Cuando llegó hasta ellos la situación era un caos. Agnus yacía en el suelo junto al cuerpo de sor Mateo, Rita y Vicente estaban sobre ella e intentaban levantarla. Les empujó a un lado, pero ella no tenía más rasguño que todo el daño que le habían hecho al intentar violarla. Rita seguía sin dejar de chillar, no comprendía nada… hasta que se giró y contempló la escena. Otro pedazo de corazón se le resquebrajó y supo que le quedaba poco para que estallara en mil pedazos.
Mi primer amigo aquí…
Marcus y David Copperfield estaban encarados cual antagonistas de novela. Parecía como si durante el duelo el tiempo les hubiera congelado, pues ninguno de los dos se movía. Las velas lamían la mitad de sus rostros, la otra mitad pertenecía al mundo de las sombras. El inglés se había quitado en algún momento la cruz que llevaba al cuello y la empujaba contra la frente del vampiro, este aullaba de dolor, su piel se derretía allí donde la plata tocaba, y efluvios de maldad subían hasta el techo en espirales que parecían tener vida propia. Torcuato pensó que quizá tendrían una oportunidad de huir todos de allí… lo pensó hasta que vio la zarpa de la mano derecha del vampiro. David no sobreviviría a aquella herida, tenía la barriga abierta casi en canal, de su boca manaba sangre y todo su cuerpo temblaba. La zarpa hurgaba dentro, quería sacarle los intestinos.
—¡¿A… qué esperas, my friend?! —le preguntó desviando la mirada hacia el chico—. Después de… de todo no soy un león tan cobarde, ¿eh?
—David… —dijo Torcuato, dio un paso hacia él. Quería ayudarle, pese a que sabía que lo mejor era salir corriendo junto con los otros.
—¡Atrás, no te acerques! —le cortó su amigo—. ¡Iros ya! And… and don’t forgive me, eh!
Su verdadero nombre era José Luis López Torres, pero tú nunca olvidarás a David Copperfield mientras vivas. Y leerás la novela de Dickens y en sus páginas verás a tu amigo de nuevo, una y mil veces.
—¡Cuánto tiempo crees que aguantarás así, loco! —preguntó Marcus. En ese momento aulló de dolor y su voz de desfiguró convirtiéndose en algo grotesco. Como si sus cuerdas vocales no pudieran controlar ya lo que albergaba aquel cuerpo con forma humana.
—Lo suficiente… —contestó Copperfield forzando una sonrisa—. Y… ahora debéis iros. Gracias por la lección, chico. Si hay un Dios justo en este mundo nos… volveremos a ver… algún día…
—Gracias, David, de corazón —le dijo.
Después negó con la cabeza sin creerse lo que iba a hacer. Se volvió hacia Agnus y los Agapornis y les guió hacia la salida. Antes de abandonar del sótano agarró una de las velas que aún seguían encendidas y cruzaron la pared desgajada hasta encontrar el primer pasillo. Sin mirar atrás. Giraron a su derecha y caminaron a paso rápido. Tu sacrificio no será en vano, mi buen amigo, se dijo.
Copperfield miraba al vampiro a los ojos. Vio dolor, pero sabía que aquello no duraría mucho y él ya se sentía ir. En cierta manera aquel pensamiento le supuso un alivio. Como buen creyente que era, sabía a dónde iba a ir a parar su alma. Esta vez su sonrisa fue sincera.
Pronto os veré Dora, Agnes. Y ya la muerte no podrá separarnos otra vez. Y bailaremos, departiremos y reiremos durante toda la eternidad.
* * *
El grupo avanzaba casi a trompicones por los pasillos.
Otra persona que muere por tu culpa, asesino. ¿Cuántas van ya? ¿Hacemos el recuento? Evaristo, el guarda, Apolo Sánchez, David Copperfield, ¿hasta cuándo vas a poder soportar ese peso en tu conciencia? ¿Cuándo colgará tu cuerpo de una soga porque no puedas ni mirarte a un espejo? ¿Cuando Agnus muera?
