Era un delfín que atravesaba olas saltando fuera del agua; Torcuato nunca vio uno de verdad, aunque sí que había dibujos en sus libros de la escuela, así que él era un delfín dibujado con bellos y concisos trazos azules. Tampoco vio nunca el mar, pero sabía que era infinito y que por las noches vomitaba constelaciones enteras, y él era un delfín que cabalgaba sobre las olas bravas, uno valiente que surcaba los mares libres y vastos sin cansarse. Uno que al tomar fuerzas para saltar se convirtió en un pájaro, un bello loro de plumas multicolores de las zonas del Caribe, uno de los que también aparecían en sus libros y que durante tantos ratos había observado extasiado con los codos clavados en el pupitre mientras que su querido profesor daba con voz grave la lección. Así que él era un loro que emprendía el vuelo hacia un cielo coronado de estrellas, y que no miraba atrás nunca. Nunca.
Sumido aún en sus sueños, llegó hasta él una especie de ronroneo amortiguado, un batiburrillo de voces y gritos que al principio parecía provenir de muy lejos, pero que se convirtió en algo ensordecedor cuando fue recuperando la conciencia. Abrió los ojos despacio, estaba en una cama estrecha, arropado con mantas viejas, y se topó con la cruda realidad: No era ningún delfín, ni tan siquiera un loro caribeño, era un loco, uno más entre las trescientas almas atormentadas que poblaban aquel manicomio. Aún no había desaparecido el rocío de la mañana, pero decenas de figuras a las que la chispa de la vida parecía haber abandonado le observaban con fijación. Cuencas que albergaban ojos apagados, oscuras, consumidas. Allá donde Torcuato mirase veía locura, desesperación, caos. Varios enfermos permanecían anclados como un faro que, echando raíces en las rocas, observa la tormenta embravecida; solo que en el manicomio no había mar y miraban a través de las ventanas sucias, quizá anhelando algo que dejaron fuera de aquellos muros. Algo que no les había acompañado allí dentro.
Unos gritaban, otros se arrancaban los pelos en silencio y llorando, la gran mayoría de ellos caminaba encorvada y sumisa hacia donde alguien, seguramente un enfermero, gritaba con vehemencia nada pastoril «¡el desayuno, vamos!».
Torcuato estaba en calzoncillos, no recordaba qué fue de sus vestimentas, aunque supuso que no las iba a echar de menos. A los pies de su cama vio una muda de ropa, aquello parecía un pijama blanco, el que vestían todos los enfermos. También había una rebeca de lana blanca algo deshilachada y a la que faltaban botones. No era ropa nueva, incluso tenía varios remiendos, pero estaba limpia y olía a jabón. Decidió no hacerse más preguntas. Supuso que debía ponérselo y así lo hizo. Un joven enfermo se le acercó y moviéndole por los hombros y con los ojos desorbitados no paraba de repetirle que el desayuno estaba listo, que corriera, y eso fue lo que hizo.
Siguió la marea humana que serpenteaba por pasillos sobrios llenos de desconchones y salió del pabellón dormitorio; no era el último y le daba miedo que alguien le atacase por detrás, así que caminaba medio de lado, sin perder de vista su retaguardia. Cuando llegó a un enorme comedor de baldosas desgastadas, sembrado de alargadas mesas con sus alargados bancos de madera, un enfermero le dirigió hacia el lado que ocupaban los hombres. Vio que una monja hacía lo mismo con las enfermas mientras que otra caminaba con mirada severa por entre los asientos. Allí el sonido era más ensordecedor si cabe, y el sitio para sentarse escaseaba. Se puso a la larga cola del comedor tras agarrar una bandeja metálica y una cuchara de plástico. Mientras aguardaba, no podía más que echar rápidos vistazos a todo y a todos, aunque nunca posaba la vista el suficiente tiempo en nadie como para que ese alguien se sintiera incómodo o violento. Supuso que se asemejaba a un cordero a la entrada del matadero, y así debió parecerle a los demás, pues pronto alguien le empujó y se le coló por la derecha. Torcuato no se quejó, pero estuvo más atento a la cola para intentar que nadie más se le colase. Antes de llegar a la oronda cocinera que servía gachas de almorta con desgana se produjo un incidente entre dos enfermos. Tres enfermeros tuvieron que poner orden y con mucho esfuerzo, pero uno de los locos ya llevaba la cabeza abierta por la bandeja del otro, así que tuvieron que llevárselo a enfermería mientras que alguien gritaba que se llevaran al otro a «agitados».
