20

Rita no había querido entrar, quizá a sabiendas de que lo peor que se podían encontrar allí abajo no era la oscuridad. Les costó muchos ánimos y esfuerzos hacer que cruzase la puerta. Lloró y se resistió hasta acabar agotada. Vicente le echó un brazo por encima con mucho cariño, le sonrió y ella se apoyó en su pecho. Estaban listos para partir, listos para morir.

Habían buscado en el despacho algo que les sirviera para alumbrarse, pero no encontraron nada. Sin embargo, no les hizo falta. Cuando llegaron a los escalones donde Torcuato había despertado junto a Rodolfo observaron varias velas que, distribuidas estratégicamente, iluminaban con luz tenue buena parte del sótano. Marcus les estaba esperando, aunque no se le veía por ninguna parte su presencia era demasiado poderosa para hacerse ilusiones.

Presiente las cosas, casi se diría que ve el futuro, pensó.

Sor Mateo iba delante, le habían atado las manos a la espalda con un trozo de tela de la camilla. Copperfield la iba empujando cada vez que se detenía y ella clavaba sus ojos envenenados en él, incluso cuando tenía saliva suficiente lanzaba escupitajos. Era como si la mujer supiera a ciencia cierta que pronto las tornas cambiarían en aquella situación.

En algún lugar se oía un goteo constante. Plof, plof, plof. Habéis venido a morir, plof, plof, plof, vuestros cadáveres acabarán siendo abono de estos suelos, plof, plof, plof.

OMG! Este olor es insoportable —comentó el inglés. Después se santiguó al ver el rastro de cadáveres de la estancia—. Vi… Vicente, deberías tapar los ojos a Rita. Creo… creo que no debería ver lo que hay aquí, Cielo Santo. ¿Qué tipo de monstruo ha podido hacer una cosa así?

Este de aquí no es más monstruo que los que están arriba dirigiendo el manicomio… pensó Torcuato.

Vicente asintió e hizo lo que le recomendaron, Rita solo se resistió un momento. El oligofrénico también se tapó los ojos, aunque abrió una persiana con los dedos para poder ver algo. Torcuato se asomó por entre los hombros de David y sor Mateo, caminaba detrás de ellos y agarraba de un brazo a Agnus, que se dejaba guiar, aunque a veces se quedaba parada. Si la dejara aquí moriría de hambre antes que moverse… Pero eso no pasaría, ni él la iba a dejar allí ni el vampiro dejaría escapar tan jugosa presa. ¿Pero qué hago? ¿Qué podemos decirle o darle para que nos deje pasar sin arrancarnos la cabeza? ¡Ya lo sé, el libro, cuando se lo leí soltó alguna carcajada! El libro le gustó, ¡se lo ofreceré!

Imbécil —se dijo al momento—, si hubiera querido tu dichoso libro se lo habría quedado esta mañana. Estáis muertos

Y te está bien merecido, por asesino… ¿Pero y mis amigos, se lo merecen?

Se armó de valor de nuevo, tanta responsabilidad le agobiaba. Recapacitó sobre lo que habría sentido su padre para sacarlos a todos adelante. Una familia de cinco personas, como la que él tenía en ese momento. Cinco vidas que salvar, si contaba la suya. Ahora le comprendía mejor y sabía lo duro que tuvo que ser para él decirle que tenía que dejar el colegio para trabajar. Se le debió partir el alma por dentro, a él y a Madre, y yo fui tan egoísta. Padre, te quiero. Si no sobrevivimos a esto, me voy en paz contigo.

Pero él contigo no, imbécil, por tu culpa mataron a su primogénito. El orgullo de la familia. Negó con la cabeza, aquel no era buen momento para seguir recriminándose cosas del pasado. Debían avanzar, debía hablar con Marcus, él ya había tratado con el vampiro. Le escucharía.

Cuando fue a abrir la boca sor Mateo se zafó de Copperfield y corrió hacia adelante.

—¡Marcus! —gritó. Trastabilló con su propio hábito y estuvo a punto de caer sobre varios cuerpos desmembrados—. ¡Ayúdame, estos locos han matado al director, lo van a echar todo a perder! ¡Alertarán a todo el mundo y vendrán a meter las narices aquí, te encontrarán y te matarán!

