6

Apagaron las luces. No sin razón Torcuato tenía miedo a que la noche les arrullara. En aquel pabellón dormitorio el silencio era quebrado por murmullos o gritos cada pocos minutos. ¡¿Dónde están mis fotografías?! ¡¿Dónde mi popularidad?! Gritó alguien. El chico se arropó hasta la cabeza, aquello siempre le había protegido contra todo en tiempos pasados, también debía hacerlo ahora, pero no. No funcionaba, y Torcuato ya no sabía qué era peor, si los gritos o el tenso silencio que había entre ellos. En un momento dado bajó la manta y observó el panorama. La luz de la luna penetraba por los amplios ventanales enrejados y bañaba a figuras fantasmales, algunas en pie, otras sentadas sobre la cama meciéndose bajo una canción de cuna que solo ellos escuchaban, un hombre espigado se golpeaba sin mucha fuerza la cabeza contra la pared, y otros, los menos, dormían a pierna suelta.

Decidió taparse de nuevo y pensar en cosas bonitas, sí, esa es la solución. Así seguro que conseguiría dormirse y dejar atrás aquella pesadilla. Cerró con fuerza los ojos y hasta él llegaron imágenes de su aldea. Se vio a sí mismo yendo a la noria a por agua con un par de garrafas; allí, junto a la bomba de agua, siempre había un burro al que se acercaba para tocarle entre las orejas y el animal le respondía afectuosamente con la mirada. Recordó también que él y Evaristo bajaban a la charca que había en la «Huerta del tío Lolo» a matar ranas. Su hermano le había enseñado a pescarlas con un trozo de tela roja puesta en el anzuelo, ¡y vaya si picaban! Además, su madre preparaba unas ancas de rana riquísimas, su madre… ¿cómo estaría? Seguro que destrozada, sufriendo por él… Torcuato no se dio cuenta de que de sus ojos cerrados surgía un manantial de agua salada que se deslizaba por las laderas de sus mejillas. No, no, se dijo girando la cabeza bajo las mantas. Piensa en otra cosa, en… la chica que viste hoy en la sala de los desamparados, en lo guapa que era, y sonreía, miraba hacia ti y sonreía, Torcuato. ¿Qué querría? ¿Qué querrían de mí aquellas cuatro personas?

El sueño se fue deslizando casi imperceptiblemente entre sus pensamientos, como un violín entre las notas de un piano, y se durmió.

No soñaba nada, al menos no lo recordaba. Lo único que percibía era una especie de gemido continuo que iba in crescendo hasta detenerse de golpe. Después, vuelta a empezar. Torcuato se dio la vuelta en la cama, incómodo, no quería despertar, no quería salir de debajo de las mantas, pero aquel gemido… estaba cerca, muy cerca. El sopor desapareció de golpe, pero aún así se quedó con los ojos abiertos y aguzó el oído. El silencio era una enorme aguja que le atravesaba la cabeza de oreja a oreja. Su cuerpo se estiró preso de los nervios, sus articulaciones crujieron como hojas secas bajo sus pies. Silencio. Angustioso. Intentó relajarse, cerrar los ojos, aquel ruido sería uno de los tantos con los que tendría que familiarizarse si quería dormir más de un par de horas al día. Quizá incluso lo había soñado.

—AAAAaaaaaaahhhhhhhh.

El chico dio un brinco en la cama y comenzó a temblar. Debía bajar la manta y ver quién o qué producía aquel desgarrador gemido, aunque pensarlo era más fácil que hacerlo. Sus manos temblaban sujetando un doblez de la raída manta; sintió que comenzaba a sudar pese al frío. Ya no solo escuchaba el gemido, escuchaba el arrastrar de algo, quizá unos pies, no lo sabía. Se habló a sí mismo intentando imprimirse valentía, fuese lo que fuese, aquello que gemía no parecía humano, ¿y si era un fantasma? Su hermano Julián le había dicho que existían, que él vio a «la mujer de la piedra encantada» una noche de San Juan, y que corrió tras ellos hasta que llegaron a la iglesia del pueblo y que allí esperó hasta que casi salió el sol. Le dijo que a veces los fantasmas vuelven para llevarse a los vivos y condenarlos a vagar con ellos por el resto de la eternidad.