Torcuato apenas probó bocado, las gachas estaban repugnantes y tenía el estómago cerrado. Había conseguido un sitio en un rincón, junto a una ventana con barrotes que daba a una especie de patio trasero, y allí se hizo aún más pequeño. Alguien utilizó una cuchara como catapulta y le acertó en pleno ojo derecho, las gachas resbalaban por su mejilla y el ojo le escocía. Varios enfermos que tenía en la mesa de enfrente comenzaron a burlarse, uno de ellos parecía a punto de sufrir un infarto de lo que reía. Su rostro, congestionado, produjo varias muecas desagradables y el que estaba a su lado le golpeó en la espalda para que respirase, aunque Torcuato pensó que su ataque se debía a las risas. Después, se limpió con la mano y luego la mano la limpió en el borde de la bandeja. Cuando sintió que alguien tocaba a su espalda tembló de pies a cabeza y se giró con rapidez temiendo algún posible ataque.
—Por fin te veo —le dijo Carlos con voz afable y levantando la manos para enseñar las palmas. Sonreía e iba vestido de forma impoluta. Torcuato quiso saludarle pero no le salieron las palabras—. Espero que hayas dormido bien. Siento lo de anoche, de veras. A veces el director es un poco estricto, pero no te lo tomes como algo personal, suele ser así con todo el mundo. —Sonrió—. Y si te soy sincero, hay gente a la que no le viene mal que desde un principio se le deje claro quién manda aquí. Aunque pienso que no es tu caso. Se te ve muy buen chico, ¿has desayunado ya? Me gustaría explicarte algunas cosas.
Tras soltar la bandeja, Carlos le volvió a llevar al pabellón dormitorio. Sortearon decenas de camas ya hechas hasta llegar a la suya. Junto a ella había una fina taquilla metálica, algo oxidada y con el número 17 grabado en la puerta, a la altura casi de unas pequeñas rejillas que hacían de respiradero. El enfermero sacó de su bolsillo una llavecita y, enseñándosela a Torcuato, le dijo:
—Esta es la llave de tu taquilla. Aquí podrás guardar ropa y lo que te manden tus familiares o amigos, si ha sido aprobado por el director que puedas tenerlo, claro. —Cuando vio la cara descompuesta que el chico ponía supo que poco iban a mandarle. Le agarró el hombro con ternura, le dio la llave y le animó—. Vamos, ábrela.
Torcuato asintió, metió la llave y giró varias veces hasta que le pilló el truco. Cuando la pequeña puerta metálica se abrió con un crujido, quedó ante él algo que le emocionó hasta lo más hondo de su ser: el libro de El maravilloso mago de Oz. Lo agarró con manos temblorosas y se lo llevó al pecho para estrecharlo contra él.
—¡Gracias! —exclamó con lágrimas en los ojos, sin atreverse a mirar a Carlos a la cara—. ¡Gracias, de verdad!
—Bueno, cuídalo bien, y si te lo quita alguien, aunque sea un enfermero, me lo dices. —Se quedó unos momentos pensativo y añadió—: No veo qué malo puede haber en que tengas tu libro. Además, si te portas bien podría incluso prestarte alguno mío. Ahora ven, en este centro no nos gusta la gente ociosa, así que todo aquel que puede hacer algo de utilidad lo hace. He pensado que te vendría bien ser aprendiz de algo, ¿eras aprendiz de algo antes de entrar aquí? —el chico negó con la cabeza y añadió que sabía leer.
—La lectura no nos es tan útil aquí, pero te diré una cosa, el viejo Tobías necesita ayudantes para cuidar de los jardines, ¿quieres ser aprendiz de jardinero?
—Sí, señor. Haré lo que aquí me digan —contestó sumiso y agradecido, casi sin pensar.
Ser jardinero no era ser profesor, pero no estaba mal, trabajaría fuera de aquellas opresivas paredes, al menos. Y cuidaría de cosas bonitas y delicadas como eran las flores. Pensó que las flores y los libros eran muy similares.
—Eso está bien, te irá mejor y quién sabe si en un tiempo podrás volver a tu casa.
