Le recogieron pocas horas después. La última vez que vio el humo de las chimeneas de su aldea fue a través de las ventanillas de una vieja ambulancia, una Ford 40 M. María de la O de 1939 color
verde oliva. Probablemente una de las que utilizaron los nacionales como quirófano durante la Guerra Civil y a la que le habían añadido dos banquetas de hierro a cada lado. Torcuato permaneció con una mano agarrándose las doloridas costillas y con la cara pegada al sucio cristal, observando cómo las casas bajas con tejas enmohecidas se alejaban de él, poco a poco. No pudo evitar llorar, ya no se sentía fuerte ni tenía orgullo. Pensó que quizá viera a sus padres o a Julián, pero no había nadie para despedirle, solo un par de perros famélicos que cruzaban la carretera, jugueteando.
Y no mereces más, asesino…
Tenía sed, llevaba casi un día sin beber, estaba mareado y con la fe abandonada.
El chófer de la ambulancia y un enfermero iban sentados delante, los podía ver por la oxidada rejilla de separación. Había mucho ruido allí dentro, pero creyó oír que hablaban sobre fútbol. Frente a él iba sentado un tipo medio calvo, con barba, delgado. Tenía la mirada perdida e hilillos de saliva resbalaban de la comisura de sus labios y le caían en la camisa de cuadros. Mascullaba con las manos atadas a la espalda con una guita negra y eso a Torcuato le asustó. También le hizo preguntarse por qué no le habían atado a él si se le suponía peligroso. Sentía la necesidad imperiosa de hablar con alguien, pero los enfermeros no habían contestado a sus preguntas y al tipo que tenía enfrente no le iba a preguntar. Cuando apenas llevaban una hora de viaje ya le dolía el culo de los botes, incluso una vez acabó revolcándose en el suelo de la ambulancia por un bache de la carretera.
—Te voy a matar —le dijo el barbudo una de las veces que el muchacho lo miró. En sus ojos vio malicia, excitación. Después, farfulló algo y volvió a perder la mirada.
Desde ese momento Torcuato se encogió sobre sí mismo e intentó no mirarle más para no provocarle. El clima les acompañaba y se entretuvo en intentar leer los nombres de los pueblos por los que pasaban. Al llegar a Castuera supo que pisaban suelo extremeño, después dejaron atrás encinas, acebuches y jaras hasta llegar a Guadalupe y de ahí a Talavera de la Reina, donde bordearon el Tajo, que estaba crecido por las lluvias. Fue en Talavera donde pararon para recoger a otro hombre. Torcuato no quería llamarlos locos porque eso le convertía a él automáticamente en otro. El hombre intentó escapar pero la gente empezó a apedrearle y a mofarse de él. Al final lo cogieron los enfermeros y lo metieron en la furgoneta a empujones y también le ataron las manos. Antes de partir de nuevo les dieron agua a todos en un vaso de latón. Torcuato bebió con desesperación pero también aprovechó para preguntar a dónde les llevaban.
—A Valladolid —contestó de mala gana el conductor de la ambulancia antes de cerrarle una de las puertas traseras en las narices.
Torcuato siempre fue aplicado en el colegio, recordaba a la perfección el mapa político de España y sabía de sobra que Valladolid estaba a cientos de kilómetros de su casa. Perdió la esperanza de que su familia le pudiera visitar, y aunque hubiera estado más cerca, ¿lo hubieran hecho? Quizá a esas alturas, con el cadáver aún caliente de su hermano Evaristo, ya le odiaban con toda su alma, y en parte él empezó a odiarse también. Pensó que merecía lo que le estaba pasando, que tenía que purgar el daño cometido, que era mucho. Le escocían los ojos y se pasó la mano por ellos.
—Niño, niño bueno, no vayas a llorar, ¿eh? —le dijo el hombre que había subido en Talavera. Era joven, poco mayor que su hermano Julián—. Yo me llamo Paco. Aunque me llaman «risitas». Encantado, ¿eh?
Torcuato asintió en silencio y volvió a mirar por las ventanillas. Cuando vio un bosque de sabinas sus ojos le traicionaron y comenzó a llorar.