Ahora sí que estamos muertos, pensó David. Pero la sombra se abatió sobre la monja y, antes de que ella se pudiera dar cuenta, le faltaba la mitad superior de la cabeza y del tocado. El corte había sido limpio, los ojos de sor Mateo intentaron estúpidamente ver qué pasaba allí arriba. Me siento rara, pensó. Después, bajó la mirada y se encontró de frente con el mal.

—No hay mejor burdel que la iglesia, la sangre de monja es la mejor —dijo Marcus—. Y quizá sea momento de dejar de esconderme y salir. Marcus no le teme a nadie, ni tiene socios, si he estado aquí ha sido por iniciativa propia, no siendo un prisionero. Lástima no haber podido terminar también con la vida del cerdo de Apolo Sánchez, me hubiera gustado degollarlo personalmente…

De un bocado arrancó parte del cuello de la religiosa y comenzó a chupar de la grotesca herida. Litros y litros manaban, aquello era una orgía carmesí. En un momento dado Marcus gritó de dolor y arrojó a un lado el rosario de la monja. Las manos se le habían quemado y humeaban y él las contempló a la luz de las pálidas velas. Después, les miró con un odio y maldad infinita, como el animal herido en el cepo mira al cazador. Cuando se recompuso arrastró el cuerpo hasta las sombras y todo quedó en silencio.

No nos dejará pasar por aquí sin matarnos…

My friend, no nos podemos quedar aquí aguardando a que ese ser de las tinieblas acabe con nosotros —le susurró Copperfield—. O avanzamos… o volvemos atrás. No sé qué es peor, la verdad.

—Si volvemos acabaremos en manos de Carlos, y creo que este vampiro tendría más clemencia con nosotros que él —contestó Torcuato. La elección se le antojaba harto complicada para un chico de su edad. Aún así intentó razonar—. No podemos esperar ya compasión por su parte. Nos… nos traicionó, es peor que los otros dos. Hacía cosas grotescas a nuestra espalda, nos usó. Si nos pilla, nos matará.

El inglés resopló, se echó el sombrero hacia atrás y se rascó la frente justo donde tenía el flequillo apelmazado por el sudor. Un gesto muy suyo. Las moscas zumbaban alrededor de ellos, parecían querer transmitirles el mensaje de que dentro de no mucho pondrían sus huevos en sus carnes putrefactas. De la muerte brotaría la vida.

—Sí, tienes razón —respondió al final—. Maldita sea la hora en que acabamos en este manicomio, shit!

El chico dio un par de pasos hacia adelante y oteó la oscuridad sin resultado alguno.

—¡Escucha, Marcus! —gritó Torcuato. Sus palabras rebotaron en las paredes—. Solo queremos escapar de este sitio. No… no queremos problemas contigo, solo salir. Estoy seguro de que puedes ser justo con nosotros.

Primero silencio, después la voz del vampiro retumbando en cada rincón del sótano. Parecía recuperado por completo.

—Te dije que nunca volvieras aquí, comida —dijo—, ¿por qué lo has hecho? ¿Pensabas que teníamos algún tipo de amistad?

Torcuato dio otro paso hacia adelante y se puso a la cabeza del grupo. Él debía solucionar aquello, todos confiaban en él, las columnas del mundo sobre sus hombros y sin elefantes para ayudarle.

—Para salvar a mis amigos… —contestó—, para salvarla a ella, ¿nunca en tu larga vida has amado? —respondió en un arranque de sinceridad.

—Yo amé una vez —respondió con cierta melancolía Marcus—. Solo una y no más, ¿la amas?

—La amo —contestó sin dudarlo un momento. Apretó la mano de Agnus porque pensó que podría transmitirle más así que con palabras.

Silencio, el jurado deliberando sobre el veredicto. Culpable o inocente, vida o muerte.