La mano de Agnus apretó un poco la suya. No supo si había sido un acto voluntario o un acto reflejo, miró a sus ojos pero allí seguía sin haber nadie, y no podían detenerse. Si al menos tú estuvieras aquí todo sería más fácil, Agnus. Tenían que avanzar, y bastante les costaba, pues Rita no dejaba de llorar y había querido volver hacia el sótano en busca de David un par de veces. Aquello le partía el alma. Cuánto amor podían destilar Vicente y Rita, y no solo hacia ellos. Era una lección que pensó que muchas personas con las que se había cruzado en su vida deberían aprender. Cuando llegaron al murmullo de las aguas fecales, supo que iban por buen camino.
Ya casi estamos, al girar por aquel pasillo llegaremos a las escaleras y saldremos al pinar. ¿Y qué haréis después, eh? Se hizo esa pregunta cuando entraban en la pequeña estancia de las escaleras de metal ancladas en la pared que les conduciría hasta otro tipo de peligros. Justo en el mismo momento en que Carlos se levantaba del último peldaño y les encaraba con una pistola.
—¡Tú! —le espetó Torcuato como si aquel fuera el mayor insulto que pudiera dedicarle.
—Yo. Vaya, veo que habéis dejado a uno por el camino. Y Apolo y la monja han muerto, por lo que observo —contestó él—. Menuda sorpresa encontrarme aquí, ¿eh? Teníais que haber visto vuestras caras bajo esa vela. ¿Crees que no me conozco este manicomio de cabo a rabo? ¿Qué no sabía que Marcus se cubriría las espaldas con una vía de escape por si las cosas se ponían feas con nosotros? Chico, ese vampiro no ha vivido cientos de años por nada. Cuando os encerrasteis en el despacho y dejé de oíros, supe que os habíais adentrado en el sótano. Además, tu simple presencia de nuevo en el centro cuando ya te habíamos mandado a la muerte, indicaba a las claras que habías salido por otro sitio. Me senté y pensé hasta que recordé que se habían construido estos canales para las fosas fecales y que solo estaban separadas del sótano por una pared. Cogí los planos y supe por dónde saldríais. Y el resto de la historia ya la sabéis.
Torcuato volvió a ponerse a la cabeza del grupo, permanecían a unos metros del jefe de enfermeros formando una especie de punta de flecha. El brazo roto le palpitaba y, al apretar los puños, el dolor por poco le provoca un desmayo. La pistola le encañonaba directamente a él. En el rostro de Carlos no había arrepentimiento, o culpa, más bien inexpresividad. Ellos no significaban nada para él, solo eran un problema, una carga que había que eliminar, y eso Torcuato lo sabía.
Os disparará uno por uno y sin piedad.
Mátale, mátale, mátale… asesino. ¿Por qué no uno más? Uno más para el camino, jaja.
—¿Por qué, Carlos? —dijo dando un par de pasos hacia él—. ¿Por qué hacéis esto?
—¿Tiene que haber una razón? —contestó este levantando aún más el arma—. Bueno, pues te doy la mía. La de los otros me importa un bledo. El dinero, ni más ni menos. ¿Sabes lo que ganamos por haber convertido este sitio en lo que has visto? Mucho, créeme, más de lo que pudieras imaginar. La gente disfruta haciendo el mal, incluso paga por ello cuando sabe que no tendrá que responder por sus delitos. Y bueno, mi papel en San Juan de Dios siempre fue el mismo desde que entré a trabajar aquí. Soy el topo, el casi infiltrado, el bueno entre los malos, el simpático que intenta ayudar a todo el mundo, el que cae bien, el informador. Hacía un papel, como vosotros en ese estúpido teatro, como Apolo Sánchez cuando me regañaba. Ellos siempre me felicitaron por mi trabajo. Pero ahora… joder, te lo has cargado todo, y eso que parecías lelo con el jodido libro y con la cría. ¿Tanto quieres a esa puta? ¿Ha merecido la pena que muráis todos por vuestra estupidez? Los locos no deberían pensar siquiera en enamorarse.