* * *
Cuando llegaron al hospital psiquiátrico de San Juan de Dios la noche cubría con un manto de estrellas el firmamento y las aves nocturnas llenaban de ecos el bosque de pinos que cercaba el sitio. Los focos redondos de la ambulancia apenas pudieron alumbrar una pequeña porción de la fachada principal del manicomio, que, con porte regio y engarzada a multitud de pabellones observaba la entrada del vehículo.
Una enorme cancela de hierro forjado, puntas acabadas en lanzas, y dos hojas les cerraba el paso. De la garita asomó la silueta oscura de un tipo, se podía ver su vaho bajo la luz tenue, pero no sus rasgos. El chófer le dio unos papeles que el guardia estudió durante unos minutos, luego entró a su cuchitril y realizó una llamada.
—¿No tendréis un cigarrillo, no? —preguntó.
Abrió la verja y a Torcuato le pareció que dejaba el mundo atrás.
El manicomio, situado en el pinar de Antequera y terminado en 1935, había sido diseñado como un inmenso complejo de pabellones. Pese a todo, teniendo tan pocos años, había sufrido las heridas de una guerra. Había sobrevivido al intento de saqueo por parte de republicanos y nacionales (los nacionales lo querían utilizar como cuartel), a dos incendios y a varios fusilamientos de personal e incluso pacientes. Todo ello había provocado un envejecimiento prematuro del lugar y se le atribuía fama de maldito; aún así, el manicomio había sido pionero en su día: constaba de un pabellón de portería donde la metralla había dejado cicatriz a lo largo de sus paredes, una oficina de administración cuya fachada frontal aún conservaban las quemaduras del fuego, una clínica médica, otra de higiene y desinfección con el lateral agrietado, una cocina donde en cambio, la higiene brillaba por su ausencia y un comedor de grandes dimensiones, salón de reunión y juegos, un pequeño teatro algo abandonado, viviendas para religiosas (quedaban unas pocas de Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón al cuidado de las pacientes femeninas), vivienda para el director, pabellones donde dormían los internos, asilo, una capilla devastada por el mortero y por un sentimiento anticlerical profundo, quirófano, talleres, garajes, todo ello en contraste con los amplios y cuidados jardines. Un enorme muro de piedra marcaba todo el perímetro del centro.
Una luz se encendió en el pabellón de portería cuando el ruido del motor y de los neumáticos sobre la gravilla se hizo cercano. Un hombre alto y delgado apareció tras una puerta grande y llena de negros herrajes remachados, vestía completamente de blanco salvo por una pajarita negra. Salió a recibir al Ford 40 M. con una sonrisa y frotándose los brazos por el frío.
—Buenas noches —saludó estrechando la mano del chófer y su acompañante.
—Buenas noches, Carlos, aquí les traemos a tres —dijo el conductor encendiendo un cigarro con un mechero de yesca. A Torcuato, que observaba por las ventanillas delanteras, le pareció que se conocían—. A dos los hemos tenido que traer atados. Aquí tiene sus expedientes. El tercero es un zagal que atizó a un guardia civil, pero no parece agresivo.
—¿Tres? —preguntó Carlos llevándose una mano a la cabeza— ¿es que no se dan cuenta que este manicomio ya es una lata de sardinas? ¡Que hay más de trescientos pacientes aquí!
—Es lo que hay. Uno por indicación médica y dos por orden judicial —contestó el conductor tras encogerse de hombros.
Carlos se dio la vuelta, puso las manos en las caderas y negó una y otra vez.
—En fin. Llevémoslos dentro, aquí hace rasca y ya avisé al director para que los examine y les rellene la hoja de entrada y vicisitudes —dijo. Abrió una de las puertas traseras, que chirrió rompiendo el silencio en mil pedazos—. Buenas noches, señores, y bienvenidos al hospital psiquiátrico de San Juan de Dios. Si me hacen el favor de bajar y acompañarme, el director les recibirá y podrán cenar algo antes de dormir. —Su sonrisa era cálida, sincera. A Torcuato le pareció un oasis en aquel desierto yermo.