—AAAAAaaaahhhhhhhhhhh…

Torcuato replegó las rodillas contra su pecho y, abrazándoselas, cerró los ojos con más fuerza. No le pasaría nada, las mantas le protegerían, su madre le protegería, no sabía cómo, pero lo harían. No lo harán, Torcuato, dijo casi al instante una voz dentro de su cabeza, y supo que la voz no mentía, que la voz era la lógica. Ni unas mantas podrían salvarle de un fantasma o un monstruo o lo que quisiera que hubiera junto a él, ni su madre podría protegerle estando a cientos de kilómetros de distancia. Lo tuvo tan claro en ese momento que con ímpetu se desarropó entero y miró cara a cara al peligro.

Lo que tenía junto a su cama no era un fantasma, aunque tampoco era un hombre. Al menos no como ninguno que hubiera visto él anteriormente en su vida. Torcuato no supo cuándo comenzó a gritar, quizá fue cuando vio aquella cara deforme y alargada, llena de bultos como quistes, con unos ojos pequeños y oscuros y un pelo ralo y rizado poblando aquella cosa que tenía por cabeza. Aquel monstruo, como lo definió en su pensamiento en algún momento dado, debía de medir cerca de dos metros, era gigantesco. Vestía una bata blanca, como de paciente, y estaba esquelético, como un árbol muerto. Arrastraba, atado a una guita negra, un oso de peluche cochambroso que sin duda había vivido tiempos mejores. Y le miró directamente a los ojos, con una sonrisa desencajada, llena de dientes comidos por las caries.

Aquello fue decisivo, Torcuato saltó de la cama, se trastabilló y cayó al suelo. Tropezó con la cama de su vecino de hilera y trepó por ella. Este, despertado tan bruscamente y pisoteado en el pecho comenzó a gritar también. El chico siguió corriendo, pisando pacientes y gritando. De pronto todo el pabellón gritaba, algunos enfermos saltaron de sus camas, unos arrojaban almohadas a otros, varios comenzaron a volcar sus camastros y a romper sus ya destrozados colchones. Una taquilla cayó al suelo y un cristal se rompió formando una cascada de sonido estridente. Torcuato corrió entonces hacia la puerta de salida, la luz del pasillo se filtraba por debajo de ella. Su salvación. No paraba de mirar hacia atrás, hacia donde el monstruo se había perdido entre el caos de pacientes que gritaban levantando los brazos. En un momento dado alguien agarró el suyo, estaba ya cerca de la puerta de salida del pabellón, casi podía empujarla y correr por los pasillos, huir de aquel monstruo, de aquel maldito lugar.

—¡No, chico, no salgas! —Cuando Torcuato se giró vio la cara de preocupación de David Copperfield. Pero era tarde, tenía que salir de allí. Dio un tirón y se zafó del inglés.

La puerta estaba encajada, alguien tiró una silla contra ella y por poco le impactó a él. Embargado por el miedo le dio varias patadas hasta que al final se abrió y la luz del pasillo le cegó momentáneamente. Pero no tenía tiempo para recuperar la vista, echó a correr hasta que se chocó de bruces con algo y cayó al suelo. La espalda le castigó con un ramalazo de dolor que le trepó por toda la espina dorsal y le hizo gemir. Cuando consiguió recuperarse y miró hacia arriba se encontró con un rostro conocido, aunque no muy grato. Sor Mateo.

—¡Criajo del demonio! —exclamó la monja mientras le levantaba dándole un tirón de la oreja—. ¿Tú has formado todo este escándalo? —Arrastró a Torcuato hasta la entrada del pabellón y se quedó con la boca abierta—. ¡Sabía yo que nos darías problemas en cuanto te vi entrar por la puerta!

—¡Pero el monstruo, el monstruo…! —Señaló hacia sus espaldas el chico, con más miedo al peligro que había dejado atrás que a la furibunda sor Mateo.

—¡Qué monstruo ni qué narices, niño! —Gritó esta fuera de sí— ¡Carlos, Carlos!

A los pocos segundos se oyeron pasos y apareció a la carrera un Carlos adormilado, con los ojos hinchados. Metía los faldones de la camisa en el pantalón y cuando llegó hasta ellos y vio la escena su cara mostró una mezcla de pena y confusión. Sus ojos iban del chico a la religiosa una y otra vez sin acabar de saber muy bien qué pasaba.