El rostro de Torcuato se ensombreció, ¿quería volver a su casa? Hasta con la edad que tenía y lo poco que había vivido sabía que la vida en su casa había cambiado para siempre. Quería a sus padres, de eso no había duda alguna, quería también, a su modo, a su hermano Julián, ¿pero le querrían ellos a él después de lo ocurrido? Él, que había conseguido con su locura que matasen a su hermano Evaristo. Pensó que hasta su querida madre estaría resentida con él para siempre, aún a su pesar. Que nunca podría observar su cara sin ver la de su hermano mayor. No, estaba claro que siempre le tratarían diferente, que ya no solo su familia, sino que el pueblo entero le marginaría. Que si volvía, Don Francisco le haría la vida imposible, quizá no solo a él sino a toda su familia. Recordó que su vecino, el tuerto, le había dicho a su padre una vez que no había cosa más hija de puta que un guardia civil cabreado.
Definitivamente, era mejor que no volviese nunca, que sus días terminaran lejos de Ojuelos Altos.
—Eh, chaval, sal de ti mismo —Carlos le pellizcó con cariño la mejilla y las sombras se alejaron momentáneamente.
Volvieron a adentrarse en la maraña de pasillos de San Juan de Dios. Torcuato caminaba inseguro detrás del enfermero, a su paso sentía decenas de ojos puestos en él. Hombres o mujeres que vagaban por allí como almas en pena de un velero maldito, unos acompañados, la mayoría solos. Sentados en bancos, de pie contra las paredes, tirados por los suelos. Unos gritando, otros hablando consigo mismos, reían, lloraban o hacían las dos cosas al mismo tiempo. Cuando el chico se percató de varios espejos en las esquinas superiores de las paredes Carlos le aclaró que eran una medida de seguridad para que los enfermeros evitaran ataques por la espalda. Le aseguró que en aquella ala del manicomio no solían producirse, que los enfermos peligrosos estaban apartados, pero que nunca estaba de más tener aquellos espejos, ya que una vez un enfermero perdió la oreja cuando uno de los residentes más tranquilos le asaltó por la espalda sin razón aparente alguna y se la arrancó de un mordisco. Torcuato tuvo ganas de llorar de nuevo, así que comenzó una lucha interior donde no faltaron exagerados pucheros.
—Torcuato —le dijo entonces Carlos inclinándose hasta quedar a su altura—, no estarás tan mal, ya lo verás. Todo es acostumbrarse. Estoy seguro de que harás amigos, aquí hay gente muy válida. Encontrarás tu sitio, te lo aseguro. Venga, vamos.
Al salir a los jardines por una enorme puerta custodiada por otro enfermero se sintió una pizca más libre. El sol no calentaba mucho, pero gobernaba el cielo con maestría y bañaba por igual a pájaros, que a flores, que a la cicatrizada fachada del manicomio. Incluso esta parecía menos imponente a la luz del día, como si fuese un mago derrotado al que han descubierto el truco. Observó los aleros, donde despojos de barro y paja adheridos a la pared atestiguaban que a las golondrinas no les asustaban tanto como a él los locos. Bajó la vista para no tropezar con algún bache o con los enfermos que paseaban por estrechos caminos de tierra, cercados por setos bien podados y bancos diseminados aquí y allá como setas. Los locos parecían menos hoscos allí fuera, como si el astro los alegrase y sanase parte de sus desequilibradas mentes, pues a ojos de Torcuato todos allí estaban idos y eran peligrosos, incluso él. Entre aquellos jardines observó también que había más monjas y enfermeros y que el aire les sentaba bien. Una patrulla de guardas paseaba junto al enorme muro de cemento, coronado por rollos oxidados de alambre de espino.
Mira bien este sitio, porque aquí pasarás el resto de tu vida, asesino…
—Por allí —dijo Carlos señalando hacia unos sauces de ramas esbeltas y fibrosas y un estanque de agua sucia— está el pabellón de las mujeres más pudientes. Las hermanas hacen un buen trabajo por ellas, aunque te digo una cosa, evita a sor Mateo. No tengo que darte más explicaciones, pero te irá mejor si me haces caso en todo lo que te diga.
Torcuato asintió y aceleró un poco el paso hasta que llegaron a una caseta de jardinería. Por el tejado de uralita goteaba aún el rocío de la mañana y tenía las paredes de ladrillo visto algo mohosas. Del interior se escuchaban ruidos metálicos y alguien parecía maldecir por lo bajo mientras apartaba cosas. Carlos tocó a la descascarillada puerta con una sonrisa en los labios.
—¡Tobías! —llamó.