El muchacho fue el primero en bajar, el enfermero le ayudó sujetándolo para que no tropezara. Las horas de viaje le habían pasado factura. Cuando bajó Paco, dio un empujón al enfermero y echó de nuevo a correr con la cabeza gacha, como había hecho en Talavera cuando le recogieron. El chófer salió tras él, pero tuvo que correr poco porque el demente, con las manos a la espalda, tropezó y cayó de boca sobre la grava partiéndose el labio y raspándose la nariz. Después lloró y cuando lo quisieron levantar intentó dar patadas mientras gritaba que quería volver a su casa con su madre. Torcuato observó la escena con cierta tristeza: él quería lo mismo. El muchacho estaba cansado y con el cuerpo dolorido, pero aquel viaje por media España le había abierto definitivamente los ojos, iban a pasar allí una larga temporada.
—Jodidos locos —dijo el chófer cuando volvió con Paco, que había dejado de resistirse tras un par de patadas.
Dentro del pabellón de recepción la temperatura era más soportable. Una oficina pequeña quedaba a la derecha y tenía un mostrador de madera y cristal que reflejaba la titilante luz de una bombilla huérfana. Sentados a una pequeña mesa redonda y jugando a las cartas había otros dos enfermeros con el mismo uniforme que Carlos. Este les hizo un gesto y se levantaron para escoltarlos. Carlos, con una mano tranquilizadora sobre los hombros de Torcuato, les guió por un pasillo de baldosas blancas y negras arrancando ecos del linóleo. Al chico le pareció que eran piezas de un ajedrez humano, que la vida en realidad era una partida de ajedrez. Hacías tus movimientos y esperabas los movimientos de tu contrincante y si no medías bien los tuyos la partida terminaba mal. Algo así les había dicho don Eduardo en clase, hacía siglos.
Llegaron a una sala amplia, de paredes con ladrillo visto pintadas de blanco y con un ventanuco pequeño y cuadrado en la parte superior izquierda por donde entraría luz de día y durante las noches de luna llena. A Torcuato le sorprendió que estuviera tan alto, pero cuando pensó un poco le pareció lógico que estuviera a esa altura. Así nadie se fuga por ahí, razonó. A su derecha, junto a una puerta de madera, descansaba un banquillo también de madera, fino y alargado, quizá demasiado bajo y viejo.
—Sentaos ahí, por favor —pidió Carlos. Después abrió la puerta donde aparecían las palabras DIRECTOR FACULTATIVO APOLO SÁNCHEZ rotuladas y entró, dejándolos allí junto a sus dos ayudantes, que los miraban entre hoscos y asqueados. Pocos segundos después volvió a salir y agarró a Paco del codo—. Tú, ven conmigo, serás el primero.
Los segundos empujaban a los minutos y al final los dos enfermeros se apoyaron aburridos en la pared. Torcuato los observaba con cautela, pero ellos ya habían dejado de interesarse por los dos nuevos inquilinos del manicomio y charlaban sobre mujeres. A lo lejos sonaban los acordes lánguidos de un piano, el sonido era ahuecado y artificioso y el chico supo que provenía de un gramófono. Nunca pensó que pudiera haber un tocadiscos en un sitio así, nunca pensó tantas cosas… Se abrazó a sí mismo y miró de reojo a su compañero. Este levantó la boca y le enseñó unos dientes amarillados por el tabaco. Torcuato se separó un poco de él, aquel hombre tenía las manos atadas pero no un bozal. Dentro del despacho del director apenas se oía un murmullo continuo, como el ronroneo lejano de un motor. En un momento dado comenzaron las voces, sin duda el que más levantaba la voz era Paco. Después comenzaron los gritos y a Torcuato se le puso la piel de gallina. ¿Qué diablos le estaban haciendo a aquel hombre? ¿Le harían lo mismo a él? Quería llorar y también huir de allí como fuera, incluso hizo amago de levantarse para echar a correr como hiciera Paco un par de veces, pero la mirada de un enfermero le clavó de nuevo en el banco.
¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Qué me pasó? Se repetía una y otra vez, rememorando la aciaga noche en que había enloquecido, como si pudiera cambiar los acontecimientos con solo desearlo. Porque eres un asesino, siempre lo has llevado dentro. Tú mataste a tu hermano, no lo olvides.
Alguien le había dicho una vez que si ansiaba una cosa con mucha intensidad al final la conseguía. El quería volver atrás, lo anhelaba, pero aún así las agujas del reloj solo corrían en un sentido y no en el que él deseaba.
Torcuato no se dio cuenta de cuándo llegó el silencio, pero sí se percató de que abrían la puerta y Carlos salía con cara apesadumbrada y ayudando a Paco, que iba temblando y con la mirada perdida, pero sin decir una sola palabra.
