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La celda de aislamiento medía dos por dos metros y estaba completamente a oscuras. Allí todo era acolchado, sin ventanas o una triste bombilla. Torcuato no supo muy bien por qué hasta el segundo día de confinamiento. Cuando se descubrió golpeándose la cabeza contra una de las paredes en un intento de salvarse de la locura que comenzaba a embargarle.

Tic, tac, tic, tac…

Es un castigo suave para un asesino…

Un diabólico reloj se había instalado en su cabeza y marcaba cada segundo. Aquella soledad era insufrible. Nadie parecía escuchar sus gritos o sus ruegos, por primera vez fue consciente de que nadie podía ayudarle en aquella nueva vida, si es que a aquello se le podía llamar vida.

Tic, tac, tic, tac…

Deberías acabar tus días aquí…

Tal y como le dijo el director, Torcuato tuvo mucho tiempo para recapacitar sobre lo ocurrido aquella noche. Palo, Carlos parecía conocer la existencia de aquel paciente (se negaba a volver a llamarle monstruo). Los monstruos no existían, y cuando pronunció su apodo no parecieron saltar las alarmas. El director no se sorprendió, sor Mateo tampoco. Por lo tanto sabían de su existencia y como él había barruntado había una explicación lógica para su presencia allí. Estaba seguro. Sin duda había metido la pata hasta el fondo. Recordó que una vez fue un circo a Fuente Obejuna, ya terminada la guerra, y aunque él no pudo ir varios amigos del colegio le habían hablado sobre hombres y mujeres deformes, espeluznantes, algunos incluso encerrados en jaulas. Había enanos, hermanas siamesas unidas por la cabeza, una mujer barbuda con bello por todo el cuerpo, y un hombre de más de dos metros, con la cabeza gigantesca y unas manos que envolverían el pescuezo de un toro… Y Torcuato se dio cuenta entonces de que Palo bien podía haber sido el protagonista de un espectáculo de feria, abandonado y loco, que hubiera dado con sus huesos en San Juan de Dios. ¿Pero por qué no le había visto antes por allí? ¿Dónde se ocultaba durante el día? ¿Qué hacía paseando por entre las camas a aquellas horas?

Sus preguntas aparecían por doquier, como la mala hierba, y lo peor de todo era no tener respuestas y sí disponer de mucho tiempo por delante. Secuestrado por la oscuridad y la locura. Lejos de su familia, de sus amigos, de su pueblo. Lejos de su vida.

Tic, tac, tic, tac…

Recogió las piernas sobre el pecho y lloró de nuevo. Aquel pozo no parecía secarse nunca. Se limpió los mocos con la mano y las lágrimas con la camisa del uniforme. Una rendija se abrió en los bajos de la puerta y una ola de luz le bañó los pies. La luz, nunca antes había tenido el significado que para él tenía ahora. Alguien dejó caer una bandeja de plástico con unos migajones de pan flotando en agua. Su única comida tres veces al día. Se acercó y lo comió con las manos y bebió con ansia, derramándose el agua sobre el pecho.

Tic, tac, tic, tac…

Después, se levantó y comenzó a golpear la frente contra la pared, con la misma cadencia que aquel diabólico reloj marcaba en su mente.

Tic, tac, tic, tac…

Durante la noche le pareció que del suelo manaba una voz grave. Sin saber por qué sintió mucho miedo y la presencia de algo maligno bajo el manicomio. Alguien cantaba:

Los campos heridos de tanta metralla,

los pueblos sangrantes de tanto dolor,

y los campesinos sobre la batalla,

para destrozar al fascismo traidor.

Dejando el arado tirado en la tierra,

tomando el fusil para pelear,

marchamos alegres hacia las trincheras,

para que en España haya libertad.

Somos los Campesinos,

hoy somos los soldados. ¡Adelante!

Gritan nuestros fusiles, gritan nuestros arados.

¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!

Dos días, le quedaban dos eternos días allí metido.