Ruido de garrafas al caer y más maldiciones. Torcuato se pasó el peso del cuerpo de un pie a otro y juntó las manos en el regazo. Rogaba porque Tobías no fuese un cascarrabias, o que le pegase por no saber hacer las cosas bien. Al fin y al cabo la única experiencia como jardinero de la que podía presumir había sido la de sembrar un garbanzo en un latón y echarle agua de vez en cuando. A su favor había que decir que el garbanzo se convirtió pronto en una plantita verde que asomó tímida por entre la tierra oscura, pero después de aquello Torcuato se aburrió y ya no volvió a cuidarse de la salud de la planta, hasta que su madre apareció un día con el latón vacío y él había llorado sin saber muy bien por qué. De aquello hacía tantos años que le parecía una eternidad.
—Tobías —repitió Carlos dando otros dos golpes impacientes a la puerta.
—¡Voy, voy! —gritó alguien desde dentro. A los pocos segundos apareció ante ellos un anciano canoso y con barba igual de cana. Llevaba boina, pantalones y chaqueta de pana marrón y se sacudía el polvo de las coderas—. ¿Qué pasa? Ah, es usted, Carlos, y trae compañía. Un jovencito nuevo, parece. Mmm, buscaba las tijeras de podar, que no las encuentro. Sé que hace un rato las tenía por aquí, pero ahora no las encuentro, no, definitivamente no. ¿Dónde estarán?
Torcuato observaba con atención los gestos nerviosos del hombre, desde luego no le parecía un gruñón, quizá era algo despistado, eso sí, porque de la parte trasera de su pantalón asomaba el mango recubierto de cinta blanca de las tijeras de podar, y el chico pensó que por fuerza debía de notar la incomodidad de tenerlas ahí en la rabadilla. Levantó un dedo tímido y señaló a las tijeras.
—Las tiene ahí, señor —dijo.
Tobías frunció el ceño y echó los brazos atrás agarrando el mango de las tijeras. Carlos negaba con la cabeza y dibujaba una sonrisa en sus finos labios.
—Aquí le traigo un aprendiz —dijo—, que seguro que no les viene mal a ninguno de los dos hacerse compañía.
—Mmm, es usted muy observador —contestó el anciano a Torcuato, que se sintió orgulloso de que por primera vez en la vida alguien le hablase de usted—. Mmm, sí, tiene buena vista, eso me gusta, para este oficio hay que tenerla ¿sabe? La gente nunca lo diría, pero así es. Yo antes era un lince, pero ya no. Porque uno tiene una edad ya, y ha visto muchas cosas, cosas que casi preferiría no haber visto. Pero de nada sirve lamentarse ahora, lo visto visto está. Sí, creo que este chico me será de utilidad, Carlos. Déjemelo por aquí y si está el tiempo suficiente haré de él un gran jardinero, o al menos lo intentaré.
Carlos se alejó a buen paso, no sin antes avisar a Torcuato de que a la una y media tocarían las campanas para ir al comedor. Tobías, entonces, le dijo que cogiese el carrillo de mano y que sobre todo observase lo que él hacía para ir aprendiendo el oficio.
—No hay mejor forma de aprender algo que ver cómo lo hace otro, mmm, y después practicar, muchacho —le repitió cuando llegaron al tajo.
Aún así, Tobías le pidió al rato, de muy buenas formas, que arrancase las malas hierbas que crecían junto al estrecho sendero del paseo, pero que no perdiera oportunidad de ver cómo él cortaba los setos. Y así se entretuvo Torcuato hasta que repicaron las campanillas que avisaban de que la hora del almuerzo había llegado.
—¿Puedo ir a comer, señor? —preguntó tímidamente, hacía rato que el estómago le rugía y que miraba con vergüenza hacia Tobías por si había escuchado la orquesta de sus tripas.
—Claro que puede, y debe —contestó este—. Si no comiéramos qué sería de nosotros. Durante la guerra ya hemos pasado demasiada hambre, ¿no le parece? —El anciano se quitó la boina, tenía la mirada perdida, triste. Recuerdos de guerra—. Anda, vaya usted, Torcuato. Mañana en cuanto termine de desayunar le espero de nuevo junto a la caseta de jardinería. ¡Hasta luego!
—Muchas gracias, señor, y hasta luego —contestó el chico, que ya corría hacia el gran portón por el que saliera unas horas antes.
Permanecer allí fuera le había avivado el alma. Pensaba que si tuviera que estar todo el día encerrado entre las frías paredes de aquel manicomio sí que se iba a volver loco del todo, pero que cuidar de los jardines le haría bien, siempre le había gustado la naturaleza, el sol, los pájaros. Poco sabía en aquel momento que tardaría unos cuantos días en volver a ver la luz del sol, muchos más de los que nunca hubiera deseado.