—Llévate a este, ya sabes el procedimiento —le dijo a uno de sus ayudantes, el que parecía más joven. El matiz de su voz no era amenazador. En ese momento se giró, sus ojos marrones se clavaron en los verdes del muchacho, y Torcuato supo que era su turno—. Ven, te toca, no tengas miedo —dibujó una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora, pero hasta el adolescente se dio cuenta de que era forzada.
El despacho era clínica a su vez. Vio una camilla blanca con correas en una esquina y un montón de aparatos cuya utilidad ignoraba mezclados con bandejas plateadas y utensilios médicos. Torcuato se encontró con que el médico no estaba solo. Sentada junto a una mesa —donde había una plaquita con la leyenda Apolo Sánchez, neuropsiquiatra—, al lado izquierdo, una mujer joven, con el atavío de una monja, le observó desde detrás de las gafas. Agarraba con finos dedos una carpeta sobre la que tenía varias hojas sueltas. Sus mejillas y parte de la nariz eran un huerto de pecas y tenía los ojos más grandes que Torcuato había visto nunca.
—Oligofrénico —dijo ceñuda sin apartar los ojos del chico.
—Esquizofrénico —respondió Apolo Sánchez escrutándole también.
Se levantó y a Torcuato le pareció que era un gigante de piel blanca, algo desaliñado en el vestir. Su perilla negra se movió al hablar de nuevo.
—Pásame el expediente, Carlos. Veremos quién ha acertado esta vez, si sor Mateo o yo.
Torcuato no entendía nada, pero el apellido Mateo le era conocido. Pensó que era tontería, que no sería familia de aquel don Mateo que estaba a cientos de kilómetros. Permaneció allí clavado, con la mano de Carlos en el hombro y viendo como el psiquiatra hojeaba el documento que su ayudante le había pasado. El chico se mordisqueó el labio y pasó el peso del cuerpo de un pie a otro mientras aguardaba. Levantó la cabeza hacia Carlos y este amagó una breve sonrisa para después volver a mirar al frente. Pensó que ojalá todos en el manicomio fuesen tan amables como él, pero enseguida supo que no. Los dos enfermeros de fuera eran la clara evidencia de que se equivocaba.
—En fin, poca leche han rellenado aquí —contestó arrojando la carpeta sobre la mesa y haciendo volar varios folios en blanco—, parece que ni le hubiera examinado un médico, pero por lo poco que cuentan he ganado yo la apuesta —dijo alzando unas cejas pobladas—. Esquizofrenia. Le pegó un golpe con un cazo a un guardia civil y dijo que se lo había ordenado una voz dentro de su cabeza.
—¿Qué le pegó con un… a un…? —preguntó la monja antes de echarse sobre el respaldo de la silla y comenzar a reír.
A Torcuato le dio rabia que hablaran de él como si ni siquiera estuviera allí. También que se rieran de algo que le había causado tantas desgracias a él y su familia. Quería hablar, defenderse, pero el miedo —ese viejo amigo suyo— se lo impedía. En realidad, lo que más le hubiera gustado era encogerse hasta tener el tamaño de una pulga y huir, y que nadie le prestase atención nunca más. Vivir sobre un perro y no tener contacto con nadie, pensó. Pasó las manos por detrás de la cintura con disimulo y tocó el libro. No quería que se lo quitaran, era lo único que conservaba de su vida pasada.
Dios santo, que no me lo quiten, te lo pido por favor.
—En fin. —Aquella parecía la coletilla del médico—. ¿Te llamas Emilio, no? —le preguntó.
Carlos le apretó el hombro. No lo suficiente para hacerle daño, pero sí el indicado para que el muchacho hablase.
—Así… así me pusieron mis padres —respondió—, pero desde pequeño me llaman por mi primer apellido, señor.
Apolo salió de detrás de su escritorio y caminó lentamente, después, se apoyó en la parte delantera de la mesa y cruzó brazos y piernas.