—Bien, ya que tan claro lo tienes, te propongo algo. —La voz resonó encima de sus cabezas. Cuando miraron hacia allí no había nada—. Tus amigos locos se pueden ir, que se la lleven, me siento magnánimo. Pero tú te quedarás aquí, conmigo. Si lo haces prometo que nada les pasará y que podrán salir por donde tú saliste, y sé que no volverás a dudar de mi palabra. Pero a ti… a ti te torturaré muy lentamente, esto también te lo prometo ¿sabes cuántos huesos te podría romper o cuantas tiras de piel te podría arrancar antes de que murieras? También podría ir amputándote miembros y que tu agonía fuera lenta y dolorosa. Podría mantenerte con vida días, semanas, años. Podría hacer que comieras la carne de tus congéneres, que bebieras su sangre o sus meados. Piénsalo bien antes de darme una respuesta.

—No tengo nada que pensar —contestó el chico—. La respuesta a tu trato es sí.

—¡Pero qué dices, Torcuato! —Le recriminó Copperfield agarrándole por los hombros y zarandeándole—. ¡Jamás dejaría que hicieras algo así!

Una figura enorme comenzó a dibujarse en la penumbra, el rey de la peste, el señor de los gusanos, el padre de las moscas. Parecía un poco encorvado, aún así era alto y de aspecto fornido. Vestía ropas viejas, de otra época, camisa de volantes, tan sucia como hecha trizas, pantalones de seda negros, botas de piel en punta y de caña alta. El pelo largo, ondulado, y un rostro hermoso, casi andrógino. Aunque sus ojos eran la viva imagen de la maldad. Dentro de ellos habitaba el mal sin ambages, sin artificios. El solo mirarlos fijamente, podría enloquecer al hombre más cuerdo.

—El chico ya ha hablado —zanjó con una media sonrisa sardónica—. Marchaos, aprovechad mi generosidad o moriréis todos, y esa chica por la que suspira este loco enamorado será la primera.

En esta ocasión fue Torcuato quien sujetó por el hombro al inglés con la única mano que podía mover bien. Le costó separarse de Agnus, pero debía hacerlo. Por su propia supervivencia.

—David, tenéis que iros —le suplicó—. Todo lo que he hecho, por lo que he luchado desde que llegué aquí, ha sido por vosotros. Por ella. Aquí os habéis convertido en mi nueva familia, y no quiero fallaros también a vosotros. Es la única salida, ya lo dijo el viejo Tobías, hay que sacrificarse por los que uno ama. No hay muerte más honrosa. Y al menos me iré habiendo conocido el verdadero amor. No lo hago por valentía, lo hago por… por amor… es… es lo que tengo que hacer, mi buen amigo. Por favor, escapa de aquí con ella, cuídala por mí, sé que esta vez lo harás bien.

Copperfield le miraba con lágrimas en los ojos. Asintió, sabía que no iba a poder convencerle. Torcuato se volvió hacia Agnus, sus ojos seguían ciegos. Acercó sus labios a los de ella y la estrechó contra él. Sus ojos volvieron a derramarse en lágrimas que se mezclaron con la suciedad de su cara. Después, se apartó y se limpió los churretes, el inglés agarró a Agnus del codo y llamó a los Agapornis. Al pasar por su lado, Rita no pudo evitar abrazarse a él y llorar desconsoladamente.

Adiós, amigos, adiós.

—Iros —les dijo. Intentó parecer seguro, incluso frío. Pero no lo logró. Aquella procesión triste de amigos, aquella Santa Compaña, comenzó su camino. El vampiro les indicó con un alargado dedo acabado en zarpa por dónde tenían que ir. Ni les miró, tenía los ojos clavados en el chico y su sonrisa se había ampliado hasta desfigurar su bello rostro. Se hubiera podido decir que llegaba de oreja a oreja y no equivocarse ni media. Torcuato ya no veía muy bien a sus amigos, algunas velas parecían haberse consumido, tanto como su alma, en los más profundos recovecos de su ser. Cerró los ojos, no quería ver más, el último recuerdo que quería de Agnus era el del primer beso, no el de un vegetal al que había que dar de comer y beber. Así que prefirió quedarse con aquel beso que nunca podría olvidar, aunque viviera tantos años como tenía el que sería su verdugo y torturador.

Y en ese momento comenzaron los gritos. Abrió los ojos y corrió hacia delante.