, o imaginar que le había gustado. Su mente le había jugado una mala pasada. Es muy fea, sí, deberían llamarle «la fea», y muy tonta. ¡La odio!, se dijo en el momento en el que saltó como un resorte, le quitó el libro de las manos a la chica y se dirigió hacia la puerta del comedor a la espera de que les dieran la cena. Oyó a sus espaldas a David llamándole con preocupación, a Vicente y Rita riéndose sin malicia, pero a la que más claramente se oía era a Agnus con su tono burlón:
—¡Perro malo, guau, guau, ven aquí o te perderás!