»En fin, cuando se descubra el reguero de muertos que has ido dejando por el camino, este sitio no podrá seguir siendo lo que era. Demasiado riesgo… no dudo de que los que hemos trabajado aquí salgamos de rositas, hay gente muy poderosa que ayudará a tapar el escándalo. Pero San Juan de Dios se convertirá en un manicomio normal, gracias a ti. Vendrá otro director, nuevo personal… Espero que al menos os sirva de consuelo, ya que de aquí no sale ni Dios si no es con los pies por delante. Porque al menos yo, quedaré como un héroe. Ya me veo los titulares de prensa: Carlos Bardero acaba con los locos que provocaron el motín en San Juan de Dios y asesinaron a su director, un guarda y a una religiosa…
Y aquello fue la cerilla que prendió la mecha. El chico ya no era dueño de sus actos. Solo quería matar, destrozar, dejar salir al asesino que habitaba dentro de él, a su oscuro pasajero.
—¡Hijo de puta! —gritó al tiempo que corría hacia él.
—Y colorín colorado…
El sonido del disparo les dejó sordos momentáneamente y espantó a las aves que descansaban sobre los pinos más cercanos. Torcuato cayó sobre él, pero más como un fardo que como una persona. Rodaron por el suelo y Carlos se preparó a luchar, habría fallado el disparo, pero también había sido púgil y le sacaba medio cuerpo a aquel crío. Se puso encima del chico con habilidad y levantó el puño, pero en lugar de golpearle comenzó a reírse.
Torcuato tenía un agujero de bala en el pecho, la sangre formaba un círculo rojo cada vez más grande en su uniforme. Escupió sangre y con la mano sana trató de agarrarle del cuello para estrangularle.
—¡Imbécil! —le gritó dándole una bofetada— ¿pensabas que la bala te rebotaría en el pecho? ¡Estás más loco que un cencerro!
En ese momento alguien levantó a Carlos como si pesara lo mismo que un saco de paja. La mano de Vicente le agarró de la quijada, sus dedos apretaron como patas de una araña. Con energía golpeó la cabeza del enfermero contra uno de los escalones de metal de la pared, primero una vez, luego otra, y otra. Vicente no podía parar de estrellarla con rabia al grito de «eres malo, eres malo». Carlos apenas tuvo tiempo de pensar, solo sentía dolor, un dolor infinito. El oligofrénico no paró hasta mucho después de haberle matado. La cabeza se le deshacía entre las manos en un amasijo de huesos y carne, y él aún seguía gritándole que era malo.
* * *
Apoyá en el quicio de la mansebía,
miraba encenderse la noche de mayo
pasaban los hombres y yo sonreía,
hasta que en mi puerta paraste el caballo.
¡Serrana!, ¿me das candela?
y yo te dije: Gaché
ven y tómala en mis labios
y yo fuego te daré.
Dejaste el caballo y lumbre te di.
Y fueron dos verdes luceros de mayo tus ojos pa mí.
Ojos verdes, Verdes como l’arbahaca,
verdes como er trigo verde, y el verde, verde limón.
Ojos verde, verdes con brillo de facas
que s’han clavaíto en mi corazón.
Pa mi ya no hay soles, luseros ni luna,
no hay más que unos ojos que mi vía son.
Ojos verdes, verdes como l’arbahaca,
verdes como er trigo verde, y el verde, verde limón.