—¡Entra ahí y pon orden, por el amor de Dios! Esto no es bueno, no, Señor —se llevó una mano a la frente y cerró los ojos, consternada—. Me llevo a este demonio al despacho del señor director. Haz el favor de despertarle y decirle que le espero, debe saber de inmediato lo que ha pasado aquí. ¡Esto es muy grave!

* * *

Para cuando Apolo Sánchez llegó a su despacho el revuelo en el dormitorio había cesado. Carlos y sus dos ayudantes consiguieron que todo volviera a estar más o menos calmo, pero al día siguiente tendrían mucho trabajo de limpieza. También tuvieron que llevar a varios pacientes a enfermería, uno de ellos con un feo corte en la mano, nada que no se resolviera con unos puntos. Al jefe de enfermeros le sorprendió que nadie más hubiese salido herido de allí viendo el destrozo que se había formado.

Mientras tanto, en el despacho del director, Torcuato tenía la oreja derecha al rojo vivo y se miraba las rodillas sin ser capaz de levantar la vista. Sor Mateo aguardaba de pie tras él, no se había despegado de allí desde que entraron al despacho y le ponía nervioso tenerla a su espalda sin poder ver su rostro. El chico se recriminaba su actitud. Quería pasar desapercibido en aquel manicomio y hacía justo lo contrario, llamar la atención, pero ¿y aquel monstruo? ¿Estaba volviéndose loco de verdad? ¿De dónde había salido? Sor Mateo quizá sabría algo, pero no le había dirigido la palabra desde que entraron y le ordenó que se sentara.

Apolo Sánchez se sentó en su trono y entrelazó sus manos.

—Emilio Torcuato, mírame. —El tono del director era firme. Pero él tenía anclada la barbilla en el pecho—. ¡Que me mires te he dicho! —gritó entonces dando un puñetazo sobre su mesa. Aquello surtió efecto—. Bien. Creía que teníamos un trato, que serías un buen paciente, y lo has incumplido. ¿Me equivoco?

¿Debía decir lo que había visto? ¿Qué había visto exactamente? ¿Y si se estuviera comportando como un niño de teta y aquello tenía una explicación lógica y razonable como las que solían dar los adultos? Aún así, ya era demasiado tarde, tenía que dar cuentas de lo sucedido y no se le ocurría nada mejor que decir la verdad.

—Señor director —comenzó—, había… había un… ¡un monstruo en el pabellón! Estaba durmiendo, me despertó, y gemía a mi lado. Yo… abrí los ojos y le vi allí, justo delante de mí. Era gigantesco, deforme, y andaba como si…

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Apolo con tono inquisitivo, cortándole en seco.

—Doce, señor —contestó automáticamente.

La puerta se abrió a sus espaldas y entró Carlos, se apoyó en el marco y guardó silencio. Torcuato se giró rápidamente para mirarle buscando ayuda pero sor Mateo le agarró de los hombros para que mirase al frente. Estaba solo.

—Doce años… —prosiguió el director—, y con doce años me estás diciendo que aún crees en monstruos, ¿es así? Que todo el destrozo del pabellón que acabo de ver y que nos costará un dinero del que no disponemos ha sido porque tú has creído ver a un… monstruo.

—Señor director, creo que Torcuato se refiere a que ha visto a Palo cuando…

Apolo volvió a golpear la mesa, cerró los ojos y resopló buscando una paciencia de la que quizá no gozaba en aquellos momentos. Después volvió a mirar a Torcuato a los ojos, y el niño vio una ira desmesurada pero contenida.

—Carlos, estás cogiendo la fea costumbre de interrumpir conversaciones ajenas, y eso no me gusta nada —dijo articulando bien cada palabra—. Estoy hablando con un paciente, con UN-PA-CIEN-TE, Carlos, ¿comprendes lo que te quiero decir?

—Señor, yo solo informaba de que… —Carlos recibió la fulminante mirada del director y de sor Mateo y decidió que ya había hablado demasiado por aquella noche.

Apolo Sánchez se levantó de su asiento con brusquedad. Quería acabar con aquello de una vez y volverse a la cama.

—Llévatelo a la celda dos de aislamiento, allí estará cuatro días sin salir para nada —abrió la puerta para salir del despacho—. No habrá patio tampoco, y que coma solo pan y agua, ¿me entiendes? Quiero que nuestro paciente recapacite tranquilamente sobre la existencia de los monstruos.