—Desde este momento te dirigirás a mí como señor director. Dirijo el centro y el área masculina —dijo muy serio. Hizo un gesto con la mano hacia la mujer—. Esta señora es sor Mateo. Lleva el área completa de mujeres, tanto la de las pensionistas como la de las pobres, y a Carlos ya le conoces, es el jefe de enfermeros. Siempre deberás hacer lo que él te diga y nos llevaremos todos bien. En San Juan de Dios hay trescientos catorce pacientes contando con los que habéis llegado hoy, como ves somos una gran familia. Demasiado grande diría yo. Ahora te haremos una serie de preguntas, ya que en… —miró el expediente—. Ojuelos Altos no les ha salido de los huevos rellenar tus datos.
Respondió una a una durante largo rato a las preguntas que le hicieron, la religiosa apuntaba las respuestas con letra abigarrada, aunque el que hablaba con tono monótono era el director. Cuando terminaron de rellenar el cuestionario, Apolo Sánchez se quedó pensativo, con una mano sujetando su barbilla y las espejas cejas casi unidas.
—Y bien… Torcuato. Es así como te gusta que te llamen, ¿no? —Esperó a que el chico asintiera—. ¿Vas a darme problemas durante tu estancia aquí? —en esta ocasión el muchacho negó repetidas veces con la cabeza. Tenía miedo y eso estaba bien. El director sonrió—. Eso espero. De todos modos, tómate lo que vamos a hacer ahora como algo aleccionador… a veces. Otras será necesario para tu mejoría. De todos modos, si no te portas como es debido, pasarás mucho tiempo con «chispas» —señaló con un dedo hacia un aparato rectangular, blanco, con cables acabados en ventosas que reposaba en un mueble junto a la camilla con correas—. Carlos, átale a la camilla y ponle los electrodos.
Torcuato abrió los ojos desmesuradamente y el corazón le cabalgó por la tráquea hasta la boca. Dio un paso atrás e iba a comenzar a gritar que no lo hicieran en cuanto volviera a recuperar la voz. La monja le observaba impasible, incluso se hubiera dicho que algo divertida. No podía ser, alargó sus manos en dirección a ella, tenía que decir algo, debía ayudarle, era una mujer educada en la fe y la misericordia de Dios.
—Pero, señor director, es casi un niño todav… —intentó replicar el enfermero, no muy seguro de sus palabras.
—¿Te he pedido opinión, Carlos? —le reprochó este con tono cortante.
—No, señor, no lo ha hecho. —Miró al chico y en sus ojos vio agradecimiento, pero mucho miedo.
—Y sin anestesia —sentenció el psiquiatra.
—¿Relajante muscular? —preguntó con cierto temor el enfermero, casi atorándose con su saliva. Conocía la historia de varios enfermos que se habían roto huesos debido a las convulsiones que el electroshock producía.
Cuando el director negó, Carlos abrió la boca sorprendido, después asintió compungido y tomó al chico por el codo. Entonces Torcuato gritó y pataleó como no lo había hecho en su vida mientras lo ataban. No quería causarle daño al enfermero, pero tampoco quería que le atasen allí para hacerle lo que fueran a hacerle. Pero era inútil, no tenía fuerzas para combatir contra aquel molino de viento. Cuando le quitaron la camisa el libro cayó al suelo y sintió que moriría, que la última conexión que le unía a su vida anterior, a su familia, a su pueblo, desaparecería en cualquier cubo de basura de aquel manicomio perdido de la mano del Señor. Y entonces sí estaría perdido, a la deriva. Pero se sorprendió cuando el enfermero agarró el libro y se lo escondió en el pantalón mientras le pedía con un dedo en los labios que guardara silencio. Fue entonces cuando dejó de gritar y de patalear, aunque no pudo evitar temblar y que los ojos se le anegaran en lágrimas de impotencia.
Madre, pensó, madre, por favor. Como si ella pudiera hacer algo por sacarle de allí con aquella voz dulce con la que a veces les cantaba coplillas, y es que hasta ese momento había pensado que sus padres podían ayudarle en cualquier cosa. En cualquiera.
Pensó que iba a gritar, pero cuando Apolo Sánchez dio la primera descarga de 110 vatios durante unos segundos, lo único que hizo fue estirarse sobre la camilla hasta que le crujieron todos los huesos, le castañearon los dientes y comenzó a convulsionarse. Dos descargas después vomitó. Luego, no recordó más, todo fue negro, sin estrellas. Su mente estaba varada.
—Vaya, parece que nuestro nuevo inquilino había comido algo —bromeó el director señalando la papilla amarillenta que resbalaba por el costado del muchacho.