Su madre le cantaba aquella copla mientras la muerte le acunaba en el regazo. Apenas sentía dolor, pero sabía que estaba malherido. No podía moverse. Intentó hablar pero no pudo. El pecho le silbaba, ha sido un pulmón, tengo un agujero ahí. La vida se le escapaba por segundos. No podía ni quería abrir los ojos. Allí terminaba su viaje, ¿y había merecido la pena? Sí, se contestó. Había visto cómo Vicente mataba a Carlos. Pobre amigo mío, a ti también te han obligado a matar. Y también por amor. Eso nos hermana más. Volvió a llorar. Si te vieran llorar tanto pensarían que eres una nena. ¿Dónde estáis ahora, voces? ¿No venís a torturarme más por los crímenes que he cometido? Bueno, mejor así, mejor dejar esta vida, no hubiera podido soportar vivir con tanta muerte a mis espaldas, y al menos he conseguido que Agnus viva. Agnus, mi amor… ojalá nos hubieran dejado ser felices. Ojalá hubiéramos podido despedirnos al menos, ojalá nunca te hubieran violado, ojalá tu vida hubiera sido siempre un camino de rosas…
—¡Torcuato!
Alguien le llamaba. Dejadme, estoy cansado, quiero morir ya. No abriré más los ojos, vivir duele…
—¡Totó! ¡No te puedes morir!
¿Agnus? No podía ser, Agnus ya no estaba allí. Era un vegetal, y cuando despertara, si es que despertaba algún día, sería en algún lugar lejano, no le recordaría. No sabría siquiera que él había muerto por salvarla, no recordaría siquiera el nombre de aquel loco que había cometido el pecado de enamorarse de ella, en el lugar equivocado.
—¡Totó, abre los ojos, no me vas a dejar, imbécil!
Torcuato abrió los ojos, le supuso un tremendo esfuerzo, pero mereció la pena. De rodillas, junto a él, la chica le zarandeaba por los hombros. Las lágrimas apenas le dejaban ver, pero sí, era ella. Con su cuerpo maltrecho, con su ímpetu.
—¿Ag… Agnus? —Cada palabra le suponía un esfuerzo titánico. El reloj de la vida marchaba en su contra— ¿has… has vuelto?
Ella abrió los ojos desmesuradamente y se abrazó a él, después buscó sus labios con desesperación. Y volvieron a besarse, y el segundo beso fue mejor que el primero, aunque más breve. El beso de despedida. Sus lágrimas se fundieron, al igual que sus almas, y sonrieron con la frente del uno pegada a la del otro. Sus ojos están llenos de vida, me ve, ¡me ve!
—No sé donde estaba, pero he vuelto —contestó ella.
—Y yo… yo… me voy —dijo él sonriendo.
—¡No te vas a ir, perro malo!
Intentó reír, pero lo único que escapó de su boca fueron esputos de sangre. Se retorció de dolor ante los angustiados ojos de la chica.
—Ag… Agnus… —Acarició su mejilla con debilidad—. Debajo de mí, en… en la cinturilla del pan… pantalón hay algo que… quiero que te quedes… un… un regalo.
Ella rebuscó intentando no moverle demasiado. Vicente y Rita, con su sempiterno abrazo, se acercaron aún más. Agnus sacó El maravilloso mago de Oz del elástico y rompió a llorar. Sabía lo que aquello significaba, pero no quería aceptarlo. Él no se moría, él le había hecho volver de aquella oscuridad que la embargaba para vivir la vida sin su compañía, no era justo que ahora se marchase. No le dejaría ir a ningún lado.
—Por… por favor —rogó Torcuato—. Visita a mis… padres. Que no estén… toda… toda la vida es… perándome. Y recuerda… me siempre… por lo mucho que… te… amé. Sé… feliz.
Agnus volvió a abrazarse a él con fuerza. Al menos no le dejaría marchar solo.
—¡No te vas a ir, no te voy a dejar! —Sabía que mentía, su corazón se lo decía—. ¡Te lo advierto, pueblerino, si te mueres te las vas a ver conmigo en el otro lado!
Pero Torcuato ya había muerto. Con una sonrisa en los labios, con las coplillas de Conchita Piquer en los labios de su madre resonando en su mente. Sin voces, sin muros, sin guerras, sin torturas, sin dolor, con amor. Con la tranquilidad de haber luchado hasta el final por aquellas personas que tanto había llegado a querer.